Capítulo 3

TRES

Siguieron a la joven, que los guio fuera del salón de espectáculos, a través de un corto pasillo, al interior de un almacén. Estaba casi completamente por encima del nivel del suelo, pero tenía la atmósfera de una bodega. Rosanna estaba sumida en un semitrance y se guiaba a lo largo de un rastro que estaba enfriándose. El barón permanecía a su lado como un caballero cortés que ayudara a un ciego para que no chocara con las paredes, y la guiaba con suavidad en torno a los obstáculos.

A Harald comenzaba a dolerle el estómago y percibía la violencia reciente con tanta certeza como la vidente.

—Está aquí —dijo ella.

—¿Dónde? —preguntó el barón.

—En esta habitación.

Recorrieron la estancia con la mirada. Era por donde habían entrado en la posada la noche anterior. La ventana continuaba abierta, y también lo estaba la puerta para barriles.

El lugar olía a cerveza pasada.

—Anoche miramos por aquí —dijo el barón—. Estaban los dos miembros de la liga, inconscientes en el rincón.

El estómago de Harald se quejó.

Rosanna comenzó a recorrer la habitación y tocar objetos, al tiempo que fruncía el entrecejo.

—Está aquí. Muy cerca.

Tocó un barril que estaba de pie y saltó hacia atrás como si se tratara de una estufa caliente.

—¿Qué sucede? —preguntó el barón.

Rosanna señaló el barril.

—Dentro —dijo.

Harald alzó el farol. El barril tenía una hendidura cerca de la base, y la sangre que había salido al exterior a través del agujero para la espita, cubría, aún pegajosa, las losas de piedra del suelo.

—Misericordiosa Shallya —dijo el barón.

Harald encontró un martillo de tonelero y dio unos golpecitos en la tapa del barril; el círculo de madera cedió y él lo extrajo entero.

Helmut Elsaesser estaba mirando hacia arriba, con el rostro blanco y los ojos vacuos.

Johann no podía evitar sentirse responsable. A fin de cuentas, él había intervenido para mantener al joven oficial en el caso de la Bestia. Rosanna retrocedió ante la visión del cadáver, y él la abrazó de manera instintiva. Sintió el cuerpo cálido de la joven apretado contra el suyo, y una descarga de electricidad estática crepitó en el cabello de ella, muy cerca de su rostro.

Rosanna se relajó por un momento y luego se apartó de él, dejándole sólo el recuerdo del contacto de su cuerpo. Se preguntó si ella habría visto algo dentro de él; algo que la hiciese desear interrumpir el abrazo. La joven estaba obligándose a mirar al pobre Elsaesser muerto.

—Número diez —dijo Kleindeinst con respeto.

—Sacadlo de ahí —dijo Johann.

—No, no lo hagáis —insistió el capitán—. Todavía no.

—¿Qué pasa?

—No murió de inmediato. Se desangró. Podría haber algo.

—No entiendo.

—Un mensaje desde la sepultura —sugirió Rosanna—. Aquí.

Tenía en las manos la tapa del barril y la acercaba a la luz.

Estaba manchada de sangre, y en ella había algo escrito.

—Podría haber visto a su asesino, reconocerlo…

Johann miró la escritura. Había letras. No, números.

Cuando estaba agonizando, Elsaesser mojó un dedo en su propia sangre y trazó unos números en la tapa de su improvisado ataúd: 317 5037.

—¿Es un código? —preguntó—. ¿Por qué Elsaesser usaría un código?

—Estaba presente cuando Dickon quemó el jirón de la capa, ¿verdad? Tal vez esperaba que el mensaje fuese hallado por alguien que quiere silenciar el asunto. O incluso por la propia Bestia.

Rosanna sugirió el código más sencillo.

—Tal vez los números son letras del alfabeto. El 1 la A; el 2 la B, y así sucesivamente. Eso se leería CA… eh… G…E…

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es la letra cero del alfabeto, vidente? —preguntó Harald.

—Obviamente, no es tan simple. Elsaesser acababa de salir de la universidad, ¿no es cierto?

Johann intentó resolver el enigma.

—Tal vez es una referencia de un mapa. En la universidad usan el sistema de parrilla. En ese caso, Elsaesser estaría señalándonos la casa del asesino…

Harald parecía dubitativo.

—¿Cuál es la referencia del palacio en el sistema de parrilla, barón?

—No lo sé.

—Y vos vivís allí. ¿Cómo podía un simple policía conocer con exactitud una referencia de parrilla de siete dígitos?

—Tenéis razón.

—Tal vez los números deberían interpretarse en grupos.

Hay un espacio en medio, y uno más pequeño aquí: 317.50. 37. Quizá podría tratarse de una dirección. 317 podría ser el número de una casa, y los otros dos representar una calle y un distrito.

—No me lo trago —dijo Kleindeinst—. El pobre Elsaesser se estaba muriendo, tenía el estómago abierto, la garganta cortada. Debía de estar sufriendo unos dolores terribles. No habrá tenido tiempo para juegos numerológicos.

