Prólogo

Prólogo

Margarethe

Había gastado sus últimos peniques en ginebra, y ahora lo único que le quedaba para calentarse era el escozor de la garganta. Era tarde, y sentía las piernas como si fueran pesos de plomo recorridos por vetas de dolor. En lo alto había delgadas nubes oscuras que cubrieron primero una de las lunas, y luego la otra.

El verano había acabado hacía bastante, y el otoñal mes de Brauzeit ya tenía veintiséis días de edad. Pronto llegaría el invierno y aparecerían bloques de hielo en el río. Ya hacía frío, pero entonces haría todavía más. Los adivinos del tiempo predecían la aparición de la tradicional niebla de Altdorf.

Bajó trabajosamente por la calle Luitpold hacia la calle de las Cien Tabernas, mientras reparaba en cuántas posadas tenían aún el cartel de escrito con tiza en las pizarras. Ella no sabía leer, pero había palabras que reconocía. Junto al puesto de la guardia había un cartel del tamaño de un hombre alto, cubierto con escritura de claros caracteres. Logró reconocer algunas palabras: «SE BUSCA», «ASESINO», «CINCUENTA CORONAS DE ORO» y, en caracteres más grandes que todos los demás, «LA BESTIA».

En el exterior del puesto había un sargento cubierto con un cálido abrigo de piel de lobo, que descansaba una mano sobre el puño de la espada. Ella mantuvo la cabeza baja y pasó de largo.

—¡Ten cuidado, vieja —le gritó el guardia—, que la Bestia anda por aquí!

Sin alzar la mirada, ella lo maldijo y giró en la esquina. El oficial la había llamado vieja, y eso le causó más dolor que el frío. No podía dejar de temblar y se ajustó más el viejo chal en torno a los hombros, pero le sirvió de poco contra el cortante soplo del viento.

No tenía ni idea de dónde podría dormir. Diez o quince años antes podría haber conseguido una cama a cambio de acostarse con el guardia nocturno de una de las posadas del puerto. Aunque no se había rebajado hasta ese punto cuando estaba en la flor de la juventud, pues entonces sólo se entregaba a cambio de coronas de oro. Pero ya no. Había muchachas más jóvenes que se quedaban con esas coronas.

Siempre había muchachas más jóvenes. Ella reconocía tener veintiocho, pero se sentía como si tuviera el doble de esa edad, y sabía que a esa hora, a la luz de ambas lunas, parecía aún más vieja. Al año siguiente cumpliría los cuarenta. ¡Su juventud se había consumido tan rápidamente!…

El cuchillo de Rikki Fleisch le había sacado un ojo y le había dejado una profunda cicatriz en la mejilla como pago por alguna falta imaginaria, pero el tiempo le había infligido un daño casi equivalente en el resto de su cara.

El chal que llevaba puesto, regalo de Friedrich Pabst, un antiguo admirador suyo, había sido bueno en otros tiempos: bordado con hilo de oro, pero ahora estaba remendado y gastado. Los zapatos estaban a punto de quedar inservibles, y nunca habían sido de la talla correcta. Los pies eran lo que más le dolía, destrozados por los años pasados tambaleándose sobre tacones ridículamente altos por las calles empedradas y los desvencijados puentes de Altdorf.

Ahora ya se habían gastado todas las coronas de oro, la mayoría en manos de Rikki. Al principio había sido dulce con ella y le había comprado ropa y joyas, pero la ropa ya estaba podrida y las joyas habían sido empeñadas, vendidas o robadas. De todas maneras, no eran muy valiosas, y a las pocas piezas buenas había habido que borrarles el escudo de los propietarios originales.

Al otro lado del río sonaba música.

El palacio del emperador se alzaba por encima de todos los demás edificios y podía verse desde casi cualquier punto de la ciudad amurallada. Estaba demasiado lejos para constituir el origen de la música, pero había otras casas grandiosas. Cuando era joven había asistido a bailes a los que Rikki la llevaba como regalo para hombres importantes, o a los que incluso la había invitado personalmente su caballero —Fritzi, lo llamaba ella—, durante el breve verano que pasaron juntos, antes de que su esposa regresara de casa de su prima, en Talabheim.

