CINCO
—Etienne —dijo la bailarina Milizia—, ¿esto es apropiado?
El embajador bretoniano le echó una mirada al traje de la muchacha. Era ajustado donde debía y abierto en los sitios necesarios para exhibir su cuerpo. Se trataba de un milagro que desafiaba la ley de la gravedad.
—Maravilloso de contemplar, dulce mía —replicó—. Ahora, déjanos solos. Los hombres tenemos asuntos que debemos tratar. El posadero te servirá la comida en tu camerino, y más tarde te haré llamar.
Milizia hizo una cortesía con la que se estremeció como gelatina en un plato, y se retiró. De la Rougierre sintió que su espíritu amoroso volvía a enardecerse, y se tocó con los dedos los extremos encerados del bigote.
—La señora —comenzó Dien Ch’ing— es de lo más sustanciosa.
De la Rougierre profirió una sonora carcajada. El celestial era un tipo astuto.
—Apuesto a que no tenéis mujeres como nuestra Milicia en la lejana Catai.
—No, en efecto, no las tenemos.
—Desgraciadamente, ¿verdad? Decidme, esas historias de marineros sobre las muchachas del este…
Ch’ing apartó con un gesto de la mano aquella seria pregunta antropológica, y dio unos golpecitos sobe el documento que yacía sobre la mesa.
—Este tratado, De la Rougierre. Esta noche me gustaría ver a nuestros huéspedes poner su sello sobre él. Es de la mayor importancia.
—Por supuesto, por supuesto, pero nada es más importante que el amor, amigo mío, nada…
El celestial le respondió con una débil sonrisa.
—Como vos digáis.
—Pero después del amor, debe haber guerra, ¿eh?
De la Rougierre se dio un puñetazo en su pecho de barril.
—Los bretonianos somos tan famosos por las hazañas en el campo de batalla, como por las proezas en la alcoba, amigo mío. El enemigo tiembla cuando los ejércitos de Charles de la Tete d’Or III se ponen en marcha.
—Eso me han dado a entender. Soy un pobre desconocido en estas tierras, pero incluso yo he oído hablar de la excelente reputación de los bretonianos.
El enano batió palmas como un niño entusiasmado y alzó su copa. El celestial era un hombre excelente, un excelente diplomático.
—Este tratado será el comienzo de una gran campaña contra las Tierras Oscuras, una campaña que golpeará a los goblins en su propio hogar. Será magnífica.
—Por supuesto —asintió el bretoniano—. ¡Participando en ella un De la Rougierre, difícilmente podría ser otra cosa que magnífica!
—Así es, en efecto.
—Me alegra saber que estáis de acuerdo conmigo. Pediré otra botella del mejor Quenelles rosado de este establecimiento, y haremos un brindis por nuestra victoria sobre la oscuridad.
Ch’ing rio por lo bajo, casi en un susurro.
Por un instante, De la Rougierre se sintió como si alguien le hiciera cosquillas en el esqueleto con una pluma de ave. En la habitación había sombras, y podía jurar que también había algo pequeño que acechaba en uno de los rincones, colgando del techo, espiándolos con ojos destellantes.
Cuando volvió a mirar, no había nada. Llegó el vino.
—Nuestros huéspedes llegarán dentro de poco —le dijo De la Rougierre al posadero—. Aseguraos de que sean conducidos hasta aquí sin problemas. Son personas importantes.
El posadero, que con esta fiesta privada estaba ganando más dinero de lo que solía ganar en un período de tres meses cualquiera, se mostró nerviosamente obsequioso y le aseguró al bretoniano que se haría todo lo posible o él sabría la razón por la que no se había hecho y usaría su bastón con sus empleados.
El celestial bebió un sorbito de vino.
—Fantástica cosecha, ¿verdad? Los mejores vinos del mundo son bretonianos, igual que los mejores bebedores de vino.
De la Rougierre vació su copa y volvió a llenarla.
