SEIS
—Ya está —dijo una voz—, ha despertado.
Rosanna abrió los ojos con el hedor del tabaco en las fosas nasales. Le provocaba escozor y sacudió la cabeza. Había desaparecido su pañuelo y tenía el pelo suelto.
En el sueño, había estado de regreso en el pueblo, atragantándose con el humo de un fuego primaveral encendido para limpiar matorrales, oyendo el siseo de la savia al ser devoradas por el fuego las ramas verdes. Allí estaban su padre, su madre y sus hermanas.
Ella se encontraba apartada del resto, mientras su familia estaba reunida con los demás aldeanos que bebían sorbos de vino especiado para defenderse del frío. Entre los silbidos del fuego, oyó voces que susurraban «bruja» y recordó los castigos anteriormente infligidos a las niñas que tenían dones especiales.
La tía de su abuelo, la última de la familia que había tenido el don de la videncia, había sido quemada por una de las inquisiciones. Rosanna había sobrevivido sólo porque el Culto de Sigmar la había puesto bajo el sello de la protección tan pronto como el sacerdote del pueblo informó de su don. Desde el primer momento la educaron para enviarla al templo de Altdorf como servidora del culto.
Sus manos frías sangraban a causa de las horas pasadas cosiendo con agujas toscas, fingiendo que podría tener un futuro como costurera. Sabía, por los pensamientos que percibía, que su familia se sentiría tan aliviada como el resto de los aldeanos cuando la viera marchar. Conocía todos sus secretos. El espeso humo se arremolinó en torno a ella a causa del fuerte viento, y comenzaron a llorarle los ojos. El humo se hizo menos denso y su sueño concluyó.
Estaba otra vez en Altdorf.
Alguien sostenía bajo su nariz una pipa humeante.
—Apartad eso —dijo otra voz—. La vais a envenenar.
Se sentó sobre el empedrado de la calle y se rodeó el cuerpo con los brazos. Había tres hombres en torno a ella, dos oficiales de la guardia y un caballero de aspecto distinguido que llevaba la capa verde distintiva de los cortesanos.
Uno de los guardias, el capitán ataviado con ropas de civil, blandía la pipa. Dickon, recordó, de la guardia de los muelles. Se había presentado antes de que eso la abrumara.
Eso. El miedo.
—Debéis haber sufrido una conmoción —dijo el cortesano—. ¿Tuvisteis alguna visión?
Ella intentó recordar. Sólo había negrura con destellos rojos. Le producía dolor de cabeza. Creía que había ojos en la oscuridad, pero no podía determinar si eran humanos o animales.
—Inútil —murmuró el capitán—. Me han enviado a una imbécil.
—No —intervino el cortesano—, no lo creo. ¿Hermana, puedo ayudaros para que os incorporéis?
Le ofreció el brazo y ella lo aceptó.
En una llanura de huesos blanqueados y armaduras abandonadas, luchaban hombres y monstruos. Ella sintió el viento frío y paró un tajo. Se enfrentaba a una criatura enorme, de abundante melena y dientes largos como dedos.
El cortesano la puso de pie y ella dio unos pasos a modo de prueba, para luego expulsar la visión del interior de su cabeza. Estaba demasiado habituada a ellas para prestarles excesiva atención. Sentía los tobillos flojos, pero por lo demás se encontraba bien.
—No soy una hermana —explicó—. Soy la señorita Rosanna Ophuls.
—Barón Johann von Mecklenberg a vuestro servicio. Pero tenía entendido que os habían enviado de la catedral de Ulric.
—Sí, pero no soy sacerdotisa, simplemente vidente. Nací con un don, pero eso no hace que sea más espiritual que cualquier otra mujer. Lo siento.
El barón inclinó ligeramente la cabeza. Rosanna se dio cuenta de que lo había visto antes, en una ceremonia de estado celebrada en la catedral, donde flanqueaba al mismísimo emperador. Era un elector. Tendría que cuidar sus modales en semejante compañía. Recordó una historia que había oído acerca de él, y creyó entender la escena que acababa de captar.
—Señorita Ophuls —dijo el guardia que no había hablado—, ¿habéis visto algo?
—Éste es Elsaesser —explicó el barón—. Es una de las personas más inteligentes de la guardia de los muelles.
El capitán Dickon profirió un bufido y se metió la pipa en la boca. Rosanna no necesitaba ser vidente para imaginar cuál era su disposición mental. El guardia pensaba que el barón von Mecklenberg era un entrometido diletante, y que el joven Elsaesser era un cándido impetuoso que no tardaría en aprender.
Elsaesser le estrechó la mano y Rosanna recibió una impresión de altos árboles y aire embriagador.
—El Reikwald —dijo.
