DIEZ
Mientras Milizia bailaba, la boca de De la Rougierre se llenaba de saliva. La corpulenta mujer era monumental, magnífica, magistral. Por ella sería capaz de usurpar un reino, matar a un hermano, traicionar su honor.
Yesta noche la tenía toda para él solo, para hacer lo que le apeteciera.
Rosanna lo guiaba y él, con el cuchillo en la mano, la seguía.
—Por aquí, por aquí —murmuraba ella una y otra vez.
Buscaba a la Bestia como con una varilla de zahori.
Se hallaban en el entramado de calles que corrían paralelas a la calle de las Cien Tabernas, y zigzagueaban aproximándose a la avenida principal.
De vez en cuando se cruzaban con gente que corría en una u otra dirección, pero la vista del cuchillo de Harald les convencía de continuar su camino y dejar tranquila a aquella extraña pareja. Hacía unos momentos había gritado un animal, pero ahora estaba en silencio… ¿muerto?
Ahora también él podía sentirlo. Nunca había pensado que tuviese un don, pero el torbellino de su estómago tenía que significar algo. La Bestia estaba cerca. Harald apretó la empuñadura de su Magnin y vio los incendios brillar en la pulida superficie de la hoja.
Sus tripas parecían morderse ellas mismas.
Cuando atraparan a la Bestia, el asesino sólo viviría durante el tiempo suficiente para confesar ante testigos. Luego acabaría con él. La justicia de Harald era más pulcra y definitiva que la que impartían los tribunales. Nada de celdas ni abogados, nada de cuerdas. Una rápida y limpia cuchillada.
Tal vez entonces podría volver a comer.
Al final de la calle había alguien de pie que miraba al cielo y jadeaba en su intento de penetrar con la vista a través de la niebla.
El estómago de Harald se aquietó.
—Cuidado —le dijo a la vidente.
Ella continuaba murmurando, continuaba guiándolo.
El hombre del final de la calle profirió un grito que no podía haber salido de una garganta humana.
Rosanna se detuvo y Harald se situó delante de ella.
No había dejado nada al azar respecto a su arma. Cuando le encargó el cuchillo a Magnin, le dijo que incluyera un poco de plata en el acero. Nada, vivo o muerto, sobreviviría al agudo beso del arma.
La cosa que había aullado se inclinó y sus brazos se apoyaron en el adoquinado como si fuesen patas delanteras. Algo parecido a una garra arañó la piedra. Avanzó, más como un animal que como un ser humano.
Harald alzó el cuchillo, a punto para lanzarlo…
Podían ver los ojos amarillos y rojos brillando en un rostro oscuro.
Rosanna puso una mano sobre su brazo para contenerlo.
—No —dijo—, no lo matéis aún. Tenemos que estar seguros.
Muerto habría sido lo bastante seguro para Harald, pero hasta el momento la vidente no se había equivocado.
Un incendio se avivó a su izquierda, las ventanas estallaron hacia afuera y la luz bañó la calle.
El rostro del ser era humano, y reconocible gracias al boceto de Rosanna.
—Wolf —dijo la muchacha—, entregaos.
El hermano del elector de Sudenland se acuclilló, tensándose para saltar. El cuchillo de Harald se elevó y sus ojos se fijaron en el descubierto pecho ensangrentado del demente.
Un solo gesto y la hoja le atravesaría el corazón.
—Wolf —dijo Rosanna con tono tranquilizador…
Von Mecklenberg se incorporó. Su garra no era más que un gancho de estibador.
Estaba confundido.
Harald supo que Rosanna estaba haciendo algo.
—Normalmente recibo —susurró ella—, pero a veces puedo transmitir…
Wolf parecía hallarse en estado de pánico. Estaba temblando. Puede que hubiese sido un monstruo, pero ahora no era más que un joven asustado.
—¿Qué…?
—Estoy transmitiéndole la muerte de Trudi.
Wolf volvió a aullar.
Emmanuelle von Liebewitz, condesa electora de Nuln, estaba aburrida y el aburrimiento la enojaba.
No se había aventurado a salir en aquella noche infernal para mirar a una criatura como una vaca zarandear sus ubres por todo el escenario.
Era decepcionante después de la magnificencia del baile de los von Tasseninck. De lo más decepcionante. Y Mikael estaba indeciblemente tedioso. Tanto si era el lector de Sigmar como si no, debería reunirse con Dany y los demás en el trastero.
Por supuesto, siempre podría pasárselo a Leos. A ella le gustaría hacerlo, incluso si a Mikael le daba asco.
No; con éste, hacerlo sería un riesgo demasiado grande.
—Yelle —le susurró él, aunque demasiado alto—. Yelle, contéstame…
Ella fingió estar interesada en el espectáculo.
Sí, Mikael ya estaba en la lista de salida.
Wolf se apretó los oídos con las manos, arañándose la cabeza con el gancho, pero no logró quitarse las imágenes de la cabeza.
Era la muchacha pelirroja. Ella estaba haciéndolo.
El cuchillo del hombre alto y de amplios hombros destelló.
Sintió, vio a Trudi morir. Dentro de su mente, él era el asesino y la víctima. Era demasiado para soportarlo.