Las damas sabían qué era ella y la evitaban, pero sus maridos acudían a olfatear en torno a sus faldas e implorarle que bailara con ellos, para luego solicitar sus favores. Recordaba sus perfumes y terciopelos. La música de aquellos tiempos había pasado de moda, pero los caballeros debían ser los mismos, inalterados, suaves, calculadores. Si los desvestías, eran todos iguales que Rikki Fleisch.

En una ocasión, ella había sido el premio en una partida de dados, y un cortesano se la llevó al piso de arriba. Era un primo lejano de uno de los electores, un tipo patoso y torpe que se había metido en la boca un copo seco de raíz de bruja antes de reunirse con ella en la cama, porque necesitaba que los sueños le dieran valentía. Ahora no podía recordar su rostro, sólo la magnificencia de sus ropas. Aquella noche, al despertar, se encontró al cortesano temblando en sueños a su lado. Por un capricho repentino, ella se levantó y se echó sobre el cuerpo desnudo la característica capa de terciopelo verde, disfrutando del suave beso de la tela sobre su piel.

Los cortesanos llevaban siempre esas capas cuando estaban en presencia del emperador; era una vieja tradición. En aquel momento, aquella noche, Margi Ruttmann había sido digna de un emperador. Carraspeó y escupió en la cuneta, y volvió a sentir sabor a ginebra cuando la saliva le llenó la boca.

En este lado del río no sonaba música alguna. Al menos no una música como aquélla. Se estremeció con el recuerdo del terciopelo sobre la piel como el abrazo de un fantasma.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se acostó con un hombre que usara perfume. O al menos jabón.

En noches como ésta, el viento soplaba desde los ríos y colmaba el aire de olor a pescado y hombres muertos. No era de extrañar que fuese aquél el lugar que la Bestia escogía para sus actividades. En torno a los muelles moría más gente al año que en los gloriosos campos de batalla del Imperio.

Un rato antes, Margi había estado en El Murciélago Negro, donde había hecho durar un largo vaso de ginebra pagado con los pocos peniques que había obtenido del hijo de Gridi Meuser, mientras se peinaba el grueso cabello pelirrojo sobre la mejilla marcada y les hacía mohines con los labios a los pocos marineros y estibadores que entraban en el local.

Todos la conocían y ninguno estaba interesado en ella.

Veinte años antes, habrían estado a su alrededor como ahora lo estaban en torno a aquella fulana, la pechugona Marlene, o alrededor de la muchacha morena del norte, Kathe Kortner. Pero de eso hacía veinte años, cuando ella estaba a punto de caramelo. Ahora sólo conseguía a los más borrachos de los borrachos, siempre y cuando la noche fuese demasiado oscura para que le vieran la cara.

Era cuestión de tenderte de espaldas bajo uno de los puentes, o permanecer de pie en un callejón mientras contenías el aliento para que no se te pegara a la garganta el hedor a sudor y cerveza, con la esperanza de que acabara lo bastante pronto para volver a la taberna antes de que cerraran y beber o comer algo.

Cinco hijos nacidos en habitaciones oscuras y vendidos por Rikki antes de que pudiera darles un nombre, y sólo Ulric sabía cuántos abortos inducidos por hierbas que le habían destrozado las entrañas. Nunca pudo sentir nada, cosa que tal vez fuese lo mejor.

Sabía que, últimamente, sus niveles de exigencia estaban bajando. Mientras antes habría insistido en que le sirvieran los mejores vinos, ahora engullía las ginebras más baratas.

Cualquier cosa que amorteciera sus dolores. No podía recordar la última vez que había realizado el esfuerzo de conseguir algo parecido a comida de verdad. Todas las monedas que lograba reunir, se iban en ginebra. Cuando podía permitírselo, tenía la posibilidad de tomar raíz de bruja y escapar a los sueños, pero ahora sus sueños eran tan grises como la vida real, y al final siempre acababa regresando a esta última, hundiéndose en sí misma, despertando al dolor.