Tiene que tratarse de algo obvio.

—Hay algo en el número 317 que me resulta familiar.

—Por supuesto que sí —estalló Kleindeinst—, ése es el número de código de este distrito.

—¿Código? —preguntaron Rosanna y Johann al mismo tiempo.

—El código de la guardia. Cada cuerpo de guardia del Imperio tiene un número, como un regimiento de la milicia. El 317 corresponde al puesto de guardia de la calle Luitpold.

—¿Y los guardias también tienen un número?

—Sí, pero os resultaría muy difícil encontrar un puesto de guardia del Imperio, y mucho más de un tugurio como éste, que tenga más de cinco mil hombres.

»317. 5037 »3. 17. 50. 37.

—3.175,037

—Esto es una tontería —dijo Rosanna—. Tal vez sólo estaba delirando y resolviendo mentalmente problemas matemáticos. La gente muere con cosas entrañas en la mente. Lo sé muy bien.

Ambos la miraron y ella supo qué estaban pensando.

—Sí —replicó con resignación—, por supuesto que intentaré captar algo.

Helmut Elsaesser había muerto intentando respirar y pensando en su casera. Había otras muchas cosas, pero ningún pensamiento coherente.

Rosanna aún no estaba habituada a la muerte violenta. Supuso que también tendría que pasar por la muerte de Milizia, y que continuaría siendo incapaz de identificar a la Bestia.

—Es casi como si el asesino pudiera borrar su imagen de la conciencia de sus víctimas.

—¿Es posible, eso?

—Cualquier cosa es posible, Johann. No es como abrir un libro, sino como intentar contar cabezas en un baile con todos los bailarines en movimiento. Podría contaros muchísimas cosas acerca de este pobre muchacho, pero creo que es mejor dejarle algo de privacidad.

—Muchacha —intervino Harald—, si alguna vez os dedicáis a esto profesionalmente, aprenderéis que algo que las víctimas de un asesinato no tienen es privacidad.

Este pensamiento le hizo sentir una melancolía indecible.

—No es como en los melodramas —dijo Johann—, donde los asesinados dejan pistas y el policía inteligente las descifra.

—Este número es una pista —declaró Rosanna—. De eso estoy segura.

—Como el jirón de terciopelo verde que quemó Dickon —dijo el capitán Kleindeinst.

—Es una lástima que no pudierais sondear ese trozo de tela —se lamentó Johann—. Tenía que pertenecer a la Bestia. Yo lo tuve en las manos, pero no poseo vuestro don. ¿Sabéis? Puedo verlo ahora con todo detalle…

Rosanna sintió que se abrían las cortinas de su mente. A veces sucedía.

—Y yo también.

—¿Qué? —exclamó Kleindeinst.

—El terciopelo, puedo verlo. Desgastado en el borde inferior.

—Sí, así es.

—¿El borde inferior? —preguntó Kleindeinst.

Rosanna y Johann asintieron.

—Pero esas capas llegan hasta el muslo. ¿Cómo podía estar desgastada en la parte inferior?

Johann cerró una enguantada mano hasta formar un puño.

—Podría estarlo si la Bestia no fuese un hombre de estatura normal…

Dentro de su mente, Rosanna vio un enano…

La condesa Emmanuelle estaba decidida. Se marcharían a Nuln lo antes posible, y permanecerían allí hasta que se hubiese olvidado este atemorizador asunto. Eso le dijo a Leos cuando iban en el carruaje, y le encargó a su hermano que organizara la marcha.

—Encárgate de que Dany supervise el embalaje de mis vestidos —dijo—. Eso le gustará.

Había permanecido demasiado tiempo en esta ciudad, alejada de sus responsabilidades sociales y políticas para estar cerca del corazón del Imperio. Mikael la había retenido más tiempo del que ella había planeado. Al principio, el apasionado sacerdote, cuyo deseo de poder era tan urgente como su deseo de ella, había constituido una conquista interesante. Ahora, estaba convirtiéndose en un tedio. Tal vez en algo peor que un tedio.

Mikael sería un problema. Estaba mostrándose demasiado ardiente. Podía resultar impredeciblemente problemático si no lo abandonaba con algo de tacto.

En su vestidor, libre de sus doncellas, se frotó la cara para quitarse los restos del maquillaje de la noche anterior. Tenía el vestido estropeado. No podría ponérselo nunca más. Y le habían robado la tiara mientras dormía.

¡Sentada en una silla, nada menos! Tenía suerte de haber salido con vida de la fiesta del embajador bretoniano.

Detrás de ella se abrió una puerta y una pequeña figura se deslizó al interior.

Ella se volvió, escandalizada.

—¡De la Rougierre! —exclamó—. Espero que tengáis alguna explicación para esta intromisión injustificable.

El embajador le dedicó una ancha sonrisa y, por primera vez, a Emmanuelle le pareció que realmente era más enano que bretoniano.

Hizo una reverencia, su sombrero rozó burlonamente el suelo, y atravesó tranquilamente la estancia…