UNO
Tenía derecho a utilizar uno de los lujosos carruajes que el palacio tenía a disposición de los electores o de los embajadores más importantes. Cuando bajó a los establos a escoger sus caballos, vio a unos lacayos ataviados con la librea de los von Liebewitz que enganchaban una pareja de magníficos animales a uno de los carruajes electorales, así que dedicó un momento a examinar la monstruosidad con incrustaciones de filigrana de oro.
Parecía un gigantesco huevo decorado con enjoyados farolillos, paneles pintados donde se representaba la vida de Sigmar, y los brillos suficientes para iluminar una calle. Era obvio que esta noche la condesa Emmanuelle asistiría a otro de sus bailes. En la ciudad de Nuln, ella era la más notable anfitriona del Imperio y, durante su estancia en Altdorf, estaba intentando igualar las cosas por el sistema de ser la huésped más costosa de la capital.
Corría el rumor de que la condesa siempre asistía a estas galas escoltada por Leos, pero que él regresaba solo y dejaba a su hermana en brazos de la «armadura del momento».
Johann se preguntó qué afortunada casa noble tendría que tender la alfombra roja y hornear las codornices a fuego lento. Sabía que había un baile en casa de los von Tasseninck. Le había llegado la invitación unos días antes pero, aun en el caso de que no tuviera otro asunto urgente que atender, no le habría gustado asistir.
El arribista elector llamado a ocupar esa dignidad por el compromiso de tener que reemplazar al muerto y deshonrado Oswald von Konigswald, había estado intentando impresionar a la ciudad con su estilo y elegancia; pero el gran príncipe Hals y su hosco heredero no eran más que payasos que se esforzaban demasiado por pasar la lengua por el trasero del emperador, y Johann siempre pensó que el colegio había tomado una mala decisión al concederles un asiento a los von Tasseninck.
Algunos años antes, había habido un escándalo espantoso en el que estaba implicado el sobrino demente del gran príncipe.
De hecho, ese incidente le había inspirado a Johann la aventura de esta noche. Pudo haberse llevado el carruaje gemelo del que utilizarían los von Liebewitz, pero en cambio se decidió por uno negro y carente de adornos. En lugar de molestarse con cinco lacayos que viajaran en la parte superior del vehículo y llevaran las antorchas, optó por llevarse sólo a Louis, su cochero de siempre. Al hombre le irían bien unas cuantas coronas adicionales, ya que su esposa estaba esperando el decimotercero o decimocuarto hijo.
Todos varones. Louis bromeaba diciendo que dentro de poco podría formar un equipo de fútbol con suplentes y porteros incluidos. El cochero era fiable y sabía mantener la boca cerrada. Otorgaba su lealtad al primero que lo sobornaba, y no a quien lo sobornaba mejor.
Con un buen caballo fuerte y feo entre la varas, el carruaje atravesó anónimamente las puertas de palacio, pasó ante el templo de Sigmar y giró para dirigirse al río, que cruzó por uno de los puentes comerciales. Entonces se encontraron en la calle de las Cien Tabernas. Estaba bien situada, con la universidad y sus alrededores a la izquierda, y los muelles a la derecha. Incluso con la Bestia suelta, había los suficientes estudiantes y obreros para mantener corriendo cervezas y vinos. Por supuesto, las trotacalles y mozas de taberna merodeaban en grupos de cinco o seis —todas, presumiblemente, armadas con dagas sujetas a los muslos y cachiporras colgadas del cinturón—, pero tal vez trabajaban más de ese modo.
La noche anterior, Margarethe Ruttmann había sido una de ellas Ahora se encontraba dividida en varios montones, en el templo de Morr, fuera del alcance de todos, incluidos los nigromantes mimados de la guardia.
Se preguntó si Wolf habría regresado ya a la habitación que tenía en las dependencias de la universidad. Había preguntado por él unos días antes, pero el tesorero del colegio de Wolf le dijo que hacía más de una semana que nadie había visto al estudiante. Entonces, Johann se preguntó cómo sería la vida universitaria. Él había tenido una plaza disponible en la universidad —todos los von Mecklenberg se habían educado allí durante siglos—, pero Cicatrice atacó y cambió el rumbo de su vida. Era literalmente un milagro de Sigmar que Wolf dispusiese de una segunda oportunidad.
