Capítulo 4

CUATRO

Esta mañana, el conde Volker von Tuchtenhagen parecía menos arrogante.

—Estoy seguro de que existe otro medio por el que podemos arreglar esto.

Era obvio que había sido arrastrado fuera de la cama por su padrino de duelo, y apenas podía recordar la grave ofensa que le había hecho a la familia von Liebewitz.

Leos cortó el aire con su estoque. Sentía el arma como una extensión de su cuerpo. Bassanio Bassarde había bromeado en una ocasión, diciendo que era el único órgano sexual que poseía el vizconde. Ahora, el célebre chistoso de Marienburgo estaba muerto, ya que su tráquea había sido seccionada por una elegante floritura.

—Todos los aquí presentes somos caballeros —parloteó von Tuchtenhagen cuando uno de sus padrinos le quitó la chaqueta—. La intención no era ofender a nadie.

Leos no dijo nada. Se había levantado temprano, descansado tras haber permanecido levantado hasta tarde, y había corrido, como tenía por costumbre, por los terrenos del palacio. Los hombres que descuidaban su cuerpo, eran estúpidos.

—Me retracto de cualquier cosa que haya dicho.

Leos permanecía de pie, con los brazos relajados, listo para el combate. La calma siempre le sobrevenía antes de un combate, cubriéndolo como si fuese una capa. Nunca se sentía más vivo que en esos momentos.

—Embajador —le dijo a Dien Ch’ing, el celestial que había consentido en oficiar como juez del duelo—, transmitidle mis disculpas a mi honorable oponente…

Von Tuchtenhagen lanzó un suspiro de alivio al tiempo que avanzaba.

—… porque esto ya no es una cuestión personal. Me causa gran pesar matarlo…

Von Tuchtenhagen quedó petrificado y su rostro fofo se transformó en una máscara de miedo. De sus ojos caían lágrimas. No se encontraba preparado. El sueño aún no había abandonado sus ojos e iba sin afeitar. Leos se frotó su propio mentón suave y desprovisto de barba con el dorso de la mano.

—… pero éste es un asunto en el que está en juego el honor de una dama.

La noche anterior, en el baile de von Tasseninck, Leos había oído por casualidad a von Tuchtenhagen hablando de la condesa Emmanuelle con un sacerdote de Ranald. El conde había sugerido que la hermana de Leos se parecía a una coneja, no en apariencia sino en conducta.

—Y el de mi familia —concluyó Leos.

El celestial asintió con gravedad. No era necesario que transmitiera el mensaje.

—Leos, tengo dinero —dijo su oponente—. No es necesario que ocurra esto… Una furia fría ardió en el pecho del vizconde.

La sugerencia era indigna incluso de von Tuchtenhagen. Su familia era nueva en el registro nobiliario, ascendida por Matthias IV hacía apenas un siglo, y aún se esforzaban por borrar el recuerdo de los comerciantes y mercaderes que habían sido.

Los von Liebewitz habían luchado junto a Sigmar en el nacimiento del Imperio. Leos alzó su florete, flexionó las rodillas y dejó la mano izquierda suspendida en el aire.

—Habéis aceptado los términos de este combate —declaró Dien Ch’ing con su voz sonora y musical—. Éste es un asunto entre caballeros, y nadie más puede intervenir.

Von Tuchtenhagen alzó su temblorosa espada, y Dien Ch’ing sostuvo la punta de ésta contra la del arma de Leos.

—Los duelistas lucharán hasta que se haya solucionado el asunto.

—¿A primera sangre? —sugirió von Tuchtenhagen, con un destello de esperanza en la voz, pero Leos negó con la cabeza, impaciente por acabar de una vez.

—El vencedor será el caballero que quede con vida al final del duelo.

Dien Ch’ing se sacó un pañuelo de una de las mangas.

Era de seda, con dragones bordados.

Cuando la seda tocara el pulido piso de madera, el duelo daría comienzo.

La mano del celestial se alzó.

