TRES
Cuando Johann despertó, sus habitaciones del palacio estaban inquietantemente silenciosas. En el ala oeste se mantenían apartamentos abiertos para cualquiera de los electores a quien sus asuntos condujesen a la ciudad. Él ocupaba el suyo con sólo unos pocos sirvientes, mientras que pasillo abajo se encontraba alojado el inmenso séquito que necesitaban la condesa Emmanuelle von Liebewitz y su hermano. Habitualmente, lo despertaba la agitación de actividad que requería la condesa electora para salir de la cama. Hoy había dormido hasta bien pasada dicha actividad.
Se vistió él mismo, pero llamó a Martin, su camarero y secretario, para que le recortara la barba. Después, mientras tomaba un desayuno consistente en fruta y queso, leyó la correspondencia del día. Había una larga carta de Eidsvik, el mayordomo que tenía en Sudenland, donde le informaba acerca de las cosechas y solicitaba su aprobación para hacer ciertas obras de caridad. Aquel año, la hacienda de los von Mecklenberg había producido lo suficiente para no tener que recurrir al diezmo de productos agrícolas que tenía derecho a cobrarles a las granjas circundantes, y Eidsvik sugería que dicho diezmo fuera donado a los pobres.
Johann decidió dar su consentimiento y dictó una breve aprobación para que fuese enviada junto con un documento que facultaba al mayordomo como apoderado durante dos meses más, mientras él concluía con sus «asuntos» en Altdorf.
Luego había una nota con la precisa caligrafía del profesor Scheydt, de la universidad, donde hacía constar de manera simple la asistencia a clases de Wolf durante los últimos trimestres, e insinuaba en términos más complejos que su hermano sólo podría continuar matriculado en el curso si asistía a un mayor número de clases o pagaba sobornos más cuantiosos. Johann no tenía ninguna respuesta inmediata que darle.
No lograba pensar en serio que Wolf estaba relacionado con los asesinatos de los muelles, pero tampoco podía olvidar al gigante con cara de lobo con el que se había enfrentado en la Cumbre del Mundo. ¿Acaso la sangre inocente podía lavar para siempre todo vestigio de un monstruo semejante? Antes de que Harald Kleindeinst encontrara a la Bestia, Johann tendría que encontrar a Wolf. Había una nota que avisaba de la cancelación del desfile triunfal, y una circular con las órdenes del emperador para ese día. La milicia imperial debía «permanecer en sus puestos» para ejecutar sus «deberes de niebla». Johann, aún relativamente nuevo en la capital, no sabía qué significaba eso, pero Martin le explicó que se trataba de una medida tradicional. Incluso la guardia del palacio encontraba algo que hacer cuando había niebla.
Dadas las circunstancias, Johann pensó que el hecho de apostar más hombres armados en la calle constituía un dudoso favor.
Por último, había una invitación a una fiesta privada que se celebraría en la Matthias II, y cuyo anfitrión era el embajador de Bretonia, De la Rougierre. Johann estaba a punto de arrugar la tarjeta y tirarla, cuando recordó que Margarethe Ruttmann había muerto al lado de la Matthias II. ¿Qué relación tenía De la Rougierre con aquel lugar? ¿Y a quién más incluía esa invitación? Martin no lo sabía.
Decidió aplazar la decisión, ya que tal vez sería buena idea asistir a la fiesta. Había gente que decía que el asesino era un enano.
Hoy, Johann quería solicitar una audiencia con el emperador para hablar con él acerca de la Bestia. Había estado haciendo demasiadas cosas en nombre de Karl-Franz sin que fuese estrictamente cierto que había obtenido el derecho a usar ese nombre. Quería contar con la aprobación oficial antes de que el asunto fuese más lejos.
Oyó una conmoción, y Luitpold irrumpió en su habitación como un borrón de terciopelo.
—Tío Johann —dijo—, ven corriendo…
—¿Qué pasa?
—von Liebewitz va a librar un duelo en el gimnasio. A muerte.
Siemen Ruhaak hizo esperar a Rosanna hasta que Hasselstein acabó de desayunar. Ella permaneció de pie, fuera de las dependencias del lector, presa del nerviosismo. Si estaba equivocada, quedaría como una tonta. Pero no estaba equivocada.
Camino del despacho de Hasselstein, había visto a Tilo que salía del confesionario con aire de culpabilidad. Se preguntó cuánto le habría contado a su confesor acerca de ella y de lo que sentía. Los pensamientos impuros eran tan pecaminosos como los actos impuros, pero eso no hacía que la gente se sintiera más cómoda en las proximidades de una persona que podía juzgarlos de verdad por sus pensamientos.
Aún sentía las heridas de la muchacha muerta.
Rosanna no era la primera que tenía audiencia con el lector. La puerta de Hasselstein se abrió, y por ella salió Adrián Hoven, el capitán sacerdote de los Templarios. Llevaba puesto el peto y el yelmo, como si se dispusiera a partir hacia alguna aventura militar para mayor gloria de Sigmar. Hoven no reparó en ella, y se alejó con pesados pasos. Ella captó de su mente un paquete de órdenes selladas, ocultas incluso para sus inquisidores pensamientos, y comprendió que le habían encomendado alguna tarea secreta y urgente.
