Capítulo 2

DOS

Era una noche de poco trabajo en El Descanso del Caminante, así que Wolf y Trudi ascendieron por la calle cogidos del brazo, en busca de un establecimiento más animado. Se habían quedado en la cama, dormitando durante casi todo el tiempo, hasta la caída de la noche. Al igual que la mayoría de los estudiantes, Wolf estaba habituado a hacer horario de vampiro. Se sentía mejor cuando salían las lunas, más vivo.

Tenía hambre, y no sólo de comida.

En torno a sus tobillos se alzaba una niebla tenue que burbujeaba ligeramente. Wolf reconoció en ella los inicios de una clásica niebla de Altdorf, y se alegró de que todas las tabernas de la zona se encontraran en la misma calle principal, bien iluminada. La niebla de Altdorf salía de los dos ríos una vez cada pocos meses, y cubría la ciudad durante un par de días. Los ciudadanos estaban habituados a ella y hacía tiempo que se habían inventado buenas razones para permanecer en sus hogares caldeados por el fuego hasta que desaparecía, pero para Wolf era casi emocionante, casi encantadora…

En la niebla de Altdorf podía pasar cualquier cosa, como si la ciudad se viese instantáneamente envuelta en un gigantesco sueño de raíz de bruja. Los amantes podían encontrarse durante unas pocas horas y separarse luego para siempre. Ciertas criaturas que habitualmente permanecían en las alcantarillas y habitaciones traseras, salían a las calles durante unas pocas noches, enmascaradas por la densa nube gris. Corrían muchas historias de aventureros en la niebla de Altdorf, o chistes acerca de enredos románticos.

En el Teatro Memorial Vargr Breughel, Detlef Sierck protagonizaba Una farsa en la niebla, basada en uno de los chistes más antiguos, y Wolf había llevado a Trudi a verla, hacía algunas noches.

Ambos habían reído sin parar ante el desfile de estúpidos que constituían los esposos lascivos, las codiciosas queridas, los ardientes amantes, las inocentes esposas, las vulgares comadronas, los cómicos guardias y los absurdos sacerdotes, y se habían maravillado ante los efectos de niebla creados sobre el escenario.

Esta noche, la niebla no parecía tan alegre como en la obra teatral. Se alzaba con rapidez y flotaba, espesa, en el aire. Resultaba imposible ver la acera contraria de la calle, e incluso los faroles de las tabernas quedaban amortajados en ella. Trudi temblaba bajo su chal y no hablaba mucho, y Wolf supo en qué estaba pensando. La muchacha no podía leer los carteles, pero había oído los rumores, y habían puesto un cartel nuevo que resultaba inconfundible incluso para los analfabetos, donde aparecía una criatura de rostro bestial —vago pero inconfundible—, bajo la cual figuraba la promesa de una recompensa sustanciosa.

La niebla ya los rodeaba por todas partes y los posaderos habían salido a encender más faroles y aprovisionarse como si fuesen a sufrir un asedio. Los grandes bebedores dispuestos a aventurarse al exterior con independencia del tiempo que hiciera, mantendrían las tabernas abiertas durante los días siguientes, así que los dueños de estos establecimientos querían asegurarse de que los clientes encontraban sus locales.

—Alto —dijo una voz—. Vosotros…

Wolf se volvió a mirar y comprendió que le estaban dando el alto a él. Una figura alta y ancha se le acercaba, avanzando por la niebla. No llevaba ni el casco ni la insignia de la guardia —aunque eso tampoco habría hecho que Wolf se sintiera más tranquilo, habida cuenta de las historias que se contaban acerca de la guardia de los muelles—, así que el joven retiró discretamente el brazo con el que rodeaba a Trudi, para posar la mano sobre el puño de su daga. Llevaba algo de oro en la bolsa, además de un saquito de raíz de bruja que le colgaba de la cintura bajo la chaqueta.

No quería perder ninguna de las dos cosas.

—Veamos quién eres.

El otro alzó un farol que le brilló en los ojos. Trudi retrocedió y se apretó más contra él. Wolf continuaba sin poder ver la cara del hombre, pero bajo la luz vio el gancho de estibador que colgaba de su cinturón, y el símbolo bordado en su abrigo.

—Eres un estudiante, ¿verdad?

Wolf asintió con la cabeza. Era mejor no provocar problemas.

