CUATRO
Se había perdido el servicio principal del templo, pero asistió a una ceremonia nocturna. No había asientos, ya que de los adoradores de Sigmar se esperaba que permanecieran de pie o se arrodillaran sobre la dura piedra. Tras el día pasado, ella decidió arrodillarse, aunque eso significó que un frío gélido le penetrara por las rodillas y ascendiera por su cuerpo.
En cualquier caso, el contacto con el suelo la acercaba más al dios, porque captaba la energía residual de las muchas devotas oraciones ofrecidas en esta pequeña capilla.
También había pensamientos innobles e impíos —incluso rezos innobles e impíos—, pero Rosanna estaba habituada a separar unos de otros para poder hundirse en los siglos de piadosas conversaciones con la deidad patrona del Imperio.
La habían entretenido en el puesto de la calle Luitpold hasta bien entrada la noche para que inspeccionara diversas piezas de vestir dejadas por las víctimas, así como trozos de desperdicios irrelevantes hallados en torno a los escenarios de los asesinatos.
Ella no era una nigromante, así que no podía comunicarse con los muertos para interrogarlos acerca de sus últimos momentos. Su don era la psicometría, que consistía en captar imágenes e impresiones de los objetos inanimados, habitualmente emociones fuertes asociadas con las personas que habían estado en contacto con las cosas que sondeaba.
Había sido una tarea horrible en la que había revivido siete muertes, y lo único que había logrado captar era una maraña de confusión y sangre derramada. Pensaba que la Bestia era un demente armado con un cuchillo, pero no podía eliminar la persistente sugerencia de que se trataba de una criatura mutada. A través del dolor, sólo recibió la impresión más vaga de unos ojos de mirada fija. Y veía continuamente terciopelo verde.
Pero casi tan terribles como el conmocionante detritus dejado por la muerte violenta, eran las dolorosas impresiones que captaba de la existencia que las mujeres habían tenido antes de que las asesinaran. Hambre, frío, pobreza, toda una vida de abusos, amor desdichado. Una de las mujeres había tenido diecisiete hijos, y ninguno había sobrevivido. A otra la había introducido su padre en el consumo de raíz de bruja cuando era niña, y durante el resto de su vida no había pasado un solo día fuera de los sueños provocados por la droga. Antes o después, la Bestia desaparecería de los muelles, pero la desdicha continuaría en ellos, inalterada.
Le rezó a Sigmar para intentar purificarse de las muertes de siete mujeres. En el centro de la capilla octogonal, con los ojos alzados hacia la estilizada imagen del martillo de guerra situado por encima del altar, intentó llegar hasta el dios que había sido un hombre.
A veces, su don le permitía tener revelaciones, pero nunca se sentía segura de ellas, nunca quedaba convencida de no captar las ilusiones compartidas por las almas de tres mil años, en lugar de llegar hasta los propios dioses.
La mayoría de la gente no veía lo suficiente pero, a menudo, Rosanna Ophuls veía demasiado. Era algo que, en última instancia, resultaba peor que no ver nada.
El sacerdote del turno de medianoche acabó el servicio, y ella se puso de pie. Sus únicos compañeros de conversación eran una anciana que asistía a todos los servicios que se oficiaban, desde el primero de la mañana hasta el último de la noche, y Tilo, un novicio de aire distraído con los dedos manchados de tinta y terriblemente tartamudo. Rosanna se frotó las rodillas para intentar calentárselas.
—R-R-R-Ro…
—Sí —dijo ella sin esperar a que él acabara.
Iba a pedirle que lo acompañara a tomar algo. Podía leérselo en la mente. Tenía la frente de un tono rojo brillante y su cabello ya comenzaba a ralear a despecho de sus poco más de veinte años. El cuero cabelludo relumbraba en color escarlata.
El novicio le inspiraba sentimientos bondadosos.
—Lo siento, Tilo. El lector me ha mandado llamar.
—T-T-T. ¿Tal vez otro día?
—Tal vez, Tilo.
A los labios de él afloró una sonrisa.
—Discúlpame.
Pasó junto a él al trasponer la entrada de la capilla. Tilo pareció dar un ligero traspiés y presionó su cuerpo contra ella.
