Capítulo 4

CUATRO

—Dejadme pasar, vengo en nombre del emperador.

No era estrictamente verdad pero, unido a la característica capa verde de los cortesanos, impresionó a la gente lo bastante para que Johann pudiera pasar a través de la multitud que había en la calle de las Cien Tabernas. Incluso descontando a los cazadores de curiosidades y los merodeadores malsanos, en el estrecho callejón que mediaba entre las tabernas Mattheus II y Cervecería Bruno, había más gente de la que él habría creído posible.

—Capitán Dickon —le estaba diciendo un oficial de la guardia a su superior—, no basta con una manta para cubrir el cadáver.

—¡Por el martillo de Sigmar! —maldijo el capitán.

Más de una persona había vomitado en la cuneta.

—Es increíble —dijo un delgado elfo con atuendo de trovador—. Está desparramada por todas partes.

—¡Por favor, cállate, orejas puntiagudas!

Había una pelea en perspectiva; varias, de hecho. Johann tuvo la impresión de que aquella multitud podía ser aún más peligrosa que la turba de Yefimovich.

Ya habían percibido la primera vaharada de sangre, y ahora tenían sed de más. Los guardias estaban junto a dos marineros aporreados, y uno les formulaba preguntas. El otro guardia sacó un par de esposas y las hizo tintinear amenazadoramente ante la cara de uno de los marineros.

—Es ese marinero —gritó un viejo—. ¡Él es la Bestia!

—¡Ahorcadlo! —gritó alguien.

—Eso sería demasiado bueno para él —intervino alguien más—. ¡Cortadlo en pedazos como él cortó en pedazos a la pobre vieja Margi!

La multitud estaba avanzando, empujando a Johann hacia el callejón. Sintió que unos dedos intentaban cogerle la bolsa y los apartó de un manotazo. Alguien bajito se disculpó con voz alta y chillona y se escabulló a robarle a algún otro.

El capitán se volvió y alzó la voz.

—Atrás todos. Este hombre no es un sospechoso. Él encontró el cadáver.

Una decepción palpable colmó el aire. La multitud deseaba actuar con violencia contra alguien, y ahora les habían arrebatado la presa. El marinero parecía aliviado, pero su compañero tenía el estómago demasiado revuelto para advertir que había escapado por los pelos.

—Capitán —dijo Johann—, soy el barón von Mecklenberg.

—¿El elector de Sudenland?

—Sí.

El capitán le tendió la mano.

—Soy Dickon, de la guardia de los muelles.

Johann estrechó la mano que el hombre le tendía, aunque mintió al explicarse.

—El emperador me ha pedido que observe vuestra investigación. Está muy preocupado por estos asesinatos de la Bestia.

Dickon intentó que pareciese que le complacía tener un aristócrata como supervisor. Llevaba un abrigo largo y un sombrero de picos con una pluma diminuta. En algún momento del pasado le habían fracturado la nariz y se le había soldado mal. No llevaba uniforme, pero lucía el distintivo de cobre de la guardia prendido en el pecho.

—¿De verdad? ¿Podríais hacer algo en favor de las solicitudes que he presentado ante el palacio? He estado intentando que los soldados bajen aquí. La guardia de los muelles no puede sola con esto. Estamos escasos de personal. Johann se preguntó si no se habría metido en camisa de once varas, sin quererlo.

—Haré lo que pueda, capitán.

La multitud estaba avanzando otra vez hacia el interior del callejón.

—¡Mirad, es su brazo!

—Eso es asqueroso.

—No puedo ver, mamá. Aúpame.

—Deberían colgarlo.

—¿Dónde está mi bolsa? ¡Me han robado!

—Aunque esa Margi era una vil vaca vieja. Muy malvada.

—¡¡Asqueroso!!

—Habría que quemarlo en la hoguera de la plaza Konigs.

—Malditos polis. Nunca están cerca cuando alguien te está destripando.

—Dicen que se les come el corazón.

—Apuesto a que es un bretoniano. Son una gente inmunda, los bretonianos.

—Noooo, es un enano. Todas las heridas están por debajo del pecho. Nunca les toca la cara.

—Es una maldición.

—Estamos todos condenados. Arrepentíos, arrepentíos.

La cólera de los dioses ha caído sobre los malvados.

—Malditos polis.

—Callaos.

