ONCE
Milizia empleó todos los movimientos que conocía y dejó que la música ondulara por su cuerpo. Puede que fuera corpulenta, pero tenía un gran control musical. Sabía exactamente qué estaba haciendo con su cuerpo.
A Etienne ya lo tenía conquistado, así que lo dejó tranquilo y se concentró en otros hombres.
Como siempre, al entrar en la zona iluminada escogió de inmediato a sus objetivos. Los jóvenes eran los mejores, en especial si eran callados, retraídos y se mostraban un poco azorados. Eran los que con mayor rapidez se encendían, los que con más facilidad metían la mano en su bolsa y sacaban una moneda. Aquella tarde, el enano le había hecho hacer bastante ejercicio, y se preguntaba si podría con otra sesión, con un amante de proporciones más normales. Al final, la cosa valía la pena. Cada penique la acercaba más a poder escapar de Gropius y el Club Flamingo.
Había dos buenos objetivos.
Primero estaba el joven que se encontraba sentado cerca del escenario y que apenas lograba contenerse. Ella descubrió que la música la llevaba a menudo cerca de él, y se ocupó de inclinarse y hacer que sus hombros se sacudiesen con más vigor. Dejó caer una gasa de sus grandes y ridículas tetas, y se acarició. Eso siempre enardecía a los clientes, los tontos.
La posibilidad número dos era algo mayor que el primero y mucho más discreto. Sentado bastante más atrás, su cara quedaba en sombras, pero tuvo la impresión de que se trataba de un hombre de hermosura suave. Fingía una total ausencia de interés, pero ella podía ver más allá de la impostura. Ponía tanto empeño en no mirarla, que supo que el interés que sentía era intenso.
El muchacho del asiento delantero podría ser más fácil, pero tal vez el número dos sería más gratificante.
En cuanto se lo motivara, podría ser un verdadero espadachín.
Pensó que éste era un trabajo raro. El enano bretoniano y su amigo celestial se traían algo entre manos. Todos los presentes en aquella habitación querían algo, y trabajaban con ahínco para conseguirlo. Ella no era diferente de los demás.
Trepó por las resistentes cortinas e hizo movimientos de tijera con las piernas en el aire. El corpulento hombre de Norsca gritó su aprobación, y la hermosa mujer que estaba sentada delante de él y tenía una expresión cada vez más enojada, le lanzó una mirada mortífera.
Milizia regresó hasta donde estaba el joven del asiento delantero y le proporcionó algunas vistas más interesantes. Se desenrolló una gasa que le rodeaba la cintura para dejar que la gema de fantasía que tenía en el ombligo reflejara la luz, y luego la hizo avanzar con suavidad para rozar la nariz del joven. Él se sobresaltó, pero rio.
Se arrodilló y pasó la gasa en torno al cuello del joven, mientras continuaba contoneándose. Los ojos del muchacho estaban clavados en sus pechos, y Milizia advirtió que el joven llevaba puestas más joyas que la mayoría de las damas de la corte. Su rostro le resultaba familiar, aunque no sabía quién era. Dos hombres ataviados con armadura avanzaban hacia ellos, seriamente decididos a impedir que su protegido fuese estrangulado.
Ella retiró la gasa y se incorporó, balanceando las caderas de un lado a otro.
De repente, supo dónde había visto antes un rostro como aquél. De perfil, estaba en algún lugar muy cercano a su corazón. En una de las caras de las coronas de oro de Karl-Franz.
Eso dejó al muchacho del asiento delantero fuera de su juego. Era ambiciosa, pero conocía sus limitaciones.
El futuro emperador se sintió decepcionado, pero resultó obvio que sus guardaespaldas cubiertos de metal experimentaron alivio.
Tal vez dentro de unos años, pensó ella, les daría esquinazo a los alabarderos de la corte y saldría a buscarla.
Incluso los emperadores son hombres, al fin y al cabo.
El flautista era ahora presa de un frenesí. Milizia había oído decir que era medio elfo o algo así. Comenzó a moverse con mayor rapidez mientras soltaba las gasas que le quedaban. Tenía los pechos cansados de sacudirse y le dolía un tobillo, pero continuó bailando.
Etienne daba palmas al ritmo de la música, y el hombre de Norsca cantaba. Al menos la mitad del público apreciaba su espectáculo.
Se formuló preguntas acerca del celestial. Miele, del Flamingo, había estado en una ocasión con un hombre de Catai, y afirmaba que había sido una experiencia fantástica.