No eran sólo las piernas, lo que le dolía. La espalda le dolía cada vez más, y el cuello. Y la ginebra se le estaba metiendo en el cerebro y hacía que la cabeza le latiera durante la mayor parte del tiempo.

Sabía que los negocios andaban mal por toda la zona de los muelles. En El Murciélago Negro, Bauman había estado hablando de la Bestia y de cómo el comercio había caído en picado desde que comenzaron los asesinatos. Aún quedaban las ratas de puerto y los marineros que acababan de bajar a tierra, pero la mayoría de los ciudadanos de Altdorf se mantenían alejados de la calle de las Cien Tabernas.

Si no acababas descuartizado y desparramado por ahí, era probable que los guardias te detuvieran e interrogaran. La mayoría de la gente decía que la Bestia era un noble de la corte imperial. O bien era un adorador de los Poderes Oscuros claramente mutado por la piedra de disformidad, con los dedos transformados en afilados cuchillos.

Kathe decía haber visto a la Bestia una vez, acechando a un niño en los Muelles Viejos, con unos enormes ojos de resplandor verde. Decía que tenía tres bocas, una en el sitio normal y dos más arriba, en las mejillas, que sus dientes eran de más de diez centímetros de largo, y que su aliento era un vapor venenoso. Pero Kathe ya había descubierto las delicias oníricas de la raíz de bruja y estaba ausente durante la mayor parte del tiempo, sin importarle quién la tomaba.

No duraría mucho.

Bauman aseguraba haber oído decir que la Bestia era un enano que mataba porque había jurado cortar a la gente grande para reducirla a su propio tamaño. La guardia no sabía nada. Había carteles en todas las tabernas, y ella había oído cómo los bebedores los leían trabajosamente en voz alta. La guardia ofrecía una recompensa a cambio de cualquier información que los condujera a la captura del asesino, y eso significaba que estaban desesperados.

Para Margi, eso no cambiaba nada. Todos los hombres eran bestias, con colmillos y garras, y las mujeres eran unas estúpidas por pensar cualquier otra cosa de ellos. Además, ella tenía una garra propia, una buena hoja afilada. Ahora necesitaba una cama, más de lo que necesitaba un sueño de raíz de bruja. Había pasado demasiadas noches acurrucada debajo de sacos, junto a los muelles.

Eso era peligroso. Incluso aunque las ratas no te molestaran, los guardias de las compañías siempre pasaban por allí y ejercitaban sobre ti con sus porras. Ella siempre se les ofrecía y les pedía que, a cambio, la dejaran tranquila. Habían pasado meses desde que uno de aquellos brutos —aquel cerdo de Ruprecht de la Compañía Comercial del Reik y el Talabec—, había aceptado el trato, pero estaba demasiado hinchado para hacer mucho. Después la había pateado unas cuantas veces y, a pesar de lo prometido, la había arrojado a las calles.

Pensaba que Ruprecht le había fracturado una costilla aunque, con todos los otros dolores que sentía, le resultaba difícil saberlo. Una noche regresaría a la Compañía del Reik y el Talabec y sacaría su cuchillo sólo para ver cuántas capas de grasa tenía sobre la barriga el guardia de la compañía. Valía la pena hacerlo pronto, antes de que atraparan a la Bestia, ya que así podría cargar ésta con la culpa.

Se reclinó contra una pared y sintió que todo su cuerpo se desplomaba.

Las cosas iban mal para Margi Ruttmann.

La prostitución no era muy buen negocio ni siquiera en los mejores tiempos, y te desgastaba en pocos años. Ahora lo sabía, pero en otros tiempos había sido una muchacha estúpida, maquillada y que sonreía afectadamente como todas las otras y soñaba que pescaría al hijo menor de algún cortesano y se convertiría en su adorada amante. Marlene y Kathe eran así, pero pronto aprenderían. Sonrió ante aquel pensamiento, al imaginar cómo aquellas muchachas que ahora reían sin recato, se transformaban en ruinas humanas y eran evitadas por su actual manada de admiradores.

