Capítulo 6

SEIS

Fue la cosa más increíble que Luitpold había presenciado jamás, y acabó en cuestión de segundos.

Estaba a punto de intervenir invocando los ancestrales derechos de la familia imperial para salvar a su profesor de esgrima, cuando Johann posó una mano sobre su brazo y sacudió la cabeza. El elector tenía razón. Leos von Liebewitz jamás lo habría perdonado si le hubiese arrebatado el honor de ese modo.

El vizconde preferiría morir.

Luitpold había imaginado que los duelistas retrocederían un paso, se medirían el uno al otro y luego trabarían combate. Era lo que le habían enseñado a esperar. Por el contrario, ambos avanzaron. Ungenhauer, el servidor de von Tuchtenhagen de quien en la corte se rumoreaba que estaba afectado por la piedra de disformidad, se lanzó hacia Leos con los brazos extendidos…

Leos pareció moverse con despreocupación cuando se inclinó a medias para apartarse del camino del campeón. Sólo tocó el cuello de Ungenhauer con el florete, luego se puso fuera de su alcance con un paso que parecía de baile, y se situó detrás del hombre.

Un gigantesco chorro de sangre manó de la garganta de Ungenhauer, y trazó un círculo en el piso al girar el hombre sobre sí. Dien Ch’ing se alzó los faldones de la túnica y se escabulló para evitar mancharse, pero al conde Volker se le empaparon las botas, y uno de los padrinos recibió el chorro de sangre en plena cara y tuvo que retroceder, atragantado, hacia una pared.

Un rugido nació en el pecho de Ungenhauer, pero salió por la nueva boca abierta en su cuello, no por la que tenía en la cara.

Alzó las manos como en un gesto de triunfo, y cayó de rodillas, haciendo estremecerse todo el gimnasio.

Leos recogió el pañuelo de seda de Dien Ch’ing y limpió con él la punta de su espada.

Ungenhauer se desplomó boca abajo y las baldosas se rompieron bajo su cara. Se produjo un momento de silencio incrédulo, y luego comenzó el aplauso.

Leos se mostraba indiferente. Estaba ocupado en envolver sus armas y entregárselas a su padrino. El conde Volver se encontraba de rodillas y le rezaba a Sigmar.

El celestial alzó una mano para pedir silencio.

—Por las leyes de la caballerosidad, el honor ha quedado reparado. La vida del conde Volker von Tuchtenhagen es propiedad del vizconde Leos von Liebewitz, para que disponga de ella según le parezca oportuno…

Von Tuchtenhagen avanzaba a gatas hacia el vizconde, implorando perdón de manera incoherente. Como un perro, lamió las botas de Leos.

—Llamad a un sacerdote —le dijo Leos a Dien Ch’ing—, y a un barbero. No mataré a un hombre inconfeso, y menos aún si no se ha afeitado.

—Está confirmado, lector —dijo Ruhaak—. Un mensajero ha traído la noticia desde los muelles.

Mikael Hasselstein estaba preocupado. Su subalterno repitió lo que acababa de decir, y las palabras entraron en su mente. Les dio vueltas en la cabeza a los hechos, y se preocupó aún más.

—No lo dudaba, Siemen. La señorita Ophuls posee un don extraordinario.

No lograba concentrar sus pensamientos en los asesinatos. La noche anterior había sido mala. En el baile de los von Tasseninck, Yelle lo había amenazado con hacer público el asunto, se había mostrado insistente. Había necesitado de todo su poder de persuasión y todas sus habilidades para disuadirla. Eso, y una cópula rápida en la antecámara, que la posibilidad de ser inminentemente descubiertos había hecho mucho más excitante. Pero la relación estaba convirtiéndose en una molestia. Influía en su trabajo.

Ophuls permanecía sentada en un rincón, al corriente de todo y sin decir nada al respecto. Hasselstein envidiaba a la muchacha. ¡Cuánto más sencilla sería su vida si él fuese capaz de leer el pensamiento!

Se daba cuenta de que Yelle lo había cambiado. El hecho de amarla drenaba sus energías, le robaba un tiempo que no podía permitirse perder.

Ruhaak aguardaba sus órdenes. El hombre era un buen instrumento, pero carecía por completo de iniciativa. El gran teogonista no era el mismo desde que habían matado a su bastardo, Matthias, y toda la carga del Culto de Sigmar había caído sobre los hombros de Mikael Hasselstein. Hasta ahora, habían sido lo bastante anchos para soportarla, pero el peso comenzaba a aplastarlo contra el suelo.

Ser el confesor del emperador era un privilegio único, pero los pecados por los que Karl-Franz se preocupaba e inquietaba eran tan baladíes e insignificantes… Hasselstein le envidiaba al emperador su naturaleza carente de complejidades. Era un hombre verdaderamente bueno y verdaderamente inconsciente de serlo. No sucedía lo mismo con el sacerdote que le daba la absolución. Si el emperador podía descargar sus pecados sobre Mikael, ¿sobre quién podría descargarlos el lector?

Yelle era también una ramera irremediable. Había habido otros hombres, incluso cuando las cosas marchaban bien entre ellos. Demasiados hombres. Incluso la había visto coquetear con aquel sapo de cara gris, Tybalt.

Hasselstein intentó aparentar que estaba meditando sobre el problema de la Bestia, no luchando con problemas sentimentales. Ruhaak permanecía en respetuoso silencio, pero Ophuls estaba al borde del nerviosismo. ¿Cuánto sabría la bruja?

Tal vez debería convertir a la muchacha en su confesora.