—Encantado de conocerte, hijito…

El tono del Gancho era burlón, desagradable. Por la voz, Wolf dedujo que también era joven, menor de treinta años.

En ocasiones, Wolf sentía su verdadera edad, se sentía demasiado viejo para todo esto…

—¿Ésta es tu chica?

Trudi intentó esconderse detrás de él, como un animal nocturno que se oculta tras una roca.

—Es guapa, ¿eh? Los estudiantes os lleváis a todas las guapas, no como nosotros, los trabajadores honrados.

Wolf vio que el Gancho llevaba un brazalete de vigilancia ciudadana. Pertenecía a una de las patrullas no oficiales que la facción portuaria había puesto a vigilar la calle mientras la Bestia anduviese suelta.

—Pero eso cambiará cuando llegue la revolución…

Resultaba obvio que aquel vigilante era discípulo de Yevgeny Yefimovich.

El Gancho tendió una mano y acarició el cabello de Trudi. Wolf apretó los puños y sintió que sus afiladas uñas se le clavaban en las manos.

—¿Qué tal si me dejas catarla?

Wolf podía oler la ginebra en el aliento del Gancho. Ninguno de aquellos vigilantes se tomaba en serio su misión de proteger a la gente del barrio. La vigilancia ciudadana era sólo una excusa para mostrarse más bravucones.

—Disculpad —dijo Wolf, a modo de protesta.

El Gancho rio entre dientes, y en aquel momento Wolf se dio cuenta de que había otros entre la niebla. Los vigilantes nunca hacían la ronda en solitario. Podía distinguir sus siluetas y, más aún, sus olores, ya que aún retenía algunos de los sentidos que había desarrollado durante el tiempo pasado con los caballeros del Caos, en especial después de oscurecer, y sobre todo si las lunas estaban llenas y había niebla.

El Gancho le dedicó una sonrisa impúdica, dientes verdosos brillando en el rostro en sombras, y se inclinó hacia delante. Sus facciones aparecieron horriblemente distorsionadas a la luz de los faroles, cuando sacó la lengua.

—¡Raaaahh!

Trudi reprimió un grito y sus dedos se clavaron en el hombro de Wolf.

—¡Deberías tener cuidado de con quién vas, amor —dijo el Gancho—, o te pillará la Bestia!

Trudi le habló a Wolf con lentitud y en voz baja.

—Haz… que…se…marchen…

A la muchacha no le gustaban los Ganchos. No le había contado mucho sobre su vida antes de que se conocieran, pero él había captado un detalle por aquí y otro por allá.

Había estado con los Peces durante algún tiempo, pasando de hombre en hombre, y le habían matado amigos en la guerra del puerto. Algunas de sus ropas aún tenían puntadas que formaban una silueta de pez, allí donde había arrancado las insignias. Ahora estaba fuera de la vida de la banda, pero aún recordaba algunos malos momentos. Tenía unas cuantas cicatrices de las que no resultan visibles.

Wolf no quería una pelea. Tenía tanto miedo de lo que podía hacerles a los Ganchos, como del daño que ellos podían causarle a él.

—Dicen que la Bestia procede del otro lado del río —comenzó el Gancho en tono de conversación—. Yefimovich dice que el asesino es un lacayo de un palacio o un comerciante rico. Obviamente, el monstruo pertenece a las clases privilegiadas.

Wolf se dio cuenta de que llevaba puestas sus mejores ropas. Podía parecer un mendigo de acuerdo con las pautas de la corte, pero para aquellos hombres continuaba siendo un príncipe consentido.

—Yo pienso otra cosa. La Bestia es escoria rica, tan seguro como que existe el poderoso martillo de Sigmar, pero creo que es de este lado del río. Pienso que es de la universidad.

Pienso que es un maldito estudiante.

El farol del Gancho formaba una pequeña burbuja de visibilidad en medio de la niebla, dentro de la cual se encontraban él, Wolf y Trudi, mientras que los camaradas del primero quedaban situados en la periferia de la luz, acechantes como predadores de alta mar. Wolf no sabía en qué punto de la calle se hallaban ni a qué distancia podían estar de una posada amistosa.

—Déjalos marchar, Brandauer —dijo uno de los otros vigilantes—. Son sólo unos críos.