Marlene, con sus mejillas rojas y exuberantes pechos, se convertiría en una gorda que cada año pariría bastardos como carnadas de cerditos; y Kathe, que bailaba como una serpiente, se marchitaría hasta transformarse en un espantapájaros que pasaría cada vez más tiempo sumida en sueños hasta que cayera desde un puente, o bajo un carruaje de cuatro caballos.

Ella sabía cómo envejecía la gente, lo había visto a lo largo de los años. Margi acababa de pasar por eso, su suave cutis se había vuelto áspero y grueso, y su corazón se había transformado en una masa muerta, como el hueso de un melocotón.

Maldijo a Rikki por millonésima vez. Si no tuviera en la cara la cicatriz que le había hecho, aún habría sido capaz de sacar provecho de su oficio. Meses después de que la marcara, Margi se había deslizado en la cama del hombre con su propio cuchillo en la mano, y lo había cortado un poco. Le había hecho agujeros y dejado que salieran trozos de su interior. También ese recuerdo la hizo sonreír. Una mujer vieja necesitaba tener algunos consuelos. La guardia la había interrogado, pero Rikki tenía demasiados enemigos para que dedicaran tiempo a escoger un candidato probable.

Había sucedido durante la guerra del puerto, cuando los Ganchos y los Peces se mataban unos a otros en las orillas del río.

Rikki había pertenecido a los Ganchos durante un tiempo, así que atribuyeron su muerte a otra represalia. En realidad, la guerra no había acabado, sino que simplemente se había vuelto aburrida y las bandas perdieron interés en ella. Un rato antes, Margi había visto a Willy Pick, el actual jefe de los Ganchos, que llevaba el brazalete de vigilancia ciudadana y caminaba en compañía de un oficial de la guardia.

Se establecerían algunas alianzas insólitas, hasta que atraparan a la Bestia. La mayoría de los Peces estaban con el agitador Yefimovich, daban discursos en el exterior del palacio y rompían escaparates de tiendas a pedradas.

Por debajo del chal, apretó con fuerza el mango del cuchillo de Rikki. Era el arma con la que él le había sacado el ojo, la única posesión que nunca había empeñado. A fin de cuentas, en estos tiempos era su medio de vida. Puede que su cara y su cuerpo estuvieran envejeciendo como fruta que se deja demasiado tiempo en el frutero, pero la hoja del cuchillo continuaba afilada. Esta noche, aquella hoja haría cosecha. Lo bastante para una cama, esperaba, y también para tomar unos pocos bocados de raíz de bruja que la ayudaran a dormir, que la ayudaran a soñar.

Bajó con paso tambaleante por la calle de las Cien Tabernas en busca de un objetivo adecuado. En el exterior de El Caballero Hosco, dos jóvenes marineros borrachos se aporreaban hasta hacerse sangrar, rodeados por un grupo de bebedores que los miraban y animaban. Kathe se encontraba en el centro del grupo de mirones, con el pelo suelto, los ojos desorbitados y húmedos, esperando para aliviar al ganador del peso del sueldo de su último viaje.

Se hacían apuestas, pero ninguno de los jóvenes parecía capaz de mucho. De todas formas, aquél no era un buen lugar. Había demasiada gente cerca.

Margi cruzó la calle para no pasar ante La Luna Creciente.

Sabía qué tipo de clientela atraía aquella posada, y no quería tener nada que ver con ellos. No le importaba gastar el dinero de hombres muertos, pero la ponía nerviosa hacerlo si el hombre muerto aún andaba por ahí.

El Murciélago Negro estaba cerrado, lo mismo que la Barba de Ulric. Había un hombre de mediana edad que estaba tendido, inconsciente, en la cuneta frente a El Enano Danzante, vestido sólo con la ropa interior.

Ya lo habían repasado con minuciosidad: su bolsa estaba junto a él, vuelta del revés y vacía, y tenía ensangrentados los nudillos de los dedos de los que le habían arrancado los anillos.

