DOS
La Bestia había ido a por ella. Parecía estar hecha de niebla solidificada, envuelta en una capa de terciopelo verde con capucha que la cubría por completo. Unos ojos malignos miraban fijamente desde la negrura donde debería haber estado el rostro. Podía sentir su furia, su odio, su violencia. No se movía ni como un ser humano ni como un animal. Poseía una extraña gracilidad, una delicadeza de gestos, y a pesar de ello radiaba fuerza, amenaza, hostilidad.
Dentro de la enturbiada mente de la Bestia, el ansia de matar ardía con tanta ferocidad como la necesidad de sueños de droga en un adicto a la raíz de bruja. Petrificada donde estaba, ella no podía huir. La niebla era espesa como el algodón y le resultaba imposible abrirse paso a través de la misma. Volvía a ser una niña pequeña, lejos de Altdorf, en alguna parte de las montañas boscosas. Detrás de la Bestia percibía a sus padres que no hacían movimiento alguno para salvar a su hija.
Pensaban que sería mejor que la bruja chiflada estuviese muerta. Entonces podrían dejar de culparse el uno al otro por aquel monstruo. Podrían volver a formar parte del pueblo. El padre podría volver a la taberna y beber jarras de cerveza con sus amigos, y la madre podría ocuparse de sus otras hijas —sus verdaderas hijas—, y convertirlas en buenas modistillas. Animaban a la Bestia. Rosanna estaba sudando, sintiendo ya el dolor que la Bestia iba a infligirle. También sus hermanas estaban allí, con sus dedos que pellizcaban y sus manos que abofeteaban, como ayudantes de la Bestia. La niebla hacía que le escocieran los ojos como si fuese humo de leña. Ahora estaban en el callejón que mediaba entre las dos posadas, y la mano del asesino le rodeaba el cuello mientras el cuchillo la rajaba de abajo arriba.
Rosanna despertó con el corazón pateándole el pecho como si fuese un bebé.
No había ninguna Bestia salvo en los recuerdos que había captado. Los recuerdos de las víctimas del asesino.
Había estado soñando aquello otra vez, mezclado con sus propios sueños.
Se encontraba acuclillada contra una pared en la posada Matthias II con una capa —de terciopelo verde, por supuesto— echada por encima. No recordaba haberse quedado dormida.
El barón Johann von Mecklenberg estaba sirviendo tazas de té. Harald Kleindeinst se encontraba sentado y cortaba pan con un cuchillo menos impresionante que el que llevaba envainado a la cintura.
Habría sido una acogedora escena de desayuno de no ser por los hombres de armas que daban vuelas por la habitación, y por los fastidiados dignatarios que se acurrucaban todos juntos.
El barón había pensado que lo más prudente era que todos se quedaran a pasar la noche en la posada, bajo vigilancia.
Resultaba obvio que tenía tanto interés en retener a los sospechosos potenciales como en mantener a salvo del tumulto a los invitados del embajador De la Rougierre.
Por su puesto, Wolf había desaparecido. Al igual que Yefimovich.
La condesa Emmanuelle, aún ataviada con el traje de baile de la noche anterior, había adoptado la pose de una estatua, atendida por su hermano y por el lector. Parecía irritada, tanto por el hecho de que la Bestia captara más atención que ella, como por pasar una noche alejada de sus lujosas habitaciones del palacio.
En algún momento de la noche anterior, Mikael Hasselstein le había dado a Rosanna una corona de oro y le había dicho que permaneciese cerca. Aquel gesto la había molestado y estaba reconsiderando su futuro en el templo. Se le estaba haciendo evidente que podría haber conflictos entre las causas de la justicia y la del Culto de Sigmar. Y la causa del culto era especialmente vaga en ese preciso momento, pues se superponía de modo enervante con la causa del lector. Las putas cuya mente Rosanna había compartido, cobraban mucho menos de una corona de oro por sus servicios, pero sus clientes no fingían estar comprando nada más que el uso momentáneo de sus cuerpos.