Mientras los contemporáneos de Johann aprendían lenguas muertas y estudiaban los resultados de las batallas sobre mapas, él estaba en alguna parte de los bosques, aprendiendo cómo conservar la vida.
La última vez que había subido en carruaje por esta calle, las muchachas se acercaban al vehículo siempre que éste reducía su velocidad, para explicar los servicios que ofrecían a cambio de precios disparatadamente bajos, y hacer propaganda de sus habilidades. Ahora permanecían lejos y sólo se dirigían a las personas que conocían. Johann suponía que el carruaje negro debía de tener un aspecto ligeramente siniestro.
Por la calle corría el rumor de que la Bestia era un aristócrata del otro lado del río, así que, durante algún tiempo, el terciopelo verde no sería una moda popular en esta zona, aunque el brillante oro nunca dejase de contar con un cierto favor. Dickon había quemado el jirón de tela que constituía la prueba, pero la historia ya había corrido.
El rumor más fantástico de todos era que la Bestia era el hermano gemelo demente del príncipe Luitpold, criado en secreto desde su nacimiento, al que dejaban salir por la noche con el fin de impedir que atacara a los importantes y adinerados huéspedes del palacio. Aquella tarde, una vieja de la multitud había descrito al Príncipe Fantasma como alguien que tenía el pelo largo hasta la cintura y uñas como garras.
Al parecer, sólo comía carne cruda y le aullaba a la luna.
El carruaje tuvo que detenerse a causa de un alboroto que había en el exterior de El Caballero Hosco, donde unos hombres gritaban y forcejeaban. Johann reparó en que una fina alfombra de niebla cubría el empedrado. Estaba descendiendo la niebla de Altdorf.
La primera impresión que tuvo fue que un grupo de estudiantes y una banda de los muelles estaban a punto de trabarse en una buena pelea.
Dos de los hombres de Dickon, de la guardia de los muelles, se paseaban por el otro lado de la calle sin prestar ninguna atención. Eso, al parecer, era típico. En las ventanas superiores de la taberna había mujeres que alentaban a sus hombres.
Un joven de hombros anchos, tocado con el sombrero de una de las sociedades fraternales de la universidad, increpaba a un grupo de haraganes mal vestidos. Los amigos del estudiante estaban intentando calmarlo, pero los haraganes ya comenzaban a dar puñetazos, y aparecían más estudiantes que debían de estar por los alrededores.
—¡Nadie se hace el gracioso con la Liga de Karl-Franz! —gritó el pendenciero al tiempo que agitaba una jarra de arcilla que tenía un escudo de armas en relieve.
Uno de los holgazanes escupió.
—¿Escupes sobre la liga? —Rugió el estudiante—. Por ese camino conseguirás que te sangre la nariz.
Johann reparó en que los holgazanes llevaban un emblema de tela cosido en el pecho, en forma de gancho de estibador. Muchos de ellos tenían ganchos de verdad colgados de sus anchos cinturones.
Había oído hablar de los Ganchos. Eran una de las bandas que intentaban hacerse con el control de la orilla del río para asegurarse de que sus amigos consiguieran buenos empleos en los muelles, y quedarse con un porcentaje del jornal de todo el mundo.
Habitualmente se peleaban con una facción similar, los Peces. Durante la crisis de la Bestia, algunos de ellos llegaban incluso a fingir que eran un comité de vigilancia ciudadana, aunque Johann pensaba que eso no era más que otra excusa para aporrear gente.
En aquel momento parecían dispuestos a emprenderla con la Liga de Karl-Franz. Ahora los estudiantes estaban cantando una canción que hablaba de beber cerveza y romper jarras. Parecían desafiantes.
—Louis —dijo Johann—, ¿no hay manera de esquivar esto?
El cochero negó con la cabeza.
—Qué lástima.
Los sombreros estaban volando por el aire y alguien lanzaba verduras. Una col podrida se estrelló contra la puerta del carruaje.
Esto fue una pequeña molestia.
Johann vio una figura que pasaba con rapidez entre la multitud con el cuello del abrigo subido, y la reconoció.
Abrió la portezuela.
—Elsaesser —gritó—. Aquí.
