Capítulo 3

TRES

—Creo que por eso lo llaman Sucio Harald —dijo alguien.

Se volvió con el cuchillo arrojadizo en la mano. En el almacén habían entrado dos hombres, uno de treinta y pocos años y el otro, diez años más joven. No lo hicieron sentir asqueado a primera vista, así que probablemente eran gente correcta.

—Tenéis mierda en las botas, señor —dijo el hombre de más edad. Llevaba la capa de terciopelo verde como si hubiese nacido con ella. Un cortesano.

Se encogió de hombros y envainó el cuchillo. No veía amenaza alguna en los dos recién llegados.

—Estaba aporreando a un tipo hecho de eso mismo —gruñó.

El caballero vestido de terciopelo y el guardia fuera de servicio se miraron entre sí y se encogieron de hombros.

Los dejó esperando un momento y luego se explicó.

—Alguien tiene que limpiar las entradas de las cloacas cuando se taponan. Forma parte del contrato que tengo con la compañía.

Se limpió las botas en un tosco felpudo. Más tarde tendría que lavarlas adecuadamente.

El caballero parecía un poco molesto, pero no frunció la nariz con asco. Era rico y probablemente tenía un título, pero no se trataba de alguien remilgado ante las suciedades de la realidad. Harald supo que no era un típico pisaverde de la corte.

Si se metía en una pelea, costaría bastante matar al cortesano.

—Bueno —dijo Harald—, ¿qué puedo hacer por vos?

—Venimos en misión oficial —respondió el aristócrata.

Harald no dijo nada. Cogió un trapo mojado que colgaba de un gancho, en la pared, y acabó de limpiarse las botas.

—Éste es el barón Johann von Mecklenberg, elector de Sudenland —dijo el oficial.

Harald no se inclinó ni arrastró los pies. No era su estilo.

—¿Cómo está Dickon? —preguntó.

—Dickon. ¿Sigue siendo capitán de la guardia de los muelles?

El joven estaba atónito.

—Hueles a madera, muchacho. No puedes disimularlo.

—Soy Helmut Elsaesser, y pertenezco a la guardia de los muelles.

A Harald no le gustó la sensación de que lo estaban tentando para que demostrara sus habilidades como si fuera un prestidigitador en una fiesta infantil.

—Tenéis vista aguda, atrapa ladrones —dijo el barón.

Harald asintió, de acuerdo con la observación.

—Dickon sigue siendo capitán.

—Estoy seguro de que es el mejor que puede comprar el dinero.

El muchacho se echó a reír. No estaba mal.

El barón recorrió el almacén con la mirada. Las mercancías se hallaban apiladas, con marcas de tiza en las cajas para indicar su destino final. El alojamiento y la comida iban incluidos en el empleo. Un camastro dentro de un armario y tres comidas diarias. Podía llamársele vida.

—¿Antes pertenecíais a la guardia?

—Sí, barón. Antes.

Las botas de Harald quedaron aceptables. Alzó los ojos hacia los dos visitantes que habían traído consigo un poco de niebla. El exterior estaría frío y complicado, una noche ideal para los ladrones de bolsas, los chulos, los carteristas y los rufianes. Mal tiempo para la guardia.

—Tengo entendido que renunciasteis.

Harald escupió una breve carcajada.

—Eso es lo que habéis oído.

Elsaesser estaba jugando con un documento que pasaba de una mano a la otra.

—Dicen que erais el mejor guardia de Altdorf.

—Yo también he oído eso.

—Aunque no recientemente.

Harald se sentó. Sobre la pequeña mesa humeaba una tetera.

—Ahora estoy en el negocio mercantil. Me retiré para hacer fortuna.

—¿Destapando alcantarillas?

—Y atrapando rateros, controlando las existencias y barriendo todo esto, si hace falta.

Sin que lo invitara, el barón se sentó a la mesa. Elsaesser permaneció de pie, como un lacayo obediente, aferrando el documento como si fuese un amuleto bendecido por Verena. Harald vio el sello imperial pero no se sintió impresionado. Ya lo había visto antes.

—Habéis descendido bastante en la vida.

—Podéis considerarlo así, barón. Un hombre debe sacar el máximo provecho de sus circunstancias. Sean las que sean.

Hacía ya tres años que estaba en la Compañía Comercial del Reik y el Talabec, y no se acordaba del nombre de pila de los tres empresarios que lo habían contratado.

—He oído contar historias acerca de vuestra renuncia.

—Se cuentan tantas que hay para escoger.

—¿Cuál es vuestra versión?

