OCHO
En la calle había un cierto alboroto, pero no era nada que los templarios no pudiesen arreglar. Le había ordenado al sacerdote capitán Hoven que mantuviera el orden, y sabía que podía confiar en que el hombre se comportaría como un auténtico servidor de Sigmar.
Mientras su carruaje atravesaba los puestos de control, Mikael Hasselstein se sentía profundamente angustiado.
No había tenido noticias de Yelle en todo el día. Sus nervios estaban tan tensos como cuerdas de arco.
Ante la posada Matthias II habían tendido una alfombra de terciopelo verde, y apostado lacayos con antorchas para guiar a los huéspedes a través de la niebla hasta el interior del establecimiento.
Hasselstein atravesó con rapidez el empedrado y traspuso las puertas. La Matthias II se hallaba vacía de sus clientes habituales, y su personal estaba compuesto sólo por lacayos y camareros ataviados con la librea del embajador bretoniano. Se la había decorado con los colores de Bretonia para esta ocasión, y había un bufete servido en una mesa, contra una de las paredes.
—Lector —dijo De la Rougierre al tiempo que hacía una profunda reverencia—, bienvenido…
Hasselstein se mostró cortés con el tonto enanito, y le ofreció el anillo distintivo de su cargo para que lo besara.
—Sois el primero de mis huéspedes. La compañía de esta noche será de lo más distinguido. ¿Puedo recomendaros una cosecha bretoniana?
—No, creo que no… Bueno, tal vez sí.
El embajador le dedicó una ancha sonrisa y chasqueó sus dedos cortos y gruesos. Una doncella de servicio ataviada con un vestido de corpiño ajustado, llenó una copa de chispeante vino de Couronne.
Tal vez la bebida lo relajaría un poco.
La joven se alejó precipitadamente. Hasselstein reparó en lo escotado que era su uniforme, y sospechó que el enano bufón había tenido algo que ver en el diseño de los atuendos que llevaban las doncellas del servicio.
Puede que Leos von Liebewitz fuese el mejor duelista del Imperio, pero Etienne de la Rougierre podía reclamar para sí, en otro sentido, el título de espadachín más prominente.
Pensó en su amante y los caprichos de ésta. Era tan impredecible como la niebla de Altdorf, e igualmente peligrosa. Esa noche debería reafirmar su posición con Yelle, o correría el riesgo de volverse loco.
Por supuesto, De la Rougierre debía de tener algún plan diplomático que proponerle, y también debía prestar atención a eso.
El siguiente en llegar fue el futuro emperador Luitpold, escoltado por dos enormes guardias con su armadura completa.
—Una noche dura —comentó—. Media ciudad está en llamas.
El joven era aún un niño en muchos sentidos, y tendía a la exageración.
—¿De verdad, alteza? —preguntó Hasselstein, cortés—. Me sorprendéis.
—Es la niebla —respondió el joven—. Siempre hace que la gente pierda la cabeza.
—La niebla, sí…
Estaba pensando en Yelle, en sus labios, sus ojos, la delicada suavidad de su…
—Niebla.
La camarera le entregó una copa al príncipe, y éste le dio las gracias. Ella casi se desmayó, obviamente entusiasmada con el joven por su dignidad como futuro emperador, ya que no por su apostura nada fuera de lo normal. Por su parte, resultaba obvio que Luitpold se había sentido igualmente impresionado por ella, en especial cuando se inclinó para llenarle la copa.
Ciertamente, las camareras del palacio no tenían ese aspecto.
—¿Sabéis? —Dijo el heredero imperial—. Podría jurar que he visto algo en ese rincón… algo pequeño con ojos brillantes…
De la Rougierre se sintió ofendido.
—Alteza, eso es imposible. Esta tarde he hecho cazar y matar todas las ratas.
… que esta noche adornarían la mesa, si se confirmaran los prejuicio de Hasselstein respecto de la cocina bretoniana.
—Me he asegurado de que este establecimiento fuese adecuado para los huéspedes de más alta cuna y distinguida cortesía… —el enano hizo un guiño y su sonrisa adoptó un aire más lascivo—, si bien, no obstante, embellecido por un tipo de entretenimiento que uno no hallaría en el tipo de fiesta más remilgada de la corte.
De la Rougierre estaba prácticamente dando saltos. Sería más adecuado para el puesto de bufón que para el de embajador. Realmente, ya era hora de que el emperador le presentara una protesta al rey Charles por aquel pequeño idiota.
—Me he asegurado los servicios de una variedad de artistas como raras veces pueden verse. Son atractivas, para los gustos más sofisticados, los paladares más liberales…
Hasselstein creyó saber a qué se refería el enano, y se sintió un poco fastidiado. Tenía que pensar en Yelle y no quería que lo distrajese un indigno espectáculo sicalíptico bretoniano.
Llegó otro carruaje, y Hals y Hergard von Tasseninck fueron conducidos al interior de la posada. El gran príncipe llevaba un pañuelo apretado contra la frente, que le sangraba.
—Alguien le ha arrojado una roca a mi padre —dijo Hergard.
Hasselstein tenía la copa vacía y decidió que no estaría mal que volvieran a llenársela.
Aquello tenía todos los ingredientes necesarios para ser una velada muy tediosa.
—Cerca…
Rosanna se sentía como un diminuto pez en presencia de una ballena. La criatura a la que perseguían se encontraba cerca y hambrienta.
El contacto había salido de la nada y se había pegado a su cerebro. Se preguntó si la Bestia estaba entre la muchedumbre de la calle Luitpold. Pudo haber mirado al asesino a los ojos, y sentir los efectos ahora.
La presencia era abrumadora, la dejaba petrificada en el sitio. Sus intestinos querían aflojarse, pero ella luchó por controlar su cuerpo.
Kleindeinst permanecía apartado, preocupado.
También en torno a él había violencia. Esta tarde había matado a un hombre y no podía mirarlo sin percibir eso. Dentro de su cabeza, la garganta de Rademakers quedaba destrozada una vez y otra bajo su puño.
Luego, quedó libre del contacto.
—Está cerca —dijo jadeando—. Muy cerca…
—¿Dónde?
Ella intentó captar la dirección, rotando en círculo.
—Por ahí —señaló. Era la dirección que había tomado la multitud.
—¿Hacia la calle de las Cien Tabernas?
—Sí.
Imaginó a la Bestia saltando entre la muchedumbre sin que lo vieran, inflamado por el salvajismo general. A estas alturas ya habría saboreado sangre.
—Capitán Kleindeinst —dijo ella.
—¿Sí?
Recordó el corazón oscuro de la cosa que había entrado en contacto con su mente. Fue como una nube concentrada de negrura, con lanzas de plateados rayos en su interior.
—La Bestia está preparándose para matar otra vez.