¡Trudi!
Reprimió un aullido. Era un hombre, no un animal.
La sangre manaba y la carne era desgarrada. Las imágenes se prolongaban dolorosamente, y volvían a aparecer una vez y otra. Era algo lento y rápido al mismo tiempo, como un colocón de raíz de bruja.
Haciendo un esfuerzo, interrumpió el contacto con la muchacha y huyó. Podía oírlos correr tras él, pero él corría con piernas fuertes y veloces. Pensaba que podía dejar atrás a sus perseguidores.
Era presa y cazador en uno solo.
Luitpold nunca había visto nada parecido a Milizia. No creía, ni en sus más secretos sueños, que existieran mujeres así.
En las bibliotecas del palacio había varios libros encerrados bajo llave que estaban dedicados a las artes amatorias, y él había sido muy diestro con la ganzúa desde que era niño. Siempre había supuesto que las ilustraciones eran exageradas. Ciertamente, ninguna de las mujeres con las que había tenido contacto habría podido comparar sus proporciones con las de aquellas fantásticas hembras.
Ni siquiera la condesa Emmanuelle, quien había manifestado brevemente un interés algo escalofriante por su persona —motivado por lo que él iba a ser más que por quién era—. Pero Milizia era una talla de madera que había adquirido vida. Y con cada gasa que se quitaba, más se le veía.
A Luitpold se le secó la boca.
Cuando fuera emperador, pensó, podría tener todo lo que quisiera. Intentó mantener una expresión seria en su rostro.
Una criada, de proporciones casi tan generosas como las de Milizia, le trajo vino y él le sonrió como un idiota.
Un duelo a muerte por la mañana, y ahora Milizia. En su diario íntimo, marcaría ese día como uno de cinco estrellas. Muerta, Ulrike era más pesada de lo que había sido cuando estaba viva. Por suerte, tenía la capa para envolverla.
Avanzó a través de la multitud, como si estuviese destrozado por la conmoción, con el cadáver en los brazos. Dejaba que el cabello de ella arrastrara por el suelo con el pálido rostro descubierto y el agujero rojo de la frente a la vista. Cuando la gente se daba cuenta de a quién llevaba, guardaba silencio. Uno o dos ateos vieron de repente la fe e hicieron el signo de Sigmar o algún otro dios. Los hombres se quitaban el sombrero y lo sujetaban contra el pecho. Más de un revolucionario sufrió un ataque de llanto.
A la entrada de la calle de las Cien Tabernas, justo al otro lado del puente del Viejo Emperador, se encontró con la brigada de estudiantes revolucionarios de Kloszowski.
Acababan de romper con éxito las posiciones de la milicia imperial, y estaban arrojando los soldados al río con entusiasmo.
Kloszowski vio la cara de Ulrike y se detuvo en seco.
—Me suicidaré —dijo con sentimiento.
Yefimovich levantó el cadáver para que todos pudieran ver quién era.
—No —gritó Kloszowski, cambiando de opinión—, eso sería demasiado fácil. ¡Me haré célibe y consagraré mi persona a la memoria del ángel de la revolución!
Yefimovich la tendió en el suelo y abrió la capa para que vieran hasta dónde llegaba la mutilación. Se oyeron exclamaciones horrorizadas.
—No —dijo el príncipe—, también eso es mera cobardía. Escribiré un poema épico sobre su vida. A través de mí, Ulrike vivirá para siempre.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Brustellin—. Por el amor de Sigmar, Yefimovich, ¿qué ha sucedido?
—Ha sido la Bestia —replicó él—. La atacó.
—¡La Bestia, la Bestia, la Bestia! —susurró la multitud.
Yefimovich podía sentir las emociones que recorrían a la masa de gente: congoja, horror, cólera, odio.
—¡Muerte a la Bestia! —gritó alguien.
—¡Sí —bramó Yefimovich—, muerte a la Bestia!
Recogió con brusquedad el ensangrentado terciopelo verde, y lo alzó.
—¡No le vi la cara —dijo—, pero lleva puesto esto!
Todos sabían lo que eso significaba.
La turba peinaría la ciudad en busca de aristócratas, cortesanos, sirvientes del palacio, diplomáticos. Incluso buscarían a cualquiera que vistiera de color verde. Y entonces se produciría un glorioso baño de sangre. Una revolución.
—¡Muerte al terciopelo verde! —gritó.
»… y mañana, cuando la gente del emperador despierte, habrá represalias. La ciudad quedará en ruinas a causa del levantamiento, los grandes caerán y los pobres serán elevados a las alturas.
—¡Muerte al terciopelo verde, muerte a la Bestia!
Lo alzaron sobre los hombros al tiempo que se hacían eco de sus gritos y los amplificaban. Oyó la palabra «muerte» repetida una y otra vez, saliendo de la multitud como una sola voz procedente de mil bocas.
La muchedumbre pasó por encima de Ulrike y subió por la calle de las Cien Tabernas.
Yefimovich ofreció aquello, su plegaria a Tzeentch, el que transforma las cosas, y supo que los poderes del Caos estaban satisfechos con él.