2

Mi despacho se encuentra en la tercera planta, es el número 321. El del director está en la quinta. El tiempo medio de espera del ascensor oscila entre los cinco y los diez minutos, según le dé la gana. Si te impacientas y empiezas a pulsar el botón como un loco, la espera puede llegar al cuarto de hora. Lo oyes en el segundo piso, piensas que ya está, que ya sube, pero de repente cambia de parecer y va hacia abajo. O al contrario, baja hasta el cuarto y, en lugar de seguir descendiendo, vuelve a subir. A veces me exaspero y subo los escalones de dos en dos, más para calmarme que debido a la prisa. Otras veces me digo: si nadie tiene prisa, ¿quién te manda a ti correr? Hasta la puerta automática está regulada para abrirse despacio y ponerte más nervioso.

Todos los peces gordos están en la quinta. No se sabe si los reunieron a todos allí para que piensen colectivamente o para aislarlos y que se olviden de nosotros. El despacho del jefe es el 504, pero no hay número en la puerta porque mandó que lo arrancaran. Le parecía deshonroso tener un número en la puerta, como en los hospitales y los hoteles. En su lugar colocó una pequeña placa:

NICÓLAOS GUIKAS - DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD

«En Estados Unidos no hay números en las puertas. Sólo nombres», estuvo repitiendo durante tres meses, indignado. Al final acabó por arrancar el número y poner su nombre. Y todo eso porque había asistido a un programa semestral de formación con el FBI.

—Pase, le está esperando —me informa Kula, la policía que desempeña funciones de secretaria y se las da de modelo uniformada.

El despacho es amplio y luminoso, con moqueta en el suelo y cortinas en las ventanas. Inicialmente pensaron en ponernos cortinas a todos, pero el presupuesto no alcanzó para tanto y se limitaron a la quinta planta. Junto a la puerta hay una mesa rectangular de reuniones, con seis sillas. El director está sentado de espaldas a la ventana. Su mesa debe de medir unos tres metros de largo. Es uno de esos muebles modernos, con las esquinas forradas de metal. Si quieres alcanzar un documento en un extremo de la mesa tienes que usar un rastrillo, resulta imposible llegar con la mano.

El director alza la vista y me mira.

—¿Novedades en el caso del albanés? —pregunta.

—Nada, señor director. Aún estamos interrogándolo.

—¿Pruebas incriminatorias?

Preguntas cortantes, respuestas cortantes, justo lo necesario para demostrar que es un jefe superocupado, eficiente, conciso, concreto, que va al grano. Trucos yanquis, ya lo he dicho.

—No, pero tenemos una testigo ocular que lo ha reconocido, como ya le comenté.

—Esto no constituye necesariamente una prueba incriminatoria. Lo vio cerca de la casa, pero no entrar ni salir de ella. ¿Huellas dactilares?

—Muchas. La mayoría de la pareja, pero ninguna del sospechoso. No se ha encontrado el arma homicida. —El muy imbécil consigue que yo también hable telegráficamente.

—Bien. Di a la prensa que por el momento no hay declaraciones.

Esto no era necesario que me lo indicara. Si hubiera declaraciones, las haría él mismo. No sólo esto, sino que me pediría que se lo anotara todo en un papel para aprendérselo de memoria y soltarlo luego. No me estoy quejando, en realidad me importa un bledo. Los reporteros se me indigestan. Esto es lo mismo que la rosquilla de pan y el cruasán. Antes había periodistas y diarios, ahora hay reporteros y cámaras.

A través de la línea interior pido a la secretaria que trasladen al albanés para interrogarlo. Los interrogatorios se realizan en un cuarto de paredes desnudas, con una mesa y tres sillas. Al entrar veo al albanés sentado y esposado.

—¿Se las quito? —pregunta el agente que lo ha traído.

—Déjalo así, ya veremos luego. Según nos salga ser humano o perro lobo.

Observo al albanés, que ha apoyado las manos en la mesa. Dos manos nudosas, con dedos gruesos y uñas largas y negras, el luto de la desgracia. Su mirada descansa en ellas. Las contempla como si las viera por primera vez. ¿De qué se extraña? ¿De haber matado con ellas? ¿De que sean tan toscas y sucias? ¿De que Dios le haya dado manos?

—¿Vas a decirme por qué los mataste? —le pregunto.

Aparta lentamente la vista de sus manos.

—¿Tener sigarro?

—Dale uno de los tuyos —ordeno al agente.

Me mira sorprendido. Cree que quiero aprovecharme de él. Él fuma Marlboro, mientras que yo sigo con los Karelia. Ofrezco un Marlboro al albanés para ablandarlo. El agente le mete el cigarrillo en la boca y yo se lo enciendo. El tipo da dos largas y ansiosas caladas, retiene el humo en los pulmones, como si quisiera aprisionarlo, y después lo suelta lentamente, en pequeñas bocanadas, para no derrocharlo. Levanta las dos manos a la vez y pilla el cigarrillo entre el índice y el pulgar de la mano derecha.