Pensaba en mujeres grandes.
Atravesar la ciudad hasta el palacio no había sido fácil.
Dos de los puentes principales estaban bloqueados, el de Karl-Franz por los restos de un par de carros accidentados y una banda armada de Ganchos, y el de los Tres Peajes por los caballeros templarios y la milicia imperial, que habían cerrado ambos extremos y mantenían a algunos desafortunados viajeros inmovilizados entre ambas posiciones.
Al final, Elsaesser encontró a un solitario patrón de trasbordador y le pagó una suma superior a la normal.
Bajo la niebla, todo parecía estar en paz, pero podía ver la oscilación de incendios en el Extremo Este, y oír gritos de cólera y dolor.
—Mala niebla —dijo el barquero—. Peor que la del año de la coronación, y aquélla fue la peor que tuvimos jamás.
Pasó flotando un bote de remos con la quilla hacia arriba.
—No hay nada tan malo como la niebla, como no sea una lluvia torrencial con truenos y rayos.
Se oyeron una serie de chapoteos que indicaban que estaban arrojando gente al agua desde los muelles.
—Tal vez un terremoto sería peor, si los tuviéramos. O una de las granizadas de las Tierras del Sur, donde caen piedras grandes como carruajes.
Todo el mundo estaba atareado esta noche: la guardia, los templarios, los Ganchos, los Peces, la milicia y los bomberos. Eso le facilitaría las cosas a la Bestia si decidiera aventurarse a salir.
—Por supuesto que una invasión de horribles hombres-bestia mutantes estropearía un poco el comercio y le arruinaría el día a todo el mundo.
Para Elsaesser, ya era una cuestión personal. Se sentía como si sólo existieran él y la Bestia. No era cierto, claro, porque estaban también el capitán Kleindeinst y Rosanna.
—Y una lluvia de fuego del cielo, invocada por un mago negro, sería espantosa.
¿Y el barón Johann? Estaba del lado de ellos, ¿verdad?
—En el negocio del trasbordador, hay que mirar las cosas por el lado bueno. Elsaesser estaba seguro de que el barón no intentaba proteger a la Bestia. Eso no tendría sentido. Aunque el asesino fuese su hermano, el barón querría que lo detuvieran, aunque no necesariamente que lo ejecutaran.
—Ya hemos llegado, señor. Que pase una buena velada.
Le pagó al hombre y recorrió a la carrera el trecho que lo separaba del palacio. Pasó junto a más caballeros del Corazón Llameante que marchaban desde el templo entre el resonar metálico de sus armaduras.
Refuerzos. Iban hablando de atacar al enemigo y ponerlo en fuga, pero ninguno de ellos parecía saber de qué enemigo se trataba. Tras algunas discusiones, decidieron que probablemente los enviaban a sofocar alguna rebelión de la guardia del palacio, conocida por su negligencia e indigna de confianza.
El rastrillo se hallaba bajado, pero Elsaesser estaba en posesión del documento con el sello imperial entregado por el barón Johann, y con eso bastó para que se le franqueara la entrada en el palacio. Ninguno de los guardias sabía dónde estaba el barón, ni tampoco lo sabía el mayordomo con el que se dio de bruces en el patio.
Elsaesser nunca había estado antes dentro del palacio, y se sorprendió de lo enorme que era. Todo su pueblo natal cabría dentro de aquellos muros. Incluso sin la niebla que flotaba en el interior de los patios, resultaría fácil perderse.
Vio a un joven esbelto que avanzaba a grandes zancadas hacia unos edificios anexos con aire de saber adónde iba.
—Disculpadme, señor —dijo Elsaesser.
El hombre se volvió. Llevaba una de aquellas malditas capas de terciopelo verde que tantos problemas estaban causando.
—Excusadme —dijo—. ¿Acaso os conozco, guardia?
—No —reconoció Elsaesser, y el cortesano sonrió con desprecio, como si el guardia estuviese cometiendo una grave falta al hablarle a alguien a quien no había sido presentado.