Elsaesser se mostró impresionado.
—No se deje impresionar. Es sólo un truco mundano.
—Cuando llegasteis —intervino el barón—, ¿tuvisteis alguna visión?
Ella retrocedió al momento anterior a su desmayo. Recordaba el instante de abrir la portezuela del carruaje y posar un pie sobre el empedrado. Luego aparecieron destellos rojos en la oscuridad. Oyó el fantasma de un grito y captó la imagen de alguien ataviado con una prenda larga y voluminosa que estaba inclinado sobre un animal que chillaba mientras hurgaba en sus entrañas. No, no era un animal.
Era —había sido— una mujer.
—Fue horrible.
—¿Habéis visto a la Bestia?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Qué aspecto tenía? —quiso saber el barón.
—Un largo… abrigo… verde —replicó ella.
—¿Un abrigo? —Él la cogió por un codo. Ella vio la ondulante capa y quedó fascinada por las puntadas de hilo de oro en medio del terciopelo.
—Largo… verde…
—Esto no sirve para nada —dijo Dickon—. Está sobre la misma falsa pista.
—No —prosiguió ella—, un abrigo, no…
—¿Una capa? —inquirió Elsaesser.
—¿Cómo ésta? —añadió el barón.
—Sí… no… Tal vez.
—Fantástico —espetó Dickon—. Sí, no o tal vez. Eso reduce enormemente las opciones.
—Dadle tiempo a la joven.
El capitán parecía malhumorado y tosió, expulsando una nube marrón.
—Sí, barón. Aunque pienso que no sería capaz de predecir una lluvia aunque el cielo estuviera cubierto de nubes.
Rosanna se sentía fastidiada por el capitán, así que, tras fingir que perdía el equilibrio, tendió una mano para estabilizarse y posó la palma sobre el pecho de Dickon al tiempo que dejaba que su mente contactara con la de él.
—Ah, capitán, veo que os sentís impaciente. Os gustaría estar de vuelta en casa con vuestra esposa e hijos.
Dickon adoptó un aire enojado e inquieto.
—Ay, lo siento, pero he recibido una impresión muy clara.
A veces sucede. Ahora veo que vuestra esposa no tiene hijos.
—Correcto —respondió Dickon—, aunque no es asunto vuestro.
—Pero vos sí que tenéis hijos. Dos. Un niño y una niña.
August y Anneliese. Cuatro y dos años. Y también una mujer. ¿Cómo se llama?
—La esposa del capitán se llama Helga, señorita Ophuls —dijo Elsaesser. Rosanna se preguntó si el joven guardia era realmente tan cándido como parecía, o si estaba disfrutando con el azoramiento de su superior.
—Helga, ¿eh? Debo estar muy equivocada. El nombre que estoy recibiendo es…
—Creo que ya hemos perdido bastante tiempo —la interrumpió Dickon.
—… Fifí.
Elsaesser intentó no sonreír y a Dickon se le despertó un agudo interés por el adoquinado al tiempo que se encasquetaba la gorra.
—Si tenéis la amabilidad de venir por aquí, señorita Ophuls —dijo el barón. Ella consintió y volvió a cogerlo del brazo. Dickon se mantuvo a distancia para asegurarse de que no lo tocara.
Rosanna tenía miedo de lo que debería hacer ahora. Se había ofrecido voluntariamente para aquella misión debido a su sentido del deber. El Culto de Sigmar había gastado mucho dinero en la educación de la pobre costurera descalza de las Montañas Grises que había sido ella, y le debía a la catedral el servicio de sus dones. Y la catedral tenía una deuda con la ciudad de Altdorf, a la que había socorrido durante trescientos años. Así pues, con las deudas apiladas una sobre otra, tendría que entrar en el callejón que mediaba entre las dos posadas, y morir otra vez…
El barón le prestaba su apoyo como si ella fuese una duquesa muy anciana a quien ayudara a bajar de un carruaje para acompañarla a un baile.
La condujo al interior del callejón, con los guardias tras ellos como sirvientes que le llevaran la cola del traje.
—Atrás todos —dijo Dickon—. Tiene que entrar ella sola.
Del callejón salieron algunos guardias que se detuvieron en la calle.
Rosanna vio una forma que yacía debajo de una manta en la que había manchas rojas.
La primera vez, cuando era una niña, le habían pedido que besara la frente de su abuela muerta antes del funeral.
Entonces había sentido los pulmones llenos de un líquido espeso y se había puesto a toser hasta que le sangró la garganta. Por entonces, sus progenitores ya estaban habituados a las «sensaciones» de la pequeña Rosie y lo entendieron demasiado bien. Después de eso se mantuvo alejada de los cementerios, pero resultaba imposible evitar a la muerte.
