SIETE
El puesto de guardia de la calle Luitpold era un manicomio. Cuando Harald pasó por allí esa tarde, justo después de la lucha con Joost Rademakers, se encontró, en el exterior, con grupos dispersos de gente enfadada que lanzaba maldiciones y piedrecillas contra la fachada del edificio.
Ahora había una multitud compacta de gente furiosa que lanzaba algo más que palabrotas y piedras pequeñas.
Las ventanas delanteras se hallaban destrozadas y arrojaban antorchas encendidas al interior del puesto de guardia, donde caían al suelo y eran apagadas a pisotones por uno de los agentes. Harald deseó no haberse tomado la molestia de abrirse paso a través de la multitud para llegar hasta allí, porque la masa parecía haberse cerrado a sus espaldas como una trampa. Y para colmo de descuido por su parte, se había llevado consigo a la vidente, poniéndola innecesariamente en peligro. Así debía de haber sido el segundo asedio de Praag.
—Maldición —dijo Thommy Haldestaake, un viejo poli revienta cráneos—. Voy a sacar las ballestas. Eso dispersará a los bastardos.
Thommy miró a Dickon, que estaba abatido y sentado en un rincón, y que evidentemente había renunciado a hacer nada. Tenía una tetera humeante sobre la mesa, y de vez en cuando bebía tazas de té a grandes tragos.
El capitán no discutió la sugerencia de Thommy, así que el agente recogió el llavero del escritorio de Dickon y avanzó hacia la armería al tiempo que escogía las llaves de la doble cerradura.
—No —dijo Harald.
Thommy se detuvo y giró en redondo para mirarlo de hito en hito.
Harald se puso de pie y se frotó la frente donde aún tenía una de las contusiones que le había hecho Rademakers, para luego dejar caer la mano hasta posarla sobre el puño de su cuchillo Magnin.
Cuando lo destinaron por primera vez a la guardia, le asignaron a Thommy como compañero. El viejo agente le había enseñado todos los medios por los cuales un policía astuto podía aumentar su salario, aceptando de vez en cuando una o dos coronas y volviéndole la espalda a uno que otro delito, o insistiendo en recibir una modesta comisión sobre las ganancias de cualquier proxeneta, jugador de dados, traficante de raíz de bruja o carterista que deseara continuar con el negocio cuando él hacía la ronda.
Harald se había ido directamente a ver al capitán Gebhardt, el predecesor de Dickon, ante quien había expuesto las pruebas que tenía contra el corrupto guardia, y se sorprendió cuando Gebhardt simplemente lo echó de la oficina. Thommy le explicó que había olvidado mencionar que, además de sacar beneficios, era tradicional que cada guardia apartara un diezmo de sus ganancias y se lo entregara al capitán.
Luego, Thommy había intentado reducir a Harald a pulpa sanguinolenta a base de golpes.
Eso había sucedido hacía mucho tiempo, cuando Thommy era más joven. Sin embargo, por entonces las fuerzas habían estado parejas y ninguno había quedado como vencedor indiscutible. Los carrillos de Thommy aún eran asimétricos y Harald conservaba la cicatriz de una cuchillada que le cruzaba la cadera.
Thommy metió la primera llave en la cerradura y la hizo girar. Las piezas del interior chirriaron.
—Thommy, he dicho que no.
El viejo policía se volvió, gruñendo, y se lanzó hacia él como un luchador.
Esta vez sería decisiva, pero Harald no tenía tiempo para un combate cuerpo a cuerpo, así que también tendría que ser rápida.
Harald sacó su Magnin, lo lanzó al aire, lo atrapó por la hoja y lo arrojó.
Fue compasivo, así que la empuñadura chocó contra el cráneo de Thommy y detuvo su carga. Continuó avanzando a traspiés, pero ya estaba sin sentido. Harald recogió su cuchillo. Thommy estaba sumido en un profundo sueño fulminante, tendido cuan largo era sobre el piso de madera.
Dickon no protestó. Su ordenado mundo de sobornos regulares y cómoda corrupción estaba derrumbándose a su alrededor. Bebió un poco de té.
Por la ventana entró una antorcha que Harald atrapó al vuelo, y la devolvió hacia la neblinosa noche con un poderoso lanzamiento.