En otras circunstancias, Wolf habría puesto objeciones a esa observación.

—Necesitan que les den una lección —respondió Brandauer.

—Lo que no estamos haciendo es atrapar a la Bestia —insistió el vigilante más concienzudo.

Brandauer refunfuñó pero bajó el farol para apartarlo del rostro de la pareja.

—Cuidados —dijo al tiempo que les volvía la espalda.

Wolf podría haberle clavado la daga entre los omóplatos con un solo movimiento y sabía con total precisión dónde debía herir si quería atravesarle el corazón, el hígado o los riñones.

Había aprendido anatomía en la universidad del bosque, tajando y estoqueando con su espada corta.

Pero aquélla había sido otra vida, perteneciente a otra persona. Aquel ser había sido una bestia, no un hombre. Los Ganchos se habían marchado, e incluso la luz de sus faroles había quedado oculta por la niebla.

Wolf se dio cuenta de que estaba sudando. Trudi aflojó la mano con que le había apretado el hombro.

Se formuló preguntas acerca de la Bestia. No le gustaba pensar en el asesino que merodeaba en la noche como él había merodeado por los bosques. Lo que le daba miedo era que podía entender a aquel demente; conocer el placer que experimentaba durante sus expediciones de caza por los callejones. Tal vez la Bestia era un caballero del Caos, como lo había sido él. Algunas mutaciones resultaban fáciles de ocultar tras una máscara o bajo una capa. Y otras eran imposibles de detectar con una sola mirada. En la compañía de Cicatrice había caballeros que parecían niños o ancianos, pero que en la batalla eran locos frenéticos, más fuertes que los gigantes de piel acorazada y manos de hacha. Era atemorizadoramente fácil imaginar a la Bestia como alguien así. Un viejo mendigo, un niño perdido, una trotacalles. Cualquier rostro podía ser una máscara.

Wolf y Trudi echaron a andar hacia el débil resplandor de las luces de la taberna. Tras leer algunos letreros, supieron inmediatamente dónde se encontraban. Allí estaba El Bastardo Borracho, posada que servía exclusivamente a los bebedores solitarios y desdichados. Y La Lanza Curva, bien conocida como lugar de ligue para los jóvenes que preferían la compañía de su propio sexo. Y La Luna Creciente, que atraía a los muertos inquietos, según decían.

Ninguno de estos locales resultaba exactamente prometedor. En solitario entre tantos carteles iluminados, el símbolo de herrería de La Luna Creciente pendía en la oscuridad, ya que sus clientes no necesitaban antorchas y faroles para hallar el camino.

De modo repentino, una pulsación de deseo latió en el cerebro de Wolf. Necesitaba masticar raíz. A veces, esa urgencia lo acometía en los momentos más extraños: durante las clases, en medio de una conversación social, en los largos viajes en carruaje, en la cama con Trudi. Si alguna vez se transformaba en un problema, acabaría con ello…

Se le secó la boca y la niebla se arremolinó dentro de su cabeza.

Vio chispas, como luciérnagas que danzaran ante sus ojos…

… pero no era un problema.

—¿Wolf?

Trudi volvió a aferrado con fuerza.

—Se me pasará —masculló él, al tiempo que se llevaba la mano a la espalda para coger el saquito que tenía bajo el abrigo. Trudi lo soltó y se apartó un poco, mientras su silueta se desdibujaba en la niebla.

Wolf sacudió el saquito para que cayera una raíz en su mano, y con el cuchillo le cortó una rebanada que se puso sobre la lengua, disfrutando del sabor picante del jugo que rezumó de la raíz.

—Ya estoy mejor —declaró mientras volvía a meter la raíz dentro del saquito y lo ocultaba otra vez—. Ya estoy mucho mejor.

De La Luna Creciente salió alguien: una muchacha joven cubierta con una larga capa. Se alzó el cuello y echó a andar con paso seguro, esquivando a un borracho que se tambaleaba a ciegas entre la niebla. Incluso con la poca visibilidad reinante, Wolf pudo distinguir el matiz rojo de sus ojos y supo por qué podía ver en las tinieblas. La joven silbaba una antigua tonadilla bretoniana.

Wolf sintió envidia de aquella criatura para quien la noche no guardaba terror alguno. El hombre al que había esquivado hizo la señal del martillo al pasar ella, y continuó, tambaleándose con mayor rapidez, hacia El Bastardo Borracho, al tiempo que metía la mano en su bolsa para sacar unas monedas.

