DOCE
El corazón del profesor Brustellin estaba destrozado, así que se había lanzado al conflicto con la determinación de acabar con su vida y yacer junto a su amada Ulrike. Sin un ángel, la revolución estaba condenada, pero al menos ésta podría morir de manera heroica y dar ejemplo.
Las llamas que él había encendido arderían constantemente durante mucho tiempo, y la mecha se haría cada vez más corta. El Imperio estallaría al fin. Era una inevitabilidad histórica. Nada permanecía siempre igual.
Tenía un gancho en la mano y luchaba contra la guardia.
Veía la cara del profesor Scheydt, que lo había hecho azotar y expulsar, en todos los guardias a los que derribaba y destripaba.
Reconoció a algunos de sus antiguos estudiantes que luchaban en ambos bandos. Los fieles sabihondos de siempre estaban con la revolución, y la decadente liga de Karl-Franz luchaba bajo el estandarte de los opresores.
No llegó a sentir la estocada de la espada que lo mató.
Fue accidental, pues el Gancho que le asestó la herida letal no estaba habituado al arma que le había quitado a un templario caído. El hombre sabía qué había hecho, pero nunca se lo dijo a sus camaradas, y se limitó a beber una copa siempre que se recitaban los nombres de los mártires de la revolución.
Con una herida que le atravesaba el cuello, y pisoteado por la gente, Brustellin dejó tras de sí un libro que inspiraría la revolución en el Imperio y en tierras lejanas durante siglos después de su muerte.
Por supuesto, esto le sirvió de poco consuelo.
¿Qué está haciendo esta estúpida mujer?
Leos von Liebewitz estaba escandalizado. Si lo estaban insultando, el enano pagaría por ello.
La ridícula mujer continuaba pavoneándose.
Leos estaba asqueado.
Harald encontró la ventana abierta.
—¿Entró por aquí?
La vidente le dijo que sí.
Apuñaló la oscuridad y luego subió hasta la ventana y la atravesó, raspándose los hombros.
Encendió yesca y se encontró dentro de un almacén.
—No está aquí. Entrad.
Rosanna se deslizó al interior con la ayuda de él.
La habitación estaba descuidada y había huellas de pasos en el polvo.
—¿Un rastro fácil?
—Cuidado —dijo ella.
—Lo sé. Una Bestia acorralada es peligrosa.
Empujaron la puerta y la traspusieron. Había música que llegaba de alguna parte.
La Bestia se tensaba dentro del envoltorio hombre, ansiosa de sangre, ansiosa de carne. La música la excitaba. Sus garras brotaron de los dedos.
Las puertas delanteras de la posada Matthias II cedieron como madera de boj. Yefimovich condujo a la turba al interior de la posada. No podría haber sido mejor. En el vestíbulo, tres lacayos muy asustados se apiñaban junto a un perchero lleno de abrigos.
Había una hilera de capas de terciopelo verde. La multitud se puso a gritar.
¿Qué era esta maldita interrupción?
De la Rougierre juró que el posadero lo pagaría caro por permitir que sucediese eso. Incluso Milizia se distrajo lo suficiente para perder unos cuantos pasos de baile.
Johann se puso de pie y le hizo una señal a Elsaesser. Su primer deber era proteger al futuro emperador.
Tenía que haber una salida trasera en aquel establecimiento.
Miró en torno a sí. Había cuatro puertas visibles, sin contar con las que pudiese haber detrás de las cortinas del escenario.
Ésa podría ser la ruta más segura, a través de los camerinos. Tenía que haber una entrada de actores.
El joven guardia avanzó hacia él pero tropezó. En el salón entró un torrente de gente. La condesa Emmanuelle profirió un chillido, pues detestaba estar en una habitación con plebeyos.
Elsaesser forcejeaba.
—Alteza —dijo Johann—, venid conmigo.
Luitpold estaba aturdido, pero Johann lo arrancó de ese estado. Tras tomarlo de la mano, lo arrastró hasta lo alto del escenario. Los guardaespaldas del heredero vieron lo que él hacía e intentaron bloquear el torrente de personas con unos cuantos pinchazos de alabarda.
Había una puerta detrás del escenario.
—Alteza —dijo—, por aquí…
—Pero…
—Nada de discusiones. Hacedlo. Ahora.
El futuro emperador pasó antes que él.
Johann tenía una espada en la mano. A continuación se convertiría en Leos von Liebewitz.
En la sala del banquete se oían muchos gritos. Se usaba muchísimo la palabra «muerte».
Johann abrió a la fuerza la puerta de detrás del escenario, sin preocuparse por si tenían echado el pestillo o no.
Detrás de la puerta había alguien.