Johann se vio empujado contra Dickon. La multitud estaba volviéndose contra sí misma, y ya se habían intercambiado unos cuantos golpes. El hombre que odiaba a los enanos y la mujer que no sentía ningún aprecio por los bretonianos, se habían encarado el uno con la otra. El harapiento sacerdote de ningún dios en particular, empezaba a dar un sermón.

—Esto es ridículo —dijo el capitán—. Vosotros, echad a esta gente de aquí. Cuatro oficiales, uno de ellos con claros síntomas de náusea, sacaron sus porras y avanzaron hacia la multitud, pero por fortuna no tuvieron que golpear a nadie porque, refunfuñando, la gente desapareció. Las tabernas estaban abiertas ya que, evidentemente, el asesinato favorecía sus negocios.

Al menos era de día, cuando la Bestia no andaba por la calle.

El sacerdote se demoró un rato para decirles a los oficiales que los dioses estaban enfadados, pero cuando el sargento señaló que el hombre se parecía a un ladrón de bolsas al que le cortarían los dedos si lo atrapaban, el sacerdote desapareció en dirección a El Murciélago Negro.

—¿Dónde está esa vidente, Economou? —le preguntó Dickon al sargento.

—Viene de camino desde el templo, señor.

—¡Ojalá se diera un poco de prisa, condenación!

Ahora, Johann y Dickon estaban cerca de la entrada del callejón.

—¿Queréis echar un vistazo, barón? —preguntó el capitán de la guardia, en cuyo habitual tono de deferencia hacia el terciopelo verde se deslizó una cierta insolencia.

—Eh, sí. —Johann se dio cuenta de que el capitán pensaba que él era un aficionado a las sensaciones morbosas que usaba su posición para poder ver de cerca las últimas atrocidades. Era evidente que el guardia tenía muy mala opinión de la gente en general pero, en ese preciso momento, a Johann no podía importarle menos.

Si Dickon pensaba que él no era más que otro degenerado, jamás se le ocurriría hacer en el palacio las comprobaciones que desmentirían su historia de ser representante del emperador. Eso facilitaría mucho más las cosas.

Dickon le hizo un gesto de asentimiento a un guardia que se encontraba en el callejón, y éste se inclinó para levantar la manta.

En sus años de periplo, Johann se había tropezado con muchos cadáveres en diferentes estados de mutilación y podredumbre, pero esto era lo peor que había visto jamás.

—¿Era una mujer?

No podía relacionar los restos con nada que fuese humano, y mucho menos determinar su sexo.

—Ya lo creo —replicó Dickon—. Se llamaba Margarethe Ruttmann. Era puta y ladrona, y probablemente mató a su chulo hace pocos años.

Dickon escupió y el oficial dejó caer la manta sobre la que iban extendiéndose manchas.

—Y también era muy diestra con el cuchillo. Esperemos que haya luchado y marcado a nuestro hombre.

Un oficial que estaba sobre manos y rodillas al fondo del callejón, donde caía un chorro de agua de un agujero que había en la pared, profirió un grito. Dickon y Johann avanzaron hacia él, rodeando con cuidado a Margarethe Ruttmann.

—Es el cuchillo de ella, señor…

Levantó un patético cuchillo para matar cerdos.

—… y su otra mano.

—¡Misericordiosa Shallya!

La mano yacía bajo la corriente de agua, lavada hasta quedar blanca y limpia. Parecía un gordo pájaro desplumado.

—Ponía con el resto. La vidente querrá verla.

El guardia sacó un pañuelo de bolsillo y se envolvió los dedos para sacar la mano del agua sujetándola entre las puntas de los mismos y el pulgar; luego caminó muy rápidamente hasta la manta, bajo la cual la metió. Tras incorporarse, se frotó la mano con el pañuelo. Estaba temblando.

—Esto no es como aporrear borrachos y atizarles a los traficantes de raíz de bruja, ¿a que no, Elsaesser?

El joven oficial sacudió la cabeza.

—Es el personal con el que tengo que trabajar, barón.

Esto es la guardia de los muelles, no la guardia del palacio.

Esta gente no sólo tiene distintivos de cobre, también tiene cabeza de cobre.

El sol estaba entrando en el callejón, pues se hallaba ya casi en el cénit. La mañana había acabado, las sombras eran casi inexistentes, y quedaban a plena vista cosas que no debían verse.

—Mete el cuchillo en una bolsa, Elsaesser. Tal vez la vidente pueda sacar algo de él.

