SIETE
Dien Ch’ing hizo una profunda reverencia, al estilo celestial, prosternándose y tocando las losas de piedra del suelo con la frente. Estaban frías.
—Mi humilde e indigna persona se siente honrada al ser magnánimamente admitida ante vuestra inestimable presencia, noble señor.
El embajador sabía que Hasselstein no tenía paciencia con la cortesía de Catai, pero de todas formas se comportó de modo impecable. Era algo importante. No debía caérsele la máscara.
—Levantaos, embajador —dijo el otro—. Estáis haciendo el ridículo.
Dien Ch’ing se puso de pie y se sacudió del ropaje un polvo inexistente, ya que los pisos del palacio estaban tan inmaculados como la conciencia de una virgen. El confesor del emperador no llevaba la cogulla de lector.
Iba vestido como cualquier otro cortesano, con delicado lino blanco y una capa de terciopelo verde. Sin el hábito, no parecía especialmente ascético.
—De todas formas, noble señor, me siento complacido porque se me haya concedido esta audiencia.
Era obvio que Hasselstein estaba distraído. Dien Ch’ing supuso que, de hecho, el hombre había olvidado la cita que tenían fijada.
No estaba preparado para aquella conversación, y eso lo irritaba. Era demasiado diplomático para ofender a un representante del Rey Mono, pero tenía otros asuntos más urgentes a los que preferiría estar dedicando su atención. Eso era interesante. La causa del señor Tsien-Tsin podría verse favorecida por esas distracciones.
Por otra parte, era mejor así. Dien Ch’ing se preguntó cómo sería de generoso el recibimiento si Hasselstein y su emperador supieran que, de hecho, él no servía al Rey Mono y que el verdadero embajador, al que habían enviado desde la lejana Catai dos años antes, descansaba con el cuello cortado en una tumba anónima situada en algún lugar de las Tierras Oscuras. Suponía que las cosas serían realmente muy distintas.
—¿Ha hallado tiempo el emperador para considerar la petición del Rey Mono, noble señor?
A la mente de Hasselstein afloró algún recuerdo del asunto, y rastreó los hechos hasta reunirlos. Detrás de él, enrolladas dentro de tubos, se encontraban todas las peticiones. Dien Ch’ing podía ver su falsificación perfecta apilada junto con las otras.
—Propusisteis una expedición a las Tierras Oscuras, ¿verdad?
Dien Ch’ing se tocó la frente con un dedo pulgar e hizo otra reverencia.
—Así es, noble señor.
Hasselstein estaba jugando con los documentos que tenía sobre el escritorio para fingir que se encontraba muy ocupado. Era algo impropio de él.
Dien Ch’ing tenía entendido que el confesor del emperador era un político hábil, no un mezquino distraído. Estaba sucediendo algo grave en la corte de Karl-Franz.
—El asunto está siendo considerado. La empresa será costosa y difícil de organizar. Estoy seguro de que lo comprendéis.
—En efecto, noble señor. Por eso el Rey Mono propone que sea una empresa conjunta. El señor del Este debe estrechar la mano del emperador del Oeste. Y las invasiones del mal se hacen mayores con cada día que pasa. Es el momento adecuado para llevar a cabo una campaña a gran escala.
—Mmmm —dijo Hasselstein—, posiblemente, sí.
Dien Ch’ing sonrió para sus adentros, pero no dejó aflorar nada a su rostro. Debía mostrarse humilde, debía ser paciente. Uno no asciende la Pagoda de Tsien-Tsin de un solo salto. Debe subir un escalón por vez y detenerse a descansar y reflexionar en cada nivel. El plan de aquella trampa había sido trazado años antes, en las Tierras Oscuras, y no debía darse prisa para hacer que la trampa se cerrara.
Dien Ch’ing recordaba cómo la precipitación podía estropear una receta, y no tenía intención de fallarle por segunda vez a su señor.
—Me perdonaréis, noble señor, por atreverme a expresar una intuición pero ¿acaso hay algún asunto apremiante que ocupa vuestros pensamientos?
—¿Qué? —preguntó Hasselstein.
