Alguien había condenado a las familias de la calle Akrita a vivir juntas a la vez que en soledad pues la calle no medía más de tres metros de ancho y las casas se alineaban a ambos lados. El que quisiera asomarse a la ventana de su casa tenía que mirar en el interior de otra, hablar con la gente que la habitaba, vivir prácticamente en ella, le gustara o no. La distribución de las edificaciones era irracional, arbitraria: tres casas juntas, luego un solar desierto, luego una casita con jardín y, a su lado, dos casas más pegadas como siamesas. A un lado de la calle había una mercería y al otro un colmado. La mayoría eran casitas de una sola planta, y sólo muy de tanto en tanto se alzaba alguna de dos pisos. De algunos terrados sobresalían antenas de televisión y de otros barras de hierro, unas tiesas y otras dobladas, prueba de que esperaban levantar una segunda planta algún día. Entretanto había caducado la esperanza, y muchas casas eran tan estrechas que no haría falta un metro para medirlas, bastaría la palma de la mano. Las más pobres lucían las puertas más hermosas, hojas de madera pintadas de color azul cielo, rojo o verde. En las otras, en las casas «bien», habían colocado puertas de hierro forjado color teja, cuyos diseños recordaban esqueletos de flores o ramas de un bosque carbonizado.
La casa donde vivía la pareja de albaneses se encontraba al final de la calle, junto a un almacén de madera abandonado. Justo enfrente había un solar. Hasta en eso teníamos mala suerte. Sotiris y yo permanecíamos de pie ante la puerta, y yo maldecía la hora y el momento. Vuelta a empezar con las preguntas, las pesquisas de casa en casa, los vecinos soltando cualquier chorrada y el resultado, cero, como decía mi padre.
—Tú ve por una acera y yo iré por la otra —ordeno a Sotiris.
Él pone rumbo a la mercería y yo me dirijo al colmado.
El tendero tiene una pieza de queso encima del mostrador y la está partiendo por la mitad. Corta delgadas lonchas y se las mete en la boca. Alza la vista y me mira. Me reconoce enseguida.
—¿Otra vez los albaneses? —pregunta mientras guarda media pieza de queso en el frigorífico.
—¿Sabe si vivían siempre aquí? He oído que iban y venían a menudo.
Más que las quinientas mil, se me habían metido en la cabeza las palabras de la gorda.
—Sólo sé que la mujer no vino más que un par de veces. La primera compró margarina y un paquete de espaguetis, y la segunda, una bolsa de judías.
—Menuda memoria —comento para halagarle y animarle a hablar.
—No es buena memoria, es falta de trabajo. Aquí la gente compra tan poco que uno recuerda las ocasiones como si se tratara de fiestas nacionales.
—No obstante, si hubiesen vivido aquí habrían comprado más a menudo.
—Perdone que se lo diga, pero no sabe de qué está hablando. Ellos pasan diez días con un guiso de judías.
—¿Ha visto a algún extraño frecuentar la casa?
—¿Qué extraño?
—Cualquiera que no fuera del barrio.
Comprendo por su mirada que está empezando a agobiarse.
—Escuche, teniente —dice—. Comprendo que quiera hacer su trabajo, pero ¿a qué viene tanto jaleo por un par de albaneses? Ya tienen al que los mató, ¿por qué quiere revolver más el asunto? A fin de cuentas, con dos albaneses muertos y otro en la cárcel, este país será un lugar mejor.
—Si pregunto, es que tengo mis razones, no voy a hacerlo por simple diversión.
Doy la vuelta y me encamino hacia la puerta. Entonces le oigo decir a mis espaldas:
—Una noche, hará más o menos un mes, vi una furgoneta aparcada delante de su puerta.
Me detengo en seco.
—¿Qué furgoneta?
—Una de esas cerradas. ¿Cómo las llaman?… Vanetas. Pero estaba oscuro y no distinguí la marca.
Habla mientras ordena la cámara frigorífica. Ordenar es un decir, porque la nevera está más vacía que el apartamento de un soltero. Un trozo de salami, un poco de mortadela, medio queso y algunas cajitas de queso en porciones. En la pared, donde el soltero hubiera colocado sus libros, él amontona decenas de sobres llenos de encurtidos variados.
—No es que tenga importancia, a lo mejor es pura casualidad —continúa—, pero se lo digo porque no me gusta que nadie se vaya de mi tienda con las manos vacías.
—¿Tanto gustan los encurtidos? —pregunto con curiosidad.
—Qué va, los conseguí a mitad de precio. Pero nadie los pide.
—¿Y por qué los compró si no salen?
—Si no cometiera este tipo de errores, no tendría un colmado en Rendis sino un supermercado en el centro —responde, con lo cual me deja sin réplica posible.
La última casa a la derecha de la calle; la que mira en diagonal hacia la de los albaneses, tiene una puerta verde y un ventanuco cuadrado, por el que apenas es posible asomar la cabeza para ver la calle. Por dentro cuelgan unas cortinitas de lino blanquísimo con un estampado a cuadros. Se separan en medio, trazan un par de curvas y quedan recogidas por los extremos de la parte inferior. Si los cuadritos no fueran rojos, parecería la ventana de Blancanieves.
—¿Le apetece un dulce de naranja amarga? —me ofrece una vieja. Debe de rondar los ochenta. La mujer, bajita y esquelética, arrastra los pies al caminar como si tuviera la carne pegada a los huesos y la piel a las baldosas. Lleva una bata con dibujos de tréboles y tiene la cara arrugada, como uno de esos trozos de papel que después de estrujarlo vuelves a alisar porque recuerdas que has anotado algo en él.
—No, gracias, me iré enseguida —la informo, para acabar pronto.
