Capítulo 5

CINCO

Un par de guardias estaban de pie en medio de la entrada y les cerraban el paso con las picas cruzadas.

Kleindeinst les gritó una advertencia pero no hizo intento alguno de frenar. Johann se preguntó si los dos hombres iban a permanecer donde estaban y ser atropellados. Contuvo la respiración.

Rosanna murmuraba algo y le aferraba el brazo con una fuerza que le provocaba dolor. Los guardias escogieron la supervivencia antes que el honor, y Kleindeinst fustigó a los caballos. El carruaje pasó por la entrada a toda velocidad.

Alguien había soltado el seguro del rastrillo que descendió con estrépito detrás de ellos introduciendo sus puntas en la piedra.

Un guardia desenvainó la espada, pero Kleindeinst le puso la insignia ante la cara. Johann dejó ver su rostro y el soldado le hizo un saludo militar.

—Elector —dijo.

—Siento todo esto —se disculpó Johann—, pero es urgente. Asuntos del emperador.

Rosanna salió bruscamente del trance y saltó del carruaje cayendo con ambos pies firmes en el suelo.

—Seguidnos —ordenó Johann a los guardias de la entrada.

Rosanna abría la marcha como si conociera cada piedra del palacio, y Kleindeinst y Johann tenían que avanzar a grandes zancadas para no quedarse atrás.

Estaba conduciéndolos a las dependencias de los huéspedes.

En la puerta principal del bloque se tropezaron con Mikael Hasselstein. Tenía una expresión glacial y los nudillos de las manos blancos. Rosanna apartó del camino a su antiguo señor, sin que pareciese reconocerlo, y abrió la puerta.

—Está allí —dijo la joven—. La Bestia.

Hasselstein la oyó.

—¿Qué?

No había tiempo para dar explicaciones.

El grupo echó a andar por el corredor. Por el camino recogieron a Mnoujkine, el mayordomo de huéspedes. Johann le dijo que hiciera evacuar a todos los otros sirvientes y visitantes.

—Creemos que tenemos a un asesino atrapado aquí dentro.

—¿La condesa Emmanuelle? —Dijo Hasselstein—. ¿Yelle?

Rosanna se detuvo ante la puerta de las dependencias de los von Liebewitz como si hubiese tropezado con una pared invisible. Señaló la puerta con una mano temblorosa.

—¿Qué es todo esto sobre Yelle?

La puerta tenía echado el cerrojo.

—Echadla abajo —ordenó Johann.

Kleindeinst golpeó la puerta con un hombro, pero rebotó y profirió un juramento.

—Es de roble macizo, con travesaños de hierro.

Un guardia metió su alabarda en la rendija que quedaba entre los goznes, e intentó forzarla, pero se le partió el asta del arma.

Detrás de la puerta se oyó una risa femenina. El sonido fue como agua helada en las venas de Johann. Johann pateó la puerta inútilmente, y sólo logró que le dolieran los huesos.

—Traed hachas —ordenó Kleindeinst.

—¿Yelle? ¡Yelle!

—Callad, lector —dijo Johann—. ¿Rosanna? ¿Qué está sucediendo allí dentro? Rosanna estaba flaqueando. Había logrado llegar hasta allí, pero la tensión comenzaba a manifestarse en ella.

—Muriendo —dijo—, ella está matando… muriendo…él…

Llegaron las hachas.

—Esta puerta se remonta a los tiempos de Wilhelm II —dijo Mnoujkine—. Es una valiosa antigüedad. El emperador se sentirá de lo más afligido.

—Le compraremos una nueva —dijo Kleindeinst al tiempo que alzaba el hacha. Un trozo de madera se desprendió de la puerta y el pasillo se estremeció.

—Atrás —dijo Johann al tiempo que apartaba a Rosanna del camino. Ella se aferró a él como una niña.

Johann se alegraba de no estar viendo con la mente lo que ella tenía dentro de la suya.

Kleindeinst destrozó la madera en torno a la cerradura, y la puerta comenzó a rajarse. La risa continuaba sonando.

La puerta se partió y cayó en tres pedazos. Kleindeinst arrojó el hacha a un lado y desenvainó su cuchillo.

—Seguidme —dijo…

Dentro de las habitaciones de los von Liebewitz, todo parecía ominosamente ordenado. Capas y abrigos estaban pulcramente colgados en el vestíbulo. En la sala de recepción había una chimenea, y sobre la mesa yacía un libro abierto:

La traición de Oswald, de Detlef Sierck.

—Cuidado —dijo Harald para advertir a los otros.

La risa procedía de alguna parte del interior.