Salieron del callejón y Dickon sacó una pipa y un saquito de tabaco. La encendió e inhaló una bocanada de humo espeso y maloliente, pero no le ofreció la bolsita a Johann.

Los carros iban arriba y abajo, muchos de ellos con barriles para las famosas posadas de la calle. La vida continuaba.

Al otro lado de la calle, tres mujeres jóvenes solicitaban la atención de los peatones. Los guardias no les hacían el más mínimo caso, por lo que Johann supuso que ese mes ya habían cumplido con los pagos debidos al puesto de guardia de la calle Luitpold. Se preguntó cuánto costaría lograr que la guardia «no estuviera de guardia» mientras se cometía un asesinato. No mucho, supuso.

—Patrón —preguntó uno de los marineros—, ¿podemos marcharnos ya? Debíamos presentarnos en nuestro barco al amanecer, y las cosas se nos pondrán feas si tardamos más.

La capitana Cendenai es una mujer dura.

Dickon miró al hombre, que se encogió de forma visible.

—No, no podéis marcharos. Impedí que esa multitud os hiciera pedazos porque no quiero que muráis hasta que yo esté completamente seguro de que no descuartizasteis a la vieja Margi, ¿me habéis entendido?

El otro marinero tenía todo el rostro amoratado y se sujetaba el estómago. Se encontraba de pie en un charco de sus propios vómitos y todavía tenía náuseas de vez en cuando, aunque ya no le quedaba nada que arrojar.

—Jodidamente asombroso, ¿no creéis, barón? Este tipo está tan habituado al vaivén de las olas, que se marea en tierra firme.

Nadie se molestó en reír.

—¿Qué tienen que ver estos hombres con el asesinato, capitán?

—¿Y quién diablos lo sabe? La pasada noche estaban de permiso y fueron responsables de un pequeño alboroto en El Caballero Hosco. Por cierto, si queréis que os den de puñetazos, es la taberna a la que debéis ir a beber. Un par de guardias nuestros los separaron y les aplicaron sentencia callejera…

—¿Qué es eso?

Dickon le dedicó una ancha sonrisa.

—Es algo que se hace cuando las celdas están demasiado llenas para molestarse en meter dentro a idiotas como éstos; uno les proporciona un par de dolores de cabeza con las porras, y luego los deja donde nadie pueda pisotearlos por distracción. Invariablemente, despiertan con unos cuantos chichones y un renovado respeto por las leyes del emperador.

—Maldita sea la guardia de los muelles —dijo el marinero que tenía el estómago menos revuelto—. ¡Bastardos todos!

El oficial que sujetaba al marinero le estrelló un codo contra las costillas al tiempo que reía entre dientes. El marinero se dobló por la mitad al sentir un dolor nuevo en una vieja herida.

—Buscadles una celda —dijo Dickon—, y dadles algo para desayunar…

El marinero mareado finalmente vomitó algo, una baba líquida con vetas de sangre.

—… luego retenedlos para que vuelva a interrogarlos.

Ah, y que un herbolario vea al campeón del vómito.

Se llevaron a los marineros, que protestaban débilmente.

—Todos los que andan por aquí son escoria, barón. Ya veis con qué tengo que habérmelas.

Johann pensó que ya había visto lo bastante para hacerse una idea de los métodos de Dickon. Era un guardia de la vieja escuela que, cuando se enfrentaba con un delito y no tenía ningún culpable obvio, tendía a encerrar a alguien anónimo y desamparado y golpearlo hasta que obtenía una confesión. Eso tenía buen aspecto en los expedientes de los tribunales, pero no sema de mucho para solucionar el problema real, y no funcionaría con la Bestia. Al mirar a Margarethe Ruttmann, Johann supo que la Bestia era un hombre que disfrutaba con su obra nocturna, y que no iba a pararse a menos que alguien lo detuviera.

—Por Ulric —dijo Dickon—, que me vendría bien una taza de té.

El capitán avanzó hasta el banco y cogió por las orejas a los dos guardias que habían golpeado a los marineros. Tenían que haber estado por los alrededores a la misma hora que la Bestia, pero resultaba obvio que no podían recordar haber visto nada ni a nadie más sospechoso de lo habitual.

Lloriqueaban como perros mientras Dickon intentaba sacarles un informe.

—Escoria inútil —les espetó Dickon.

—Lo siento, capitán —dijo uno de ellos, y Dickon lo abofeteó.

