CUATRO
Tras haber decidido aceptar la invitación de De la Rougierre para esa noche, Johann se enfrentaba ahora con el problema de lograr que su asistencia a la fiesta no pareciese algo extraordinario. Se daba cuenta de que había cultivado una insólita insociabilidad al evitar regularmente los bailes y recepciones que proliferaban en torno a la corte imperial.
Esta actitud no era debida a que odiase sobremanera esos acontecimientos sociales, sino a que había permanecido tanto tiempo fuera del mundo de los títulos y la etiqueta, que ya no sentía deseo de entrar en él. Los últimos bailes, las modas del momento y las insignificantes conspiraciones de facciones rivales dentro de la corte, simplemente, no le parecían cosas importantes, ni siquiera interesantes.
Y sin embargo, ahora tenía claro que debía hallarse presente en la fiesta del embajador bretoniano. Sabía, con una certidumbre que le resultaba insólita, que aquello no sería sólo un inocente acontecimiento social. El rastro de la Bestia flotaba en el aire.
Por la tarde se había encontrado con Leos von Liebewitz, que gozaba de un ánimo ominosamente bueno, y había descubierto que el vizconde y su hermana también figuraban en la lista de invitados de De la Rougierre. Leos le había ofrecido una plaza en su carruaje, y él la había aceptado con experta despreocupación.
A Johann le resultaba espeluznante que el nada expresivo vizconde, carente de emociones y de sentido del humor, sólo fuese capaz de comportarse amistosamente si había derramado sangre ese mismo día. Antes de dejarlo, el joven le había palmeado un hombro y le había estrechado la mano. Le pareció que Leos prolongaba el contacto físico unos instantes más de lo necesario. Se contaban historias acerca del vizconde, aunque no ante él… Historias sobre por qué había rechazado a Clothilde de Averheim, innegablemente atractiva como posible consorte, e incluso como noviecita del mes…
De la Rougierre estaba fuera del palacio, haciendo los preparativos de la fiesta, así que Johann tendría que hacer indagaciones en otra parte para enterarse de quién más se sentaría a su mesa. Eso significaba presentarle sus respetos a la condesa Emmanuelle, y escucharla durante más tiempo del que él habría querido.
La condesa era realmente la mujer más hermosa que había visto jamás, pero era tan egocéntrica que podía calificársela también como una de las más aburridas. La encontró rodeada por un frenesí de doncellas notablemente carentes de atractivo, dedicadas a escoger entre siete trajes igualmente magníficos, demasiado adornados y lindantes con el descaro.
Había estado valiéndose del juicio de Mnoujkine, el mayordomo de huéspedes, para que la ayudara a elegir, y el hombre se mostró notablemente aliviado de que apareciera un superior que lo relevara de ese deber. Ella le pidió a Johann que la aconsejara, y éste tuvo que sentarse en sus habitaciones mientras ella corría tras un biombo para quitarse trabajosamente un vestido y ponerse otro. Mnoujkine, con el tacto de un criado nato, se retiró para dejar a sus superiores sin carabina.
Ella hablaba durante todo el tiempo. Johann se enteró de que la fiesta sería honrada por la presencia del futuro emperador Luitpold. Se esperaba que Mikael Hasselstein hiciera acto de presencia, así como Dien Ch’ing, el embajador de Catai, y el gran príncipe Hergard von Tasseninck. También asistiría la marquesa Sidonie de Marienburgo, cosa que hizo que Emmanuelle observara que «el bretoniano debería tener cuidado con la asignación de asientos, dado que Leos había matado a su esposo el año pasado por una cuestión de honor». Johann deseó que la condesa se tomara la molestia de observar a su hermano cuando mataba a sus oponentes, y luego intentara hablar de cuestiones de honor.
Tres electores, el futuro emperador y un lector del Culto de Sigmar. Si uno debía suponer que Luitpold podía influir en su padre y que Hasselstein estaba más o menos investido con los poderes que el gran teogonista no ejercía en estos tiempos, era fácil ver que ese pequeño y exclusivo encuentro concentraría más poder político en una sola habitación, del que se había concentrado desde la última reunión del colegio electoral.