Estaba seguro de que ella, de todas formas, podía ver sus pecados, así que bien podrían formalizar la relación. No, ella era una mujer. Le recordaba a Yelle. Todas las mujeres eran rameras. Incluso las novicias de la hermandad de Sigmar se agrupaban siempre en torno a los caballeros templarios, mostrando los tobillos e inclinándose con el más ligero pretexto. A veces, Hasselstein pensaba que todas las mujeres eran criaturas del Caos cuyos cuerpos estaban modelados por la piedra de disformidad para tentar a los hombres, con sus corazones de demonio y sus instintos esencialmente crueles.

Ojalá Ophuls fuera un hombre, como Ruhaak, Adrián Hoven o Dien Ch’ing. Entonces podrían usar juntos su don. Pero estas brujas siempre eran mujeres. En los siglos pasados, el culto las había considerado criaturas del Caos y las había buscado para quemarlas. Eso había sido un desperdicio. Aunque fuese incontrolable, Rosanna Ophuls era enormemente útil para el culto.

—Señorita Ophuls —dijo—, ¿tenéis algún otro pensamiento brillante?

—Ahora mismo, nada, lector…

Pero había algo.

—Ayer, en el escenario del último asesinato, me encontré con Johann von Mecklenberg.

—¿El elector de Sudenland?

—Sí. Estaba interesado en la Bestia. No sé por qué. Es un hombre raro. Bloqueaba inconscientemente sus pensamientos.

Hasselstein pensó en von Mecklenberg. Era un joven apuesto, con la cantidad justa de rudeza para eliminar la infancia de su rostro. Era el tipo de Yelle. ¿Habrían sido amantes? Ni siquiera sabía si se conocían realmente, pero el elector tenía algo furtivo, algo que no acababa de estar claro.

—¿Bloqueaba sus pensamientos? Eso sugiere que tiene algo que ocultar.

—No necesariamente. No creo que tratase deliberadamente de ocultarme nada. Ni yo estaba intentando leerle la mente. Simplemente percibí sus escudos mentales y sentí curiosidad.

—Habéis hecho bien, señorita Ophuls. Esta noticia es interesante.

Rosanna Ophuls era un perro peligroso, pensó Hasselstein. Podía volverse a morder a su señor con la misma facilidad con que podía arrancarle la garganta a un enemigo. Pero de todas formas era un perro fuerte.

—Os enviaré otra vez para ayudar a la guardia de los muelles —dijo—. Si von Mecklenberg vuelve a presentarse, acercaos a él y averiguad todo lo que podáis. Este asunto no deja de apuntar hacia el palacio.

Yhacia Yelle, añadió en silencio, pero el silencio era aún demasiado sonoro. Ophuls arrugó la frente, como si intentara captar con claridad un nombre que había oído mal. Hasselstein intentó cerrar herméticamente su mente.

De forma deliberada, le dirigió la palabra a Ruhaak.

—Siemen, haz que vuelva Adrián Hoven. Quiero que se prepare una escolta para acompañar a la señorita Ophuls, y quiero que se preparen más hombres para salir a las calles.

La guardia ya ha tenido su oportunidad, y ahora ha llegado el momento de que intervenga el Culto de Sigmar. La Bestia será llevada ante la justicia bajo nuestro estandarte.

Milizia bailó para la extraña criatura pequeña, el enano que actuaba como un bretoniano, hasta que se le cansaron los pechos y el vientre de tanto sacudirse. Era evidente que De la Rougierre estaba encantado con la actuación, y ella sabía cómo aprovecharse de eso. Se inclinaba hacia él y le dejaba mirarla fijamente mientras se rizaba el bigote con dedos cortos y gruesos. Ella sabía el aspecto que tenía vista desde el otro lado de las candilejas. Lo tenía en el bote. Pero algunos hombres hacían tantos aspavientos…

Gropius permanecía en segundo plano, marcando el ritmo con su largo dedo índice.

No había música, pero ella conocía tan bien las piezas con las que bailaba, que podía hacerlo sin oírlas. La acompañaban sólo los golpes de sus propios pies descalzos sobre el escenario, el descontento mascullar de las otras muchachas y los extraños ruiditos que De la Rougierre hacía continuamente.

El embajador estaba encantado y sus ojos seguían cada uno de los movimientos de la bailarina. Tenía saliva en la barba.

No pudo soportarlo más y le pidió que se detuviera.

—Querida mía —dijo—, sois verdaderamente una criatura magnífica. Raras veces han contemplado mis ojos unas… unas bellezas tan amplias…

Entre bambalinas, Tessa, Miele y las demás estaban protestando. La grandota y ridícula Milizia, con sus grandes y ridículas tetas, estaba volviendo a eclipsarlas. Habitualmente, cuando subía al escenario, los clientes pensaban que no todo en ella era real.

No obstante, tras caer algunas de las gasas que la cubrían, cambiaban de opinión y quedaban atónitos.

—… seréis ricamente recompensada —balbuceó el enano—, con coronas de oro. Haré que un carruaje venga a buscaros.

Ella hizo una grácil reverencia y le dio las gracias. Gropius frunció los labios pero asintió para dar su aprobación. Se llevaría una comisión, por supuesto. Si esto salía bien, tal vez Milizia buscaría un nuevo agente, o incluso decidiría hacerse cargo ella misma de su carrera. Tal vez De la Rougierre le ofrecería un puesto permanente, como bailarina o como otra cosa.

El embajador se marchó del teatro a grandes zancadas, como si tuviera las piernas tan largas como Tessa. Al llegar a la puerta, se volvió y se descubrió para saludarla, rozando el piso con las plumas del sombrero. Le hizo un guiño, le lanzó un beso con los dedos y traspuso la puerta.

Gropius la miró y le dijo que se pusiera la ropa.