—Vas a limpiar la porquería de las celdas durante un mes, Joost.

Johann miró en torno a sí mientras se preguntaba si alguno de aquellos guardias sería capaz de hacer un trabajo que requiriese algo más que fuerza bruta y estupidez.

La mayoría de los guardias de los muelles tenían un aspecto parecido: cejas muy prominentes, nudillos contusos y barba de tres días. Grandes y duros músculos en los brazos a fuerza de levantar la porra, y grandes y blandos estómagos a fuerza de levantar la jarra. Dos de los hombres de más edad reían y bromeaban con la intención de impresionar a los demás con su dureza de corazón, intentando recordar si ellos habían pagado alguna vez por el uso temporal del cadáver.

—Te diré una cosa, Thommy —dijo uno de ellos—: ahora mismo, ella no me gusta mucho.

—Callaos, bastardos morbosos —dijo Elsaesser—. Esto era una persona, no un pedazo de carne.

—No hace mucho que estás en esta guardia, ¿verdad, hijo? —Dijo Thommy—. Ya aprenderás.

El joven oficial les dio la espalda con asco y volvió a ponerse de rodillas para mirar el suelo más de cerca.

Se produjo un pequeño soplo y se encendió la antorcha situada encima de la puerta de la Mattheus II. La posada debía de tener algún tipo de iluminación de gas, o un brujo complaciente en la bodega. El posadero salió con una bandeja de cervezas para los oficiales, obsequio de la casa.

Dickon fue el primero en coger una.

—No es té —comentó el capitán—, pero valdrá.

Elsaesser fue el único que no se mostró interesado.

Johann se situó junto al joven guardia y observó cómo trabajaba. Elsaesser estaba registrando los restos de basura que se habían desparramado cuando la Bestia hacía su obra.

Había mucha. Recogía cada resto, lo examinaba y volvía a dejarlo en su sitio.

—¿Es vuestro primer asesinato? —le preguntó Johann.

—No —respondió Elsaesser—. El tercero. Hace un mes que estoy en la guardia. Me perdí los cuatro primeros.

—¿No sois de Altdorf?

Elsaesser hizo girar en la mano un trozo de jarra de cerveza, miró la marca del fabricante y volvió a dejarlo donde estaba.

—No, barón. Soy originario del bosque de Reikwald.

—¿Habéis venido aquí procedente de los guardas forestales?

—No, acabo de salir de la universidad.

Elsaesser le echó una rápida mirada a un trozo de papel encerado, un viejo envoltorio para alimentos.

—¿Os habéis licenciado?

—En derecho. Con un poco de historia militar y de academia mezcladas.

El guardia recogió una larga tira de tela verde y la levantó para situarla bajo la luz. En ella había fango y sangre.

—¿Qué estáis haciendo, entonces, en la guardia de los muelles? El servicio no parece ser exactamente lo más adecuado para un erudito.

—Yo lo solicité, barón. Siempre necesitan hombres.

—¿Habéis solicitado un puesto en la guardia de los muelles? Pero…

—¿Que es la peor guardia de la ciudad? Ya lo sé, pero es en los muelles donde actúa la Bestia, y yo quiero ver a la Bestia encerrada.

Obviamente, Elsaesser era un buen hombre.

El guardia se puso de pie y se sacudió las rodillas. Luego se echó el trozo de tela por encima de la mano, y miró a Johann.

—¿Qué pasa, Elsaesser?

El rostro del oficial mostraba desconcierto.

—Mirad —dijo al tiempo que sujetaba el trozo de tela sobre el hombro de Johann.

Era verde, del mismo tono exacto que su capa.

El barón cogió la tela y palpó la trama del terciopelo. Le resultaba familiar. Johann miró a Elsaesser y ambos sintieron que el mundo estaba cambiando.

Johann aferró el trozo de terciopelo e intentó captar algo de él. No era vidente, pero no pudo evitar intentarlo. No hacía falta un vidente para sacar una conclusión de un trozo de terciopelo verde.

—Yefimovich tiene razón —dijo Johann—. La Bestia es un cortesano.

Elsaesser sacudió la cabeza.

—Eso no lo sabemos. Esto podría haber estado en el callejón desde hace días.

—No, es nuevo. Mirad este borde. Lo han rasgado recientemente. Y tiene sangre.

Johann alzó el trozo de tela. Se trataba de un triángulo estrecho con dos bordes rasgados y un orillo, que pertenecía a la parte inferior de la prenda. Miró el orillo. Estaba cosido con hilo de oro y el terciopelo se había desgastado un poco en la parte que rozaba, el suelo.