Lo que más intrigaba a Johann era dónde encajaba el celestial.
¿Cuál podía ser el interés común de Bretonia y Catai? Además, era bien sabido que De la Rougierre tenía poco poder real en la corte del rey Charles de la Tete d’Or, ya que el ridículo enano perfumado había sido nombrado para el cargo de embajador como un chiste cruel dirigido contra Karl-Franz, cosa que nadie había tenido aún el valor de explicarle al emperador.
—¿Cuál preferís, barón?
Le prestó atención. La condesa tenía puesta la bata otra vez y jugaba con las solapas de la misma para exhibir su bien formado busto.
—El de terciopelo verde —replicó él, distraído.
Ella pareció sorprendida y se mordió un mechón de pelo como si fuera una adolescente. Era bien sabido que hacía ya algunos años que la condesa tenía veintinueve.
—Muy bien, el de terciopelo verde. Buena elección. Tradicional. Tenéis un ojo admirable, Johann.
Él se encogió de hombros, incómodo. No sabía dónde poner las manos, así que optó por descansarlas sobre el regazo.
La condesa les dio instrucciones a las doncellas con voz baja y seria. El vestido debía quedar limpio, planchado, oreado, perfumado y extendido. Les hizo una lista de la ropa interior y los accesorios que lo acompañaban, y le entregó a una muchacha la llave de su joyero al tiempo que le daba instrucciones para que le trajera varios brazaletes, broches y anillos, y una combinación especial de tiara y collar.
Resultaba obvio que la vida de la condesa electora de Nuln era una dura decisión tras otra.
Johann le dio una excusa y se marchó.
Pensó en Wolf. Y pensó en Harald Kleindeinst, al tiempo que se preguntaba si habría hecho lo correcto al poner al guardia tras la pista de la Bestia.
Era demasiado tarde para echarse atrás.
Dentro de una hora se reuniría con los von Liebewitz y se aventuraría niebla adentro.
Tal vez allí fuera encontraría respuestas.
Estaban esperándolo en El Descanso del Caminante. Lo había retrasado el asunto de Joost Rademakers. Dickon se estaba comportando como un estúpido y sufriría más tarde por ello. Debería haber sabido que Rademakers, por sí solo, no tendría ni una sola oportunidad contra el Sucio Harald.
El capitán siempre lo había subestimado.
La totalidad de la ciudad estaba volviéndose loca con esta niebla. El puesto de guardia de la calle Luitpold se había visto inundado de ciudadanos sangrantes, denuncias de ataques, robos e incendios provocados. Harald había visto a dos caballeros templarios dándoles una paliza a un par de Peces, y los había dejado continuar. Había miembros de la milicia imperial que andaban con los guardias y estorbaban.
Dickon había enviado un mensajero a los bomberos para que lo ayudaran con los carruajes incendiados que había en la calle de las Cien Tabernas, pero el mensajero se había perdido, lo habían asesinado o se había encontrado con que los bomberos estaban ocupados en alguna otra parte.
De inmediato, se dio cuenta de que Rosanna y Elsaesser tenían noticias para él.
—Adelante —dijo—. Elsaesser, hablad con lentitud, sin repeticiones, sin atrepellaros.
—El novio de Trudi Ursin es Wolf Mecklenberg…
—Von Mecklenberg —intervino Rosanna.
—El hermano del elector.
Harald mordió con fuerza aquel dato para ver cómo sabía. No era un buen sabor.
—Pero el barón estaba interesado en la Bestia antes de que Trudi apareciera muerta —razonó—. Cosa que sugiere que sabe algo que nosotros ignoramos.
—Hay más —dijo la vidente—. Es del dominio público que el hermano del barón fue secuestrado cuando era niño por los caballeros del Caos…
—Lo hizo un bandido llamado Cicatrice —añadió Elsaesser—. He oído la historia, pero nunca establecí la relación…
—Wolf fue rescatado —explicó Rosanna—, y purgado de la piedra de disformidad, pero tal vez aún tiene algo dentro.