Tendida en la cama de una posada con su primer novio, había experimentado sucesivamente los últimos momentos de tres personas que habían muerto en aquel lecho:
Un anciano cuyo corazón había fallado, un joven cazador al que le habían volado casi la totalidad del pecho con un disparo accidental, y un niño no deseado al que su madre, apenas llegada a la adolescencia, había asfixiado con una almohada. Era una sensación a la que nunca podría acostumbrarse.
—¿Ésta es vuestras primera experiencia con la Bestia? —preguntó el barón.
—Sí.
—Nunca antes habíamos pedido la intervención de un vidente —dijo el capitán—. Es un recurso nuevo.
—¿Qué sabéis sobre los asesinatos?
—Que la Bestia mata mujeres, que las destroza.
Estaba captando otra vez las imágenes de la bestia del barón. Se llamaba Wolf. Olió su aliento, vio el vapor que ascendía de su pelaje.
—¿Creéis que podréis pasar por esto?
Ella inspiró profundamente.
—Sí, barón, creo que puedo. Creo que es importante.
—Buena chica.
—Lo primero —dijo Elsaesser—, es asegurarse de que éste es como los otros. ¿Entendéis?
Rosanna no estaba segura de entenderlo.
—Muere mucha gente, mucha gente es asesinada, especialmente en los callejones que dan a la calle de las Cien Tabernas. Esta mujer podría haber matado a un hombre hace algunos años. Él podría tener amigos o parientes que considerasen que la existencia de la Bestia es un medio para ajustarle las cuentas a ella sin llamar la atención sobre sí mismos.
O podría tratarse de un loco imitador.
—No comprendo.
Elsaesser era paciente.
—La violencia es como la peste, se propaga sin razón. La Bestia podría haber inspirado a un imitador. Es algo que sucede con la mayoría de los asesinatos de este tipo.
—Ya veo. ¿Qué debo buscar?
Elsaesser se ruborizó, obviamente azorado.
—Bueno… eh… primero deberíais ver si ella ha sido… eh… molestada… antes o después…
—Quiere decir si la han violado, señorita Ophuls —intervino Dickon.
Rosanna recordaba haber sido llevada hasta una piedra que se sospechaba que había servido como altar en los ritos de Geheiminisnacht de un culto del Caos. Literalmente docenas de personas sacrificadas habían sido violadas en aquel lugar, y ella había sentido lo mismo que cada una de ellas.
Después les habían cortado la garganta y los adoradores habían bebido su sangre.
—¿Las otras lo fueron? —preguntó.
—No lo creemos. La característica de los crímenes sexuales de un ensañamiento tan grande como éste es que habitualmente lo son en lugar de, más que también, si comprendéis lo que quiero decir.
—Con total claridad.
—Por lo general, estos dementes resultan ser impotentes o incapaces. La mayoría son niños de su mamá.
La mujer del callejón no estaba más muerta con cada momento que pasaba, pero ella podía sentir que los residuos energéticos se dispersaban con rapidez.
—Y aseguraos de que nos enfrentamos con un ser humano —añadió el barón—. Aún no estoy convencido de que la Bestia no sea una bestia de verdad, o un mutante.
—Hasta ahora —dijo Elsaesser—, las heridas han coincidido con algún tipo de arma curva, pero también podrían haberlas causado unas garras.
—¿El asesino se come a las víctimas?
Elsaesser pareció conmocionado.
—No, señorita. Creemos que no. Resulta difícil asegurarlo, pero creemos que todo su cuerpo está ahí.
El barón y Elsaesser se quedaron atrás. Rosanna se tambaleó un poco pero ya no experimentó más desvanecimientos.
La Bestia se había marchado y dejado sólo un recuerdo tras de sí. Un recuerdo no podía dañarla.
Cruzó la piedra que marcaba la entrada del callejón, y la luz directa del sol quedó eclipsada. Los sonidos de la calle llegaban débiles a sus oídos. Podría haber estado muy lejos de todo el mundo, en lugar de a pocos pasos de distancia.
Avanzó un poco más y llegó a la manta.
La sangre brillante parecía correr bajo sus zapatos como un río, y afluir a la calle. Entre los muros resonaban alaridos y se oía un espantoso sonido de desgarramiento al ser destrozado un cuerpo.
El frío le invadió el corazón.
Sintió dolor en las articulaciones y un picante sabor a ginebra en la garganta. Uno de sus ojos no veía. En el callejón había alguien con ella. Alguien alto, ataviado con un abrigo o capa largos. Vio un destello de verde y el relumbrar de unos ojos dementes. Luego, algo afilado se le clavó en el estómago.
Retrocedió con paso tambaleante para interrumpir el contacto.