Ese alguien se abrió camino empujando, apretado entre Johann y Luitpold, como si huyera de otra turba de futuros verdugos.
Johann sintió el viejo cuchillo fantasmal en el corazón.
—¡Wolf!
El hermano se sobresaltó al oír su propio nombre, y se volvió a medias…
Había más gente que avanzaba hacia la puerta.
Harald Kleindeinst. Rosanna Ophuls.
A Johann, eso le produjo una mala sensación.
—Wolf —dijo—. Wolf…
Luego, no tuvo nada más que decir.
Wolf estaba petrificado, sin saber si debía pedirle ayuda o huir de él.
Luego la cortina cayó y todo quedó a oscuras.
Yefimovich se veía arrastrado por el celo revolucionario.
No le importaba si mataba por Tzeentch o por la justicia social, siempre y cuando matara.
Se habían encendido fuegos a su alrededor y él los atravesó a grandes zancadas.
—Terciopelo verde —gritó al tiempo que recorría la habitación con los ojos.
Una mujer captó su mirada al tiempo que intentaba atravesar una puerta de lado para evitar que se le enganchara el vestido.
Sobre su seno destellaban joyas.
Con las dagas desenvainadas, fue hacia ella…
Dien Ch’ing permaneció tranquilamente sentado y dejó que llegara lo que tuviese que llegar.
Alguien intentó clavarle un cuchillo en un ojo, pero él lo apartó con un simple movimiento. Después de eso, lo dejaron tranquilo.
Esto resultaba mucho más divertido que la bailarina torpe y de grotesco cuerpo. Rosanna encontró a Johann y lo ayudó en el forcejeo para librarse de la gruesa cortina roja.
No tuvieron que hablar acerca de Wolf. Un simple contacto les bastó para intercambiar puntos de vista.
Si Wolf era el asesino, Johann quería que lo atraparan. No que lo mataran, pero sí que lo atraparan. Bien. Ya discutiría él más tarde con el capitán Kleindeinst. Cuando quedaron libres, la posada era un infierno de cuerpos enredados. Todos gritaban a pleno pulmón.
Ella percibió otra presencia muy poderosa y muy maligna. Otra.
Emmanuelle se alzó la falda y echó a correr. El horrible hombre la perseguía, hendiendo el aire con las dagas.
Estaba en un sitio sin salida. Retrocediendo de espaldas por un pasillo oscuro, había llegado a una pared.
Les rezó a todos los dioses. Pidió ser perdonada. ¡Mamá, papá, perdonadme! ¡Leos, perdóname!
El horrible hombre —Yefimovich el agitador— avanzaba lentamente ahora que ella estaba atrapada, disfrutando y haciendo movimientos con la daga en el aire.
—Snick, snack —dijo.
Cuando entró en la oscuridad donde estaba ella, Emmanuelle pudo ver que sus rasgos no eran del todo naturales.
Algo relumbraba bajo la piel y hacía que su cara pareciese más una máscara luminosa. Con él había algo, algo pequeño y horroroso que se escabullía por el techo.
Ella chilló.
Yefimovich rio.
Leos había desenvainado la espada y mantenía a raya a la turba.
—Cuidado —dijo alguien—. Es peligroso.
La mujer estúpida estaba colgada de su hombro y lo usaba para proteger su cuerpo desnudo. Podría utilizarla como escudo si tuviera que librar un combate a tajos. Lanzó unas estocadas al aire ante varios revolucionarios.
Su entusiasmo por el derrocamiento de la aristocracia se desinfló un poco, y retrocedieron.
¡Cobardes! No debería haber esperado otra cosa de la chusma campesina. Harald cortó la cortina con el cuchillo y se puso de pie al tiempo que se quitaba los pesados pliegues de los hombros.
En la habitación había un montón de personas peligrosas, pero Wolf no era una de ellas.
—Yelle —gritó Hasselstein al tiempo que corría pasillo abajo.
Él agitador se encontraba de pie ante su amante y profería una risa aguda.
El lector no era un hombre de acción. Era un táctico, un estratega, un político. Dentro del Culto de Sigmar había escogido la orden del Yunque en lugar de la de los caballeros del Corazón Llameante, y estudiado las leyes en lugar de las artes del combate.
Pero cogió una silla y corrió pasillo abajo, gritando.
La silla se estrelló contra Yefimovich y se hizo pedazos. Se encontró con una pata en la mano y aporreando con ella la cabeza del agitador.
Yelle gritaba a pleno pulmón.
Las manos de ella avanzaron y aferraron la cara de Yefimovich…
… y ésta se desprendió.
Fue como si en el pasillo se hubiese producido un estallido de luz.
Emmanuelle cerró los ojos, pero el rostro incandescente continuaba ardiendo dentro de su mente.