SIETE
Sam Warble estaba impresionado.
Había aceptado el incómodo viaje en gabarra hasta Altdorf —cosa que era reacio a hacer—, con la condición de que le pagaran por adelantado. Había pedido unos honorarios aún más elevados de lo habitual, primero porque quien lo contrataba bien podía permitírselo, y segundo porque el encargo le había parecido profundamente aburrido.
No había esperado ver cómo mataban a Toten Ungenhauer, ni conseguir un asiento de primera fila. Aunque eso significara vestirse de lacayo y llevar una barba postiza, el espectáculo valía el precio de la entrada.
Recordaba cuando Ungenhauer era el principal ejecutor de los Peces de Marienburgo. Warble visitaba las tumbas de sus amigos siempre que podía, y eso no dejaba de recordarle al asesino a sueldo. Los Peces de Marienburgo habían despedido diplomáticamente a Ungenhauer cuando aserrarle los cuernos cada mes y continuar fingiendo que era un ser humano real, se transformó en un problema excesivo.
Recorrió el gimnasio con la mirada en busca de quien lo había contratado. En efecto, la marquesa se encontraba allí, reconocible por la gran nariz que abultaba por debajo de su velo. Él asintió sutilmente con la cabeza al mirarla, y ella hizo de todo menos enseñarle las nalgas y lanzarle un beso.
Las viudas ricas eran todas estúpidas.
Von Tuchtenhagen se encontraba en un rincón con un sacerdote de Verena, ya fuera haciéndole una larga y detallada confesión o rogando que la diosa lo arrebatara de allí bajo su divino ropaje. Había hecho caso omiso de la sugerencia del vizconde de que aprovechara las habilidades de un barbero diestro y fuera al encuentro de la deidad de su elección con un aspecto presentable. Warble compadecía al hombre.
Cuando uno estaba muerto, no daba un maldito penique para aceite para el pelo y perfume. Podían preguntárselo a Ungenhauer, aunque no hubiese muchas probabilidades de obtener una respuesta.
El vizconde tenía todo el derecho de matar al conde. Nadie iba a discutir eso. Warble tampoco tenía la más mínima duda de que von Tuchtenhagen merecía morir. Había leído Bestias de terciopelo, de Yefimovich, y sabía que en esa obra había la verdad suficiente para hacerle creer la anécdota que se contaba sobre el conde Volker: las tres pastoras, el gemelo de camisa perdido y el pozo de cal viva. Leos ni siquiera se mostraba especialmente impaciente.
Había guardado su espada de caballero y seleccionado un sencillo garrote para la tarea.
La mayor parte de los espectadores se habían marchado.
Esto no era el espectáculo, sino un desagradable aunque inevitable resultado. Finalmente, incluso el sacerdote tuvo suficiente y se marchó, dejando al rastrero von Tuchtenhagen en manos de Leos.
El celestial, cuyo aspecto no le gustó a Warble, sujetó al conde por los hombros mientras Leos le rodeaba el cuello con el lazo del garrote, asegurándose de que hubiera seda entre el alambre y la piel, cosa que constituía el privilegio de un caballero: que no lo tocara aquello que lo iba a matar.
Von Tuchtenhagen les dio a todos los presentes una oportunidad de ver qué había desayunado.
Luego, con un movimiento veloz, Leos tensó el lazo al máximo y dejó caer al conde junto a su campeón.
Sonriente, retrocedió un paso. El celestial comprobó el pulso y la respiración de von Tuchtenhagen. La escoria de terciopelo verde estaba muerta.
Todos recogieron sus cosas y se dispusieron a marcharse.
—Tú —le dijo un sirviente humano de elevada estatura—, pequeño.
Warble tendió la mano hacia su daga pero se dio cuenta de que la tenía en el otro par de botas. Iba vestido de criado, y los criados del palacio no iban armados a menos que quisieran que los torturaran como sospechosos de ser asesinos a sueldo.
—Ayúdame a limpiar todo esto.
Warble se encogió de hombros. Harald Kleindeinst no era el único al que le encargaban todos los trabajos sucios.
Sin ser vista, pero atenta, la Bestia olió la sangre y supo que esta noche volvería a merodear…
—Ésta es Rosanna Ophuls —dijo Elsaesser—. Del templo.
Harald acusó recibo de la presencia de la muchacha, con la esperanza de que no se metiera por medio.
—No os preocupéis, no lo haré —dijo ella.
