UNO
Cuando las campanas del templo de Sigmar daban las siete, el sol se alzaba sobre Altdorf. La ciudad, no obstante, permaneció en la oscuridad bajo su manto de niebla.
Los faroleros durmieron hasta tarde, pues sabían que no sería necesario que apagaran las antorchas de la calle mientras hubiese niebla. Más tarde, la milicia imperial encendería el tradicional fuego de niebla en la plaza Konigs y, al otro lado del río, el templo abriría su refectorio para cobijar a aquellos a quienes el fenómeno atmosférico hubiese atrapado lejos de sus hogares.
A lo largo de los varios kilómetros de ribera que quedaban dentro de la urbe, se colgarían faroles para guiar a los transbordadores y las gabarras. Las actividades comerciales debían continuar, aunque la niebla enlenteciera las barcas fluviales y las gabarras hasta una velocidad de caracol.
Entretanto, dado que los recaudadores de impuestos andarían a tropezones por la oscuridad, se multiplicaría por diez la entrada de contrabando en la ciudad. Con los productos de la cosecha a punto de llegar a los muelles, se obtendrían algunos beneficios rápidos e ilegales y los Peces le harían ofrendas de agradecimiento a Manann, dios de los mares, por enviar la niebla y permitirles esquivar a los aduaneros.
En el palacio, una procesión triunfal organizada para rendir honores a los héroes del Imperio que recientemente habían defendido Averland de las hordas de los goblins, fue discretamente cancelada.
A Karl-Franz no le gustaba mucho la niebla y sentía un miedo supersticioso a aventurarse en ella.
Su bisabuelo, Matthias IV, había salido a pasear entre su pueblo en medio de la niebla, utilizando la oscuridad de la misma para camuflarse con el fin de averiguar cuáles eran los verdaderos sentimientos hacia el emperador, y había desaparecido sin dejar rastro. Incluso pasado un siglo, se presentaban regularmente vagabundos de blancas barbas que afirmaban ser el legítimo emperador.
Dado que la niebla había descendido la noche anterior, se envió una orden a las barracas situadas frente al palacio, al otro lado de la plaza, y un pelotón de la milicia imperial fue trasladado temporalmente a la ciudad, como solía hacerse rutinariamente, para ayudar a la guardia en las tareas adicionales requeridas. Más tarde, esta medida habitual —aplicada en todos los casos de niebla— sería causa de controversia y confusión, y de no pocos derramamientos de sangre.
La niebla rebosaba por encima de las altas murallas de la ciudad, pero tendía a disiparse en finos riachuelos de niebla ligera en los bosques circundantes. La ciudad era un cuenco que retenía para sí aquel caldo gris y marrón. La niebla salió del Reik y el Talabec para envolver primero los muelles y las riberas, pero esa mañana, al llegar, se había extendido a todos los barrios de la urbe.
La niebla afectaba a todos los habitantes, desde el emperador en su palacio hasta el gran teogonista en el templo, pasando por los barqueros y trabajadores de los muelles, los estudiantes y profesores de la universidad, los jugadores y las rameras de la calle de las Cien Tabernas, los Ganchos, los Peces y una docena de otras facciones menores, los funcionarios de los peajes de los puentes, los comerciantes del barrio comercial del nordeste, los mendigos e indigentes del Extremo Este, los leales servidores de la ley, los furtivos adoradores de los Poderes Oscuros y los actores y pintores de la calle del Templo.
Algunos odiaban la cortina pegajosa que lo permeaba todo; pero otros amaban la niebla y se aventuraban al exterior en busca de las posibilidades que les ofrecía.
Era un buen momento para el delito, y mejor aún para la intriga.
Schygulla, el director del muelle, era un viejo Gancho, y el primo de Per Buttgereit estaba con los Peces. Así pues, sin haber estado nunca implicado en ninguna de las facciones, el joven aprendiz se vio atrapado en la continua e inútil lucha entre ambos.
Había querido ser estudiante, pero no había podido con las letras. Su padre le había dicho que «la colocación como aprendiz era una oportunidad maravillosa», y firmó en su nombre un contrato de cinco años para un trabajo de mierda en los muelles, con una paga mínima. Su padre, a los cuarenta y ocho años, aún era aprendiz de Lilienthal, el pedrero.
Todavía hablaba de las oportunidades que se abrirían ante él cuando acabara su aprendizaje, justo a tiempo de caer muerto de un infarto debido a treinta y cinco años de cargar enormes bloques de granito y preparar teteras.
Buttgereit debía presentarse en el muelle de la Amada de Manann antes que nadie, y poner a hervir la tetera. Luego, debía esperar a que Schygulla pensara en algo asqueroso para que lo hiciera él. Habitualmente era rasparle algo a algo, o separar el pescado bueno que se vendería al otro lado del río, en la plaza del Mercado, del pescado malo con el que se haría rápidamente sopa en el Extremo Este.
Aquel día, por supuesto, le encomendó colgar faroles debajo de los muelles. Si una tarea implicaba trasladarse al lugar que olía peor, Schygulla siempre se la asignaba a Buttgereit.
Los faroles —velas de consunción lenta rodeadas por reflectores pulimentados dentro de jaulas de latón— resultaban fáciles de romper, y cualquier desperfecto se cubría con el salario del aprendiz. Los había llevado cuidadosamente hasta el final del muelle, y tenía que bajarlos de dos en dos.
