Capítulo 4

CUATRO

Johann se sentía como si le hubieran extraído la mente de dentro de la cabeza. Rosanna se disculpó, pero estaba demasiado cautivada por la sugerencia de Kleindeinst.

—Sí, podría ser. La capa tiene que haber arrastrado mucho por el suelo. ¿No os parece?

Johann tartamudeó una frase de asentimiento. Se sentía estúpido por no haber reparado él mismo en ese detalle. Kleindeinst habló con lentitud.

—Había un rumor que decía que la Bestia era un enano. Y la mayoría de las cuchilladas fueron asestadas de abajo arriba…

Hizo un movimiento con el brazo para ilustrar lo que decía.

—Elsaesser dijo que el embajador bretoniano había intimado con varias de las víctimas —dijo Rosanna.

La mente de Johann volvió a él.

—Y ciertamente conocía a la bailarina de anoche. Los asesinatos comenzaron justo después de que él fuese destinado a Altdorf…

—De la Rougierre —dijo Kleindeinst con el cuchillo ya desenvainado. El policía pronunció el nombre lentamente.

—Es que… —comenzó Johann intentando identificar una duda—, es que parece tan payaso… ¿sabéis? La absurda criaturilla pretendiendo ser un hombre. Es como un bretoniano de pega; todo perfume y gestos tontos, con ese acento exagerado, esos bigotes ridículos, el parloteo interminable…

—Sigue siendo un enano —declaró Kleindeinst—. Pueden ser bastardos malévolos. Lo sé muy bien, he matado a bastantes de ellos.

—En Altdorf hay más de un enano.

—Eso es muy cierto, pero sólo uno ha estado apareciendo durante toda esta investigación.

—Es un embajador. Será un escándalo tremendo. Las relaciones entre Bretonia y el Imperio son inestables. Al rey Charles no le gustará que ejecutemos a su enviado diplomático.

—En ese caso, dejaremos que sea él quien lo haga. El hacha de un verdugo bretoniano está tan bien afilada como una espada del Imperio. Lo que importa es que ese sapo sea aplastado.

Rosanna profirió un grito, un estallido sonoro inarticulado. Johann y el capitán la miraron y vieron que tenía las manos entrelazadas como si rezara.

—Soy una idiota —declaró con lentitud—, y también lo sois vosotros… Hasselstein abrió la puerta sin llamar y se quedó de piedra. Yelle no estaba sola, y pensar que el enano lo hubiera reemplazado en el lecho, hizo que tuviera ganas de vomitar.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —dijo.

El enano se volvió de espaldas a Yelle y su mano se desplazó hacia la empuñadura de su espada ridículamente corta.

—Vosotros dos —ordenó la condesa—, salid. Habéis venido sin ser invitados.

—Yo sólo deseaba disculparme por la pasada noche, condesa electora —dijo De la Rougierre, con voz cargada de adulación bretoniana.

—Estoy seguro de que vuestra motivación no iba más allá, embajador —rio Hasselstein con acritud.

Yelle estaba sin maquillaje y gruñía como una gata.

—He dicho que salierais, por si a alguien le interesa…

—Lector —dijo el enano—, sois un sacerdote, pero la vuestra es una deidad guerrera. No estoy obligado por el honor a no luchar con vos. Recordadlo.

Leos apareció en la puerta, con su mano pronta sobre el puño de la espada. Miró a Hasselstein y a De la Rougierre, sin saber a cuál de ellos matar primero. Yelle chilló y les arrojó un cepillo de pelo esmaltado.

—Mikael, embajador… ¡fuera!

—No pertenece a una capa…

Debería haberlo sabido de inmediato. Antes de que el templo fuera a buscarla había sido aprendiz de su madre, la modista. Detestó cada minuto dedicado a ese oficio de preparar trajes ridículamente adornados para los señores y las damas de la localidad. Aún tenía estrías y cicatrices que le habían dejado en los dedos las toscas agujas.

—… es de un vestido.

—¿Qué?

—Las puntadas son completamente diferentes. El dobladillo es más ancho. Incluso el grueso del terciopelo es diferente.

—¿Un vestido?

—Sí, un vestido formal. Tal vez uno de baile.

—Misericordiosa… —comenzó a decir Kleindeinst.

—… Shallya —acabó Johann.

—¿Estáis intentando decirnos que la Bestia es una mujer? —inquirió Kleindeinst.

Rosanna se concentró en su interior y repasó las imágenes del asesino que había captado de la mente de las víctimas.

Era oscuro, delgado, y había un filo agudo que destellaba como una joya.

—No… —dijo—. Sí.

—¿Sí o no?

La Bestia salió a la luz y Rosanna le vio la cara.