—Tome una cucharadita, es casero —insiste la vieja. Decido complacerla aunque odio la fruta confitada, y a continuación me trago un vaso de agua para eliminar el sabor.
—Me lo manda mi hija de Kalamata. Dios la bendiga. También me envía olivas y aceite, cada año. La última Nochevieja me regaló la tele.
Y señala un aparato de diecisiete pulgadas colocado encima de una mesilla. Entre la tele y la mesilla hay un tapete, blanco también aunque éste bordado con florecillas. Siempre que veo este tipo de bordados me acuerdo de mi madre, que no dejaba superficie sin cubrir en toda la casa y luego iba detrás de mi padre y de mí para evitar que ensuciáramos, él con sus cenizas y yo con mis manos pringadas.
—Sin embargo, no quiere tenerme cerca —prosigue la vieja, ahora en tono quejumbroso—. Bueno, ella no, su marido. Él no quiere ni oír hablar de tener a la suegra en casa. Cuando se es joven, es la suegra la que no quiere. Cuando se es mayor, es el yerno. La mejor edad es entre los cuarenta y los cincuenta. Entonces todos te quieren y a ti no te importa nadie, pero…
—¿Puede decirme algo de los albaneses? —me apresuro a interrumpirla antes de que llegue a sus primos terceros.
—¿Qué quiere que le diga? Gente tranquila, más pobre que las ratas. Aunque, tal como va el mundo, llamamos tranquilos a los que tienen miedo.
—¿Y ellos? ¿Eran tranquilos o tenían miedo?
Me mira y sonríe. El movimiento de sus labios concentra todas las arrugas en las mejillas, como si fueran agujas de pino.
—¿Qué diría que soy yo? —pregunta—. ¿Tranquila o miedosa?
—Tranquila.
—Se lo parece a usted, pero no es así. —Se sienta en la silla y me mira a los ojos—. ¿Ve el teléfono? —Señala el aparato, pegado a la tele—. Me lo pusieron el año pasado. Hasta hace un año, estaba sola y sin teléfono. Si me hubiese muerto, los vecinos se habrían enterado por el olor. Debería cantarle las cuarenta a mi hija, que vive a cuerpo de rey y a mí me deja sola en este agujero. Paso por lo de no vivir en su casa, si no puede alojarme, pero es que cuando vino mi nieta para estudiar en Atenas, le alquilaron un pisito en Pangrati. ¿Tan difícil hubiese sido alquilar uno más grande para que yo hubiese ido con ella? Debería hablarle de todo esto pero me lo guardo para mí y callo. ¿Y sabe por qué? Porque tengo miedo de que se enfade y deje de mandarme el aceite, las olivas y las ochenta mil que me envía… según ella cada mes, pero digamos cada dos, para ser más exactos. Usted me ve tranquila porque tengo miedo. Pero por dentro hierve la cólera.
—Quiere decir que a ellos también se los veía tranquilos pero que tal vez era por miedo.
—No lo sé. Yo los veía ir y venir y me extrañaba.
—¿Por qué se extrañaba?
—Porque se iban como fugitivos y volvían como ladrones, siempre en plena noche. Al despertar por la mañana, estaban aquí. Una noche, después de apagar la tele, me senté junto a la ventana. Yo, hijo mío, me siento a ver la tele a las tres de la tarde y me lo trago todo. Sólo me aburro y la apago cuando empiezan con la política y los amores. La política, porque no entiendo ni papa; los amores, porque son mentira y me indigno. Los veo pegarse, sufrir y discutir y, cuando me canso de quejarme, apago. Yo viví cuarenta años con mi marido, nos peleábamos por la comida, por el dinero, por la hija, pero jamás reñíamos por el amor. ¿Cree usted que mi hija se casó por amor con el de Kalamata? Ella quería asegurarse el futuro y él quería llevársela a la cama. Claro, que mi hija no le dejaba tocarle ni un pelo. Al final, él se cansó y, para acostarse con ella, decidió casarse.
—¿Y esto qué tiene que ver con los albaneses?
—No se precipite —dice—, todo tiene que ver con todo. Porque, de no haber sido por la película de amor de aquella noche, yo no habría estado en la ventana y no los habría visto llegar en la limusina.
—¿En limusina? —pregunto, y me acuerdo del comentario del tendero acerca de una furgoneta.
—Yo la llamo limusina porque no entiendo de esas cosas. De todas formas, era un coche enorme, cerrado, de esos en los que caben diez personas. Salen la chica y él, y entran en casa corriendo, y el coche se va enseguida. Al poco rato, la casa queda iluminada con la luz de gas, porque ellos no tienen electricidad. La cosa no duró más de tres minutos. Ni maletas ni nada. Sólo la chica, que llevaba un bulto en brazos. —Me mira, y la sonrisa vuelve a cubrir sus mejillas de pinaza.
Yo recuerdo la mierda seca en el váter y las quinientas mil en la cisterna. Los comestibles en la caja de pañales y la furgoneta que los lleva de noche a casa. Y en medio de todo este embrollo, un asesino albanés a punto de comparecer ante el juez de instrucción. A ver quién es el guapo que se aclara y descubre qué sentido tiene todo esto.
Salgo de la casa de la vieja maldiciendo por dentro a los más jóvenes, que tratan de cubrir el expediente con cinco preguntas hechas deprisa y corriendo, para acabar pronto. Si cuando se llevó a cabo la primera investigación alguien hubiese tenido la paciencia de sentarse con la vieja y escuchar sus penas, todo esto lo habríamos sabido ya antes de trasladar los cadáveres al depósito. Por lo visto, nosotros también podemos aplicarnos lo que los homosexuales dicen de los suyos. No es lo mismo ser gay que maricón. No es lo mismo ser policía que polizonte.