Dentro de la mente de Tilo estalló una burbuja.
… se encontró bajando los ojos hacia sí misma, desnuda y atada a una cama, con llamas que ascendían lamiendo su cuerpo. Tenía la cara pintada y sonreía como la típica imbécil de ojos vacuos, adicta a la raíz de bruja. Sus pechos y caderas eran tan exagerados como los que podían verse en las tallas de las diosas de los enanos. Estaba cubierta por una película de aceite perfumado que ardía sin causarle dolor. Su cuerpo ondulaba cuando ella se retorcía para intentar librarse de las ataduras y arqueaba la espalda despegándola de la cama, mientras de su caliente centro radiaban invisibles nubes de calor y almizcle.
Estaba implorando algo y las palabras caían como baba de su boca…
Ella empujó para apartarse del novicio e interrumpir el contacto.
En los ojos del joven vio el horror que éste sentía.
—Lo has visto —dijo, esta vez sin tartamudear—. ¡Lo has visto!
Se alejó corriendo con el hábito ondulándole en torno a las piernas.
En el exterior de la capilla había una fuente, y Rosanna metió la cara bajo el chorro de agua para intentar quitarse a Tilo de dentro.
—No soy una muchacha guapa —se dijo, mintiendo—. Lo que ven las demás personas no soy yo.
Se frotó la cara con agua fría. Jamás se pintaba los labios, e intentaba cubrirse el largo cabello rojo con un pañuelo.
No animaba a los hombres como Tilo y, sin embargo, dondequiera que iba podía sentir ojos de hombres que la seguían. Suponía que todas las mujeres experimentaban más o menos lo mismo, pero no todas podían sentir lo que sentía ella, no percibían los sucios zarcillos de los deseos masculinos infiltrándose en sus mentes.
—Rosanna —dijo una voz.
Se incorporó, con el rostro chorreando. La parte frontal de su vestido estaba empapado y se le pegaba al cuerpo.
Siemen Ruhaak, un iniciado de la orden de la Antorcha, se hallaba de pie en el corredor con la capucha echada sobre la cabeza. La orden de la Antorcha era el brazo administrativo del culto, y Ruhaak siempre acompañaba a la gente que tenía una audiencia. Los novicios le tenían miedo porque siempre aparecía cuando se habían ganado una reprimenda.
Rosanna sentía una ligera lástima por él, porque veía las dudas que hervían bajo su severidad. Si el lector, Mikael Hasselstein, era un caballero del Culto de Sigmar, Siemen Ruhaak era su escudero.
—¿Llego tarde? —preguntó ella.
Ruhaak negó con la cabeza.
—Ahora mismo venía a buscaros.
—¿El lector está preparado para verme?
—Sí. Acaba de regresar de una fiesta del palacio. Os agradecería que no lo alterarais en exceso. Parece distraído.
Tiene demasiadas cosas en las que pensar.
Rosanna no lo entendía muy bien. Ni siquiera podía percibir adonde quería llegar Ruhaak. Había algo indefinido que inquietaba al hombre, y él ni siquiera sabía qué era.
Ruhaak sabía mucho más acerca de ella que Tilo. Mientras recorrían los pasillos hacia el despacho del lector, Rosanna advirtió que se cuidaba muy bien de no tocarla, e incluso sujetaba apretadamente las mangas de su ropón contra los costados para evitar un roce accidental.
Había dos clases de hombres: los que la deseaban y los que le tenían miedo. Fuera del despacho del lector, montaban guardia dos caballeros del Corazón Llameante, con armadura completa.
Hasselstein no solía molestarse en tomar semejantes precauciones, pero en caso de crisis siempre recurría al ala armada del culto. Para ser un hombre tan poderoso —en Altdorf, Hasselstein estaba sólo por debajo del gran teogonista Yorri XV, dentro de la jerarquía del culto—, el lector era un hombre notablemente fácil de asustar.
Los caballeros se apartaron y Ruhaak abrió la puerta para que ella entrara. Rosanna inclinó la cabeza en cuanto traspuso el umbral del despacho, la puerta se cerró a sus espaldas y quedó a solas con Mikael Hasselstein, confesor del emperador. Ruhaak no había entrado con ella.