Dickon se había reunido con ellos.

—¿Qué hay?

—Terciopelo verde, capitán —dijo Elsaesser—. Como el de la capa del barón. —Dickon alzó una ceja y se echó a reír.

—Así que ya tenemos a nuestro hombre, ¿no?

—Las capas de terciopelo verde se llevan en el palacio por tradición. Las usan los electores, cortesanos, embajadores y ministros. Incluso los miembros de la familia imperial.

Por primera vez, Dickon pareció trastornado, y se encajó la pipa entre los dientes.

—¿Estáis diciéndome que la Bestia pertenece a la corte?

Misericordiosa Shallya, eso sería un enorme cargamento de problemas.

—Es igualmente posible que se trate de un sastre o un sirviente —dijo Elsaesser—. O de un ladrón que haya robado la capa, o de alguien que quiere que pensemos que la Bestia es un cortesano.

—No es sólo el terciopelo, capitán —intervino Johann—, sino también el hilo de oro. Es costoso.

Dickon estaba meditando, contrapesando la justicia y su carrera. Johann podía imaginar cómo aquella mente de rata luchaba a través del laberinto de conclusiones. El capitán de la guardia de los muelles sabía que no iban a darle las gracias a nadie que demostrara que la Bestia era un aristócrata. Alguien mutado por la piedra de disformidad estaría bien; mejor aún si se trataba de una persona convenientemente insignificante y gris. Pero un cortesano, un embajador, un ministro… Eso acarrearía demasiados problemas.

Un guardia que arrestara y lograra la condena de un noble podría ganar una medalla, pero nunca más ascendería dentro del servicio, jamás volvería a contar con la confianza de sus superiores sociales.

—Buen trabajo, Elsaesser —le espetó el capitán al tiempo que le arrebataba a Johann el jirón de tela y lo apretaba en la mano hasta formar con él una bola—. Habéis penetrado en esta enredada trama. La Bestia está intentando crear problemas. Con Yefimovich propagando la sedición por toda la ciudad, el asesino quiere hacernos seguir una pista falsa. Pero no nos dejaremos engañar. La guardia de los muelles no es tan estúpida como todo eso.

Dickon arrojó al aire el jirón de terciopelo, que cayó sobre la antorcha del Mattheus II.

—Capitán —protestó Johann—. Ésa es una prueba importante.

El terciopelo ardió y cayó hecho cenizas.

—Tonterías, barón. No es más que una pista falsa. La Bestia es una criatura astuta, eso lo sabemos. Quiere que andemos corriendo por todas partes, acosando a personas importantes, mientras él continua dedicándose a sus sangrientas actividades. Quiero decir que, ¿podéis imaginar a un ministro del emperador descuartizando rameras por los callejones?

Por alguna razón, Johann pensó en Mikael Hasselstein y en el fallecido Oswald von Konigswald.

—¿O incluso, quizá, imaginar a un elector haciendo eso?

Elsaesser contempló las oscuras cenizas que ahora yacían sobre el empedrado, y que Dickon pisoteó hasta reducirlas a la nada. Johann lo observó mientras lo hacía, ya que no habría podido impedírselo ni tampoco estaba seguro de querer hacerlo.

A fin de cuentas, él tenía varias capas como ésa, al igual que la mayoría de las personas de la corte a las que conocía.

Leos von Liebewitz llevaba una puesta esa misma mañana.

La última vez que había visto a Wolf le había dejado al muchacho una de sus capas de cortesano para que asistiera a una fiesta imperial. Se la había regalado a su hermano.

—Ya está, hemos acabado con ese problema. Y ahora esperemos que nuestra vidente consiga algo. A menos que me equivoque, allí la tenemos.

Un carruaje de la guardia se detuvo en el exterior de la Cervecería de Bruno, y se abrió la portezuela. Una mujer vestida de rojo con el cabello pelirrojo recogido con un pañuelo, descendió del vehículo. Llevaba un sencillo amuleto en forma de martillo. Dickon le tendió una mano.

—Soy el capitán Dickon, de la guardia de los muelles —se presentó.

La mujer lo miró, desvió los ojos hacia el callejón, alzó la vista al cielo y se desplomó, presa de un desmayo.

—Por el sangriento martillo de Sigmar —exclamó Dickon.