EPILOGO
Johann y Rosanna
Aún no lograba decidirse a explicárselo todo a ellos. La condesa Emmanuelle von Liebewitz estaba de regreso en Nuln con sus cortesanos y su conciencia, y su hermana había sido enterrada en el panteón familiar con una inscripción que la aludía como «amado hijo y hermano». Rosanna nunca podría olvidar las diez muertes que había experimentado durante esa investigación —las nueve mujeres y Elsaesser—, pero la muerte de por vida de la niña a la que nunca habían permitido vivir, era lo peor que jamás había conocido.
Leos ni siquiera había llegado a tener un nombre femenino.
Los tres se reunieron en una cafetería muy alejada de la calle de las Cien Tabernas, y se sentaron casi sin hablar. Johann no la presionaba para que hablara, pero pensaba que antes o después ella se lo contaría. Tal vez lo haría. Harald no quería saber, en realidad; aunque en su interior había una zona sensible, una voz que susurraba: «asesino de mujeres».
—No os sintáis culpable —dijo ella.
—No me siento culpable. Me habéis leído mal los pensamientos. He matado algo que había que matar. Eso es todo.
No lo era, pero ella no lo contradijo.
Según la versión oficial, Leos había librado otro duelo más, por una cuestión de honor, y lo había vencido Harald Kleindeinst. Los seguidores de la carrera del vizconde se sorprendieron por el hecho de que hubiera medido su espada con la de un guardia sin título nobiliario, pero pocos eran los que estaban lo bastante interesados para cuestionar la versión oficial. Sam Warble, un investigador halfling contratado por la marquesa Sidonie para descubrir algo que la ayudara a vengar la muerte de su esposo, acabó por regresar a Marienburgo sin haber logrado descubrir nada que causara verdadera sorpresa. Al investigador le quedaban algunas preguntas por hacer, pero Harald lo había convencido de que no las formulara en voz demasiado alta y se había mostrado muy persuasivo al respecto. De todos modos, la marquesa, bastante complacida al final de todo el asunto, le había pagado los honorarios completos al halfling, y estaba planeando erigir una estatua de su esposo en la plaza del mercado de Marienburgo.
Harald bebió su café e, impaciente, se levantó para marcharse.
Se despidió y se puso el abrigo en cuya solapa lucía la insignia de la guardia. La desprendió y la dejó sobre la mesa.
—Supongo que ya no necesitaré esto.
Johann la recogió.
—Tengo entendido —dijo Kleindeinst—, que la condesa electora ha presentado una petición para que me procesen. Sin duda, Hals von Tasseninck ha olvidado el servicio que le presté durante los tumultos, y ha secundado la petición. Si tengo suerte, podré recuperar mi anterior empleo en la Compañía Comercial del Reik y el Talabec.
Johann le entregó la insignia al capitán.
—He hablado con el emperador. Esta vez lo he hecho de verdad. Karl-Franz no es tan malo, ¿sabéis? La condesa no será bienvenida en el palacio durante mucho tiempo. Él personalmente ha rechazado la petición que le presentó, y dudo que ella vaya a insistir. Le he dicho que si lo hace, le contaré a Detlef Sierck la verdadera historia de la Bestia, cosa que motivaría que él cancelara esa obra de Zhiekhill y Chaida y, en su lugar, llevara a la escena una escalofriante historia titulada La vida secreta de Leos von Liebewitz.
Harald estuvo a punto de echarse a reír, y volvió a prender la insignia en su abrigo.
—De vuelta a los muelles, supongo —dijo.
—Tengo entendido que Dickon ha sido trasladado.
—Sí.
—¿Seréis el nuevo jefe de la calle Luitpold?
Harald se encogió de hombros.
—Yo no soy un jefe, soy un poli de la calle. Además, en la calle Luitpold ya no hay puesto de guardia, ¿recordáis?…
—Haré que se le asignen fondos adicionales a la guardia; lo prometo. Me tomaré como algo personal que el puesto de guardia sea reconstruido. Pero esta vez será diferente.
—Tendrá que serlo.
Harald Kleindeinst salió de la cafetería y los dejó solos.
