CINCO
Las puertas del gimnasio se abrieron y entró un hombre enorme a grandes zancadas, calzado con unas pesadas botas que hicieron resonar sus pasos como el batir de un tambor.
Dien Ch’ing se detuvo con el brazo aún alzado. El pañuelo se estremeció en el aire pero continuó colgando de su mano.
Todo esto era absurdo, pero gracioso. Sólo los bárbaros con calzones podían imponerse tantas reglas en un tema tan sencillo como el asesinato.
El conde Volker apartó la espada y profirió una risa asustadiza que parecía un ladrido. Él vizconde Leos permaneció impasible, con su arma aún preparada.
—Deteneos —dijo von Tuchtenhagen—. Invoco las reglas de la caballerosidad. Leos se irguió del todo y dejó caer la espada para que descansara a su lado. Era un personaje escalofriante, extraño para ser occidental. Ch’ing se preguntó si el joven aristócrata barbilampiño no tendría algo de sangre de Catai. Ciertamente, en sus ojos había algo sutil.
—Estoy incapacitado para luchar, por lo que solicito que mi campeón, Toten Ungenhauer, me sustituya.
Leos no parecía preocupado. El campeón de von Tuchtenhagen era casi cincuenta centímetros más alto que el joven, y tenía el pecho grueso como un gran barril. Llevaba una blusa blasonada con las armas de los von Tuchtenhagen, que le dejaba desnudos los enormes brazos.
Durante el segundo asedio de Praag, Ch’ing había visto en acción a Gotrek Gurnisson, el matatrolls enano, cuando blandía su hacha de doble filo contra una horda de hombres-bestia. Toten Ungenhauer estaba proporcionado como Gotrek, pero era casi el doble del tamaño de éste.
Aunque se rumoreaba que Leos von Liebewitz era el mejor duelista del Imperio, seguramente no podría vencer a un monstruo semejante.
Ungenhauer ocupó el lugar de su señor y cogió una espada que parecía una aguja de tejer en su enorme puño. Ch’ing supuso que iba a arrojarla al suelo y simplemente arrancarle la cabeza al vizconde, al tiempo que hacía caso omiso de cualquier cortecito que pudiera sufrir al atravesar la defensa de Leos. Eso no iría en contra de las reglas de la caballerosidad.
Aunque no era algo que encajara estrictamente con el código, comenzaban a llegar espectadores y a ocupar asientos.
Un grupo de acreedores de von Tuchtenhagen, que habían abrigado la esperanza de ver ensartado al conde Volker, se marchaban decepcionados, aunque otros cortesanos ocupaban sus sitios. Ch’ing vio a Johann von Mecklenberg y al futuro emperador sentados en lo más alto de las gradas, cerca del fondo de la sala. Hergard von Tasseninck, que se encontraba presente cuando se profirió el insulto original, se hallaba allí con su amante. Y, cubierta por un velo, también estaba allí la marquesa Sidonie de Marienburgo, cuyo esposo Bassanio había sido eficientemente despachado por el vizconde Leos a finales del año anterior, en un duelo similar.
La ausencia más notable era la de la condesa Emmanuelle, a quien supuestamente no le gustaba ver sangre.
Von Tuchtenhagen había superado su miedo y caminaba de un lado a otro con entusiasmo, riendo para sí y para el público, envalentonándose.
—Von Liebewitz —dijo—, me gustaría ampliar mis comentarios de la pasada noche. Vuestra hermana, según tengo entendido, se abre de piernas para sirvientes y marineros…
Los espectadores profirieron una exclamación ahogada, pero Leos parecía impasible.
—Si estuviera lo bastante oscuro, metería en su cama a un enano o a un halfling. O a un mutante… si la monstruosidad le afectara donde a ella le gusta…
Leos alzó la espada con lentitud y apoyó la punta de la misma contra el arma tendida de Ungenhauer. El gigante sonrió y dejó a la vista espacios vacíos en su dentadura.
—¡Creo que haría falta una bestia para complacerla del todo —escupió von Tuchtenhagen—, una bestia absoluta!