Harald no veía por qué tenía que pasar otra vez por todo esto, pero era lo que se esperaba de él.

—Maté a un hombre. De hecho, a varios. Pero a uno en particular.

—Ulli von Tasseninck.

Harald recordó el peso del cuchillo en su mano. El arco que describió al arrojarlo. El satisfactorio golpe sordo del impacto.

—Vos lo conocíais, elector. No me sorprende.

—Era el sobrino del gran príncipe Hals von Tasseninck, elector de Ostland.

—Sí, una familia distinguida.

El joven hombre, ya cadáver, dando cinco pasos más y luego desplomándose sobre las losas de piedra del suelo. Había sido un trabajo limpio. No se derramó sangre.

—Y poderosa.

—Mostradme un elector que no sea poderoso. Vos deberíais saberlo.

Harald se sirvió un jarro de té, pero no les ofreció uno a los visitantes.

—¿No podríais haber empleado un poco más de tacto? Ulli era un testarudo, es cierto, pero nació en el terciopelo verde.

Harald sintió que la bilis le afluía al estómago, y bebió grandes tragos de té para calmarlo.

—Barón, yo vi a un hombre desnudo que perseguía a una muchacha, con la picha en una mano y un cuchillo de carnicero en la otra… Bueno, supongo que olvidé hacer indagaciones acerca de su linaje…

Ulli había dejado su capa cortesana de terciopelo verde colgada en una estatua de Verena, presumiblemente para cegar a la diosa de la justicia. Harald había limpiado el cuchillo en la capa, que luego arrojó sobre el muerto.

—La muchacha era propiedad de Ulli, ¿verdad? ¿Una esclava rubia?

Harald se encogió de hombros.

—El templo estaba a oscuras. No vi la marca del dueño grabada a fuego en la espalda de la joven.

El barón no respondió nada, y Harald supo que aprobaba lo que él había hecho. La mayoría de la gente lo aprobaba, aunque eso no le servía de gran cosa. Lo que pensaba la gente —sobre todo los que se cubrían con terciopelo verde—, y lo que hacía, eran dos cosas distintas.

—Ella tenía trece años —dijo Harald—, y vuestro amigo había estado usándola desde que tenía ocho.

En los ojos del barón aparecieron puntos negros.

—Ulli von Tasseninck no era amigo mío.

—¿Sabíais que el gran príncipe financió un colegio con su nombre, en la universidad? Hay una estatua de él en el exterior, con aspecto de santo, blandiendo una lanza de conocimiento.

La Escuela Ulli von Tasseninck de Estudios Religiosos.

Una sonrisa como un tajo dividió la barba pulcramente recortada del barón.

—La estatua sufrió daños, últimamente. Alguien le rompió la cabeza y la reemplazó por un farol hecho con una calabaza.

—Eso es un delito.

—Ése no lo habríais considerado como tal.

—Yo detesto el delito.

—Eso pensaba.

Del té de Harald ascendía vapor. Ahora entendía un poco mejor al barón. También él era un buen hombre.

Los tres eran buenos hombres. Una especie en vías de extinción.

—¿Qué sucedió con la joven? La comprasteis vos, ¿verdad?

Harald recordó. Apenas sabía hablar y se escondía debajo de una mesa siempre que entraba en la habitación un desconocido. Cuando él le preguntó su nombre, ella no había entendido qué quería decir. Cuando él le explicó que su nombre era como la llamaban todos, ella sonrió y dijo: «Puta».

—No. Le di la libertad.

—Tengo entendido que os costó mucho.

—Todo lo que tenía. Mi casa, mis ahorros, mi caballo, todo. Incluso mi empleo. Fue el precio que le puso el gran príncipe.

El barón asintió con la cabeza.

—Pero me quedé con algo —dijo Harald—. La mayoría de las armas las entregan con el puesto y pertenecen a la guardia. Esto, sin embargo —dio unos golpecitos en el cuchillo—, es mío, comprado con mis propias coronas.

—Una buena artesanía. ¿De Magnin el herrero?

Harald asintió.

—Yo tengo una de sus espadas.

Harald sacó el cuchillo y se miró la cara en el pulido acero. Su reflejo se curvó con la forma de la hoja.

—Está casada —dijo Harald—. El juguete de Ulli. Se casó con un cerero y engordó. Tiene cientos de bebés.

—¿A todos les puso vuestro nombre?

—No, a ninguno. No nos vemos. Tiene demasiados recuerdos.

Besó la hoja del cuchillo y sintió la dureza fría como la piedra contra los labios.

—Así pues, ¿tenéis una querida de acero?