La condesa Emmanuelle von Liebewitz, electora, alcaldesa mayor y canciller de la Universidad de Nuln, examinó su rostro con minuciosidad en el ornado espejo y se arrancó un pelo que estaba fuera de lugar en sus arqueadas cejas.

—Así —dijo—. Perfecto.

Yevgeny Yefimovich estaba cansándose de llevar puesta la capucha. La noche anterior, muy tarde, había enviado a Respighi a buscarle un rostro nuevo, pero el sirviente no había regresado aún.

En sus habitaciones del primer piso de la posada Sagrado Martillo de Sigmar, les hablaba a sus más fervientes seguidores del movimiento revolucionario. El príncipe Kloszowski, el poeta radical, estaba repantigado como siempre, con un cigarrillo colgándole de los labios y la barba en estudiado desorden.

Stieglitz, un antiguo mercenario que había servido con los Vencedores de Vastarien, se manoseaba el muñón donde había tenido el brazo izquierdo y gemía suavemente, como tenía por costumbre. El rostro del hombre era un entramado de cicatrices, resultado de unos cuantos roces de más con el aristócrata opresor.

El profesor Brustellin, recientemente obligado a renunciar a su puesto de la universidad por haber caído en desgracia, estaba limpiando sus gafas redondas y bebiendo sin parar de su omnipresente y nunca vacía botella de plata. Y Ulrike Blumenschein, el ángel de las masas, peinaba sus largos cabellos enredados ante un espejo.

Entre todas, estas personas derrocarían al emperador. Ellos creían que eso marcaría el comienzo de una era de justicia para el pueblo, pero Yefimovich sabía que sólo conduciría a un vacío de poder que permitiría el triunfo de Tzeentch.

—Debemos aprovechar la oportunidad —les dijo—, y explotarla al máximo…

—Pero ¿qué pruebas hay —intervino Brustellin—, de que la Bestia pertenece a la clase odiada?

—Ninguna, por supuesto —explicó Yefimovich con paciencia—. La prueba la destruyeron los lacayos del emperador.

—Una prueba que ha sido destruida es la mejor que pueda existir —intervino Kloszowski con una sonrisa sardónica—, ya que uno nunca tiene que presentarla.

—Recuerda que Dickon, de la guardia de los muelles, fue visto quemando algo en el escenario del último asesinato —insistió Yefimovich—. Ésa era nuestra prueba.

—Las cenizas de la vergüenza —declaró Kloszowski—. Será el título de mi próxima obra. La tendré escrita, impresa y distribuida al anochecer. Y mañana, a esta misma hora, se cantará en todas las tabernas con una docena de músicas diferentes.

Brustellin, que estaba desencantado con estas palabras, sonrió burlonamente.

—¡Más poemas, justo lo que necesita la revolución!

El poeta se enfadó.

—¡Académico cabeza de alcornoque! Mis poemas hacen más por la causa que tus tratados polvorientos. La poesía es para el pueblo, no para eruditos de dedos entintados y sacerdotes arrugados como pasas.

—A mí me azotaron, ¿sabéis? —declaró Brustellin al tiempo que se aflojaba la corbata, dispuesto a descubrirse la espalda para exhibir una vez más las marcas dejadas por el castigo que había precedido a su expulsión—. Veinte años en la docencia, y ese joven mastuerzo de Scheydt me hizo azotar y echar a la calle.

Ya estaba en mangas de camisa y todos le pedían que no continuara. Habían visto con demasiada frecuencia la destrozada espalda de Brustellin.

—Tú fuiste azotado y Stieglitz fue mutilado y quedó tullido —le espetó Kloszowski—. Pero sólo yo he sido colgado por la clase odiada… Dramáticamente, con un movimiento experto, el poeta se apartó el pañuelo del cuello para dejar a la vista la erosión.

La cuerda estaba podrida y se rompió en lugar de partir el cuello de Kloszowski. Había escrito varios poemas sobre esa experiencia.