Hasselstein parecía creer que podía poseerla en su totalidad.
El enano bretoniano estaba despierto y gritando, insultando a varios sirvientes y milicianos por su torpeza. El celestial se limitaba a beber sorbitos de té y sonreír.
El salón de espectáculos estaba en total desorden. Las habitaciones de huéspedes del piso superior les habían sido entregadas a Luitpold y a su guardia apresuradamente reunida, así que todos los demás tuvieron que pasar la noche en la planta baja. Algunos sin duda se habían alegrado por la oportunidad de no quedarse a solas, pero al menos la condesa estaba sumida en una fría furia.
El barón le sonrió a Rosanna y le llevó un poco de té en una copa. La posada estaba quedándose sin tazas, y había vajilla rota en el suelo.
—¿Y bien? —preguntó ella.
—Wolf se ha marchado.
—Barón, ¿era él, la Bestia?
El barón parecía dolorido y ella percibió una confusión genuina.
—Llamadme Johann —dijo él.
—¿No lo sabéis?
—No. Lo temo, pero no lo sé.
—Anoche alguien estaba diciendo que era Yefimovich.
—Él no es humano —intervino Harald.
Hasselstein, que los escuchó desde donde estaba, intervino también.
—El agitador intentó matar a la condesa. Luego escapó y mató a la bailarina en el callejón. Él es la Bestia.
Rosanna intentó pensar, intentó percibir. Había visto a Yefimovich sólo durante un breve instante y no había tenido tiempo de sondear su mente. En torno a él había un aura infernal.
—La señorita Ophuls confirmará su culpabilidad —declaró Hasselstein.
Johann miró a Rosanna.
Ella pensó con cuidado. Yefimovich era un mutante, según pudo ver, un iniciado de uno de los cultos proscritos. Se centró en el recuerdo de su brillante presencia. Incluso el intento de evocarlo hacía que le dolieran los ojos cuando las llamas parecían danzar ante su visión. Había dejado una impresión muy fuerte tras de sí.
Percibió su devoción a los Poderes Oscuros, a Tzeentch. Había incontables crímenes en su haber, cada uno de ellos representado por una llama que ardía en su cuerpo. Pero no podía identificarlo como la Bestia sumida en sombras que había captado de las mujeres muertas.
Yefimovich era fuego, mientras que la Bestia era oscuridad.
—No —respondió al fin—. No estoy segura… No creo que Yefimovich sea la Bestia.
El lector la miró como si ella misma fuese la Bestia, y se le tensaron los labios hasta quedar desprovistos de sangre. Ella percibió su hirviente enojo. Había pensado que podía contar con ella, y ahora se sentía traicionado. Estaba dispuesto a mostrarse muy santurrón al respecto. Podía imponerle toda clase de penitencias.
—Yefimovich es la Bestia —declaró el lector.
La miró fijamente a los ojos, intentando imponer su voluntad en la mente de la joven. Lo único que quería era que ella declarara estar de acuerdo con su opinión, que le diera carpetazo al misterio y pusiera punto final a la investigación.
Habría sido muy fácil y habría satisfecho a todo el mundo.
Ella no podía estar segura de sus intuiciones. Tal vez Yefimovich era el asesino. Ciertamente, era un asesino.
—Yefimovich es la Bestia —repitió Hasselstein.
Rosanna le devolvió la corona de oro.
—No —respondió, no lo es.
El enojo ardió en la mente del lector, y aferró la moneda en un puño apretado. Si Harald y Johann no hubiesen estado allí, habría golpeado a la imprudente vidente. No estaba habituado a que lo contradijeran, y no le gustaba el sabor que tenía. Dio media vuelta y regresó junto a la condesa —su amante secreta, comprendió Rosanna—, arrastrando su cólera tras de sí como una cometa.
—¿De qué iba eso? —preguntó Johann.
—Creo que acabo de ser excomulgada del Culto de Sigmar.