Dos oficiales de la guardia pasaron de largo sin hacer caso del borracho desplumado, con las porras en la mano preparadas para acabar con la pelea del exterior de El Caballero Hosco. Ella se metió en un estrecho callejón que había entre la Cervecería de Bruno y la Mattheus II, y se acurrucó en las sombras. Sobre la puerta de la Mattheus II todavía brillaba una antorcha de oscilante llama, y tuvo que apretarse más contra la pared para evitar la luz.

Aún había unos cuantos mandatos en vigor contra ella, y los guardias la detenían a menudo para interrogarla. En una ocasión, años antes, había tenido que hacerles un servicio a todos los hombres del puesto de la calle Luitpold, sólo para que Rikki se ganara el favor de los mismos. Los guardias eran iguales que los Ganchos y los Peces, con el escudo de la Casa del segundo Wilhelm en los tabardos en lugar de los deslucidos emblemas de las bandas. Con todo aquello de la Bestia había muchos más en la calle, y detenían a quienquiera que encontraban sólo para demostrar que estaban haciendo algo.

Oyó que los guardias les gritaban a los pendencieros, y las exclamaciones de aquellos a quienes las porras alcanzaban.

Esperaba que le hicieran saltar de un golpe los dientes a la tonta de Kathe. O que se la llevaran al puesto de guardia para organizar una fiesta en la habitación trasera. Eso le daría una lección a aquella perra flaca.

Margi no sabía por qué la guardia no podía atrapar a la Bestia y dejar en paz al resto de la zona portuaria. Tal vez era porque sólo destinaban a los muelles a los agentes borrachos y perdedores que la liaban en cualquier otro sitio. Todas las líneas de cargueros contrataban a sus propios hombres para que vigilaran los almacenes, y cualquier patrón de barco digno de su jornal apostaba sus propias guardias cuando amarraba en Altdorf.

Un chiste muy viejo de la ciudad decía que a los ladrones no los llevaban al alcázar de Mundsen sino que los destinaban a la guardia de los muelles. La habitación trasera del puesto de la calle Luitpold, donde ella había trabajado aquella noche, era un escondrijo de mercancías robadas que se almacenaban allí hasta el momento de repartirlas, una vez por semana. De vez en cuando, algún oficial se volvía demasiado codicioso y lo colgaban, cargado de cadenas, del Muelle Tridente, pero en general los delitos eran los habituales.

A las compañías navieras les resultaba más barato dejarse diezmar las mercancías que hacer aspavientos y sufrir uno de aquellos misteriosos incendios que a menudo se originaban entorno a las barcazas y almacenes de los comerciantes que se quejaban de la ley y el orden.

Los guardias volvieron a pasar con sus crujientes chaquetas de cuero, y oyó que el grupo del exterior de El Caballero Hosco protestaba porque les habían estropeado la pelea.

Cada uno de los oficiales llevaba a un alicaído marinero sujeto por los pulgares al extremo de una cadena. Uno de ellos se puso a cantar Vuelve a Bilbali, marinero estaliano, con una voz cascada por el alcohol y los dientes perdidos.

—Cállate —dijo uno de los oficiales al tiempo que le propinaba un porrazo. El marinero cayó y el oficial le dio una patada. Margi se deslizó por la pared hasta el suelo y se abrazó las huesudas rodillas para intentar que no la vieran.

Un animal pequeño pasó a su lado y le rozó una mano con un flanco aterciopelado, para luego desaparecer. Ambos oficiales estaban pateando al juglar aficionado.

—Orfeo ya tiene su merecido —dijo el guardia del hombre que yacía en el suelo al tiempo que le quitaba la cadena y se la enrollaba en torno a la mano—. Démosle un poco de lo mismo a su compañero de habitación.

El otro oficial se echó a reír y también se puso a desencadenar a su prisionero. El marinero, mucho menos borracho ahora, protestó y exigió que lo llevaran al puesto de guardia y lo metieran en una celda. Lamentaba haber perturbado la paz.