Él y Rosanna habían ido allí para hacer que Dickon informara a la guardia que se buscaba a Wolf von Mecklenberg para someterlo a interrogatorio, pero el capitán ya no era capaz de hacerse cargo de esa simple tarea, ni estaba interesado en el caso de Harald. Aquella noche, la Bestia estaba muy abajo en la lista de prioridades.
—Dickon —dijo Harald—, esto se incendiará antes o después. Sacad a vuestros hombres de aquí.
Dickon alzó la mirada, pero no parecía saber dónde estaba.
Harald avanzó hacia él y lo abofeteó. El capitán masculló algo, Rosanna, que se encontraba junto a él, cogió la jarra de Dickon, llena hasta la mitad, y olió el contenido.
—Raíz de bruja —dijo.
Harald echó atrás la cabeza de Dickon y lo miró los ojos.
El capitán no veía nada del entorno real.
—Mastuerzo —dijo, airado. Dickon sonrió, babeante.
Se oyó un estrépito y una rueda de carro atravesó una ventana que cayó hacia el interior en su mayor parte. Atados a la rueda había trapos encendidos, y el artilugio había sido totalmente empapado en aceite de lámpara.
Thommy gimió e intentó levantarse.
Las llaves colgaban de la puerta de la armería; Harald las cogió y se las lanzó a Rosanna.
—Buscad a alguien medio decente y haced que abra las celdas. Ahí abajo sólo habrá putas, borrachos y vagabundos.
Haced que suelten a los prisioneros y también decidle que se marche a cualquier guardia que encontréis. La vidente se marchó sin hacer preguntas. Harald miró a Thommy y a Dickon. Dependía de él asegurarse de que ninguno de aquellos pesos muertos muriese quemado en un incendio.
Se sintió tentado de dejarlos allí, pero resistió.
El fuego de la rueda en llamas estaba propagándose. Las plantas que Dickon tenía en macetas estaban ardiendo, y el fuego estaba prendiendo un armario lleno de expedientes de arresto. El puesto de guardia de la calle Luitpold era un barco perdido, y dependía de Harald evacuar a todos los que estaban dentro.
—¡Muerte a la guardia! —gritaba la gente en el exterior.
Fantástico.
Harald recogió a Thommy y se lo echó sobre un hombro.
El viejo guardia aceptaba demasiados sobornos en forma de pasteles y crema, y las rodillas de Harald flaquearon, pero logró mantenerse de pie.
—¡Muerte al emperador!
En el estrecho pasillo al que salió, había borrachos y guardias que forcejeaban entre sí para intentar salir por las puertas delanteras. En el exterior se encontraron con una lluvia de piedras y trozos de madera.
Un teniente de la milicia imperial intentaba mantener el orden y daba rápidas instrucciones tácticas de las que nadie hacía el más mínimo caso.
—¡Abajo el terciopelo verde!
Dos polis estaban quitándose deliberadamente los tabardos y las insignias y discutiendo por una capa de paisano.
Era una manera de dimitir de la guardia.
—¡Muerte a Sigmar!
Harald se abrió paso a golpes y dejó a Thommy en los escalones del puesto de guardia, para luego hacerlo rodar hacia la multitud. Una piedra le golpeó una mano, y oyó que la multitud pedía su sangre a gritos.
—¡Muerte… Muerte… Muerte!
El miembro de la milicia salió del puesto de guardia, y su lustroso peto se convirtió en un blanco perfecto. Las piedras le hicieron abolladuras y el teniente se tambaleó. Harald lo apartó del camino y lo arrojó hacia la multitud.
Era como un juego. Una vez que alguien formaba parte de la multitud, dejaba de ser un enemigo.
—¡Muerte a la guardia! —oyó Harald que gritaba el teniente, al lado de los más exaltados.
Forcejeó contra el torrente de guardias y pequeños delincuentes que iba disminuyendo, y volvió al interior. Casi todos los demás estaban fuera. Ahora había focos de fuego por todas partes, y aumentaban sin parar. Una pared se derrumbó y una nube de polvo se arremolinó en torno a sus tobillos.
—¡Muerte a todo el mundo!
Rosanna subió del área de detención.
—Ya están vacías todas las celdas —informó.
—Salid —le dijo él—. Iré a buscar a Dickon y os seguiré.