—Io no matar —dice y, en ese mismo instante, sus dos manos se mueven como rayos y se coloca el pitillo en la boca mientras su pecho se hincha para dejar espacio al humo. Su instinto le advierte que podría quitarle el cigarrillo por no haberme dicho lo que yo quería oír, y se apresura a chupar lo que pueda.

—¡Me estás tomando el pelo, mariconazo, albanés de mierda! —grito, fuera de mí—. ¡Te endiñaré todos los asesinatos de asquerosos albaneses que están pendientes de resolución desde hace tres años y te caerá una condena de por vida, me cago en tu Berisa!

—Io tres años no aquí. Io venir… —se interrumpe porque no sabe decir «el año pasado» y busca otra expresión—: Io venir noventaydós —concluye, satisfecho de haber solucionado el problema idiomático. Ha escondido las manos debajo de la mesa, evidentemente para que yo no vea el pitillo y no se me ocurra quitárselo.

—¿Y cómo lo vas a demostrar, desgraciado? ¿Con tu pasaporte?

Me lanzo de repente, lo agarro y lo levanto. No esperaba mi reacción. Sus manos golpean con fuerza la parte inferior de la mesa y el cigarrillo se le cae al suelo. Echa una mirada furtiva y angustiada al pitillo caído y después la dirige a mí, inquieto. El policía avanza el pie y pisa el cigarrillo, mientras sonríe satisfecho al albanés. Chico listo, las pilla al vuelo.

—Entraste en Grecia clandestinamente, no figuras en ninguna parte, ni visado ni sellos ni nada. Puedo hacerte desaparecer y nadie se preguntará qué ha sido de ti. Ni te he visto ni te conozco, porque no existes, ¿me oyes? ¡No existes!

—Io venir para mujer —dice aterrorizado mientras lo zarandeo.

—Te gustaba, ¿eh? —Lo dejo caer en la silla.

—Sí.

—Por eso te acercabas cada día a la casa. Querías entrar para tirártela y ella no te abría, ¿verdad?

—Sí —repite, y esta vez sonríe satisfecho porque he echado mano del psicoanálisis.

—¡Y como no te abría te pusiste furioso, entraste por la noche y los mataste!

—¡No! —grita aterrorizado.

Me siento en la silla frente a él y lo miro a los ojos, sin decir nada. Su angustia crece porque no sabe cómo interpretar mi silencio. Afortunadamente, porque así no se da cuenta de que estoy en blanco. ¿Qué puedo hacer? ¿Dejarlo sin comer? Eso le daría igual, porque de todas formas sólo come una vez cada tres días, y eso con un poco de suerte. ¿Llamar a un par de tíos para que lo sacudan? Ha recibido tantas hostias en la vida que aguantará lo que le echen sin rechistar.

—Escucha —le digo con calma, casi con dulzura—. Voy a poner en papel todo lo que hemos dicho aquí, lo firmas y te quedas tranquilo.

No responde, se limita a observarme con aire indeciso, lleno de dudas. No es que le asuste la idea de la cárcel, sino que ha aprendido a mostrarse desconfiado. No cree que el mal tenga un fin y que después llegue un respiro. Teme que, de quedar demostrada una cosa, luego le caiga otra y otra más, porque ésta ha sido siempre su suerte. El hombre necesita ayuda para convencerse.

—A fin de cuentas, en la cárcel no estarás tan mal —añado en tono amistoso—. Tendrás tu propia cama, tres comidas al día, todo pagado por el Estado. Estarás tranquilo y ellos cuidarán de ti, como ocurría en tu país. Y si eres listo, antes de un par de meses te meterás en alguna de las mafias y, encima, ganarás algún dinero. La cárcel es el único lugar donde no hay paro. Con un poco de vista, saldrás de allí con unos ahorrillos.

Sigue mirándome, mudo. Sin embargo algo relampaguea en su mirada, como si le sedujera la idea. Sé que querrá sopesar la sugerencia y me levanto.

—No es preciso que me des una respuesta ahora mismo —le digo—. Piénsatelo y mañana hablamos.

Mientras me dirijo hacia la puerta, veo que el policía saca el tabaco y le ofrece un cigarrillo. He de pedir que trasladen a este muchacho, lo quiero a mi lado.

Los veo a todos reunidos delante de mi despacho. Unos llevan micros en la mano, otros, grabadoras. Todos tienen la mirada hambrienta e impaciente, un atajo de famélicos que esperan la noticia como los reclutas su ración diaria. Los cámaras me ven llegar y cargan sus aparatos al hombro.

—Pasad, chicos.

Abro la puerta de mi despacho mientras pienso para mis adentros: «Idos a la mierda, mamarrachos. Dejadme en paz». Entran a empellones detrás de mí y dejan en la mesa sus micros con el logo de cada canal, sus cables y grabadoras. En un abrir y cerrar de ojos, mi mesa se ha convertido en carrito de vendedor ambulante.