Por primera vez desde que se marchó de su pueblo natal, se sintió libre. Era una sensación vertiginosa, levemente atemorizadora, como caminar por una cuerda floja en un carnaval, sin red de seguridad debajo. Se dio cuenta de que estaba sin casa, sin señor y sin trabajo…
—No os preocupéis —dijo el elector—. Tenéis mi protección.
Rosanna no estaba segura de qué hacer respecto la repentina oferta del barón Johann, a pesar de que había sido hecha con sinceridad. Desde el punto de vista práctico, podría resultar de alguna utilidad si Hasselstein resultaba ser vengativo.
Pero le había gustado el sabor de la libertad, y la perspectiva de servir otra vez, bajo los colores de una casa noble en lugar de los de una religión, le parecía decepcionante. Además, se sintió resentida por el hecho de que él supusiera, sin más, que ella estaba indefensa.
Pero los hombres estaban pensando en otra cosa, ahora.
Podía ver el mismo nombre en la mente de cada uno de ellos: Wolf. Johann estaba viendo a un joven perdido, confuso y asustado. Harald recordaba al retorcido hombre joven, apenas capaz de reprimir su corazón animal, con el que se habían encontrado la noche anterior.
—Yefimovich no es la Bestia —dijo Rosanna—. Este misterio no está resuelto.
—¿Estáis segura? —preguntó Johann.
Rosanna asintió.
—Es una lástima —dijo el barón—. Habría sido sencillo.
Rosanna se encogió de hombros.
—¿Y esa mujer, la Blumenschein —intervino Harald—, a la que llamaban el ángel de la revolución?
Rosanna se concentró. Había visto sangre en la mente de Yefimovich. Sangre fresca. Él era una presencia poderosa, y la joven había podido leer muchas cosas —demasiadas—, en su mente, durante el brevísimo contacto que estableció con él.
—Creo que la mató él, aunque no a las otras.
Harald maldijo y el barón pareció angustiado. Todos sabían que las intuiciones de Rosanna no impedirían que las autoridades identificaran incorrectamente al monstruo revolucionario como la Bestia. Eso los dejaba solos contra el verdadero asesino.
—Barón —dijo Harald—, si la Bestia es vuestro hermano,
¿Qué?
—Entonces hay que detenerlo. Eso es todo.
—¿Lo es?
Rosanna vio que Johann estaba intentando hacer lo correcto. Era algo profundamente arraigado en él.
—No —le respondió al capitán—, por supuesto que no.
Wolf es mi hermano y haré todo lo que pueda por él.
Harald se puso ceñudo.
—Si la situación lo propicia, ¿os interpondréis entre nosotros?
—Probablemente. ¿Vos acabaríais conmigo para atraparlo?
—Probablemente.
—En ese caso, nos entendemos, capitán.
De la Rougierre, que había olvidado rápidamente su romance con la bailarina muerta, estaba insistiendo en que permitieran que sus huéspedes se marcharan libremente.
Llamó a Harald «policía estúpido» y luego retrocedió.
Hacía ya algunas horas que las calles estaban en silencio.
Johann había enviado un templario al palacio en busca de carruajes, ya que los que habían llevado hasta allí a los invitados eran ahora restos carbonizados, y los caballos habían huido.
Finalmente, los carruajes llegaron y los invitados del embajador De la Rougierre fueron trasladados de vuelta al interior de sus seguras murallas guardadas por servidores bien armados.
El último en marcharse fue Leos von Liebewitz. El joven parecía desgarrado entre dos intereses.
—Johann —preguntó—, ¿puedo ayudar aquí?
Le resultaba difícil, pero de algún modo se sentía obligado; si no para con los plebeyos que habían muerto, sí para con los aristócratas que estaban vivos.
—No, Leos —respondió el barón—. Quizá más tarde.
Cuando los invitados fueron conducidos al exterior, Rosanna, Johann y Harald se quedaron a solas dentro de la posada.
Tardaron un rato en darse cuenta de quién faltaba.