Vamos a cerrar este puesto de guardia. De todas formas era un pozo negro…
Dickon entró en el pasillo dando traspiés. Tenía una manga en llamas, pero no lograba que la mano del otro brazo se moviera para sofocarlas. Se frotó contra una pared pero el fuego continuó ardiendo.
Harald le arrancó la chaqueta y la arrojó lejos. Dickon pareció ofendido.
—Ésa era una buena chaqueta —dijo—. Hermanos Briech, de la calle Schwarzwasser.
Como un niño, Dickon se dejó conducir al exterior.
Cuando los tres salieron del puesto de guardia, el tejado se derrumbó, y una nube de aire caliente, humo y cenizas estalló a través de las puertas situadas detrás de ellos y los empujó escalera abajo.
Ahora la multitud estaba retirándose, y unos pocos guardias se encontraban derribados en la calle donde eran pateados con dedicación. Harald vio a uno de los oficiales que había estado poniéndose apresuradamente ropas de paisano, hombro con hombro con la turba, golpeando con sus botas a su antiguo sargento.
—¡Muerte a los tiranos!
Todo el barrio estaba en llamas.
Dos miembros de la milicia y un Pez que llevaba la insignia del movimiento revolucionario luchaban por ella como perros que discutieran por un trozo de carne. Todos querían la muerte para unos u otros, eso ya lo había deducido. Harald golpeó a los miembros de la milicia y sacó a Rosanna de la refriega. El revolucionario alzó una porra, pero captó la expresión de los ojos de Harald y retrocedió.
—El Sucio Harald —masculló con pánico creciente—. ¡El Sucio Harald ha vuelto! El revolucionario —a quien Harald no recordaba haber conocido— dio media vuelta y echó a correr, propagando la noticia.
Harald sintió una especie de regocijo por el miedo instintivo del hombre. El impulso de gritar era contagioso.
La muchedumbre estaba dispersándose y retrocediendo.
—He vuelto —les gritó—. ¡El Sucio Harald ha vuelto!
La niebla aún era densa, pero los incendios hacían que resultase más fácil ver las cosas. La muchedumbre se alejaba en masa del puesto de guardia incendiado, corría como una ola de plomo fundido, afluía hacia las calles laterales.
En el suelo había capas y abrigos. La gente se había aventurado al exterior con abrigos adecuados para la niebla, y se había encontrado junto a las hogueras. Cuando se apagaran los incendios, habría enfriamientos y fiebres.
Rosanna estaba diciendo algo.
—No hay una sola Bestia… todos son Bestias…
La muchedumbre había pasado a un nuevo campo de batalla, y a continuación atacaría la calle de las Cien Tabernas.
Más tarde seguiría adelante, y, o bien atravesaría el río hacia el palacio o se dirigiría al norte hacia la universidad. Tal vez se dividiría en dos. Quizá no estaba tan localizado como parecía. Puede que lo mismo estuviese sucediendo ya en toda la ciudad.
La calle Luitpold se hallaba ahora desierta, y sobre ella cayó un silencio terrible. Harald oía el crepitar de los edificios que ardían y los graves gemidos de la gente dolorida. Tenía sangre en la boca, y la escupió.
Thommy yacía boca abajo y estaba ensangrentado. Podría estar vivo. Dickon se encontraba sentado en la calle, con las piernas cruzadas, y se probaba una sucesión de prendas desechadas por la gente en un intento de reemplazar su chaqueta Hermanos Briech. Era un hombre quebrantado, cosa que al menos le ahorraba a Harald la molestia de quebrantarlo.
La niebla formaba turbulencias, pues se arremolinaba para ocupar los espacios tan recientemente ocupados por la turba.
Se volvió a mirar a Rosanna.
La joven estaba rígida, con los brazos a los lados, como si luchara contra una parálisis repentina. Le latía la vena de la frente y tenía los ojos muy abiertos.
Él tendió una mano para sacudirla, pero se detuvo antes de tocarla porque no quería romper el contacto que había establecido, fuera cual fuese.
—¿Qué podéis ver? —preguntó.
Sus labios se movieron, y ella dijo una palabra con voz tan ronca que no logró entenderla.
—¿Qué decís?
A despecho de los incendios, la noche era fría. Harald sintió un escalofrío. Rosanna volvió a hablar con voz ronca, pero esta vez más clara.
—Cerca —dijo—, cerca.