—Adelante —anunció Hasselstein.
Rosanna entró en las dependencias y lo encontró vestido exactamente igual que la noche anterior. O bien había dormido con la ropa puesta, o no había pegado ojo en toda la noche. En el piso había una bandeja de desayuno abandonada, y el lector bebía té en una jarra con su escudo.
—Lector —comenzó ella sin formalidades—, la Bestia ha vuelto a matar. Lo vi en un sueño.
Hasselstein se atragantó y vertió algo de té sobre la camisa.
Mientras él se vestía, ella se preparaba para dormir. Con la niebla, las gruesas cortinas no eran necesarias, pero las echó de todas formas.
Al observar a Genevieve, Detlef Sierck era consciente de la diferencia de edad, aparente y real, que existía entre ellos.
En su mente comenzaba a tomar forma otro soneto.
Cuando ella se hubiese dormido, lo escribiría. Había estado escribiendo sonetos casi desde el principio, desde la representación de la fortaleza, pero no se los había enseñado a Genevieve ni había intentado publicarlos. Las obras de teatro eran para todo el mundo, pero la poesía era privada.
Cuando llegara el momento, haría imprimir la totalidad de los poemas y los haría encuadernar para ella. Ya tenía el título: A mi inmutable dama.
Al ponerse los pantalones, se dio cuenta de que pronto necesitaría un guardarropa nuevo a menos que perdiera peso. Estaba dispuesto a cualquier cosa para volver a estar sano y delgado, excepto a hacer ejercicio, comer menos, irse a dormir temprano y renunciar al vino.
Detlef se sentó junto a ella, que yacía en la cama en espera de la llegada del sueño, de que éste le proporcionara una pizca de la muerte que había evitado durante tanto tiempo.
Conversaban, aunque la suya no era la conversación de palabras altisonantes de los amantes recientes, sino la charla íntima y corriente de los matrimonios de muchos años. Últimamente, la gente que no sabía que Genevieve era una mujer vampiro, había comenzado a tomarla por hija de Detlef.
Siempre había actrices que lo tentaban a él, y Genevieve no bebía su sangre en exceso por miedo a dejarlo exangüe.
Así pues, ambos tenían que buscarse intereses ajenos a la pareja, aunque eran muy especiales el uno para el otro. Sin Genevieve, él tal vez nunca habría logrado hacer de su genio una auténtica carrera. Con toda facilidad, habría podido pasarse la vida alardeando del teatro que algún día iba a crear, sin hacer nada realmente.
—La farsa se está agotando —estaba diciendo él—. Nuestro público ya no quiere reír. Es por la Bestia. Ha traído el horror a la ciudad, y la gente no puede librarse de él ni siquiera durante el tiempo que dura la representación.
Genevieve asintió con la cabeza, cómoda en su casi duermevela, y murmuró su acuerdo. Cuando dormía, mostraba su estado más infantil.
—A final de mes acabaré con Una farsa en la niebla y estrenaré otra cosa.
—Horror —dijo Genevieve en un susurro.
—Sí, es una buena idea. Si no pueden reír, tal vez aún podrán gritar. Hemos representado Drachenfels hasta el hastío, pero aún nos queda la historia de la familia Wittgenstein y su monstruo. O el horrible destino de los hermanos von Diehl. Cualquiera de las dos serviría para una obra que helara la sangre… Genevieve masculló algo.
—Ya sabes a qué me refiero, Gené.
Detlef pensó un poco más.
—Por supuesto, ésas son historias de monstruos y demonios. Tal vez la Bestia requiera algo más cercano a nosotros, más íntimo en su horror.
Genevieve tenía los ojos cerrados pero aún podía oírlo.
—La Bestia sugiere la historia de un hombre que externamente es un personaje amable, devoto y escrupuloso, pero que por dentro es un desalmado sediento de sangre… sin intención de ofender, Gené. Algunos ciudadanos dicen que nuestro asesino es un hombre bestia o un demonio, pero mis informadores de la guardia me han dicho que decididamente están buscando a un culpable humano.
Tenemos esa vieja obra kislevita de V. I. Tiodorov, El extraño caso del doctor Zhiekhill y el señor Chaida.
Es la historia de un humilde y respetable sacerdote de Shallya que prueba la poción prohibida y se transforma en un libertino furibundo y bestial. Es una porquería de obra, claro está, pero puedo preparar una versión libre con algunas mejoras. Algunas mejoras importantes.
La mujer vampiro se había quedado dormida, pero Detlef estaba poseído por su idea.
—Por supuesto, las escenas de transformación requerirán de todas mis habilidades dramáticas. Quiero una escena que haga que la gente olvide a la Bestia, que las personas se enfrenten con sus verdaderos horrores, los horrores que proceden del interior de cada uno. Será una obra maestra de lo macabro. Los críticos temblarán y se ensuciarán los calzones, las mujeres se desmayarán por toda la sala, y los hombres fuertes quedarán reducidos por un pánico cerval. Será maravilloso, Gené, adorada mía. Te asustará incluso a ti.