Capítulo 9

NUEVE

Johann logró llegar sin demasiados aspavientos, porque la condesa Emmanuelle tuvo que hacer una entrada espectacular antes que cualquiera de sus acompañantes. Había bajado del carruaje como si esperara ser recibida por una multitud que la aclamase, y se sintió desconcertada por las pocas y hoscas personas que se encontraban en las proximidades de la posada y gruñían con malevolencia.

Al descender sobre la alfombra de terciopelo verde, Johann pudo percibir la hostilidad que radiaba hacia él. Un hombre que lucía la insignia de los Peces, arrojó un escupitajo de flema sobre la alfombra y se marchó a grandes zancadas, asqueado.

Leos desenvainó a medias la espada, pero lo pensó mejor.

Si incluso la Espada Mortal estaba pensándoselo dos veces, tenía que estar sucediendo algo muy grave.

Elsaesser se agitaba con nerviosismo e intentaba hacerlos cruzar la calle con mayor rapidez. Se oían gritos a lo lejos, y se habían cruzado varias veces con los bomberos que corrían de un desastre a otro.

En el interior, Johann aceptó la bienvenida de De la Rougierre y le tomó las medidas a la compañía.

Mikael Hasselstein estaba tan borracho como Johann no lo había visto jamás. Se lanzó hacia ellos cuando entraron, pero luego se detuvo. Hals von Tasseninck exhibía un vendaje, rodeado por doncellas del servicio, y su hijo estaba disgustado por algo. Dien Ch’ing, el celestial, se encontraba tranquilamente sentado y comía pequeños bocaditos de una fuente llena de comida. La marquesa Sidonie dejó caer la copa cuando entró Leos, y miró en torno a sí en busca de un arma, pero no pudo encontrar nada.

—Tío Johann —dijo Luitpold—, cómo me alegro de veros.

Johann hizo una ligera reverencia.

—Y también a vos, Leos, por supuesto.

El vizconde hizo chocar los tacones.

—Temía que fuese a ser una velada aburrida —comentó el futuro emperador con voz demasiado alta—, pero ahora veo que esta noche tenemos una buena pandilla.

Luitpold había bebido un poco y no tenía costumbre de hacerlo. Johann sabía que estaba comprometido por su honor a cuidar del heredero. Eso le dio algo más por lo que preocuparse.

Aparecieron algunos invitados sorpresa: Oleg Paradjanov, agregado militar kislevita; Snorri Svedenborg, uno de los legados de Norsca; Mornan Tybalt, mascullando sombríamente acerca del sentido de su proyecto de ley del impuesto del pulgar; y el barón Stefan Todbringer, hijo y heredero del conde Boris de Middenheim.

Entre todos sumaban dos importantes potencias extranjeras, un importante ministro de la corte y otro escaño electoral.

Intercambió convencionales banalidades con los dignatarios e intentó observarlos a todos. Elsaesser se encontraba de pie junto a la puerta, mordisqueando una pata de pollo fría, varado en algún punto entre servidor e invitado. Kleindeinst había enviado al oficial para que vigilara a Johann, pero éste no estaba seguro de si en calidad de espía o de protector. El agudo joven guardia podría resultar útil.

Hasselstein se encontraba en un rincón con la condesa, absorto en una conversación, ilustrando sus ideas con gestos firmes. Ella parecía aburrida, cosa que constituía un cambio: un hombre aburriendo a Emmanuelle von Liebewitz. En otro momento, Johann podría haberse divertido con esta inversión de papeles, pero no ahora. ¿Dónde estaba Wolf? ¿Y la Bestia?

Había empezado a sospechar de todo el mundo. La mayoría de los presentes en aquella habitación, menos Luitpold, obviamente, eran candidatos altamente probables.

Recordó el jirón de terciopelo verde que había encontrado en el callejón adyacente a este establecimiento, y casi se sintió tentado de inspeccionar todas las capas que había en el vestíbulo, pero nada era nunca tan fácil. Excepto en los melodramas malos.

—Barón Johann —dijo la marquesa Sidonie—, ¿podría hablar con vos? Estoy preparando una petición para presentársela al emperador, y me preguntaba si consideraríais la posibilidad de prestar vuestro sello. Como elector, tenéis muchísima influencia.

Johann le preguntó a la mujer de fina nariz contra qué era la petición.

—Contra los duelos, elector —respondió ella tras sorber por la nariz—. Deberían prohibirlos.

Alguien dio unas palmadas y Johann se volvió para encararse con el pequeño escenario que había en un extremo de la sala. De la Rougierre estaba poniéndose de pie y riendo.

—Honorables invitados —dijo al tiempo que alzaba una copa—, bienvenidos a este magnífico acontecimiento. Confío en que todos hayáis comido y bebido adecuadamente…

Snorri, que había bebido una considerable cantidad, rugió su aprobación.

—Eso es lo que me gusta oír. La hospitalidad bretoniana es, como sabéis, legendaria.