Ch’ing alzó el pañuelo y lo dejó caer, ondulando, hasta el piso. Las espadas chocaron y se separaron con un resonante chirrido del acero.
Karl-Franz I, de la Casa del segundo Wilhelm, protector del Imperio, desafiador de la Oscuridad, emperador él mismo e hijo de emperadores, echó azúcar en su café. Estaba levemente sorprendido de que su hijo aún no hubiese aparecido para pasar con él la hora diaria de costumbre. Era algo que formaba parte del ritual del palacio. Karl-Franz le hacía preguntas a Luitpold acerca de sus lecciones, e intentaba impartirle algo de la sabiduría que había adquirido a lo largo de los años que llevaba en el trono.
Sin embargo, no era la primera vez que el futuro emperador encontraba alguna distracción en otra parte. Bostezó. En esos días, nunca parecía suceder nada…
El número 317 estaba tallado en la piedra que coronaba la entrada. Por los muelles corría la broma de que ese número significaba el promedio de sobornos que la guardia de los muelles aceptaba en una semana cualquiera. Los guardias del puesto de la calle Luitpold lo dejaron entrar sin reservas, ya que los de más edad lo recordaban y los más jóvenes habían oído hablar de él.
Elsaesser le dio los buenos días y él le hizo un asentimiento de cabeza al joven. Encontró a Economou, un sargento al que recordaba, y disfrutó con el estallido de cólera y miedo que se manifestó en el rostro del hombre.
—¿Qué…?
Harald frunció el labio y alzó un puño.
Un par de matones se situaron detrás de Economou.
—Joost —dijo Harald—. Thommy. ¿Me habéis echado de menos?
Una lenta sonrisa apareció en la cara del sargento.
—Estás violando una prohibición, Kleindeinst. Vosotros dos, quitaos los tabardos y expulsad a este intruso del puesto de guardia.
Los matones se quitaron con entusiasmo sus prendas de abrigo, bordadas con los emblemas de la ciudad y de la guardia de los muelles, y se arremangaron.
—Hace mucho tiempo que deseaba esto, Kleindeinst —dijo Joost—. He necesitado años para limpiar la mancha negra que dejaste en mi historial.
—Sí —asintió Thommy, mientras se masajeaba sin darse cuenta la clavícula fracturada hacía tiempo—. Es maravilloso volver a verte, especialmente ahora que eres un civil…
Harald alzó el puño y abrió los dedos para dejar que los guardias vieran su distintivo.
La mandíbula de Economou golpeó el cuello alto de cota de malla de su atuendo.
—¿Has regresado?
Harald dejó que una lenta sonrisa apareciera en sus labios.
—Sí, sargento. He regresado.
Joost y Thommy volvieron a ponerse los tabardos a toda prisa, y retrocedieron.
—Búscame un escritorio, sargento. Y tráeme todo lo que tengáis sobre la Bestia hasta el momento.
Economou se alejó a paso rápido, mientras Thommy y Joost se atascaban en la puerta al intentar seguirlo.
Harald lanzó un maullido a los guardias que se retiraban.
—¿Disculpad? —preguntó Elsaesser.
—Gatitas —explicó Harald—. No son más que un par de gatitas.
—Ah. —El joven oficial asintió con la cabeza.
La puerta doble se abrió hacia el interior y una nube de niebla irrumpió en el puesto de guardia. Un hombre salió de dentro de la misma, jadeando. Era un mensajero que había cubierto una larga distancia a la carrera, con un farol para niebla. Dejó el farol goteante y recobró el aliento.
—Ha habido otro —jadeó—, abajo, en los muelles. Otro asesinato.
—La Bestia —dijo Elsaesser.
—Sí —replicó el mensajero.
—Vamos, muchacho —le dijo Harald al joven—. Vayamos a buscar al ganso de Dickon, y pongamos en marcha esta investigación.
Etienne Edouard Villechalze, conde De la Rougierre, embajador de Charles de la Tete d’Or III de Bretonia, hinchó su pecho como un pavo y se dispuso a explicar por millonésima vez que sí, que era un enano y, sí, que también ocupaba un alto cargo en uno de los reinos de los hombres.