La muchacha llegó cerca de la pareja y se detuvo. Sonrió con dientes como perlas afiladas, y miró a Wolf con curiosidad.

—¿No os conozco? —preguntó la mujer vampiro. Hablaba el reikspiel con un ligero y atractivo acento bretoniano.

Si la conociera, Wolf la recordaría. Era adorable, fascinante. Parecía tener unos dieciséis años, pero no había modo de determinar su verdadera edad.

—Me parece que no.

—Genevieve —se presentó ella al tiempo que le tendía una esbelta y fría mano para que se la besara—. Genevieve Dieudonné.

A Trudi no le cayó bien la muchacha. Tenía problemas para aceptar al pueblo de los muertos. Era uno de los prejuicios de su clase.

—He oído hablar de vos —dijo Wolf.

El sonriente rostro de la mujer vampiro se volvió algo más reservado y su mano se tornó un poco más fría.

—Vos habéis conocido a mi hermano Johann. Nos parecemos bastante.

—Johann es un nombre muy corriente.

—Johann von Mecklenberg, elector de Sudenland.

Genevieve volvió a sonreír.

—Ah, sí, una persona nada corriente.

—Wolf —se presentó él—. Y ésta es Trudi.

—Hola, Trudi —saludó la mujer vampiro.

Wolf no pudo determinar si Genevieve estaba intentando tranquilizar a Trudi, o disfrutando taimadamente de la turbación de la muchacha.

El jugo de raíz de bruja comenzaba a hacerle efecto.

Miró fijamente el semblante de Genevieve y vio en él cosas extrañas. A veces, los retratos envejecen con la edad y, al descascarillarse, dejan ver otro cuadro sobre el cual fueron pintados.

El rostro de muchacha de Genevieve era así, con otra cara por debajo: una cara vieja de depredador provista de dientes finos como agujas, mejillas hundidas y ojos ardientes como lámparas encendidas.

—Me temo que no soy muy aficionada a la corte —dijo la mujer vampiro—. Demasiados malos recuerdos. Tal vez vuelva a veros en el teatro.

El terror se apoderó de Wolf cuando sintió que su cerebro se entumecía. Estaba perdiendo el contacto con las funciones de su cuerpo. Su rostro petrificado retenía la máscara de la cortesía mientras él intercambiaba frases amables con la muchacha anciana, pero se sentía como si Wolf estuviese encogiéndose dentro de su cuerpo mientras algún otro se hacía con el control.

La niebla se le metía dentro y empujaba su conciencia hacia las profundidades de su personalidad.

—Tened cuidado cuando andéis por la niebla —dijo Genevieve mientras desaparecía en ella—. Hay cazadores sueltos.

Oyó cómo sus pasos se alejaban, sus zapatos dando ligerísimos golpecitos sobre los adoquines. Su olor —dulce con un regusto a sangre— persistió unos instantes y se disipó en la niebla.

Genevieve, según había oído decir, había llegado a aceptar lo que era. Al igual que el otro Wolf y Erik, no le temía a la bestia de su interior. Wolf sintió el impulso de correr tras ella, de hablar más con ella. Había algo que debía aprender de la muchacha vampiro.

La niebla se hizo más densa y se le pegó a la ropa. Incluso le costaba ver a Trudi. Inspiró el aire frío y sintió el sabor de la raíz de bruja cuando la corriente pasó sobre su lengua. A esas alturas, los sueños corrían por su sangre.

Había siluetas en la niebla. Ahora podía verlas, llamándolo.

—¿Wolf?

Trudi parecía estar muy lejos, gritándole como si él se encontrara en la cumbre de las montañas más altas del Imperio.

Había colores en la niebla gris, y música.

Se sentía incómodo con los pies encerrados en las pesadas botas, donde las uñas se le clavaban en la carne al quedar apretados los dedos. En sus extremidades se fundían el dolor y la fortaleza.

—¿Wolf?

Era Wolf y no lo era. El sabor de la sangre aún flotaba en el aire.

La muchacha le tironeó de la manga, y dentro de él estalló una ola de cólera. Siseando, se volvió contra la muchacha al tiempo que intentaba herirla con una mano de dedos puntiagudos…