—¿Tienes algo que decirnos acerca del albanés, teniente? —pregunta Sotirópulos, que viste camisa a cuadros de Armani, gabardina inglesa, mocasines Timberland y gafas redondas de montura metálica, de esas que solía llevar el bueno de Himmler y que ahora lucen los intelectuales. La palabra «señor» la eliminó de su vocabulario hace tiempo; dice «teniente», a secas. Y siempre empieza con un «tienes algo que decirnos» o «qué tienes que decirnos» para acomplejar, para que uno tenga la sensación de que está sometido a examen, a punto de ser evaluado. Se cree representante de la conciencia popular. Y la conciencia popular trata igual a todo el mundo. Se acabó con el «señor» y el «usted», que marcan distinciones entre los ciudadanos. Y siempre tiene los ojos puestos en ti, vigilantes, controlándote en todo momento. Un Robespierre moderno, equipado con cámara y micrófono.

Paso de él y me dirijo a todos en general. Si quiere igualdad, la tendrá.

—No tengo nada que deciros, muchachos —les comunico con una sonrisa y en tono amistoso—. Todavía estamos interrogándolo.

Miradas de decepción. Una mujer bajita, arrugada, con mallas rojas, trata de arrancarme algo más.

—¿Tienen pruebas de que sea el asesino? —pregunta.

—Ya os he dicho que aún estamos interrogándolo —repito y, para indicar que la conversación ha terminado, alcanzo el cruasán que me ha dejado Zanasis, lo saco de su envoltorio y le hinco el diente.

A medida que van recogiendo sus bártulos, mi despacho recobra su aspecto normal, como un enfermo que supera la crisis y puede prescindir de los aparatos.

Yanna Karayorgui se retrasa a propósito para dar tiempo a que salgan todos. Me cae peor que los demás. Porque sí, no hay ninguna razón en concreto. No aparenta más de treinta y cinco años y siempre se viste con elegancia pero sin emperifollarse. Pantalones anchos, chaqueta y una cadenita valiosa con una cruz o un colgante en el cuello. No sé por qué, pero siempre me da por pensar que es lesbiana. Es una mujer hermosa, pero el cabello corto combinado con su ropa le confieren cierto aire masculino. Claro que a lo mejor no hay nada de eso y todo es fruto de mi mente enfermiza. Ahora está de pie junto a la puerta. Echa una mirada al pasillo para asegurarse de que sus colegas se han alejado y cierra. Yo sigo comiéndome el cruasán como si no me hubiese percatado de que se ha quedado en el despacho.

—¿Sabe si la pareja asesinada tenía hijos? —pregunta de pronto.

Me vuelvo y la miro estupefacto. Me sonríe con ironía. Esto es lo que me irrita, estas preguntas irrelevantes que suelta de repente, subrayándolas con una sonrisa sardónica para dar la impresión de que ella sabe algo y no lo dice, más que nada para atormentarte. Pero no tiene ni idea, está dando palos de ciego.

—¿Cree que había niños y no los vimos?

—Tal vez no estuvieran allí cuando ustedes acudieron.

—Posiblemente, los mandaron a estudiar a Estados Unidos y por eso aún no los hemos encontrado —respondo con sarcasmo.

—No estoy hablando de niños mayores, sino de bebés —replica—. De dos años como máximo.

Ésta sabe algo y se divierte jugando conmigo al gato y al ratón. Opto por mostrarme amable, amistoso, a ver si consigo información. Señalo la silla que hay delante de mi mesa.

—Siéntese y hablamos —digo.

—Imposible, he de volver a los estudios. Otro día será.

De repente tiene prisa. Lo hace a propósito, la mala puta, para agobiarme.

Al abrir la puerta se topa con Zanasis, que en este momento entra con un documento en la mano. Se miran y Karayorgui le sonríe. Zanasis aparta la mirada apresuradamente pero ella sigue observándolo provocativamente. Parece que le gusta. No la culpo, porque Zanasis es un chico guapetón. Alto, moreno, robusto. Debería mandarle a hacer la corte a Karayorgui, así mataría dos pájaros de un tiro: averiguar si realmente sabe algo sobre los albaneses y me lo oculta, y descubrir si es lesbiana.

Esboza un gesto amistoso con la mano, como si me estuviera saludando, pero en realidad me está diciendo: «Ya puedes esperar sentado, idiota». Cierra la puerta a sus espaldas. Zanasis se acerca y me entrega el documento.

—El informe de la autopsia de los dos albaneses —dice.

La sonrisa que le ha dirigido Karayorgui le ha puesto nervioso y su mano tiembla al tenderme la hoja de papel. No sabe si lo he notado ni cómo voy a reaccionar.

—Bien —respondo—. Déjalo aquí y vete.

No tengo ganas de leerlo. ¿Qué novedad me va a decir? Lo que los cadáveres pudieran revelar saltaba a la vista. Excepto la hora exacta del asesinato, que tampoco es importante. Ni que el albanés dispusiera de una buena coartada y tuviésemos que rebatírsela. Y esta Karayorgui no sabe nada. Farolea, como todos los periodistas. Pretende picarme para que desembuche y así ella obtener ventaja. No hay niños. Si los hubiera lo sabríamos por los vecinos.