—¿Por qué no salís a atrapar a la Bestia? —preguntó el marinero con voz temblorosa—, en lugar de…

El primer guardia le asestó al marinero un golpe en el estómago con el puño envuelto por la cadena, que lo dejó sin respiración. Le dio al prisionero unos cuantos golpes más bien dirigidos, y luego se apartó para dejar que su amigo hiciera otro tanto. El segundo guardia usó la cadena como si fuera un látigo, y azotó al marinero en la cara.

El joven intentó huir hacia el callejón y Margi retrocedió a gatas, pegada contra la pared. El oficial asestó otro latigazo con la cadena que se enroscó en torno a un tobillo del marinero y lo derribó de cara sobre los adoquines, donde se golpeó la cabeza contra la piedra y probablemente perdió el conocimiento. Los guardias lo patearon unas cuantas veces, le escupieron y se marcharon, riendo. Eran ejemplos típicos del personal del puesto de guardia de la calle Luitpold.

En el callejón hacía frío y se oía el sonido de agua que corría en alguna parte. La recorrió un escalofrío. Se volvió y vio el brillo del agua que caía por una abertura de la pared.

No olía a limpio.

En el callejón había alguien más. No podía distinguir quién o qué era, pero creyó distinguir una larga capa. Era una silueta alta, muy probablemente la de un hombre. Estaba apoyado en la pared del fondo y lavaba algo en el agua que corría. Por fin un buen objetivo. Esperaba que los guardias estuvieran fuera del alcance auditivo.

Margi sonrió y frunció los labios, expresión que había practicado con el fin de ocultar sus dientes cariados. Por debajo del chal, sacó el cuchillo de la vaina.

—Hola, mi amor —dijo con una voz tonta y palpitante como la de Marlene—. Te sientes solo esta noche, ¿verdad?

La figura se volvió, pero ella no pudo verle el rostro.

—Ven aquí, ven con la pequeña Margi, y nos ocuparemos de ti…

Se soltó los lazos de la blusa y salió a la luz, con la esperanza de que su piel tuviese buen aspecto. Nadie la querría si se le acercaba tanto como para verla, pero para entonces ya sería demasiado tarde. El objetivo estaría justo donde ella quería.

—Ven, mi amor —arrulló ella, con el cuchillo sujeto a la espalda, mientras le hacía señas con la mano izquierda—. Ésta será una noche que no olvidarás jamás.

La figura avanzó, y ella oyó el susurro de una tela gruesa.

Buenas ropas. Había encontrado a un hombre rico. ¿Era su imaginación, o de verdad oía coronas de oro que tintineaban dentro de una bolsa repleta? Aquello podía arreglarle la vida durante todo un mes. Casi era capaz de sentir el sabor de la raíz de bruja en la boca, y cómo los sueños florecían dentro de su mente. Ladeó la cabeza y se lamió los labios. Tiró de la blusa para desnudarse un hombro y dejó que sus dedos acariciaran un pecho, jugaran con su cabello. Era como un pescador que está a punto de pillar con su anzuelo una presa que superará todos los récords.

Ahora la figura estaba más cerca y ella podía ver un semblante pálido.

Sacó el cuchillo. Podía haber envejecido demasiado para prostituirse, pero nunca se era demasiado vieja para robarle a un borracho.

Podía oír una respiración trabajosa. Era evidente que el objetivo estaba interesado.

—Ven con Margi…

La forma oscura ya estaba lo bastante cerca. Ella imaginó a un hombre alto y lo encajó en la silueta que podía ver, mientras consideraba cuál sería el mejor lugar para la primera puñalada. Luego lanzó el primer golpe, dirigido a la nuez de Adán.

Una mano se cerró sobre su muñeca con una fuerza increíble, y ella sintió que sus huesos crujían y se partían. Su cuchillo cayó y rebotó sobre los adoquines. Abrió la boca para gritar y se llenó los pulmones con el frío aire nocturno. Otra mano de palma áspera le tapó la boca para sofocar el alarido.

Vio unos ojos brillantes, llameantes, y supo que su vida había acabado.

La Bestia la arrastró al interior del oscuro callejón, y la abrió en canal…