Harald imaginó a un hombre joven presa del frenesí, destrozando a una muchacha con garras y dientes.
—Vidente, ¿Wolf es la Bestia? —preguntó.
Ella meditó seriamente, pues no quería decir nada hasta que estuviese segura.
—Lo preguntaré de otra manera. ¿Pensáis que es la Bestia?
—No es… no es imposible. He estado revisando algunas de sus ropas, intentando hallar rastros. Tiene un aura de violencia, de confusión. También sufre una terrible culpabilidad.
—¿Pero eso no lo convierte en nuestro asesino?
—No —admitió ella—. En esta ciudad hay muchísimas personas violentas. Rosanna lo estaba mirando. Aún tenía una salpicadura de la sangre de Rademakers en el abrigo.
—Eso es cierto —replicó él.
—¿Qué debemos hacer? —inquirió Elsaesser.
—Tú ocúpate del barón Johann —ordenó Harald—. Ve al palacio y pégate a él por si acaso aparece su hermano. Dile que te envío para protegerlo. Invéntate alguna historia.
Convéncelo de que corre el rumor de que él es el asesino y que los vigilantes van tras él. Probablemente sea verdad. Corren rumores de que todo el mundo es el asesino. Dickon está intentando convencer a los Ganchos de que soy yo, con la esperanza de que me quiten del medio.
Elsaesser hizo el saludo de la guardia.
—Rosanna —continuó Harald—, vos os quedaréis conmigo. Intentaremos encontrar a ese Wolf. Puede que no sea el asesino, pero ciertamente tiene que responder a algunas preguntas.
—Es miembro de la liga —intervino Elsaesser—. Podríais comenzar por su local. No está lejos.
—Además —añadió Rosanna—, es consumidor de raíz de bruja. Puede que esté intentando comprar un poco.
—Es algo con lo que empezar.
Elsaesser se puso el sombrero de picos y se marchó.
—Muchacho —dijo Harald tras él—, ten cuidado.
—Lo tendré —replicó el guardia, y traspuso la puerta.
Harald sintió que los dolores resultantes de su lucha con Rademakers estaban desapareciendo. Comenzaba a recuperar la vieja sensación del poli. No era sólo náusea, sino una tensión en la boca del estómago que reconocía como emoción.
—¿Queréis atraparlo, verdad? —dijo la vidente.
—Sí, así es.
—¿Vivo o muerto?
—De cualquiera de las dos formas, Rosanna. Siempre y cuando lo detengamos, no me importa.
—Muerto, entonces.
—Admito que es más seguro así.
—Muerto, sí. Estoy de acuerdo. Muerto.
—¿Escogiendo vuestra espada, vizconde?
En el aire había un perfume que reconoció. Sabiendo que se le venía encima una escena tediosa, Leos pasó una gamuza a lo largo del filo de su arma y se volvió para prestar atención.
—Dany —dijo al tiempo que apuntaba a una grácil garganta con la punta de su florete—, no sobrestimes tu importancia dentro del orden de las cosas.
Su favorito hizo pucheros al tiempo que sus rizos se sacudían.
—Estamos picajosos esta noche, ¿verdad?
—Tengo que salir.
—¿Con la condesa? Pasáis mucho tiempo con ella.
La punta de la espada no tembló. Estaba fija en el aire.
Aún se encontraba en perfectas condiciones, y los músculos de sus hombros, brazos y piernas le proporcionaron placer al estirarse para adelantar el acero del arma.
El campeón de von Tuchtenhagen no lo había cansado en lo más mínimo.
—Podría matarte, ya lo sabes. Con total facilidad.
—¿Pero sería honorable hacerlo?
—El honor es una cuestión de caballeros. Entre nosotros es diferente.
Dany rio con una risilla de muchacha y apartó la espada de Leos con una mano.
—Ciertamente lo es, amor mío.
Leos envainó la espada y sintió el peso de ésta sobre su cadera. Con el arma en su sitio, volvía a sentirse entero.
—¿Habéis matado esta mañana?