—Lector —le dijo Harald a Hasselstein—, ¿dónde está ella?

El sacerdote tuvo que recibir un empujón del barón antes de dar una respuesta.

—En el vestidor, un poco más abajo por el corredor.

Una mujer que mataba mujeres. Eso era algo nuevo en su experiencia. Siempre había sorpresas, aunque pocas eran agradables.

—Condesa —dijo en voz alta—, somos de la guardia.

Nos gustaría hablar con vos.

La risa cesó.

—Emmanuelle —dijo el barón Johann—. Es importante.

Silencio.

Harald miró al barón e imaginó haber recibido la aprobación del elector.

Entró de lado en el corredor, apretando la espalda contra la pared opuesta a la hilera de puertas.

—¿Cuál es? —preguntó en voz baja.

—La tercera —replicó Hasselstein.

Harald se deslizó corredor abajo hasta quedar ante la puerta señalada.

Johann y los tres guardias entraron con cautela en el estrecho pasillo. Harald esperaba que nadie del grupo tuviese que morir.

Apoyó la punta de su Magnin contra la puerta y empujó con fuerza. No tenía echado el pestillo y se abrió.

Primero vio que había alguien tendido en el suelo, muerto o desmayado, junto al tocador, con una capa de terciopelo verde echada por encima.

Luego vio a la Bestia. La asesina se lanzó hacia él, con la cola del vestido volando a sus espaldas. Llevaba un velo y un vestido de baile ricamente adornado. Tenía unos artilugios en las manos, unos guantes provistos de afilados ganchos. La Bestia tenía garras.

Harald levantó el arma para asestar una cuchillada, pero le apartaron la mano de un golpe.

Mikael Hasselstein había atravesado la puerta y se lanzó hacia el brazo de Harald, arrastrándolo hacia abajo. Luego mordió la mano del guardia. Harald le asestó un codazo al lector, pero éste continuó aferrado a él.

La Bestia estaba de pie, inmóvil, preparada, con las garras a punto.

El barón intentó tirar de Hasselstein para quitárselo de encima a Harald, pero no logró aferrado. El nervudo sacerdote luchaba como un poseso. El odio podía causar ese efecto, o el amor.

Hasselstein le hizo perder el equilibrio a Harald, y lo empujó de vuelta al corredor, donde se estrelló contra Johann.

—Yelle —dijo Hasselstein al tiempo que caía de rodillas ante la Bestia—. Yelle, te amo…

La Bestia le asestó un zarpazo de través en el rostro, sus garras le penetraron en la mejilla y se engancharon en los huesos de su cráneo. Fue alzado en el aire y arrojado a un lado, mientras en torno a su cabeza florecía una nube de sangre. La Bestia rio como una niña y luego aulló como un lobo.

317 5037.

El número daba vueltas en la cabeza de Rosanna.

Johann gateó por el suelo, intentando desenredarse de Harald Kleindeinst.

Ella vio el número escrito con sangre en la cara inferior de la tapa del barril.

317 5037.

Rosanna había metido las manos debajo de los brazos de Johann y estaba ayudándolo a incorporarse. La Bestia continuaba riendo. Hasselstein gemía, con una mano sobre el rostro ensangrentado.

Rodeó a Johann con los brazos y lo levantó. Sintió su cuerpo cerca del suyo.

317 5037.

La tapa del barril giró.

Con urgencia, Rosanna lo besó. Él quedó atónito, pero correspondió al beso. Cuando sus bocas se encontraron, lo mismo hicieron sus mentes.

De pronto, sin que se produjera ninguna comunicación en forma de palabras, supieron muchísimo más el uno del otro. Ella vio a Johann en los bosques, disparando su flecha fatal, y lo vio en la Cumbre del Mundo luchando con el monstruo que había sido, y que volvería a ser, su hermano.

Él la vio de niña, maltratada por sus hermanas, mantenida a distancia por sus padres, mientras las impresiones afluían a su mente desde todas partes. Rosanna esperaba que ambos sobrevivieran.

Juntos, vieron los números.

317 5037.

La tapa del barril rodaba por el suelo, giraba como una rueda.

317 5037.

Lo habían leído mal.

La tapa rodó y cayó de modo que pudieran ver lo que Elsaesser había escrito, al derecho.

Ahora resultaba obvio. No se trataba de ningún astuto código. El guardia simplemente había intentado escribir el nombre de su asesino, pero no había podido completarlo.

No era 317 5037.

Era LEOS LIE…

Sus mentes se separaron. Johann y Harald volvían a estar de pie, encarados con la Bestia. Hasselstein no se hallaba en medio.

El velo de la Bestia cayó.