—Eso es verdad —murmuró Hasselstein, que había apartado los ojos de la condesa—, en el sentido de que no puede demostrarse que haya existido jamás. El enano le echó una mirada malevolente, y continuó.

—He seleccionado sólo el mejor de los espectáculos para complaceros esta noche. Permitidme presentaros a una dama cuyos talentos son sustanciales… Las luces se amortecieron y el telón se abrió. Un flautista comenzó a tocar una vieja y conocida melodía.

Al escenario salió una bailarina, pero Johann estaba más interesado en las caras de los invitados.

Al contemplarlos, mientras ellos miraban con expresiones que iban del embeleso al asco, se preguntó:

¿Cuál de ellos, si acaso es alguno…?

Se luchaba por toda la zona de los muelles.

Wolf no podía entender por qué había todo aquel alboroto, ni pudo hallar a nadie que estuviese lo bastante cuerdo para explicárselo.

Intentó mantenerse al margen, aunque podía sentir que la sangre se le enardecía. La ropa mojada se le había secado encima como una segunda piel. Olía sangre y fuego, y aferraba su gancho como si formase parte de él.

Los Ganchos y los Peces habían formado una alianza temporal sin precedentes, y estaban arrojando gente al agua desde uno de los muelles. Una numerosa muchedumbre daba vítores a cada chapuzón.

Wolf vio que todas las víctimas llevaban uniforme o armadura. Templarios, milicianos, guardias del palacio, miembros de la guardia de la ciudad.

—¡Muerte a Karl-Franz! —gritó un agitador.

Los hombres de armadura luchaban dentro del agua, intentando cortar las correas de cuero y quitarse el metal de encima antes de que los arrastrara a las profundidades. Sus agitados movimientos levantaban una espuma blanca.

No podía entender absolutamente nada. Antes de que cayera la niebla, la ciudad estaba normal. Ahora todos se habían convertido en locos sanguinarios. Un matón le puso las manos encima y él lo atacó de modo instintivo, no con el puño como un hombre sino con los dedos engarfiados como los de un animal.

—Aquí tenemos a uno de esos petimetres, muchachos —dijo el matón.

Wolf se concentró con todas sus fuerzas y apretó un puño. Le partió la nariz al hombre y le dio un codazo en el pecho.

El hombre cayó de rodillas con las manos apretadas contra la cara sangrante. Wolf salió corriendo con la esperanza de haberse alejado lo suficiente antes de que alguno de los amigos del matón apareciese por allí y decidiera que le vendría bien otro baño frío.

Ahora tenía el gancho en la mano y estaría preparado para cualquier otro problema. No conocía el camino para llegar a El Descanso del Caminante, y no dejaba de mirar alrededor buscando otra posada o un edificio que reconociese con el fin de poder orientarse.

Colisionó con un grupo de jóvenes y supo que acabaría en el río, así que sujetó el gancho en alto y se tensó para la lucha.

Pero ésta nunca llegó.

—Es von Mecklenberg —dijo una voz que le resultó familiar—, Wolf.

La mole de Otho Waernicke salió de la niebla y lo abrazó.

El grupo estaba formado por miembros de la liga.

—Pensábamos que habían acabado contigo, te lo aseguro. Con lo que le pasó a Trudi, estábamos seguros de que la Bestia te había pillado.

—¿Trudi? ¿La Bestia?

Otho no tenía ni tiempo ni ganas de explicarse.

—El concurso de beber vino se ha suspendido —declaró el líder estudiantil—. Trescientos años de tradición se han ido al garete. Es terrible.

—Estamos luchando por el emperador —anunció un estudiante—. Se ha enviado la llamada a todas las ligas. Las fuerzas de la revolución están dentro de las murallas, y todos debemos levantarnos o caer en la perdición.

Era un buen discurso, y habría sido mejor aún si quien lo pronunció no hubiese empastado todas las palabras, aguantado por dos de sus compañeros, y exhalado jerez estaliano en su forma gaseosa.

—¿Dónde está Trudi? —le preguntó Wolf a Otho.

El líder estudiantil no pudo ocultárselo.

—Muerta, Wolf. Fue la Bestia. Anoche…

Wolf cayó sobre sus cuatro extremidades y aulló. El alarido de congoja ascendió por su garganta y escapó noche adentro, reverberando en todos los barrios de la ciudad. Otho y los demás miembros de la liga retrocedieron, asombrados. El patriota estaba mudo de impresión.

Wolf se puso de pie sobre las extremidades traseras y se hirió a sí mismo. Su gancho le rasgó la camisa y se le clavó a través del vello del pecho. No sintió el nuevo dolor, porque su corazón ya había sido atravesado.

Les volvió la espalda a sus amigos y echó a correr, más animal que hombre. Atravesó niebla y fuego, con la mente corriendo por delante de él, intentando no creer lo que sabía que tenía que ser verdad.

Él era el monstruo.

Siempre había sido el monstruo. Incluso antes de Cicatrice.

Dentro de la boca, los dientes, que cambiaban de forma, le causaban dolor.