—Yo estuve cara a cara con los dioses —afirmó—, y eran trabajadores como nosotros. Entre ellos no había ni un solo plutócrata ni ningún petimetre. Brustellin masculló algo acerca de la arrogancia de los príncipes, y Kloszowski pateó el suelo como un niño con una rabieta. Odiaba que le recordasen sus orígenes nobles, aunque era reacio a quitar el título de su nombre.

—No puedes argumentar que no he sufrido junto a mis hermanos trabajadores, profesor. Mi alma ha sido arrastrada por el polvo junto a los mejores de ellos. Yefimovich tendió las manos abiertas y los revolucionarios dejaron de discutir.

—La Bestia es lo mejor que le ha sucedido a esta ciudad desde el impuesto del pulgar, amigos míos —dijo—. De nuevo, el pueblo está enfadado con sus señores. Ese enojo es nuestra fuerza.

—Es una lástima que la Bestia sólo haya matado rameras indignas —comentó Ulrike—. La gente estaría más inflamada si hubiese atacado a mujeres decentes y humildes. Una buena madre o una hija amada.

Tal vez a una sacerdotisa de Verena.

—Eso puede arreglarse, querida mía —le aseguró Yefimovich—. La gente está atribuyéndole a la Bestia todos los asesinatos de la ciudad. Si unas pocas muertes resultaran políticamente útiles, tenemos gente que puede encargarse de ello.

Ulrike asintió con la cabeza, complacida porque su idea había sido aceptada. Todas aquellas personas tenían sus razones. Stieglitz había visto demasiada injusticia, Brustellin había pensado en profundidad y razonado que el gobierno del emperador era erróneo, y Kloszowski pensaba que la revolución era romántica; pero Ulrike Blumenschein agitaba a la chusma porque estaba loca. Eso hacía que fuese la única del grupo que podría representar una amenaza para Yefimovich. Los locos a menudo tienen percepciones de las que carece una persona cuerda. Si a él lo eliminaban, ella se convertiría en la cabecilla del movimiento y, con los cabellos flotando al viento y los ojos brillantes, los llevaría a todos a hacerse asesinar alegremente por la guardia imperial en el exterior de las puertas del palacio.

—Debéis estar preparados para actuar en cuanto se os avise —dijo—. El día está cerca.

Kloszowski aplaudió mientras caía ceniza sobre su holgada camisa. Se puso su abrigo y su sombrero de trabajador —Yefimovich estaba seguro de que había pasado toda una tarde frotando sus prendas de vestir entre dos piedras para darles ese aspecto desgastado auténticamente proletario—, y se marchó. Cuando Yefimovich asintió con la cabeza, el encorvado profesor y el mercenario manco salieron tras él.

Todos tenían sus órdenes del día. Al caer la noche, en la ciudad tronaría el descontento. La niebla ayudaba porque hacía que todos estuviesen de malhumor. Yefimovich supuso que podría dar un discurso en el que culpara al emperador por la existencia de la niebla, y todos le creerían.

Ulrike fue la última en marcharse. Últimamente, había comenzado a demorarse cerca de él.

Ser el «ángel de la revolución» era un cometido solitario. Finalmente siguió a los demás y se encaminó a las cámaras subterráneas donde los escribas que ella había formado copiaban los panfletos y poemas del movimiento, y ella posaba para los que hacían inspirados dibujos que se distribuían en tarjetas y carteles. Yefimovich sólo tuvo que esperar unos minutos antes de que un sonido parecido al rascar de una rata en la ventana le indicara que Respighi había regresado. Quitó la aldabilla de la ventana y su ayudante entró a gatas. Respighi era una extraordinaria mezcla de razas. Se decía que su padre había sido un matatrolls enano y su madre una mujer humana que se encontraba bajo la influencia de la piedra de disformidad.

Por lo general, podía pasar por enano si llevaba calzones holgados que le ocultaran la cola, aunque últimamente su rostro estaba prolongándose hacia adelante y volviéndose más parecido al de un roedor. Si se quitaba las botas podía escalar paredes, y cuando tenía la cola fuera era capaz de colgarse del techo. La criatura amaba a Tzeentch tanto como odiaba a su padre perdido hacía mucho tiempo.