El joven guardia lo oyó y corrió entre los estudiantes hacia el carruaje. Se habían sacado a la calle más bandejas de cerveza, y los miembros de la Liga de Karl-Franz estaban desmandándose más aún.
Elsaesser subió al carruaje mientras se limpiaba de la chaqueta un tomate reventado. Con él entraron finos jirones de niebla que se disiparon con rapidez.
El guardia iba vestido de civil y estaba fuera de servicio. Johann había acordado reunirse con él en El Murciélago Negro, pero afortunadamente sus caminos se cruzaron antes de esa posada en particular, ya que el carruaje no podría continuar hasta que acabara la pelea.
Había otros vehículos detenidos en la calle, incluido un carro cargado de barriles de cerveza, y una llamativa calesa en la que un joven bien vestido acompañaba a dos emocionadas damas jóvenes.
—Barón Mecklenberg —dijo el oficial—, buenas noches.
—De hecho, es von Mecklenberg.
—Lo siento. Tengo problemas con los títulos.
—Habláis como un seguidor de Yevgeny Yefimovich.
Elsaesser parecía tímido, pero habló con sinceridad.
—Ese hombre tiene algunas ideas sensatas, barón. No confío en él ni me gusta, pero es una reacción auténtica a problemas que no van a desaparecer.
Johann quedó impresionado con la valentía de Elsaesser.
No todos los jóvenes guardias se atreverían a acercarse tanto a la sedición en una charla con un elector del Imperio.
—En la universidad, firmé una petición contra el despido del profesor Brustellin.
—Aunque parezca raro, yo también.
Elsaesser miró al barón con un respeto nuevo.
—No debería haberme mostrado susceptible con respecto a mi nombre —admitió Johann—. He pasado demasiados años de mi vida alejado de palacios y haciendas para hacerme demasiadas ilusiones acerca de la aristocracia; la del Imperio o la de cualquier otra parte. Dentro de cincuenta años, el libro de Brustellin será reconocido como la obra maestra filosófica que es.
El profesor había publicado un libro titulado Una anatomía de la sociedad, que había sido prohibido por orden del emperador. En la obra, comparaba el Imperio con un cuerpo humano y establecía un paralelismo entre la aristocracia y un cáncer óseo que lo consumía.
—Pero ahora es un proscrito.
—Las mejores personas siempre lo son. Sigmar fue un proscrito.
Elsaesser hizo la señal del martillo.
—Bueno —dijo Johann—, ¿habéis descubierto dónde está nuestro hombre? Elsaesser sonrió.
—Ya lo creo. Nadie quería decírmelo, pero encontré a un viejo sargento que quería dinero para beber esta noche.
Debo decir que no se trata de un personaje muy popular que digamos.
—No hace falta que me lo digáis. Le mencioné su nombre a Mikael Hasselstein, y obtuve un gélido estallido de desaprobación.
—Aun así, creo que tenéis razón. Es el hombre más indicado para este trabajo.
El líder estudiantil estaba lo bastante borracho como para mostrarse osado. O estúpido. Deambuló entre la refriega hasta encontrar al miembro más grande y de aspecto más maligno de los Ganchos, y vertió el resto de la cerveza de su jarra sobre la cabeza del hombre. Luego le asestó un golpe veloz con un puño enorme, y le rompió la nariz al espantado Gancho.
Entre sus camaradas y las mujeres situadas en los pisos superiores de ambos lados de la calle, se alzó un clamor de vítores. El estudiante giró sobre sí y alzó las manos en un gesto de triunfo para aceptar el aplauso, momento en que una porra descendió sobre su cabeza, le abolló la gorra y probablemente le dejó una concavidad en el cráneo.
Tuvo suerte de no encontrarse con que un gancho le perforaba los riñones. Elsaesser estaba nervioso.
—Ése es Otho Waernicke, gran duque de Nosedonde —comentó acerca del estudiante caído—. Es un cretino de solemnidad. Los miembros de la Liga de Karl-Franz están siempre quemando uno u otro dormitorio o molestando a las novicias del convento de Shallya. Si sus notas no fuesen compradas y pagadas por sus papaítos antes de ingresar en la universidad, no se licenciarían jamás.
—¿Vos no fuisteis miembro de la liga?
—NO. Para eso hay que tener linaje. Yo era un «sabihondo».
—¿Qué?
