Capítulo 3

TRES

La gabarra se encontraba desierta. Wolf intentó recordar cómo había subido a bordo, pero no pudo. La puerta del camarote estaba astillada y supuso que la había roto él. Había dormido con la ropa puesta y despertó sintiendo que tenía mugre sobre la piel.

La noche anterior había salido con Trudi. Había una niebla densa. Recordaba una discusión. Pero nada más.

Deseó que Johann estuviese allí. Johann sabría cómo salvarlo del animal que tenía dentro. Johann había pasado diez años siguiéndolo, intentando rescatarlo de manos de los caballeros del Caos.

Aquéllos habían sido años malos, pero ya habían pasado.

Pasado para siempre.

Podía recordar algunas cosas. Recordaba el día que, en el bosque, se había puesto en el camino de la flecha de Johann.

El hombro aún le dolía cuando había humedad, y a veces le sangraba. Ahora sentía dolor entre los huesos, precisamente donde había penetrado la flecha de Johann.

Aquel día se mostró insolente. Estuvo mofándose de su hermano por su tierno corazón. De niño, Johann no fue un cazador natural. El cazador de la familia era Wolf. Había vivido para los ratos que pasaba en el bosque, corriendo tras el rastro de algún venado o jabalí, con el arco siempre a punto.

Si era algo que nadaba, volaba, corría o se metía en una madriguera, Wolf podía matarlo.

Ahora deseaba haberse parecido más a Johann, que por instinto le volvía la espalda a la matanza.

Sus trofeos estaban polvorientos y olvidados en algún almacén de la hacienda familiar, y él deseaba poder librarse de su impulso de matar.

Para Cicatrice tenía que haber sido fácil manipularlo. La semilla del Caos siempre había estado allí, anidando en su corazón, esperando para germinar. Había sido un monstruo por dentro mucho antes de que la piedra de disformidad le confiriese un cuerpo acorde con su interior.

Estas últimas semanas habían sido neblinosas, si no en la ciudad, sí dentro de su mente. Recordaba el contacto de Trudi, el tacto de su piel…

Y no quería recordar nada más.

La noche anterior debía de haber consumido raíz de bruja, ya que por la periferia de su visión aún pasaban garabatos de color púrpura de aquí para allá. Y luego debió de meterse en alguna pendencia. Tenía un diente flojo y cortes sangrantes en la cara. Pero no toda la sangre que tenía en la ropa era suya.

En el piso del camarote encontró un gancho de estibador como los que llevaban los miembros de la banda del puerto.

Estaba ensangrentado.

Por alguna razón, se lo llevó al marcharse.

Al salir a cubierta, descubrió que la gabarra estaba amarrada cerca del puente de los Tres Peajes, en uno de los embarcaderos públicos.

Sacó tres coronas de su bolsa para cubrir los desperfectos que había causado, y los dejó en la cabina del timonel, debajo de un rollo de cuerda con el fin de que no brillaran y atrajesen atención.

La gabarra estaba amarrada con un cabo largo que le permitía subir y bajar con el río, y que ya no daba más de sí. Estaba tensada al máximo y el embarcadero se hallaba a tres metros de distancia. No podía hacer otra cosa que mojarse.

Se sumergió en las heladas aguas, casi disfrutando con el choque del frío, y se aferró con fuerza al cabo. La corriente le tironeaba de las piernas. Había una neblina de superficie que ascendía desde el agua y se unía con la densa niebla del aire.

Apenas podía ver el muelle.

Avanzó con lentitud, una mano después de la otra, mientras sentía que la corriente lo lavaba hasta dejarlo limpio.

Se izó para salir del agua y se puso de pie sobre las tablas del embarcadero. Intentó sacudirse como un perro para secarse, pero la camisa y los calzones colgaban de su cuerpo como losas de hielo.

Quería regresar junto a Trudi, pero no estaba seguro de que eso fuese una buena idea. No podía recordar sobre qué habían discutido, pero sabía que la discusión había sido fuerte. Creía haberle puesto la mano encima, y eso lo consumía de vergüenza.

Chorreando, abandonó los muelles, buscando a tientas el camino en medio de la niebla…

Había rufianes peleando en la calle de las Cien Tabernas, pero la cosa era más seria que los habituales encuentros entre Ganchos y Peces o entre estudiantes y gente de los muelles. Éstos no solían dejar muchos muertos, pero Dien Ch’ing vio que al menos cinco personas habían resultado muertas hasta el momento. Sería una buena noche para su señor.

Desdeñando el ostentoso carruaje al que tenía derecho como embajador, había preferido salir a dar un paseo a pie, en la niebla. En el palacio había quienes pensaban que debía de estar loco, pero no era frecuente que se cuestionaran las costumbres de los diplomáticos extranjeros.

El duelo de la mañana había despertado sus apetitos.

Había hecho honor al propósito del señor Tsien-Tsin y oído dentro de la cabeza la orquesta de los Quince Diablos.

