Adrianí está sentada delante de la televisión. Hace cinco minutos que he entrado en la sala de estar y ella todavía no ha reparado en mi presencia. Su mano sostiene con firmeza el mando a distancia, su dedo índice se apoya inamovible en el botón, listo para cambiar de canal en cuanto aparezcan los anuncios. En la pantalla, un policía de pelo rizado se desgañita gritando a una mujer de cabellos castaños. Me topo con él todas las tardes interrogando a alguien o presa de remordimientos. En ambos casos, grita. Si los polis fuéramos así, nos moriríamos todos de un infarto a los cuarenta.
—¿Por qué no deja de gritar ese gilipollas? —pregunto súbitamente.
Uso la palabra «gilipollas» a propósito, porque sé que la saco de quicio cuando expreso mi desprecio por los héroes de sus seriales favoritos. Pretendo irritarla para que repare en mí, pero la jugada me sale mal.
—¡Chist! —dice bruscamente sin apartar la vista del ricitos uniformado.
«¿Dónde tienes la cabeza, cretino? ¡Contesta!», gritaba mi padre, y me soltaba un bofetón. Me gustaría saber qué haría en estos tiempos, en que todo el mundo anda distraído y no contesta. Menos mal que está muerto, porque se volvería loco.
Como todas las tardes, busco refugio en el dormitorio y saco de la biblioteca el diccionario de Dimitrakos. Lo llamamos biblioteca para darle prestigio, aunque en realidad se trata de una simple estantería con cuatro anaqueles. En el de arriba están los diccionarios: Gran diccionario de la lengua helénica, de Lindell-Scott, Diccionario ortográfico y hermenéutico del griego moderno, de Dimitrakos, Diccionario onomástico del griego moderno, de Vostantsoglu, Diccionario etimológico del griego moderno de Tegópulos-Fitrakis. Ésta es mi única afición: los diccionarios. Ni fútbol ni bricolaje ni nada. Si algún desconocido echara un vistazo a la «biblioteca», no entendería nada. El estante superior está cargado de diccionarios, una visión impresionante. Luego, el hipotético visitante pasaría a los siguientes y vería Viper, Nora Belle, Arlequín y Bianca. Me había reservado el ático y cedido las tres plantas inferiores a Adrianí. Arriba, una visión lingüística; abajo, la decadencia. Grecia servida en cuatro anaqueles.
Me abrazo al Dimitrakos y me echo en la cama. Busco la voz «ver». «Ver: facultad de percibir con la vista». Es la mente la que ve y la mente la que oye, decía mi padre. Cada tarde, media hora antes de que él volviera a casa, yo abría los libros en la mesa de la cocina y hundía la nariz en sus páginas, para demostrarle que me aplicaba a fondo. Él entraba con su uniforme de cabo de gendarmería, se detenía en el umbral y me observaba. Yo, ni mú. Tan inmerso estaba en el estudio, que su presencia me pasaba inadvertida, como diría Dimitrakos. De pronto se acercaba, me agarraba de la oreja y me obligaba a levantarme de la silla.
—Otra vez un ocho en matemáticas, cretino —me acusaba.
Yo ni siquiera lo sabía aún, me enteraba el día siguiente de boca del profesor. Mi padre conocía mis notas la víspera.
—¿Cómo lo sabes? —preguntaba yo, extrañado.
—Es la mente la que ve y la mente la que oye —se limitaba a responder.
Hasta que un día, estando por casualidad en su despacho, en la gendarmería, me di cuenta de que la mente no veía ni oía, sino que sonaba el teléfono. En cierta ocasión, mi padre había ayudado al profesor de matemáticas, había intercedido para que le concedieran una licencia de caza o algo por el estilo, y el profesor le devolvía el favor llamándolo por teléfono después de revisar mis exámenes para ponerlo al corriente de todo. Lo raro es que la mayoría de las veces yo estaba convencido de haberlo hecho bien, aunque lo cierto es que no pasaba de ochos o nueves. En el cuaderno de notas, no obstante, siempre me ponía un dieciséis, para que mi padre no lo considerara un ingrato.
—¿Otra vez en la cama con los zapatos puestos? —Oigo la voz chillona de Adrianí y me levanto de un salto.
Hasta aquí mis ensoñaciones. ¿Cuánto tiempo dura un sueño? El de un serial. Terminado el serial, terminado el sueño.
—Vuelves a casa y te escondes tras este libro estúpido en lugar de hablar un poco conmigo, que me paso todo el día sola. Y para colmo, me ensucias la cama con los zapatos llenos de porquería.
—¿Cómo quieres que te hable si estás pegada a la tele y ni siquiera me das las buenas noches?
—Porque has llegado en el momento culminante. ¿Tanto te costaba esperar cinco minutos? ¡Pero claro, así ya tenías excusa para venir a buscar esas pulgas! —«Pulgas» son las letras del diccionario—. ¿No te has cansado de leer una y otra vez las mismas palabras durante veinte años? ¡A estas alturas yo ya me las sabría de memoria!