—Es como llaman los de la liga a los estudiantes que estudian de verdad. Se suponía que era un insulto, pero llegamos a sentirnos bastante orgullosos de esa definición. Al final formamos una liga propia y siempre arrasábamos en los concursos de debate.
—Aunque apuesto a que os vencían en boxeo, duelo y bebida…
—Ah, sí, y en contraer la sífilis, morir jóvenes y vomitar como nadie. Eso de nacer dentro del terciopelo verde tiene que ser una vida dura.
Un escalofrío recorrió el corazón de Johann.
—Sí, es una vida dura…
Estaba pensando en Wolf.
—Lo lamento, barón. No tenía intención de ser despectivo.
Los Ganchos estaban aporreando a los estudiantes, para lo que usaban principalmente los puños y las jarras de cerveza. Había sangre sobre el adoquinado, pero los Ganchos no se daban por satisfechos aún. Las mujeres que se hallaban en los pisos superiores estaban apostando entre sí, y un hombrecillo corría de un lado a otro apostando diez contra uno y aceptando pagarés.
Johann sacó un documento y se lo entregó a Elsaesser, el cual reparó en el sello y se sintió impresionado.
—Entonces, ¿hablasteis con el emperador?
—Qué va —admitió Johann—, pero hablé con el joven Luitpold y tomé prestado el sello imperial.
—¿Y qué dice, aquí?
—Nada. Por dentro está en blanco. Nadie se atreverá a romper el sello, así que tenemos autorización para sacar a nuestro hombre de su retiro…
—¿No es peligroso, esto? —preguntó Elsaesser.
—No lo creo. Tengo una influencia real sobre Karl-Franz, y yo diría que el emperador supera en rango a Dickon, de la guardia de los muelles.
Elsaesser tenía los ojos muy abiertos y el semblante pálido.
—Pero, eh, yo…
Johann comprendió qué preocupaba al joven oficial.
—Me aseguraré de que no sufráis ninguna consecuencia, Elsaesser. Todo esto es responsabilidad mía. Vuestro futuro está asegurado.
—Me alegra oír eso. Dickon me ha trasladado del caso de la Bestia a la brigada de vagancia. A partir de mañana, debería pasearme arriba y abajo por esta calle para acosar a fulanas y chulos. Si andan por la calle, deben ser indigentes; y como eso es un delito, se supone que debo cobrarles tres peniques allí mismo. A final de mes, Dickon se queda con la mitad de lo recaudado, y el resto se divide entre los otros guardias.
—¿Y qué pasa si de verdad son indigentes y no tienen los tres peniques? —Entonces se supone que debo golpearlos con la porra.
Así funciona la justicia en los muelles.
Johann formó un puño dentro del guante de cabritilla, y se presionó el mentón con el anillo de sello.
—Cuando hayan atrapado a la Bestia, me aseguraré de que cambien las cosas en la guardia de los muelles. Tenéis mi palabra de honor.
—Gracias, barón. —Elsaesser no parecía convencido.
La pelea estaba amainando sin que se hubiese llegado a una conclusión clara. La mayoría de los luchadores se habían marchado a sus posadas o se los habían llevado al boticario, y sólo los más duros, resistentes y estúpidos continuaban intercambiando puñetazos y patadas. Una vieja estaba inspeccionando las manchas de sangre que había en las rendijas que mediaban entre los adoquines, en busca de dientes de oro.
Louis pudo entonces reemprender la marcha, y el carruaje arrancó. Los últimos pendencieros se apartaron de su camino.
Johann vio que Otho Waernicke estaba sentado y cantaba.
Elsaesser le dio a Louis las indicaciones necesarias para llegar a los almacenes de la Compañía Comercial del Reik y el Talabec, ya que el hombre al que buscaban aún debía estar trabajando, a juzgar por lo que Elsaesser había averiguado acerca de su posición actual.
—Es lo único que pudo conseguir cuando lo echaron a patadas de la guardia —explicó el oficial—. En realidad, es un vigilante de almacén bien considerado.
El carruaje giró para salir de la calle de las Cien Tabernas y comenzar a serpentear por los singulares callejones de los muelles.
—Sólo hay una cosa que me intriga —comentó Johann—. ¿Habéis descubierto por qué lo llaman Sucio Harald?