DOS
En la niebla resultaba fácil perder la noción del tiempo.
Poco después del amanecer, Genevieve Dieudonné entró en las habitaciones que compartía con Detlef Sierck en la calle del Templo, justo enfrente del Teatro Memorial Varar Breughel, donde el actor y dramaturgo aún continuaba actuando en Una farsa en la niebla.
La muchacha de seiscientos sesenta y siete años de edad se quitó la capa y la colgó detrás de la puerta. La contempló con admiración.
Era una espléndida prenda de terciopelo verde, regalo del futuro emperador Luitpold, que sentía una cierta debilidad por ella. Si visitara el palacio con mayor asiduidad, encajaría en él sin problemas.
Pensó en Oswald, el corrupto calculador revestido de terciopelo verde, y le volvió la espalda a la capa.
Con ella habían entrado jirones de niebla. Saciada, tras haberse alimentado durante la noche, sintió la somnolencia que se apoderaba de ella cada pocas semanas. Dormiría durante varios días y despertaría renovada.
Pero no quería retirarse en ese preciso momento. Su sangre aún fluía y todavía podía sentir el sabor de lo que había tomado…
En la habitación contigua, Detlef dormía. También él permanecía levantado hasta muy tarde, dado que cenaba después de la actuación, pero la noche anterior no habían estado juntos. Genevieve no podía recordar la última vez que habían dormido juntos, en lugar de buscar una hora para hacer el amor que les conviniera a ambos. Los ciclos de humanos y vampiros eran demasiado diferentes.
En las paredes había retratos de Detlef, carteles que lo presentaban en sus papeles más grandiosos: como Lowenstein en La traición de Oswald, como el barón Trister en El desolado prisionero de Karak-Kadrin, como Guillaume en Barbenoire: el bastardo de Bretonia; como Ottokar en Los amantes de Ottokar y Myrmidia y como príncipe demonio en Flor extraña.
Hacía cuatro años que ella y Detlef estaban juntos, desde las experiencias vividas en la fortaleza de Drachenfels. Esos años habían sido buenos, pero más amables con ella que con él. Detlef había aumentado de peso y se había puesto tantos maquillajes de viejo para interpretar los grandes personajes, que parecía mucho más viejo de lo que era en realidad.
Ella, no obstante, permanecía inmutable. Su mente era vieja, pero su sangre era aún joven.
Una lágrima involuntaria, una burbuja roja, brotó de su ojo y resbaló por su mejilla. La enjugó con el dorso de la mano y la lamió, disfrutando del sabor. Después de tantos años, debería estar habituada al carácter transitorio de las cosas. Todo cambiaba. Incluso ella.
Se oyeron unos andares pesados y Detlef entró dando traspiés, con la camisa de dormir abultada a la altura del estómago y el cabello y el bigote en desorden. No le dio los buenos días.
—El teatro estaba medio vacío, anoche —dijo—. Ahí fuera había demasiada niebla para que nuestra farsa resultase muy atractiva.
—La asistencia ha estado disminuyendo desde hace semanas, querido mío.
—Tienes razón, Gené. Estamos llegando al final de nuestra representación.
Genevieve captó lo que quería decirle, y sonrió con tristeza.
—¿Dónde estuviste anoche? —preguntó él, fatigado.
—Alimentándome —replicó ella, recordando…
La señora Bierbichler, la casera de Helmut Elsaesser, prácticamente lo había adoptado alegando que un hombre joven que estaba tan lejos de su lugar natal tendía a descuidarse, y que era necesario que interviniese una mujer y le pusiera las cosas en orden.
La casera no tenía hijas, pero varias amigas suyas tenían parientas jóvenes, y siempre estaban tramando encuentros casuales con éstas. Para ser justos, hay que decir que a Elsaesser le gustaba bastante la sobrina de la viuda Flickenchildt, Ingrid, a quien las rubias trenzas le llegaban casi hasta las rodillas cuando se las soltaba, y había acordado volver a verse con la muchacha una noche de la semana siguiente.