—En el habla occidental, ¿qué sucede?
—Ah, eso… —Hasselstein casi sonrió—. Sois agudo, Dien Ch’ing, ¿verdad? Os mostráis muy humilde y repetís mucho eso de «indigna persona», pero no se os escapan muchas cosas.
Hasselstein volvió a remover sus documentos. Estaban conferenciando en la antecámara de una de las salas de espera del palacio. Desde allí podían ver a De la Rougierre, el embajador bretoniano que movía de un lado a otro su sombrero con penacho para intentar atraer la atención de una bonita doncella del servicio. Y a aquel ocioso Leos von Liebewitz, que agitaba su capa y manoseaba su espada mientras esperaba a alguien.
—Hace algunos cientos de años —comenzó Hasselstein—, no se permitía que nadie entrara en el palacio si no llevaba una máscara. La emperatriz Magritta ordenó que nadie se presentara ante ella sin ponerse lo que ella llamaba «su verdadero rostro».
La doncella se alejaba, dejando a De la Rougierre dando pisotones de irritación. El bretoniano era un enano que se creía atractivo para las damas. Era el tema de muchas historias divertidas, la mayoría obscenas. Obviamente, el hecho de haber destinado a aquel pisaverde raquítico a la corte era un sutil insulto al emperador por parte de los bretonianos, y sin embargo nadie estaba dispuesto a protestar.
La situación resultaba graciosamente absurda.
—¿Y pensáis que nada ha cambiado?
Hasselstein se tocó el mentón con los dedos.
—Hay demasiadas máscaras, Dien Ch’ing, ¿y quién puede saber si la verdad la dice la máscara o la cara?
Leos se reunió con su hermana, la condesa Emmanuelle, momento en que De la Rougierre volvió a la carga con el sombrero otra vez arrastrando por el suelo, a la busca de otra conquista. La mano enguantada de Leos se desplazó al puño de la espada.
—Hoy hubo un tumulto en el exterior del palacio.
—Sí, Dien Ch’ing. Era Yefimovich, un alborotador…
Dien Ch’ing conocía a Yefimovich. Sabía qué subyacía bajo la máscara del kislevita. Hasselstein se sorprendería si algún día llegaba a ver esa cara concreta en todo su feroz esplendor.
—He oído decir que está agitando a los ciudadanos contra los privilegios de la aristocracia. En Catai, una insolencia semejante sería recompensada de un modo civilizado. El malandrín sería tendido entre cuatro sauces con finos nudos de tripa de gato en torno a los tobillos, las muñecas, el cuello y los testículos, y se lo dejaría allí colgado hasta que cambiara de opinión. Nosotros somos gente razonable.
Hasselstein profirió una amarga carcajada.
—Os aseguro, Dien Ch’ing, que me gustaría poder recompensar a Yefimovich al estilo celestial. Pero bajo el gobierno de la Casa del segundo Wilhelm, el pueblo tiene sus derechos. Es la ley.
Dien Ch’ing sabía que era una broma. Al igual que el Rey Mono, Karl-Franz podía hablar interminablemente de los derechos de su pueblo, pero los rescindiría en un momento si eso significara que un cuerno de crema llegaría a su mesa con unos pocos segundos más de rapidez, o que se añadirían tres monedas de oro a su tesoro.
—Por supuesto, noble señor, lo que alega el alborotador es absurdo. Algunos nacen para gobernar y otros para ser gobernados. Es la verdad eterna.
Leos y Emmanuelle estaban riendo de algún chiste sobre De la Rougierre. Eran todos unos bufones empolvados que exhibían sus finas sedas y exquisitos modales, agobiados por el peso de sus linajes, estúpidos a causa de generaciones de endogamia.
Los von Liebewitz eran como muñecos de porcelana, envueltos desde el nacimiento hasta la muerte en un capullo de algodón en rama. ¡Sería tan fácil y divertido arrancarles los brazos y las piernas y luego aplastar sus diminutas y pintadas cabecitas huecas! Mientras ellos discutían por la manera correcta de doblar una servilleta, los niños vendían sus cuerpos en las calles del exterior. No era de extrañar que los discursos de Yefimovich hallaran un público tan ansioso por oírlos.