Ya había hablado antes con Hasselstein, pero nunca a solas. En general, lo veía desde lejos cuando él andaba dedicado a los asuntos del culto y el Imperio, habitualmente subiendo o bajando de un carruaje, para lo cual se recogía los costosos ropones.
Sabía que estaba convencido de que Mornan Tybalt, jefe del Tesoro Imperial, era su enemigo mortal y que estaba siempre enredado en planes y contraplanes destinados a ganar más favor de Karl-Franz.
Hasselstein pasaba más tiempo en el palacio que en el templo, y hablaba con elocuencia acerca de la necesidad de que el culto continuara siendo el centro de la vida política cortesana. Sigmar tenía un martillo, pero el lector luchaba con la pluma y los libros mayores.
Ella levantó la cabeza.
El lector estaba tendido sobre un diván y se había quitado las botas. Llevaba puesto su ropón sacerdotal, pero abierto como si fuera un abrigo que dejaba ver las ricas prendas cortesanas que tenía debajo. Parecía un poco enfermo. La oficina era grande pero estaba abarrotada. En lugar destacado colgaba un mediocre retrato del emperador. Un biombo antiguo de estilo nipón, decorado con imágenes de Sigmar blandiendo el martillo, estaba colocado ante las troneras.
Un solo candelabro iluminaba la estancia, y Rosanna tuvo la impresión de que el lector acababa de apagar la mayor parte de las lámparas para que no le causaran dolor en los ojos. El escritorio estaba atestado con pilas de libros y documentos, y sobre el secante se hallaban alineados una serie de sellos, pulcramente ordenados por tamaño y función profesional.
Hasselstein clavó los ojos en ella y se sentó.
—Ophuls —le espetó—, quedaos donde estáis.
Ella se puso tan firme como los caballeros apostados en el exterior.
—Detrás de vos hay un taburete —dijo Hasselstein—. Sentaos.
Así lo hizo, al tiempo que se remetía con recato el vestido en torno a las piernas. El asiento era un bajo reposapiés de madera que la hacía sentir como una niña.
—Así está mejor —comentó él, aliviado. Si Ruhaak se mostraba cauto respecto a tocar a una vidente, Mikael Hasselstein se mostraba aterrorizado. Como confesor del emperador, supuso ella, tenía en la cabeza muchísimas cosas que, aunque lo amenazaran con la tortura, no podía transmitirle a nadie que no fuera su dios.
—Ophuls —volvió a comenzar—. Rosanna, ¿no es así?
—Sí, lector.
Hasselstein se puso de pie y empezó a pasearse por la habitación con los pies enfundados en medias, describiendo un semicírculo en torno a ella. Incluso sin contacto, Rosanna podía sentir el cúmulo de preocupaciones que rodeaba la cabeza del lector. Crepitaban en el aire como rayos.
Ruhaak tenía razón al decir que el hombre tenía demasiadas cosas en qué pensar.
—Niña, ¿hace ya algunos años que estáis en el templo?
Ella asintió con la cabeza.
—Sois una buena y fiel servidora de Sigmar. Sólo he recibido informes excelentes acerca de vos.
Se sirvió una copa de jerez estaliano. El lector no era conocido por su ascetismo. Junto al diván, en el suelo, había un plato con un ave, ya fría, que tenía las costillas al descubierto y las patas arrancadas. Rosanna recordó que todavía no había tenido tiempo para comer.
El pollo había llevado una vida feliz, picoteando maíz, escarbando entre la paja. Había sido el favorito de la hija del granjero, pero ésta no le había tenido el cariño suficiente para dejar escapar los beneficios. Un día, había cogido al ave en sus brazos y la había estrangulado con pulcritud. Rosanna había percibido muchísimas vidas animales como ésta. Era vegetariana.
Hasselstein permanecía quieto, sorbiendo jerez.
Lo más destacado de sus pensamientos era una mujer.
Rosanna vio un agitarse de faldas, un persistente rastro de perfume y la cálida presión de un cuerpo. Hasta donde ella sabía, Hasselstein no tenía amante oficial. Retrajo sus invisibles sensores y los dejó como tenía las manos, plegadas sobre el regazo.