—Rosanna es vidente.
—Eso veo.
El cuerpo había sido sacado del agua por dos estibadores de Schygulla y tendido sobre una mesa del almacén de la Amada de Manann. Dickon, aún malhumorado por el regreso de Kleindeinst, estaba ocupado en guiar a los investigadores a través de su cerco de guardias, mientras mantenía alejados a los alborotadores. Era lo más útil que a Harald se le ocurría que podía hacer. No era realmente lo bastante degradante, reflexionó.
Ahora que tenía un poco de autoridad imperial sobre su antiguo capitán, quería saldar algunas viejas cuentas.
La venganza era una empresa innoble e infructuosa, pero él era sólo un ser humano de voluntad débil y no podía hacérsele responsable por sus instintos básicos.
Si quería sospechosos, este sitio estaba lleno de ellos.
Schygulla, el director, solía andar con los Ganchos, en el pasado. La mayoría de sus empleados eran caras conocidas de los tiempos en que Harald se dedicaba a sacudir a los rateros. Pero, puestos a ello, pocos de esos hombres tenían en su cuenta tantos delitos sin resolver como los guardias de este caso. Al atravesar la multitud de curiosos, Harald había sentido que el estómago se le revolvía otra vez.
Miró el cadáver sin ojos y sin rostro, y supo que no iba tras un asesino corriente. Los Ganchos y los Peces a menudo mutilaban a sus víctimas si querían transmitirles un mensaje claro a los camaradas del muerto, pero ni siquiera los fanáticos de las bandas les hacían esas cosas a las mujeres.
—Vidente —dijo—, ¿qué podéis decirme?
La muchacha no quería tocar a la muerta, pero posó una mano sobre la carne desollada de la frente de la víctima.
—Wolf —dijo.
—¿Un lobo hizo esto?
Ella negó con la cabeza. Sus ojos se cerraron y su cuerpo entero se estremeció. Giró la cabeza sobre el eje del cuello, como si se esforzara por percibir un sonido o un olor.
—Wolf —repitió—. Es la palabra que tenía en la mente.
—Los lobos no suelen cazar en la ciudad —dijo él—, y por lo general se comen al menos una parte de lo que matan.
Un animal no la habría arrojado al agua desde el embarcadero, sino que la habría dejado por si acaso decidía regresar para comer más.
—No hablo de un lobo. Wolf. Creo que es un nombre.
Apartó la mano y se la limpió en el vestido. No estaba nerviosa por ello. No quería meter los dedos en carne humana, pero si había que hacerlo no iba a protestar. Rosanna Ophuls era una buena persona.
—Hay un Wolf famoso —dijo Elsaesser—. Wolfgang Neuwald.
—¿Neuwald? Ese nombre me suena. Ah, os referís a Wolfgang von Neuwald.
—Eso es, capitán. Aparece en las canciones de Ferring el Trovador que hablan del héroe, Konrad. Dicen que tiene una cara de lobo tatuada sobre el rostro.
—¿Héroe? Ésa es una palabra interesante, Elsaesser. He conocido personas que piensan que Constant Drachenfels era un héroe.
—Se supone que Neuwald… eh, von Neuwald, ha matado antes. Y era originario de Altdorf.
Harald sacudió la cabeza.
—Conozco la historia de Wolf von Neuwald, guardia.
No me gustaba, pero asesinar rameras no era su estilo.
—No es un nombre poco frecuente —dijo Elsaesser.
—Haré detener a todos los Wolf, Wolfgang, Wolfie, Wulfrum, Wolfgang y Wulfric, y los haré torturar —les espetó Dickon.
Harald, Rosanna y Elsaesser miraron al capitán de la guardia de los muelles como si fuese un idiota.
—Eres un idiota, Dickon —declaró Harald.
Pareció que el capitán tenía una respuesta preparada, pero se obligó a olvidarla por completo.
—El solo hecho de que esta mujer haya muerto pensando en Wolf, no significa que fuese su asesino. La mayoría de los hombres a los que he visto morir, llamaban a su madre o a su chica…
—Brillante, Kleindeinst —se burló Dickon—. ¿Así que Wolf es la madre de la puta?
Rosanna estaba fastidiada.
—No era una puta, capitán. Trabajaba en El Descanso del Caminante. Era camarera.
Dickon bufó y se alejó al tiempo que sacaba la pipa.