Añoraba la pagoda y deseaba alejarse de este país bárbaro y frío. Recordaba los tes dulces y las fragantes flores de su tierra natal, y con humildad se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que su señor decidiera llamarlo de regreso a Catai para que trabajara en favor del derrocamiento del presuntuoso Rey Mono. Aquel monarca había gobernado la grandeza de oriente durante demasiado tiempo, y la intención de Tsien-Tsin siempre había sido hacerlo caer. Ch’ing se había prometido a sí mismo el cargo de verdugo, e imaginaba la cimitarra describiendo un elegante arco hacia el cuello del Rey Mono, y la expresión de los ojos de su enemigo cuando la confundida cabeza fuera expertamente separada de su indigno cuello.

Sus agradables pensamientos se vieron interrumpidos.

—Tú —dijo una voz áspera—. ¡Terciopelo verde!

Eran tres, todos más altos que él, y le cerraban el paso. En la niebla resultaban inidentificables, iluminados por los incendios que tenían detrás. Pasó la mirada de una silueta a otra. Dos hombres y una mujer, todos con un gancho de estibador en el puño cerrado.

—Estás fuera de tu terreno, ¿verdad? —dijo el que ya había hablado antes. Ch’ing hizo una reverencia.

—¿Podría solicitar humildemente que dejarais pasar a mi pobre y despreciable persona? Tengo asuntos urgentes.

Se rieron de él, y él suspiró.

—No queremos a los de tu clase por aquí —dijo la mujer.

—¡Escoria palaciega!

—¡Parásito!

—¡Perro amarillo!

Un gancho salió disparado de la niebla hacia su cabeza.

Ch’ing cerró las manos sobre él y lo detuvo a un par de centímetros de su nariz.

—Se mueve como un conejo —dijo uno de ellos.

Soltó el gancho, que fue retirado por su portador.

Vio venir la daga y la apartó con un golpe de la palma de la mano. El arma golpeó contra una pared.

La niebla se arremolinó en torno a los tres Ganchos cuando éstos se separaron para rodearlo. El incendio más cercano estaba creciendo, y Ch’ing se dio cuenta de que en la calle había un carruaje volcado y en llamas. Podía ver sus estúpidos rostros. Todos tenían narices grotescamente grandes, la piel del color de la barriga de un cerdo, peculiares ojos redondos como lunas llenas, y los hombres llevaban repulsivas barbas: espesas pelambreras como musgo en torno a las mejillas y el cuello. Típicos bárbaros que no se lavaban.

Alzó una rodilla y extendió los brazos en la posición de la grulla.

—Está chalado —dijo la mujer.

Ch’ing saltó en el aire y pateó en la dirección de la que procedía la voz; cayó en un equilibrio algo inestable sobre el adoquinado, pero se estabilizó con rapidez.

—¿Has visto eso?

—¿Qué le has hecho a Hanni?

—¡Cerdo de ojos rajados!

Los dos Ganchos comenzaron a describir un círculo en torno a él, y Ch’ing giró para impedir que cualquiera de ellos se situara a su espalda.

Finalmente, se cansó de aquel juego.

Para el que había hablado primero, empleó la técnica del Maestro Borracho, balanceándose inestablemente de un lado a otro para luego derribarlo de un cabezazo y pisarle la cara como si intentase apagar una mancha de lámpara de aceite ardiendo. Fue de lo más cómico.

Con el segundo, cambió a la del Puño Dormido. Tras bostezar sonoramente, se tapó la boca con el dorso de una mano y se inclinó hacia atrás como si cayera en una hamaca. Su codo doblado se estrelló contra el costillar del Gancho y le rompió algunos huesos.

El hombre tosió y cayó, y Ch’ing le atrapó el cuello entre las piernas con un movimiento de tijera.

Dejó a dos muertos y una dormida. Perdonarle la vida a la mujer era una concesión a la moral oficial del Imperio donde, por alguna extraordinaria razón, no se consideraba cortés matarlas. Aunque eso, por supuesto, no contenía a nadie. Aquel tipo, la Bestia, por ejemplo…

Mientras estaba de pie ante los enemigos caídos, oyó que unas manos aplaudían.

Una criatura se escabulló como un mono desde la niebla, al tiempo que daba palmas.

Ch’ing hizo una reverencia al reconocer a Respighi.

—Mi señor os envía sus saludos, celestial.

—Son aceptados con agradecimiento.

—Está ocupado en otra parte…

Se oyó un sonido procedente del otro lado del río. Era el de un gran edificio que estallaba suavemente en llamas. En la niebla había muchos incendios. A lo lejos, la gente gritaba.

—… pero me ha pedido que os acompañe a la Matthias II. Debo representar sus intereses.

Ch’ing abrió las manos ante sí.

—Todos tenemos el mismo interés, Respighi. La mayor gloria del señor Tsien-Tsin.

—Tzeentch.

—Como queráis. Los nombres no importan. Al cabo, servimos todos al mismo propósito.

Respighi profirió una risilla.