Hasselstein bebió más licor. Estaba cansado.
—¿Habéis bajado a los muelles, hoy?
—Sí. El padre Wallraff me envió para que ayudara a la guardia.
—Wallraff, ¿eh? Es un hombre de iniciativa. Es bueno para él.
Rosanna tuvo la impresión de que el lector no iba a recompensar al padre por su iniciativa. No le habría sorprendido enterarse de que el agudo joven sacerdote había sido repentinamente destinado a una labor misionera allende el mar de las Garras.
—He estado intentando ayudar en el caso de la Bestia.
Hasselstein vació la copa.
—El asesino, sí. He oído hablar de él.
Rosanna no podía evitarlo. Las impresiones que emanaban de Hasselstein eran demasiado fuertes para hacer caso omiso de ellas. Había la risa de una mujer y el pegajoso gusto del sudor. El lector no pensaba como Tilo, que construía fantasías para la noche. No estaba imaginando, sino recordando.
Vio cuerpos que se apretaban el uno contra el otro con urgencia, un acto amoroso rudo, con sangre y contusiones junto a los besos y caricias. También había una densa oscuridad, como si el sacerdote estuviese intentando borrar parte del recuerdo.
—Un mal asunto. ¿Qué habéis averiguado?
Rosanna se obligó a hacer caso omiso de la imagen que había en la mente de Hasselstein.
—Me temo que poca cosa. Pienso que el asesino es un hombre. Es decir, un ser humano. O alguien de alguna raza estrechamente relacionada con la nuestra.
El semblante de Hasselstein se contrajo y la cólera ardió como un halo en torno a él.
—Por el salvajismo de los asesinatos, había imaginado que nos enfrentábamos con un monstruo del Caos.
—No lo creo así. La Bestia tiene retorcida la mente, pero no el cuerpo. Al menos, ésa es mi impresión. No es muy clara. Hay algo extraño en el asesino, en su aspecto físico. Eso he podido verlo en los restos que la guardia ha conservado. Continuamente siento que hay algo importante justo al alcance de mi mano, pero que no puedo separarlo de la confusión.
—Sois joven —dijo Hasselstein—, y vuestros dones aún no están del todo educados.
—Tal vez el culto preferiría designar a alguien que tenga más control que yo. Como Hannelore Zischler o Beate Hettich.
El lector pensó durante un momento y luego tomó una decisión.
—No, Rosanna. Vos debéis tener vuestra oportunidad. El hecho de hacer intervenir a otra vidente, confundiría las cosas. Además, las otras no están en Altdorf. Estos asesinatos no dan signos de cesar durante el tiempo suficiente para permitirnos mandar a buscar a Zischler o Hettich. Hay que atrapar pronto a la Bestia.
—Sí.
—¿Podéis decirme algo más acerca de los asesinatos?
Rosanna no sabía si mencionarlo o no, pero lo hizo.
—No es algo que haya visto mediante mis dones pero, antes de que yo llegara, la guardia encontró una importante prueba que fue destruida.
Hasselstein sintió un vivo interés.
—¿Sí? —dijo, impaciente—. ¿Qué era?
—Un jirón de terciopelo verde, lector. Como los atuendos de los cortesanos. Hasselstein apretó en un puño la mano con la que sujetaba la copa, y ésta se hizo añicos. Rosanna se encogió cuando la furia del hombre colmó la estancia.
Su semblante estaba inmóvil e inexpresivo, pero su mente era un torbellino.
Sacó un pañuelo y se envolvió la mano cortada.
—Rosanna, ¿habéis hecho algún voto? Sé que no sois una novicia pero ¿estáis ligada al culto?
—He jurado lealtad y obediencia.
—¿Obediencia? Bien. El culto debe estar antes que cualquier otra cosa, ¿comprendéis? Ésta es una época difícil, y sólo nosotros tenemos como principal preocupación el máximo bienestar del Imperio.