Respighi depositó un zurrón sobre la mesa.

—¿Está fresca?

El mutante se encogió de hombros y silbó.

—De algún momento de la pasada noche. He tenido que esconderme para darles esquinazo. Muchos guardias, ahí fuera.

Yefimovich sabía que Respighi simplemente se había perdido en la niebla. No importaba. Estaría lo bastante fresca.

Yefimovich se quitó la capucha y disfrutó con el ligero respingo que dio Respighi al ver el rostro de fuego del sumo sacerdote. Luego sacó el nuevo rostro del zurrón y lo presionó sobre el suyo.

Sintió una comezón en la cara cuando la magia comenzó a obrar para unir la piel robada a la suya propia. Cuando quedó fijada se limpió los restos de sangre de alrededor de sus ojos aún ardientes, y se lamió los nuevos labios. Tenían sabor a lápiz de labios.

—¿Qué me has traído, Respighi? ¿La cara de un hombre o la de una mujer?

El mutante se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Había niebla.

Yefimovich se palpó el rostro. La máscara estaba cambiando, ajustándose a sus rasgos. La piel era lisa, sin barba.

—Sólo puedo decirte una cosa —murmuró Respighi—. Es humana.

Dickon conocía a Schygulla desde hacía años. El director del muelle había sido jefe de guerra de los Ganchos mucho antes de los tiempos de Willy Pick, cuando los guardias se paseaban por la ribera con los ojos cerrados y las manos tendidas. Se habían palmeado mutuamente la espalda y amenazado el uno al otro muchas veces, y la Amada de Manann continuaba enviándole cajas de vino y dulces cada día festivo. La compañía recibía más mercancías y pagaba menos impuestos que cualquier otra de los muelles.

Cuando descubrieron el cadáver, Schygulla envió un mensajero a las habitaciones de la amante de Dickon, no a su hogar familiar. Los Ganchos lo conocían demasiado bien, pensó mientras Francoise «Fifi» Messaen lo regañaba porque aquel intruso la había despertado tan temprano por la mañana.

El gran Detlef Sierck había echado a Fifi de su compañía de repertorio por ser «una ramera sin talento», pero el actor y director estaba equivocado: Fifi era una muchacha con muchos talentos, aunque la mayoría de ellos se manifestaban en posición horizontal. Tras pasar una noche con ella, Dickon tenía necesidad de irse a casa con su esposa para descansar un poco y beberse una taza de té, pero hoy no iba a poder hacerlo.

El mensajero lo había guiado a través de la niebla hasta el embarcadero, hasta el lugar donde habían arrastrado los despojos dejados por la Bestia, y los habían reunido en una sábana de lona empapada. Esta vez era peor que las otras.

—Misericordiosa Shallya —imprecó Dickon.

Un joven sollozaba en un rincón del muelle. Schygulla lo miró con desprecio y escupió.

—Ése es Buttgereit —dijo—. Fue él quien encontró esa cosa.

Dickon comprendía por qué Schygulla llamaba «cosa» al cadáver. Resultaba difícil imaginar que había estado vivo alguna vez, y mucho más difícil imaginar que había sido una mujer.

—¿La conoces? —le preguntó al director del muelle.

Schygulla parecía asqueado.

—¿Estás tomándome el pelo, capitán? Ni su verdadero amor la reconocería después de pasar una noche con nuestra Bestia. Era verdad.

La niebla estaba metiéndosele en los huesos. Pronto sería hora de que Dickon acudiera a la sala trasera del puesto de guardia de la calle Luitpold y sacara sus ahorros del interior de la estatua hueca de Verena.

Había estado ganando un sobresueldo muy bueno, y ya debía tener lo suficiente para llevarse a Fifi y los niños y retirarse al campo, a algún lugar lejos de los Ganchos, los Peces, los contrabandistas y los navajeros.

—Hagamos venir a unos cuantos guardias hasta aquí y despejemos esto, capitán —dijo Schygulla—. Estoy perdiendo negocios.

Dickon asintió.