No obstante, resultaba difícil no sentirse agobiado por unos cuidados y atenciones tan sofocantes.
—Come, come —le decía la casera mientras ponía una fuente más de tortas de avena sobre la mesa—, o adelgazarás y te morirás.
Las protestas de Elsaesser eran inútiles. La señora Bierbichler vertía un cucharón de jarabe sobre las tortas y las empujaba hasta situarlas delante de él. El joven cogía entonces cuchillo y tenedor y se ponía a comer. Cuando, con la boca llena, asentía con la cabeza en señal de aprobación, ella mencionaba que era una receta de la familia Flickenchildt, que estaba probando.
Elsaesser se hallaba rodeado de mujeres que querían que se diera prisa en casarse, y se sentía como la víctima de una conspiración descomunal. Pero las tortas eran buenas.
—Café caliente —dijo la señora Bierbichler mientras vertía un poco en un tazón grande como un cubo—. Te asentará el estómago y te mantendrá caliente. Si comes demasiado aprisa podrías coger una indigestión y morirte.
Elsaesser bebió un sorbo. El café era fuerte, negro y amargo. La señora Bierbichler no creía en el azúcar ni en la crema para el café. Decía que eso te hacía engordar, y que si engordabas demasiado podías morir.
—No deberías salir con esta niebla. Podrías coger un enfriamiento y morirte.
—Es mi trabajo, señora B. Es mi deber —respondió Elsaesser mientras tragaba tortas mojadas en café.
—Bueno, pues debería ser el deber de otro. De alguien menos vulnerable a los resfriados peligrosos.
—Es importante. —Elsaesser se había puesto serio—. Hay que atrapar a la Bestia.
La señora Bierbichler alzó las manos al cielo.
—¡La Bestia! Bah, sólo raja a las muchachas que no son buenas. ¿Por qué tienes que correr tras unas mujeres como ésas, cuando hay muchachas adorables que yo podría nombrar, mucho más cerca de casa, mucho mejores para ti? ¡Cocineras tan buenas! ¡Con unas caderas tan buenas para tener hijos! Podrías pillar una enfermedad y morirte, ¿sabes?, con las chicas que no son buenas.
—Nadie merece lo que hace la Bestia —respondió él con lentitud, al tiempo que sentía que aumentaba su resolución.
Desde el primer asesinato, Elsaesser había estado siguiendo esos crímenes. Sus últimas semanas en la universidad habían pasado a gran velocidad mientras aprobaba los exámenes con la facilidad esperada, pero había dedicado más tiempo a pensar en la Bestia que en su futuro. Podría haber conseguido un puesto en cualquiera de las guardias de la ciudad, pero había insistido en que lo destinaran a los muelles.
Sus profesores se habían mostrado horrorizados, pero él insistió. Tenía presentes en la memoria a todas las víctimas, sus nombres, sus vidas, las circunstancias de cada muerte: Rosa, Miriam, Helga, Monika, Gislind, Tanja, Margarethe. Para conseguir que el profesor Scheydt aprobara su solicitud de ingreso en la guardia de los muelles, le dijo que Rosa May, la primera víctima, había sido su amante.
Nunca había visto a la muchacha, pero necesitaba darle al pragmático profesor una razón que justificara su necesidad de atrapar a la Bestia. Scheydt, sacerdote de la ley, podía entender la venganza mejor que la justicia.
Elsaesser le dijo que quería que la Bestia fuese detenida para servir a la causa de la justicia, pero a veces no estaba seguro de que así fuese. En ocasiones se preguntaba por qué ardía en él la necesidad de acabar con esos asesinatos en concreto. La gente moría violentamente en toda la ciudad, en todo el Imperio, cada día, pero Elsaesser se tomaba sólo a la Bestia como algo personal. Los datos del caso se inmiscuían en sus sueños, y se encontraba rodeado por las imágenes e impresiones que tenía de las últimas horas de las mujeres.