Hasselstein había dicho lo mismo durante los sermones privados que dedicó al personal del templo. El padre Wallraff se había mostrado divertido con respecto a ese sermón, al preguntarle a ella si se le ocurría alguna época de la historia que no hubiese sido difícil para el Imperio.
—Cualquier cosa que averigüéis acerca de la Bestia, debéis contármela primero a mí. Si no estoy disponible, conferenciad con Ruhaak. Esto es de una importancia vital.
—Ya… ya entiendo.
—Aseguraos de que así sea. Recordad que tenemos la orden del Corazón Llameante. Cualquier cosa que pueda hacer la guardia, pueden hacerla mejor nuestros propios templarios. No confío en los hombres de la guardia. Se les han escapado demasiados criminales.
Rosanna lo entendía muy bien. Los miembros de la guardia de los muelles, como había visto ella misma, eran matones codiciosos. Si la Bestia era un hombre rico, le resultaría fácil comprar su libertad. Ella no podía ser responsable de eso.
—Y debemos ser discretos. Puede que ésta sea una historia que no resulte conveniente que conozca mucha gente.
Hasselstein estaba pensando otra vez en la mujer. Ella gritaba de pasión mientras copulaban.
¿Acaso nadie del templo pensaba en nada más?
—Lo comprendo.
—Somos una orden rica, Rosanna. No veo razón alguna por la que no debáis sacar un beneficio de vuestros afanes, en este caso.
Rosanna no habría podido sentirse más conmocionada si el lector la hubiese abofeteado.
—Si cumplierais con vuestro cometido a mi satisfacción, creo que podría autorizar una pensión generosa. Bastante para estableceros en cualquier rincón del Imperio, en cualquier negocio que decidáis. Contaríais con una dote sustancial si prefirierais cazar a un esposo en lugar de cazar asesinos.
Si os cansarais de vuestro propio apellido e historia familiar, podrían confeccionarse unos antecedentes nuevos para vos.
Aquélla era una sugerencia asombrosa.
—Lo que quiero decir es que éste es un asunto tan importante para el Culto de Sigmar, que vuestro trabajo es del interés más inmediato para mí. Servidnos bien, y habrá poco que podáis desear que no se incluya en mi dádiva.
Rosanna inclinó la cabeza. El pañuelo se le estaba deslizando del cabello. Olvidando toda prevención, Hasselstein avanzó y tendió una mano con gesto familiar, como para imponerle su toque curativo a un suplicante.
Era la manera tradicional de concluir una confesión, como símbolo de que el sacerdote asumía sobre sí los pecados del penitente.
A una fracción de centímetro de su cabello, que ascendía ligeramente atraído por la carga eléctrica del cuerpo del lector, Hasselstein se detuvo como petrificado.
En su mente, estaba dando placer a una mujer dentro de un espacio oscuro y reducido, un armario o una habitación pequeña. Tenía las rodillas apoyadas contra algo y se aferraba al respaldo de una silla para permanecer inestablemente de pie.
Ambos gruñían mientras él se frotaba dentro de ella, y el olor a sexo flotaba en al aire como la niebla de Altdorf Tenían la falda y el hábito desordenados, recogidos en un montón entre ellos, y las manos de él estaban metidas dentro de la ropa de ella, pegadas a su cuerpo como sanguijuelas. Tenía el rostro hundido en el cabello de la mujer, que era rojo como el de Rosanna. Pero luego era rubio y fino como la seda. Al llegar la pareja al clímax, ella volvió la cabeza para mirar la cara de él, lamerle el mentón con avidez.
Al mirar a través de los ojos de él, Rosanna volvió a ver su propio rostro, pero ondulando como la superficie de un estanque agitado. Los deseos de Hasselstein se superponían a sus recuerdos. Rosanna vio que sus ojos cambiaban de color, del verde al azul, y que sus facciones se transformaban. El rostro se distorsionó y se transformó en otros varios rostros. Uno de ellos, estaba segura, pertenecía a Margarethe Ruttmann, la última víctima de la Bestia. Y otros, justo fuera de su alcance y que no pudo reconocer, le parecieron igualmente familiares.
El lector apartó la mano con brusquedad y se la frotó en el ropón.
—Tenéis mi bendición —dijo—. Ahora, marchad…