—Así es, exactamente —dijo Hasselstein—. El emperador gobierna gracias a la tolerancia de los dioses y del colegio electoral.
La condesa Emmanuelle estaba riendo como una niña. Se trataba de una risa enyesada, cortes y bonita, que nada tenía que ver con una emoción auténtica.
—He oído hablar de un experimento que intentaron hace algunos años, en algunas de las ciudades estado de Tilea. Se llama democracia, o alguna necedad parecida. El gobierno del pueblo. Fue un fracaso, según creo.
—¡El pueblo! —Hasselstein dio un puñetazo sobre el escritorio que hizo saltar los tinteros—. Sigmar sabe que nuestros emperadores no siempre han sido adecuados para gobernar… El Imperio ha soportado a Boris el Incompetente y a Beatriz la Sanguinaria y Monumentalmente Cruel… ¡pero el pueblo! ¡Esa turba que estaba en el exterior de nuestras puertas pidiendo sangre a aullidos! Apenas saben alimentarse siquiera o limpiarse después de ir al retrete. ¿Podrían gobernar algo, alguna vez?
De la Rougierre hacía aspavientos en torno a las faldas de la condesa Emmanuelle, intentando tocarle las piernas mientras fingía enseñarle un paso de baile. Si no mostraba algo de prudencia, el enano se encontraría espetado en la mortífera espada de Leos, y le estaría bien empleado.
—Y sin embargo, los héroes han salido de entre el pueblo, ¿no es cierto? Konrad, acerca de quien cantan todos los juglares, ¿no es un campesino? Y Sierclc, que le salvó la vida al emperador hace pocos años, es un simple actor, según creo. Ni siquiera del propio Sigmar puede decirse que haya nacido del terciopelo verde, por así decirlo. Muchos hombres de genio han ascendido por sus propios méritos. El ministro Tybalt es hijo de un abacero, ¿verdad? Y los Cultos de Sigmar y Ulric son bien recordados por los servidores de origen humilde que ejecutaron hazañas semejantes. Vos mismo, supongo, no tenéis ningún antecesor especialmente notable…
Dien Ch’ing estaba mofándose de Hasselstein con una sutileza tal que el hombre jamás se daría cuenta.
—Bueno —replicó el sacerdote—, de hecho mi hermano mayor era margrave. Nuestra familia es muy antigua. Quité el «von» de mi nombre cuando ingresé en el templo.
—Ah, ¿así que las pullas de Yefimovich son personales?
—Él no me dedica un desprecio especial. Odia a todos los aristócratas.
—Es un hombre necio, por no saber cómo está ordenado el mundo.
—Sí, es un hombre necio, pero también es peligroso.
—Estoy seguro de que no. Contáis con la guardia del palacio, la milicia, la guardia de la ciudad.
—Es verdad, Dien Ch’ing. El Imperio no tiene nada que temer de Yevgeny Yefimovich.
El celestial sonrió e hizo una reverencia. Hasselstein había dicho una media verdad. Por sí mismo, Yefimovich no constituía ninguna amenaza real pero, en asociación con Dien Ch’ing y con la bendición del señor Tsien-Tsin, Yefimovich podía hacer mucho más que propagar el descontento.
Un imperio siempre se apoya de modo inestable sobre sus cimientos. Los planes estaban bien trazados y ya comenzaban a ejecutarse. Dependía de Dien Ch’ing aprovechar cualquier circunstancia favorable que se presentara. Aquella mañana había consultado los palillos de milenrama, en los que creyó ver un útil instrumento en el futuro próximo, una criatura capaz de sembrar un pánico que podría propagarse por toda la ciudad y tal vez derribar uno o dos tronos.
—Decidme, noble señor —le pidió Dien Ch’ing a Hasselstein—, ¿qué sabéis de ese hombre al que llaman la Bestia?
Una nube oscureció por un instante el rostro del sacerdote, y durante un largo momento no dijo nada. Luego comenzó a contarle toda la historia a Dien Ch’ing.