—Sí.

La Bestia era hermosa…

—¡El palacio —dijo Rosanna—, ahora!

… hermosa y terrible.

El envoltorio hombre se encogió, el envoltorio niño se marchitó…

Todos los antiguos yo habían muerto. Sólo quedaba la Bestia.

Saca su garra y se prepara para la última. La última de las asquerosas mujeres. La peor de ellas.

No sabe si está cazando o esperando. De todas formas, pronto habrá acabado. Este será el último de los rencorosos asesinatos.

La Bestia avanza en silencio por el palacio. Se enorgullece de caminar a plena luz. Ella ya no tiene que esconderse.

En su mente hay alguien más que la inquieta. ¡Una mujer, una mujer inmunda! La Bestia ve pelo rojo, un rostro bonito.

También hay un número. 3175037. La presencia femenina no entiende. ¿3175037?

La Bestia queda desconcertada durante un momento. Luego se le hace evidente. Y se ríe…

Había un carruaje de la guardia en el exterior de la posada. Harald lo requisó y se hizo cargo de las riendas mientras el barón ayudaba a Rosanna a subir y sentarse.

La vidente estaba casi en trance, y sus abiertos ojos se movían de modo espasmódico. Era como una varilla viviente de zahori. No hablaba y permanecía sentada, rígida.

Harald asestó un latigazo a los caballos y el carruaje comenzó a correr a través de la niebla. Esperaba que el vehículo hiciese el ruido suficiente para advertir a la gente de que se apartara del camino.

Visualizó el mapa de la ciudad y tomó el camino más corto hacia el puente del Emperador Karl-Franz, para luego seguir hacia el palacio.

—Es Emmanuelle —dijo el barón—. Anoche, la marquesa Sidonie permaneció con nosotros durante todo el tiempo.

Harald no dijo nada. Aún no había ninguna prueba.

—No había ninguna otra mujer en el grupo.

Un caballo salió de la niebla, y se encabritó ante ellos. Era uno de los que habían huido y que aún no habían logrado atrapar. Harald tiró de las riendas con fuerza y mantuvo controlados a sus animales.

El caballo perdido era presa del pánico, pero se apartó del camino al galope y desapareció en la grisácea oscuridad.

—Pero ¿la condesa? ¿Por qué?

Habían atravesado el puente y las calles eran más anchas.

Por fortuna, había muy poco tráfico, debido a la niebla y a las secuelas del tumulto.

—Kleindeinst —dijo el barón—, antes afirmasteis que un asesino de mujeres era el peor delincuente que había. Harald gruñó una afirmación.

—Bueno, ¿podríais convertiros en uno de ellos?

Harald pensó en la condesa Emmanuelle, intentó imaginarla armada con cuchillos en sus frágiles manos, destrozando mujeres muertas, cortando la garganta del joven Elsaesser.

Pero aún no podía responder a la pregunta del barón.

Ante ellos, con la enorme silueta claramente visible de un martillo de piedra alzado en alto sobre la estructura, estaba el palacio.

Y dentro de él, la Bestia.

—Creo que mi hermana quiere que os marchéis —dijo Leos con calma.

De la Rougierre y Mikael Hasselstein miraron al vizconde y un escalofrío los redujo al silencio. Leos apartó la mano de la empuñadura de la espada, y volvieron a respirar, aliviados.

—Sí —dijo Emmanuelle—. Así es.

Su hermana comenzaba a presentar signos de desgaste.

Sin maquillaje, resultaban visibles las delicadas arrugas que le rodeaban la boca y los ojos. Tanto el enano como el sacerdote querían protestar, pero Leos contaba con que se tomarían en serio su destreza de espadachín.

De la Rougierre fue el primero en someterse.

Se encasquetó el sombrero en la cabeza y salió de la estancia, al tiempo que intentaba erguirse hasta una estatura digna.

—Yelle —imploró Hasselstein—, ¿no podemos…?

—No —respondió Emmanuelle—, no podemos. Por favor, márchate.

El sacerdote alzó al aire unos inútiles puños, y reculó hasta salir de la habitación, rechinando los dientes.

Daba la impresión de que iba a gritar en cuanto estuviese fuera de alcance auditivo, o a descargar su cólera con un sirviente. Su ropón de sacerdote rozaba el suelo al caminar.

La puerta se cerró tras los dos.

Emmanuelle tenía el rostro contorsionado. Sus manos ascendieron en el aire, con las uñas aguzadas como garras.

—Yelle —dijo Leos——, ya ha acabado…

Emmanuelle profirió un chillido agudo.

En cuestión de segundos, el vizconde Leos von Liebewitz estuvo muerto. La Bestia lo había matado.