—Esta escalerilla está completamente podrida —se quejó para sí—. Probablemente, alguien sufrirá una mala caída y será arrastrado por la corriente.
Había quince faroles y quince puntos situados a lo largo del muelle, por encima de la marca más alta a la que llegaba el agua, donde debía colocarlos. Moviéndose casi a tientas en medio de la niebla, Buttgereit podía oír a Schygulla que reía con alguno de sus viejos compinches.
Estaban contando historias acerca de la lasciva electora de Nuln y su cuadro de fornidos oficiales de su guardia de elite. Para la condesa Emmanuelle von Liebewitz, decían, permanecer fiel a un verdadero amor significaba no irse a la cama con más de diez hombres a la vez.
Los viejos, expulsados de los Ganchos hacía mucho tiempo, rieron con vileza ante esa observación. Se rumoreaba que la condesa estaba tan envanecida con su belleza, que se había hecho construir una residencia de verano sólo con espejos, y que insistía en que sus sirvientas fuesen siempre enmascaradas con el fin de que ella brillase aún más por comparación.
Buttgereit bajaba los escalones de uno en uno, viéndose los pies, a duras penas y temeroso de que una tablilla se partiera. Cuando metió un pie en el agua, supo que estaba en el sitio correcto ya que a esa hora el río debía cubrir los cantos rodados de la orilla.
Sacó el pie del agua, y lo sacudió. Había una cuerda atada entre la escalerilla y los pilares que soportaban al muelle. Supuestamente debía señalar el nivel máximo del agua, pero había bajado un poco y se combaba por debajo de la superficie.
El primer gancho para faroles estaba en la escalerilla, justo por encima de la cuerda.
En una ocasión, él había visto a la condesa Emmanuelle en una procesión por el río, y no le pareció que tuviera un aspecto especialmente decadente aunque, sin lugar a dudas, era la mujer más hermosa del Imperio. Le recordó un poco a su madre, sólo que con más maquillaje y ropas costosas. Era cierto que llevaba consigo, en la gabarra ceremonial, varios hombres jóvenes —algunos de los cuales no eran mayores que Buttgereit—, y que todos iban engalanados con apretados uniformes, muchos galones y lustroso cuero.
Algunos iban tan maquillados como ella. Buttgereit había sentido un odio personal hacia todos ellos. Su trabajo parecía muchísimo más gratificante que eso de preparar té y arrancar percebes de los cascos de los barcos.
—¡Date prisa, cara de pescado! —Le gritó Schygulla—. Los de la Compañía del Reik y el Talabec tienen todos los faroles colocados y ya están descargando. Perderemos negocios si no dejamos de soñar y nos ponemos al trabajo.
Buttgereit refunfuñó por lo bajo y, sujetándose a la escalerilla con la mano izquierda, colgó el primer farol del gancho que tenía justo al lado de las rodillas. Con el segundo farol colgando de los dientes, descendió dos escalones y se agachó, intentando no meter los pies en el agua. Ése sería justo el momento que escogería la escalerilla para romperse y hacerlo caer en las verdosas aguas del Reik.
Schygulla era un fanático de los chismorreos del palacio.
Ahora estaba repitiendo historias impensables acerca del hermano de la condesa Emmanuelle, Leos. Según el director del muelle, el vizconde había quedado estropeado para todas las mujeres a causa de los estragos causados por su hermana, y buscaba consuelo con los amantes desechados por la condesa. A Buttgereit le habría gustado ver a aquel viejo idiota repetirle esa historia a la cara al vizconde Leos.
El hombre tenía reputación de ser el duelista más mortífero del Imperio, y haría una buena obra de talla en la cara de Schygulla. Por supuesto, los nacidos en el terciopelo verde no se dignaban medir sus espadas con los rufianes de los muelles del otro lado de la colina, pero la imagen era agradable.
—¡He dicho que te des prisa, no que te toquetees! —gritó Schygulla. Dijo algo acerca de Buttgereit que el aprendiz no pudo oír, y los compinches ladraron de risa.
Bastardos.
Buttgereit acercó la llama de su yesca a la mecha del primer farol. La luz aumentó y pudo ver mejor.
Al otro lado de los peldaños de la escalerilla se extendía un espacio oscuro. Había un entramado de pilotes reforzados por puntales y cables de hierro que anclaban el embarcadero Amada de Manann al suelo cubierto de guijarros y lo sujetaban a los muros de piedra del puerto.
El agua chapoteaba contra los pilotes y la niebla se arremolinaba en el espacio cubierto. Había algo flotando en el agua, envuelto en tela y atrapado en uno de los cables.
Buttgereit no pudo distinguir qué era el fardo. Luego vio los hilos de sangre en el agua.
—Buttgereit —gritó Schygulla—, ¿qué estás haciendo, en nombre de Sigmar?
El aprendiz tenía el estómago revuelto.
Quería llamar al director, pero temía que si abría la boca para hablar, su desayuno saldría como la lava de un volcán.
El fardo flotante se desplazaba en el agua, arrastrado por la corriente hacia él.
—¡Buttgereit, te haré probar mi gancho!
Justo debajo de la superficie del río se veía una cara. Las cuencas vacías de los ojos lo miraban fijamente, y sus lágrimas de sangre eran arrastradas por la corriente.
Por fin, logró recuperar la voz y profirió un alarido.