Harald miró el cadáver y examinó cada detalle de cada herida. Quería formarse una imagen del tipo de animal que buscaba. Quería saber qué hacía que la Bestia se excitara, qué le proporcionaba placer al asesino. El estómago estaba llenándosele de ácido, pero podía imaginar al ser con el que se enfrentaba.
—Creo que estáis en lo cierto —dijo Rosanna—. Wolf era el amante de la muchacha. Puedo distinguir un rostro, y creo que lo reconocería.
Harald dejó de concentrarse en el cadáver. Subió la manta hasta cubrirlo del todo y la remetió con delicadeza en torno a la muchacha muerta.
—¿Sabéis dibujar?
Rosanna abrió la boca para preguntarle de qué estaba hablando, pero luego lo entendió.
—Sí, podría dibujarlo.
Harald cogió a Schygulla por una oreja y le dijo que le consiguiera papel y lápiz. El director rebuscó por un escritorio donde se apilaban libros de contabilidad, y encontró algunas hojas sueltas.
Rosanna se sentó y comenzó a hacer un bosquejo.
—El mensajero debería regresar pronto con el dueño de El Descanso del Caminante —comentó Elsaesser—. Entonces podremos averiguar cómo se llamaba la muchacha.
—¿De verdad? Si ésta fuera tu chica, ¿podrías reconocerla?
El joven quedó conmocionado. Justo ahora, Elsaesser se encontraba en la etapa peligrosa. Se implicaba demasiado en el trabajo, pero aún era todo demasiado parecido a un juego.
Si sobrevivía a la guardia de los muelles, aprendería. Podría acabar convirtiéndose en un buen poli. Rosanna le entregó el boceto y él lo miró.
—Habéis dibujado a Johann von Mecklenberg, pero sin barba, vidente.
Ella se mordió el labio inferior.
—Sí, lo sé. Intenté no hacerlo. El rostro que estoy viendo no es del todo el del barón, pero se le parece mucho.
—Éste podría ser el barón von Mecklenberg como era hace diez años, cuando estudiaba —dijo Elsaesser.
—Hace diez años, esta muchacha tendría unos siete —declaró Rosanna.
Harald la miró, sin necesidad de formular la pregunta siguiente.
—Puedo ver su edad —replicó ella—, pero no su nombre. Es como pescar en la oscuridad; no siempre se consigue lo que más conviene.
—Hmmmm. —Harald examinó el bosquejo de la joven.
Era una buena dibujante. Se hizo preguntas acerca de Johann.
Aún no había dilucidado qué interés tenía von Mecklenberg en todo esto. Instintivamente confiaba en él —cosa que no constituía exactamente su predisposición habitual hacia electores y aristócratas—, y tenía intención de permanecer fiel a su primera impresión, pero había preguntas para las que tendría que hallar respuestas.
—¿Habéis conocido al elector? —le preguntó a Rosanna.
—Ayer, cuando encontraron a la muchacha anterior.
—¿Qué impresión sacasteis de él?
A ella le sorprendió que le formulara esa pregunta, pero no intentó evitar la respuesta.
—Está preocupado. No creo que él sea la Bestia.
—Tampoco yo lo creo —intervino Elsaesser—. Si lo fuera, sería un estúpido por pediros a vos que lo atrapéis.
Harald pensó en eso.
—A menos que quisiera que lo atraparan…
La puerta del almacén se abrió y Dickon dejó entrar a un guardia que arrastraba consigo a un hombre calvo, de mediana edad, que se había puesto una capa y unas botas sobre la camisa de dormir.
—Éste es Runze, de El Descanso del Caminante.
El propietario de la posada miró el bulto que había sobre la mesa, y Harald levantó la manta.
—¡Por el poderoso martillo de Sigmar —maldijo Runze—, es Trudi!
El hombre se volvió al tiempo que se aferraba el estómago, y le vomitó encima a Dickon.
—Es patético —dijo Harald para sí—. Otro estómago delicado.
—¿Trudi?
No hubo respuesta.
Wolf se volvió en la cama y no encontró a nadie a su lado.
No estaba en la universidad ni en la habitación de El Descanso del Caminante.
—¿Trudi?
Intentó recordar la noche anterior, pero no pudo.
De algún lugar goteaba agua y el piso se movía. Se preguntó si estaría en una barca.
Había preguntas que tendría que responder. ¿Dónde estaba Trudi? ¿Dónde estaba él? ¿Qué había hecho la noche anterior?
¿Y por qué estaba cubierto de sangre?