—Dos veces.
—¿Os ha excitado?
Dany intentó besarlo, pero él apartó al favorito de un empujón.
—Ahora no.
—Moderaos, moderaos. ¿Sabéis una cosa, Leos? Cuando os enfadáis casi puedo ver la cualidad que hizo que la pobre Clothilde de Averheim se desmayara tan dramáticamente.
Tengo entendido que la tontita no ha vuelto a mirar a un hombre después del insensible tratamiento que le disteis.
¡Qué lástima! Y también he oído decir que es una putilla caliente. Los jóvenes de su ciudad deben maldeciros en sus plegarias.
—Dany, a veces puedes ser extraordinariamente tedioso.
—Pensaba que tenía un cierto grado de licencia. A fin de cuentas, soy un íntimo de la familia…
Leos sintió el escalofrío asesino en su corazón.
—Estás adentrándote en aguas peligrosas, Dany. Podrías naufragar.
—Naufragios con el nombre del conde von Tuchtenhagen, o de Bassanio Bassarde, o… ¿cómo se llamaban los demás?
—Lo sabes tan bien como yo.
—No tan bien. Nadie olvida jamás a sus víctimas.
Dany estaba jugando con pañuelos de seda, pasando los dedos por debajo de ellos, examinando sus cambiantes aguas.
—Mi hermana se ha cansado de ti, ¿sabes? —Dijo Leos con malevolencia—. Tiene un admirador más importante.
—Puta —escupió Dany.
Leos profirió una de sus raras carcajadas.
—Duele, ¿verdad? ¿Has conocido a su actual querido?
Dicen que es muy distinguido y muy influyente. Entre los dos, la condesa y él, podrían decidir el destino del Imperio.
Dany cerró un puño arrugando la seda en su interior.
—Antes de von Tuchtenhagen y Bassarde, tuve que matar a otros. Tienes razón, recuerdo los nombres de todos: el sacerdote capitán Voegler, de la orden del Corazón Llameante; el joven von Rohrbach, e incluso uno o dos plebeyos, Peder Novak, Karoli Vares…
Dany intentó fingir que no sentía miedo.
—Es una larga lista. Tal vez mi hermana provoca demasiados insultos para que sea bueno para ella. Pero muchos de esos hombres estuvieron muy unidos a ella en una u otra época. Los giros de su corazón son impredecibles.
El favorito apartó la mirada.
—Y lo mismo, Dany, querido mío, sucede con mi corazón.
Leos cogió al favorito por los hombros y le hizo volver el bonito rostro para que lo mirase a los ojos. Las pupilas de Dany estaban contrayéndose, señal de su exceso de afición a la raíz de bruja.
—¿No son fuertes mis manos, Dany querido?
Leos pegó su boca a la de Dany y lo besó. El vizconde saboreó el miedo del favorito.
—Tal vez no continuarás siendo el favorito durante mucho tiempo más.
Dany se apartó y se limpió la boca con la seda, dentro de la cual escupió. Había estado temblando, pero ahora recuperaba la confianza.
—Jamás libraré un duelo con vos, Leos —dijo.
Leos sonrió.
—Y yo jamás te retaré.
—A fin de cuentas —dijo Dany con amargura—, ahora que la condesa ha acabado conmigo, no me falta la compañía femenina.
El favorito sonrió.
—Y el apellido de mi novia continúa siendo von Liebewitz.
Leos le asestó a Dany un revés en la boca que le enrojeció los labios de sangre.
—Deberías tener más cuidado, favorito de la familia. Si alguna vez te pasa por la cabeza contar lo que sabes, estarás muerto antes de que la primera historia salga de tu boca. Recuérdalo.
Dany se escabulló y se arrojó boca abajo sobre la cama.
Lloraba silenciosamente.
Leos acabó de vestirse. Johann estaría esperando en el carruaje. Emmanuelle llegaría tarde, como siempre. Leos estaba interesado en pasar algún tiempo a solas con el elector de Sudenland. El hombre tenía un aire misterioso, atractivo.
E iba detrás de algo.