El guardia recordó las clases del profesor Brustellin. Este hombre era típico de los cánceres aristocráticos que había diagnosticado el gran hombre: apuesto, de una manera poco varonil, y con un desprecio innato hacia cualquiera que no tuviese linaje.
—Pertenezco a la guardia —explicó Elsaesser—. Necesito ver al barón Johann Mecklenberg.
—Von Mecklenberg, supongo que queréis decir.
—Sí, por supuesto, von Mecklenberg —replicó Elsaesser con impaciencia—. ¿Sabéis dónde está?
El joven pareció sentirse divertido.
—Voy a reunirme con él ahora mismo, en nuestro carruaje. ¿Es realmente necesario que lo molestéis?
—Ya lo creo, y os agradecerá que me llevéis hasta él.
Tiene que ver con la Bestia.
El altivo aristócrata abandonó la actitud decadente y se puso serio, momento en que apareció una arruga entre sus finas cejas.
—Vizconde Leos von Liebewitz —dijo, sin tenderle la mano enguantada—. Vamos, daos prisa.
Avanzaron a través de la niebla y pronto pudo distinguirse la silueta de un carruaje. El barón se encontraba de pie junto al mismo.
—Elsaesser —dijo—, ¿qué estáis haciendo aquí?
El vizconde se quedó rezagado, apenas visible en la niebla, y Elsaesser se preguntó por qué el hombre estaría tan tenso. En su actitud había algo más que distancia aristocrática. Actuaba como una muchacha celosa.
—Me ha enviado el capitán Kleindeinst. Soy vuestro guardaespaldas.
El barón profirió una risa no carente de crueldad.
—No parecéis tener el tipo del guardaespaldas.
—Lo siento, señor.
—No, está bien, es una buena idea. Podréis ponerme al tanto de vuestros progresos…
Elsaesser sabía que iba a salir a relucir ese tema, y se preguntó si debía contarle al barón lo que habían averiguado acerca de la relación de su hermano con la última víctima.
—Veo que ya habéis conocido a Leos.
El vizconde emergió de la niebla con el rostro convertido en una máscara.
—Elsaesser y yo hemos estado dando caza a la Bestia.
—¿El asesino de plebeyos? Me sorprende vuestro interés, Johann.
Elsaesser sintió que pasaba algo entre el barón y el vizconde. Todos aquellos títulos lo confundían, y las tensiones que los acompañaban resultaban aún peores. Se alegró de tener que habérselas sólo con Ganchos, Peces y asesinos.
El barón hizo caso omiso de la implícita crítica del vizconde, y se volvió para hablar con Elsaesser.
—Leos es un campeón de la esgrima. Creo que resultará útil en la niebla.
El vizconde sonrió con humildad e intentó quitar importancia al elogio.
—Leos, ¿queréis acompañarnos? ¿Os uniréis a la cacería?
El hombre estaba incómodo, desgarrado entre dos impulsos opuestos. No quería tener nada que ver con una horrible serie de asesinatos de plebeyos, pero necesitaba desesperadamente la aprobación del barón Johann. Al final, no tuvo que tomar una decisión porque llegó alguien que interrumpió la improvisada conferencia.
—Elsaesser —dijo el barón—, permitidme que os presente a la hermana del vizconde, la condesa Emmanuelle.
Una dama, envuelta en transparente gasa para proteger de la niebla su vestido y su rostro, salió de la oscuridad.
A Elsaesser se le aflojaron inexplicablemente las rodillas.
Viajaba en compañía distinguida, y se preguntó qué diría la señora Bierbichler.
Sin duda alguna, le diría que podía morir.
La Bestia olió la niebla y se arrastró fuera del envoltorio hombre, extendiendo las garras.
Saboreó la sangre en el aire y aulló de júbilo. Con cada noche que pasaba, esta ciudad se volvía más hospitalaria.
Esta noche sería magnífica…