—¿Y qué quieres que haga? ¿Sentarme a ver a ese poli cretino, que si estuviera a mis órdenes se iría directo a intendencia a contar balas? ¿O esperar la segunda ronda, para ver si aquella idiota que se las da de fiscal ha decidido después de seiscientos capítulos que le apetece acostarse con su marido?
—Claro —replica ella con desprecio—. A ti te va la chusma, no te interesa lo «glamurus».
Se da la vuelta y hace un mutis al estilo de Vembo cuando cantaba Invierno. Pero ha conseguido picarme, porque no sé qué significa esa palabra que ha empleado ni me imagino dónde la ha aprendido ella para presumir.
Me dirijo al estante y saco el Oxford English-Greek Learner’s Dictionary, el único diccionario inglés que poseo. Lo compré en el setenta y siete, cuando estaba en la Brigada Antinarcóticos y nos traían a interrogatorios a unos extranjeros recién llegados de la India, adonde habían ido supuestamente para buscar un gurú y de donde volvían cargados de saris, collares de cuentas y medio kilo de caballo escondido en el culo en forma de supositorio. Entonces decidí aprender cuatro o cinco palabras en inglés, por temor a que alguna pelirroja desteñida me soltara un «fuck you», y yo no supiera si me insultaba o me pedía una tarta de queso.
Busco la voz glamurus y no encuentro nada. Busco en glamourus y tampoco. Estos putos ingleses escriben las dos sílabas con «ou» para complicarme la vida. Así que glamourous: brillante, encantador, seductor, casi mítico. Glamourous film stars: estrellas de cine, brillantes y seductoras. A esto se refería, que a mí no me gusta el brillo y el encanto y, por extensión, las brillantes y seductoras estrellas del cine, porque me va la chusma. Me ha costado treinta años recorrer el camino que conduce de la rosquilla de pan al cruasán, y ella me viene con que me va la chusma porque no trago a los divos de pacotilla.
Me acerco a la tele, cabreado. Son más de las ocho y media y quiero ver las noticias por si dicen algo de los albaneses. Medio informativo está dedicado a la actualidad política, a Bosnia, a dos drogatas que la han palmado de sobredosis y a un octogenario que violó y mató a su cuñada, de setenta años. Justo cuando ya empiezo a alegrarme de que nadie se interese por lo nuestro, el locutor pone cara de funeral. Con expresión sombría, levanta un poco las manos de la mesa en señal de impotencia por la tristeza que va a causar a los telespectadores y suelta un pequeño suspiro. Las palabras brotan de su boca aisladas, de una en una, como los últimos clientes de un café que salen a la calle poco antes de bajar la persiana. Como siempre, en el bolsillo de la americana lleva un pañuelo. Cada día espero que lo saque para enjugarse las lágrimas, pero jamás lo ha hecho. Quién sabe, tal vez lo guarde como un as en la manga, para cuando baje la audiencia.
—Tampoco tenemos novedades de otro crimen: el salvaje asesinato de los dos albaneses, perpetrado en Rendis —dice.
Acto seguido aparece Yanna Karayorgui. Lleva un micro en las manos y el mismo conjunto que vestía por la mañana. Lógico, porque habla desde el pasillo de la jefatura, con la puerta de mi despacho a sus espaldas.
—Aunque hay un ciudadano albanés detenido en la jefatura de Atenas, la policía no tiene más datos sobre el asesinato. Según nos ha informado el teniente Kostas Jaritos, jefe del departamento de Homicidios, el interrogatorio del albanés continúa. La policía sospecha que la pareja tenía un hijo, aunque hasta el momento no ha sido encontrado.
Me pongo tan furioso que me lanzo a la pantalla para agarrarla. Pero se me escapa y, en su lugar, aparece la gorda. Empieza a largar ante el micro sobre el albanés y sobre cómo nos puso ella sobre aviso. Es la tercera noche consecutiva que muestran las mismas imágenes. La gorda dice exactamente lo mismo, lleva la misma blusa chillona y la misma falda atascada en el trasero. Nada glamourosa. A ver cómo le explico mañana al director que éstos son cuentos de Karayorgui y que no pasa nada.
—¿Quién se está ahora pegado a la tele, eh? —pregunta Adrianí con voz triunfal desde la cocina—. Venga, la cena está lista.
Lo dice, pero ella no cena. Se sienta frente a mí y se limita a contemplarme.
—Tengo noticias —anuncia en cuanto me llevo a la boca el tenedor con el bocado de pasticho.
—¿Qué noticias?
—Ha llamado Katerina —contesta sonriendo.
—¿Y por qué no me lo has dicho hasta ahora?
—Porque quería comunicártelo en la mesa, para abrirte el apetito.