Por un momento, Johann pareció cansado.
En el exterior, la niebla había desaparecido por completo, pero era invierno. Ya había caído una fina capa de nieve y las ventanas estaban escarchadas. En la ciudad había muchos edificios consumidos por las llamas, y zonas enteras del Extremo Este estaban convertidas en ruinas. Habían instalado un asentamiento de tiendas en medio de los cascotes y las cenizas, y el frío ya estaba convirtiéndose en un problema. La Comisión de Tumultos del gran teogonista Yorri no estaba haciendo nada para solucionarlo. Yefimovich continuaba suelto y se ofrecían mil coronas a cualquiera que lo entregase, pues lo buscaban tanto por los asesinatos de la Bestia como por sus propios crímenes.
La insurrección había acabado, pero el último panfleto del príncipe Kloszowski insistía en las injusticias habituales, y los desposeídos de la ciudad que se estaban helando de frío repetían sus versos en voz baja mientras pateaban el suelo de irritación tanto como de frío.
Tras la muerte de Leos, se produjo una sucesión de acontecimientos singulares que para Rosanna fueron presagios a deshora: Dien Ch’ing, el embajador de Catai, desapareció del palacio; Detlef Sierck anunció una obra de teatro que le provocaría al resto de la ciudad las pesadillas con las que Rosanna ya había tenido que enfrentarse; Etienne de la Rougierre fue llamado a Bretonia y reprendido por el rey Charles de la Tete d’Or a causa de su conducta licenciosa; la expedición a las Tierras Oscuras propuesta por Ch’ing, y de la que se sospechó que era una estratagema destinada a distraer al Imperio de las sutiles fuerzas malignas que tenía más cerca, fue abandonada; Mikael Hasselstein dimitió de su cargo de lector e ingresó en una de las hermandades de clausura del culto de Sigmar, donde hizo voto de silencio como parte de la penitencia que él mismo se impuso; el entramado de calles que mediaba entre los muelles y la calle de las Cien Tabernas volvió a llenarse de mujeres ligeras al caer la noche; la gente continuaba viviendo, sufriendo y muriendo…
—No he logrado encontrar a mi hermano —dijo Johann—. No ha regresado a la universidad.
—Está herido y confuso, pero lo superará. A veces lo percibo. Continúa en la ciudad. Ahora sabe que él no es la Bestia. Os lo prometo.
—Debo encontrarlo —reflexionó—. Él es la razón por la que me metí en este asunto. Debo concluirlo. Creo que mi hermano aún tiene un resto de piedra de disformidad en su interior. Tuvisteis que percibirlo cuando tocasteis su mente. Rosanna asintió.
—Pero la piedra de disformidad no es lo único que puede retorcer a una persona y alejarla de la verdad, Johann.
—Tenéis razón. Existen mutaciones peores que la de tener rostro de fuego, cuernos de demonio o un poco de naturaleza lobuna.
Rosanna pensó en Leos y volvió a sentir enojo. La muchacha del interior del envoltorio muchacho había sido un amasijo de sufrimiento ambulante. Miró a Johann y se calmó. El barón necesitaba una vidente y ella estaba sin empleo.
Se centró e intentó abrir la mente al entorno…
La ciudad hervía de dolor y resentimiento, de abundancia y pobreza, de nobleza y salvajismo, de devoción e injusticia, de ley y caos. Rozó centenares de mentes a medida que éstas giraban como guisantes dentro de una sopa, cada una sellada dentro de la protección de su cráneo. Tenía reparos en dejar entrar a alguna de ellas. La presencia de Leos aún era demasiado fuerte en su interior. Durante las últimas semanas, se había encontrado a menudo soñando los sueños de Leos, ahogándose con sus recuerdos. Su don continuaba haciéndola sufrir. También veía fugaces imágenes del pasado de Johann, del de Elsaesser, incluso del de Wolf.
Conocía la sensación que causaba la mente de Wolf, y la buscó. Su mente se ensanchó para abarcar toda la ciudad.
Johann advirtió su confusión.
—Rosanna, ¿qué sucede?
—Puedo ayudaros, Johann —replicó al tiempo que posaba la mano sobre una de las de él.