—Mis padres fueron rehenes de por vida, Gropius —le dijo al maestro de baile—. Yo fui criado en la casa de uno de los ministros del rey. Mis hermanos se contentaron con hacerse juglares y bufones. Yo siempre he sentido la llamada de un puesto más elevado…
Se retorció el encerado mostacho y sacudió una de sus mangas abullonadas hacia el hombre, lo que provocó una lluvia de puntillas ondulantes en torno a su brazo. El auditorio del Club Flamingo, teatro privado situado en el lado incorrecto de la calle del Templo, era pequeño, a pesar de lo cual despertaba la tendencia que tenía De la Rougierre a hacer gestos dramáticos.
—He repudiado mi apellido de enano y adoptado el de mi noble benefactor. Puede que mi cuerpo sea el de un enano, pero mi alma es bretoniana hasta el fondo.
Soy lo mejor de ambas razas, con fortaleza y estilo.
—Perdonad mi ignorancia —se disculpó Gropius—, pero no sabía que hubiese ninguna gran población de enanos en Bretonia…
—Si la hubiera, ¿creéis que habrían permitido que mis padres fuesen rehenes de por vida? Sois un hombre muy estúpido y declino daros más explicaciones. No soy un monstruo al que mirar con la boca abierta y mimar. Soy un individuo poderoso por derecho propio y mis capacidades son de las más elevadas. Debo defender el honor del rey Charles dondequiera que vaya.
El maestro de baile se mostró debidamente intimidado.
Acercó un cirio a las luces de la parte frontal del escenario.
—Vuestra destreza es, en efecto, legendaria —admitió al superar su pasmo y recobrar su inclinación natural a adular y lisonjear—. Hemos oído hablar de vuestras muchas…hmmm… conquistas.
De la Rougierre se pavoneó con una mano en la cadera, al tiempo que quitaba importancia al tema con un gesto de la otra, para luego volver a ocupar su asiento.
—¿Y esas historias acerca de la condesa Emmanuelle —preguntó al tiempo que se lamía los labios—, son…?
—¡Por favor, insisto! En este caso hay una reputación en juego…
Es decir, la suya propia, por si salía a relucir que la condesa había rechazado sus avances con persistencia.
—… hay temas que un De la Rougierre no comenta con un comerciante.
El maestro de baile se inclinó y dejó el tema.
—Y ahora —dijo el embajador—, que entren las mejores.
—Eh, desde luego, excelencia. —Gropius chasqueó los dedos.
—Miele —dijo. Una muchacha menuda y con aire impertinente salió de detrás de las cortinas y se detuvo sobre el diminuto escenario donde, tras sonreír con afectación, ejecutó unos pocos pasos de danza.
—Es suficiente —dijo De la Rougierre—. Mostradme otra.
Con expresión alicaída, Miele se marchó arrastrando su boa de pieles.
—Ésta es Tessa Ahlquist —explicó Gropius.
Una bailarina esbelta, de elegantes piernas adecuadamente exhibidas por un vestido desvergonzado, sustituyó a la primera muchacha. El embajador se sintió más interesado que antes, pero se cansó con rapidez y la hizo marchar. Tessa Ahlquist se fue airadamente entre una agitación de plumas.
Enfadado, De la Rougierre se volvió a mirar al maestro de baile.
—Pensaba haber dado las instrucciones con mucha claridad. Ésta es una función muy especial y mis requerimientos son muy especiales.
Gropius lo escuchaba con atención y asentía como un imbécil.
—Quiero una mujer grande, ¿comprendéis? ¡Grande!
Gropius se masticó el bigote.
—Ah, por supuesto, excelencia. Lo entiendo perfectamente. Queréis una bailarina de estatura.
—Pues sí, es exactamente eso. ¡Estatura! La muchacha debe tener proporciones heroicas, ¿entendéis? Heroicas.
Una sonrisa de roedor apareció en la cara del maestro de baile.
—¡Milizia —gritó—, por favor, sal y baila para el caballero! Apareció la siguiente muchacha…
… y De la Rougierre creyó estar enamorado otra vez.