Ahora se hallaba de pie ante la sanguinaria obra y veía unos hombros que subían y bajaban. Vio el rostro blanco de una mujer. Era vieja y tuerta. Su pelo era como alambre. La sangre le salpicaba la cara.
Ella era la Bestia, pero no sabía nada. Sentía que la movía una maraña de impulsos, sentía el deseo de matar. Su capa ondulaba en torno a ella mientras desgarraba la piel y la carne. Su mente contenía una sola idea. Debía matar. Volvió a interrumpir el contacto. No había averiguado nada. Sus rodillas y tobillos estaban cediendo, pero el barón ya estaba allí para sujetarla y sacarla del callejón.
—Ya estamos otra vez —se quejó Dickon—. Inútil, inútil.
El barón le soltó la cinta del cuello para que respirara mejor.
—¿Y bien? —quiso saber Elsaesser.
—Los he sentido a ambos —replicó ella—. La mujer era tuerta.
—¿Y la Bestia? —inquirió el barón.
Ella se concentró.
—La Bestia es…
Intentó hallar las palabras.
—La Bestia es dos personas.
Dickon se golpeó la palma de una mano con la otra apretada en un puño.
—Los marineros —exclamó—. ¡Lo sabía! Los marineros.
—No —dijo Rosanna—, no me entendéis. La Bestia es dos personas, pero con un solo cuerpo.
—Esto es una locura.
—No, capitán —lo contradijo el barón—. Creo que entiendo lo que quiere decir la señorita Ophuls. La Bestia es una persona corriente durante la mayor parte del tiempo, tan cuerda y racional como vos o como yo…
Rosanna asintió con la cabeza.
—… pero, a veces, cuando se apodera de él un estado de ánimo diferente o lo que sea, se convierte en otra cosa, en la Bestia.
—¿La Bestia es un hombre lobo? —preguntó Elsaesser.
Rosanna meditó. En la oscuridad no había visto nada más que los ojos.
—Sí… no… Tal vez.
—Otra vez la misma canción, ¿eh?
El barón perdió la paciencia con el guardia.
—Capitán, os agradeceré que dejéis en paz a esta mujer.
Es obvio que está haciendo todo lo que puede, y me parece que no la estáis ayudando.
Dickon quedó escarmentado.
Elsaesser entró corriendo en el callejón, de donde salió con un objeto.
—Tomad —dijo—, intentadlo con esto…
Le entregó una bolsa pequeña.
—¿Qué es?
—El cuchillo de Margi Ruttmann.
—¿De quién?
—De Margi Ruttmann… ella… la del callejón.
—Ah, sí… por supuesto…
No había captado el nombre de la mujer, cosa que sucedía bastante a menudo.
—Puede que haya intentado defenderse, y podría haber herido a la Bestia.
Ella aflojó el cordón de la bolsa y la dejó caer. Luego le dio la vuelta al cuchillo en la mano y palpó la empuñadura.
—Si lo hirió de una manera específica, podríamos buscar a alguien que tenga una herida así. Sería algo con lo que empezar.
Rosanna aferró la empuñadura y alzó la hoja hacia arriba.
Le dolió la mejilla cuando la hoja se deslizó dentro de ella y le hendió el ojo. La mitad de su campo visual se volvió rojo y luego negro.
Estaba temblando.
Lo inmovilizó contra la cama y le clavó la hoja sin hacer caso de sus chillidos.
—Rikki —dijo Rosanna—. Ella mató a alguien llamado Rikki.
Dickon profirió otro bufido.
—Bueno, ya podemos cerrar ese viejo caso. Al menos hemos conseguido algo.
—Pruebe sujetándolo por la hoja —sugirió Elsaesser.
Rosanna lo pensó y luego invirtió el arma, cuya hoja rodeó con los dedos. Estaba afilada, pero no se cortó con ella.
—Permitidme —dijo al tiempo que alzaba el cuchillo. Situó la punta contra el puente de su nariz y luego ladeó la hoja hacia arriba para apoyarla, plana, sobre su frente. Estaba fría como un témpano.
—A veces, esto me ayuda.
Elsaesser y el barón la miraban con actitud alentadora. Se dio cuenta de que ambos estaban interesados en ella.
La hoja salió disparada en la oscuridad y la punta se hundió en una tela gruesa. La hoja se retiró. La tela se rasgó. El sonido del desgarrón se prolongó más de lo que era posible. Amplificado, lo oía como si continuara por toda la eternidad.
—¿Y bien? —preguntó alguien.
—Terciopelo verde —dijo ella.
Elsaesser y el barón se miraron entre sí, desalentados.
—Terciopelo verde —repitió ella—, como el de la capa del barón.