Supuestamente era maestro de algún arte místico, lo cual resultó tener aplicaciones que iban más allá de lo obvio.
No, el celestial estaba demasiado absorto en sus propios planes para prestarle atención a ella. Eso le dejaba al número dos.
Bajó del escenario ejecutando casi un salto mortal de lado, y avanzó hacia el «espadachín tímido».
Sería difícil sacarlo fuera de sí mismo, pero hasta ahora ella nunca había fracasado.
—Milizia —había dicho Miele—, podrías seducir a la estatua de Sigmar que hay en el exterior del templo.
Sacó la lengua y se lamió los labios.
El número dos se retiró hacia la oscuridad.
Con suavidad, con suavidad…
Había sudado a causa del esfuerzo físico de la danza, y el sudor resbalaba por su cuerpo como aceite.
Sería una lucha, pero continuaría bailando…
Wolf corría, intentando escapar, intentando huir de la bruja y el hombre del cuchillo pero también intentando escapar de la cosa que tenía dentro.
Trudi estaba muerta, y la bruja le había mostrado cómo él la mataba.
Estaba en la calle de las Cien Tabernas. Una multitud bajaba por ella, pidiendo sangre a gritos.
Se sintió abrumado por el olor a miedo y a cólera.
El torrente de gente lo aplastó contra la pared de la Cervecería de Bruno. Le dolía el pecho donde se había herido.
Forcejeó para recobrar la libertad y oyó un alarido, agudo y de dolor, cerca de su oído. Se dio cuenta de que había arrastrado el gancho por la espalda de un hombre, y se lo había clavado.
Intentó disculparse pero sólo pudo balbucear. Estaba prácticamente sollozando. El gancho quedó libre y el hombre se alejó dando traspiés, sangrando, sin darse cuenta de que estaba herido.
Ante la Matthias II había una alfombra de terciopelo verde.
La multitud la cogió y al instante quedó reducida a jirones.
—¡Muerte al terciopelo verde!
Wolf no entendía.
Vio a Yefimovich, el agitador, entre la muchedumbre, sacudiendo los brazos. Entró tambaleante en el callejón que mediaba entre ambas posadas, y avanzó hacia un sonido de agua corriente.
Se había librado de la presión de la masa humana.
Su mano se apoyó en una ventana abierta y, por impulso, entró a través de ella hacia la oscuridad. Fuera había oscuridad, pero era la oscuridad de su interior la que lo aterrorizaba.
De la Rougierre observó cómo Milizia lo intentaba con el joven von Liebewitz, y sintió lástima por la tonta muchacha. No tenía manera de saber que estaba perdiendo el tiempo con él.
Sin embargo, aquélla estaba resultando ser una velada de lo más interesante y gratificante.
—Fuera del camino —dijo Harald—, dejadnos pasar.
Rosanna supuso que había muy pocos hombres en el Imperio que pudieran hacerse escuchar en una situación como ésta.
La calle de las Cien Tabernas había vuelto a convertirse en un campo de batalla, pero en mayor escala que antes. Los Ganchos y los Peces luchaban lado a lado, siguiendo a los revolucionarios de Yefimovich. Y la liga de Karl-Franz comenzaba a esforzarse para apoyar a los caballeros templarios, la guardia de palacio y lo que quedaba de la guardia de la ciudad.
Se dio cuenta de que en ese mismo momento estaban asesinando a más personas frente a él de las que había conseguido matar la Bestia durante sus desenfrenos.
El capitán Kleindeinst se abrió camino empujando con el hombro.
Wolf aún dejaba rastro, y Rosanna podía concentrarse en él.
La pobre criatura estaba enloquecida de miedo. Ése no era el predador que ella había imaginado.
Se encontraban muy cerca del lugar en que todo había comenzado para ella, el callejón donde encontraron a Margarethe Ruttmann.
Helmut Elsaesser no podía estar menos interesado en Milizia.
Esta noche, ni siquiera la condesa Emmanuelle captaba mucho su atención.
Era algo que flotaba en el aire, como el ozono. Una especie de emoción que era terrible y maravillosa a la vez.
La música le daba dolor de cabeza. Por dentro se sentía febril, pero tenía el rostro y las manos fríos, y casi temblaba.
Como estaba cerca de la puerta, podía oír algo de lo que sucedía en el exterior. Había muchísima gente que gritaba, y la destrucción que causaban era tremenda.
Debería hacer algo, pero tenía órdenes de permanecer junto al barón Johann. Muy bien.
Seguiría el ejemplo del valeroso Sigmar y permanecería en su puesto hasta el final.