—Podéis llamarla así —replicó, al tiempo que guardaba el cuchillo—. Pero es sólo una buena herramienta.

—Estabais casado, ¿verdad? —Era lo primero que decía Elsaesser desde hacía un buen rato.

El estómago de Harald volvió a arder.

—Lo estuve. Mi esposa murió.

—Lamento oír eso —dijo el barón—. ¿La peste?

Sentía las entrañas como si se las estuvieran devorando unos gusanos látigo.

—Los Ganchos —replicó—. O los Peces. Nunca lo descubrieron.

—Fue durante la guerra del puerto —le explicó Elsaesser al barón—. Justo antes de que amainara. Fue algo extraño.

Un día, las dos bandas se habían lanzado la una al cuello de la otra. Luego la pelea acabó.

Los jefes de guerra de los Ganchos y los Peces simplemente desaparecieron. Harald recordaba los rostros que lo miraban desde debajo del agua mientras iban desapareciendo al ser arrastrados por los pesos que tenían en las botas.

—Otro caso no resuelto —dijo—. Dickon tiene un barril lleno de ellos.

—Conocí a Dickon.

—En ese caso, ya sabéis qué clase de poli es. Sólo quiere dinero al final de la semana, y es capaz de hacer cualquier cosa para llevar una vida tranquila.

El barón tendió la mano y Elsaesser depositó en ella el documento.

—Esto es una autorización imperial, señor Kleindeinst.

El barón la dejó con cuidado sobre la mesa y emparejó los bordes.

—¿Para qué?

—Para lo que queráis. A título inmediato, es una orden que os confirma en vuestro antiguo puesto.

—A Dickon le encantará eso.

—No estaréis a las órdenes de Dickon; Me informaréis sólo a mí y yo sólo respondo ante el emperador.

El estómago de Harald estaba calmándose pero sentía una tensión en el vientre que iba reemplazando al dolor.

Casi podía saborear el deseo. El almacén era una tumba y podía sentir la tierra que se movía al abrirse paso a través de ella.

—Además, aquí hay órdenes selladas que os otorgan autoridad para ir a cualquier parte, interrogar a cualquiera, hacer cualquier cosa…

En los ojos del barón había una gran oscuridad, y Harald tuvo la sensación de estar mirando otra vez el espejo de una hoja de acero.

—Y, finalmente, esto es una orden de arresto para cierto criminal —dijo Elsaesser.

—Una orden de arresto —explicó el barón— o, si fuese necesario, una orden de ejecución.

Harald cogió el documento y lo olió.

—Esto no es real, ¿verdad?

—No —replicó el barón—, pero ése será nuestro secreto.

—Muchacho —le dijo Harald a Elsaesser—, coge una silla y siéntate. ¿Queréis té?

Elsaesser cogió dos tazas de un estante, y Harald sirvió a los visitantes.

—Pensé que más valía que disfrutara de esto —comentó al tiempo que volvía a beber—. Era lo único bueno del empleo, té importado de Kislev. Y ya no trabajo aquí.

Tenía el documento metido en el bolsillo de la camisa, sobre el corazón.

—He traído esto —dijo Elsaesser, al tiempo que sacaba un paquete pequeño envuelto en tela—. Estaba en un escritorio del puesto de la calle Luitpold. Desenvolvió un objeto que dejó caer sobre la mesa. El distintivo de cobre no había cambiado. Llevaba el número de código de la guardia correspondiente al distrito de la calle Luitpold, el 317, y su propio número de serie de servicio, el 89. Harald lo cogió y sintió su tacto en la mano. Ya no sentía molestias en el estómago. Era como si hubiese recobrado una extremidad cercenada. Se metió el distintivo en el bolsillo.

—¿Qué sabéis acerca de la Bestia? —preguntó el barón.

—Siete —replicó Harald, al tiempo que las imaginaba tendidas en hilera—. Siete hasta ahora.

—Y habrá más.

—Sí. Él no puede detenerse. Un asesino de mujeres es el peor tipo de criminal que existe.

—¿Podéis atraparlo?

Ahora el barón estaba serio, y Harald sintió el peso del distintivo que llevaba en el bolsillo. Para ser un pequeño trozo de metal, era terriblemente pesado.

—¿Sabéis? —Respondió, al tiempo que ponía una bota sobre la mesa—, es por eso que me llaman Sucio Harald.

El barón miró a Elsaesser con perplejidad.

—No entiendo.

—Todos los trabajos sucios. Es entonces cuando la gente recurre a mí. Eso es lo que me toca. Todos los trabajos sucios.