¡Venga ya! Me lo ha ocultado a propósito, porque no me senté a su lado a ver la tele. Sabe que mi hija es mi debilidad y ésta es su forma de vengarse.
—Definitivamente, viene para Navidad —dice sin dejar de sonreír, satisfecha.
Katerina estudia Derecho en Salónica. Está en segundo y no tiene asignaturas pendientes. Cuando termine, quiere ser fiscal. Mi gran ilusión es seguir en ejercicio para entonces y mandarle acusados. Después me sentaré entre la audiencia, tremendamente orgulloso al verla leer las acusaciones, interrogar a los testigos, presentar su alegato.
—Tengo que enviarle dinero para el pasaje de avión.
—No, ha dicho que vendrá en autocar, con Panos —responde Adrianí.
Claro, también está ese tipo, lo había olvidado. Mejor dicho, intento no acordarme de él. En el fondo no es mal muchacho, estudia para perito agrónomo. Pero me fastidia que esté tan cachas, que vaya por ahí en camiseta de manga corta, tejanos y zapatillas de deporte; todos los que tenemos así en el Cuerpo son unos cretinos. Pero qué se le va a hacer, también él es de la generación de los cincuenta. No me refiero a los de la época de la posguerra, sino a los de hoy en día. La llamo generación de los cincuenta porque su vocabulario se reduce a cincuenta palabras. Si quitamos «joder», «maricón», «rollo» y «gilipollas», nos quedan cuarenta y seis de renta contributiva, como dicen los de Hacienda. Me acuerdo del período entre el 1971 y los sucesos de la Politécnica[1], de la consigna «Pan, educación y libertad» y de nosotros, cuando nos mandaban para detener y dispersar a los manifestantes. Enfrentamientos directos, persecuciones en plena calle, cabezas abiertas, sus insultos y nuestras represalias. Cómo íbamos a sospechar entonces que todo aquel lío sólo serviría para llegar a las cincuenta palabras. Igualmente podríamos haber recogido los bártulos y habernos marchado a casa, porque para eso, no valía la pena.
—¿Tienes el dinero para el billete de avión o piensas pedirlo prestado?
Aunque la pregunta suena inocente, ella me mira con astucia.
—Tengo dinero —respondo—. He guardado parte de aquellos atrasos que cobramos.
—Ya que no lo vas a necesitar para el billete, ¿por qué no me lo das para que compre aquellas botas que te dije? —Esboza una sonrisa que pretende ser seductora pero que sólo resulta maliciosa.
—Ya veremos.
Se lo daré pero no quiero decírselo, para fastidiarla y tomarme una pequeña venganza. La primera fase de la vida conyugal corresponde a la alegría de la convivencia. La segunda, a los hijos. La tercera y más importante, a los desquites. Cuando llegas a esta etapa ya puedes relajarte, porque sabes que nada va a cambiar. Los hijos pronto emprenderán su camino y tú volverás a casa después del trabajo sabiendo que allí te espera tu mujer, la cena y los desquites.
—¡Venga, Kostís, cariño, si sabes que no tengo botas presentables!
—¡Ya veremos! —repito bruscamente, cortando la conversación.
Ya en la cama, se acerca a mí. Me pasa la mano por debajo de la cintura y empieza a besarme en la oreja, en el cuello. Yo permanezco indiferente. Apoya la pantorrilla en mi rodilla y, con el muslo contra mi pene, empieza a subir y bajar la pierna rítmicamente.
—¿Cuánto quieres para las botas? —pregunto.
—He visto unas preciosas, aunque son un poco caras. Treinta y cinco mil. Claro que podré llevarlas durante años.
—Vale, te daré el dinero.
La pantorrilla baja por última vez, como el ascensor del tercer piso a la planta baja, y se detiene. Aparta la mano de mi cintura. Me da un besito en la mejilla y, acto seguido, se retira a sus aguas jurisdiccionales.
—Buenas noches —dice con alivio.
—Buenas noches —respondo yo, aliviado también, y abro el Lindell-Scott que había bajado del estante antes de acostarme.
Sin embargo, me resulta imposible concentrarme. Pienso en Karayorgui y en esa idea que se le ha metido en la cabeza acerca del niño. No creo que hable por hablar, sin fundamento; ésta sabe algo y no me lo dice. De repente se me ocurre que podría preguntar al albanés, tal vez él esté al corriente. Primero le preguntaré, luego ya veremos qué hago con Karayorgui. A lo mejor pongo en práctica lo que se me ha ocurrido esta mañana. Le pediré a Zanasis que se la ligue, a ver si él averigua algo.
Sueño que estoy en la casa de los dos albaneses. Sólo que los cadáveres ya no se encuentran allí y el colchón está tapado con una manta. Encima de la mesa plegable hay un moisés. Me inclino y veo a un bebé. No tiene más de tres meses y llora a pleno pulmón. Karayorgui está de pie delante del hornillo a gas, calentando el biberón.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunto, extrañado.
—De niñera —responde ella.