Conocía a todas las mujeres, a todas las víctimas. Pero además, después de los meses pasados en intenso estudio, conocía a la Bestia.
El asesino se estaba haciendo más activo: los primeros tres homicidios habían tenido lugar a lo largo de un período de cuatro meses, pero los últimos cuatro se habían cometido durante las últimas cinco semanas.
En la mente de aquel loco, algo estaba a punto de estallar. Cuatro de las siete víctimas habían muerto durante períodos de niebla o durante noches en que la niebla parecía amenazar con su aparición.
Algunos maníacos mataban de acuerdo con la luna, pero la Bestia parecía estimulada por la niebla.
—No —afirmó Elsaesser—, nadie merece lo que hace la Bestia.
Empujó su plato y se levantó. El abrigo de su uniforme colgaba del perchero, con la insignia de cobre recién lustrada. Se lo puso y se sintió mejor. Por el mero hecho de convertirse en guardia, ya estaba haciendo algo.
La señora Bierbichler se acercó a él con una larga bufanda y se la enrolló al cuello, protegiéndole el pecho y la cara.
—Debes abrigarte bien. Si el frío se te mete en los pulmones, podrías morir.
La señora Bierbichler conocía muchísimas formas de morir.
La larga mesa del comedor resonó con estruendo cuando Otho Waernicke le dio un puñetazo que hizo saltar por el aire platos y tazas.
—Inclinaos, bárbaros —gritó.
Se oyó un gemido masivo debido a las cabezas magulladas y las resacas de los que se habían arrastrado hasta aquella mesa de desayuno tardío, sin haberse afeitado, con ojos legañosos y llenos de cardenales. La noche anterior, la liga había participado en tres peleas serias y en una serie de broncas menores.
El capellán, sobresaltado, continuó ofreciendo el agradecimiento a Ulric por el nuevo día, aunque ahora con un público más atento.
Otho volvió a golpear la mesa y rugió para llamar al mayordomo.
Le dolía la cabeza. Mucho.
En algún momento de la noche anterior se había ofrecido a beber con un enano hasta que éste cayera bajo la mesa, y le había pedido a su oponente que escogiera el veneno alcohólico.
Ésta mañana, había despertado bajo la mesa con el enano roncándole en el oído. Habían pasado del brandy Alte Geheerentode a la ginebra sazonada con pólvora. Si eructaba, Otho podría matar a un hombre que se encontrara a cincuenta pasos de distancia.
Se oyeron algunos chillidos y gritos procedentes del vestíbulo cuando las putas de la noche anterior fueron echadas a la calle con algunos peniques de propina por las molestias. El local de la liga estaba consagrado a Ulric y al emperador, y era una tradición expulsar de él a todas las mujeres entre la oración de acción de gracias del capellán y la caída de la noche.
A Otho también le dolían el pecho y las piernas. No podía recordar dónde se había hecho las magulladuras. En la espalda tenía un largo arañazo que le hacía pensar en un gancho de estibador.
Una vez concluido el rezo de acción de gracias y expulsadas las mujeres del edificio, el capellán dio la vuelta al busto de Ulric que reposaba sobre la repisa de la chimenea. Desde que había sido fundada la liga, los ojos de su deidad patrona habían sido vueltos hacia la pared entre la puesta del sol y el oficio de acción de gracias, de modo que el dios no tuviera que contemplar las transgresiones de sus jóvenes y fogosos adoradores.
Con los ojos de Ulric sobre ellos, los estudiantes de la liga se convertían en modelos de caballerosidad, moderación y corrección.
Al menos hasta que caía la noche.
Dentro del envoltorio hombre, la Bestia descansaba. La obra de la noche anterior había sido satisfactoria y momentáneamente había saciado a la criatura, pero cada vez sentía hambre con mayor frecuencia. Se había aventurado a salir durante dos noches consecutivas. Esta noche tal vez sería la tercera…