Capítulo 3

TRES

Como era habitual, según el cómputo, faltaban tres barriles. Benning, el contable, se rascaba el mentón con la pluma manchándose de tinta la barba mientras contemplaba con aburrido desconcierto la gabarra de carga que estaba amarrada junto al almacén de la Compañía Comercial del Reik y el Talabec. Ruprecht, el guardia nocturno, bostezaba abriendo mucho la boca para darle a entender que quería irse a casa a dormir. A juzgar por el olor de su aliento, aquel cerdo rechoncho podría haber dado buena cuenta de los tres barriles de vino de l’Anguille, él solo.

Si el perro del varadero lamía una vez más la sudada entrepierna de Ruprecht, quedaría tan borracho como un sacerdote de Ranald en el Día del Tramposo.

—Vuelve a contarlos —gruñó Harald Kleindeinst.

Benning, que sentía ante él un sensato temor, hizo lo que le mandaba y comenzó a comprobar la carga mientras la comparaba con su lista.

La gabarra Rata Fluvial, orgullo de la línea del Reik y el Talabec, hacía la ruta entre Marienburgo y Altdorf para transportar vinos de Bretonia, telas de Albión y chucherías de Norsca hechas con huesos y marfil de ballena; y durante los veinticinco años que llevaba en servicio, nunca había llegado a Altdorf con el mismo cargamento exacto con que había salido de Marienburgo.

Más bien daba la impresión de que, mientras que la carga podría haber entrado intacta en Altdorf, siempre parecía peculiarmente reducida en el momento en que se hacía inventario de las mercancías descargadas.

Hoy, Harald iba a hacer algo que cambiaría esa pauta.

—Me gustaría que os dierais prisa —dijo Warble, el sobrecargo—. Tengo asuntos en la ciudad que no pueden esperar.

Warble era un halfling, pero no se trataba de la criatura sobrenatural y aniñada que se suponía que eran los halflings.

Estaba masticando un cigarro puro, sentado en un banco de cubierta, y aguardaba tranquilamente a que Harald lo dejara desembarcar.

—Tómatelo con calma, Warble —le respondió Harald—. Nadie abandona el muelle hasta que se sepa qué ha ocurrido con el cargamento.

—Yo estoy aquí por trabajo, atrapa ladrones —insistió el halfling.

—Yo también.

Sam Warble se encogió de hombros y se miró las aguzadas puntas de las botas. También los estibadores del muelle estaban sentados y se impacientaban. Krimi, el joven capataz, deshilachaba el extremo de una cuerda con un pasador y le lanzaba miradas amenazadoras a Harald cuando pensaba que el guardia de día no lo miraba. Krimi era un Pez que, además de la insignia cosida en el justillo, tenía peces tatuados en las mejillas.

Eso lo distinguía como jefe de guerra y le hacía creer que era un tipo duro. Harald no se dejaba engañar. Había conocido a muchos personajes que se creían tipos duros, y que por lo general resultaban ser unos afeminados.

Los Peces estaban perdiendo terreno ante los Ganchos, e intentaban recuperarlo poniéndose del lado de Yefimovich, el alborotador. El contable continuó con el inventario, mascullando para sí.

La noche había sido fría pero el día era cálido, el último del otoño. El calor significaba que los muelles olían peor de lo habitual. La gabarra contigua estaba descargando un transporte de pescado marino que tal vez podría haber sido capturado en los últimos diez años, aunque Harald no habría apostado por ello. Los bloques de hielo se derretían deprisa bajo el sol, y los estibadores trabajaban con rapidez para intentar descargar la gabarra antes de que el olor se hiciera demasiado insoportable.

La mano de Harald se apoyó sobre su cadera derecha y rozó casualmente el puño de su cuchillo arrojadizo.

Después de todos los años pasados, el arma aún pendía cómodamente dentro de su vaina.

—Has ido hacia abajo en la vida, ¿verdad, atrapaladrones? —dijo Warble. Harald alzó un poco el labio superior.

—La última vez que estuve en Altdorf eras capitán de la guardia. Ahora sólo haces sumas para los comerciantes.

Harald miró a Warble e intentó situar aquel rostro.

—¿He oído hablar de ti, halfling?

Warble volvió a encogerse de hombros.

—Lo dudo. En general, me ocupo de mis propios asuntos. Siento mucho respeto por la ley.

—Continúan faltando tres barriles —anunció Benning.

El contable miró a Krimi antes de mirar a Harald, lo cual constituyó el segundo error de ambos. Por supuesto, el primero había sido decidir robarle a la Compañía Comercial del Reik y el Talabec.

Ruprecht podría haberse mantenido al margen, pero era demasiado estúpido para hacerlo.

Estaba reclinado contra una pila de balas de algodón y agitaba una carnosa mano para espantar a una mosca que revoloteaba cerca de sus ojos.

—Ya te lo dije, Kleindeinst, no hay ningún misterio. Los barriles se salieron de los anclajes y rodaron por encima de la borda. Están con los peces.

Harald se limitó a mirar al guardia nocturno. Sentía el estómago revuelto, como le sucedía siempre que estaba cerca de gente estúpida y despreciable.

—Resulta extraño las muchas cosas que ruedan por encima de la borda en esta ruta, ¿verdad?

Ruprecht estaba sudando más de lo normal. Debía de estar sufriendo resaca a causa del vino de l’Anguille. Era un caldo bastante cabezón, y la gente gorda raras veces podía beber moderadamente.

—Con los peces, ¿eh? Ésa es una historia creíble.

Krimi alzó los ojos de la cuerda y arqueó una ceja. Originalmente, los Peces habían merecido ese nombre porque siempre eran los que parecían entrar en posesión de las mercancías que «rodaban por encima de la borda».

—Aparte de eso —dijo el contable—, los cómputos concuerdan.

—Benning —respondió él—, si tus cómputos concuerdan, eres un contable muy malo, o un ladrón astuto. Y no creo que seas un contable muy malo.

El contable dio un salto y estuvo a punto de caer del muelle. Se volvió y los ojos se le salieron de las órbitas.

En el silencio, pudo oír el crujido de la gabarra que se mecía acercándose al muelle, frotándose contra los pilares del mismo, y alejándose otra vez. El perro del varadero jadeaba, a la espera de que sucediese algo. Como todos los demás.

—¿Tienes la más mínima idea de lo estúpido que has sido? Estos otros no saben hacer nada mejor que robar, pero tú eres un hombre educado. Nunca debiste haber falsificado los cómputos.

El contable miró en torno a sí, pero ni Krimi ni Ruprecht posaron la vista sobre sus ojos llenos de pánico.

Warble fingió no estar interesado en lo que sucedía, y escupió al agua el extremo mojado del cigarro puro.

—Tres barriles, Benning. Son siempre tres barriles. Cada vez que tú los cuentas, el señor Pez de ahí los descarga y Ruprecht anda por aquí vigilando, siempre faltan tres barriles del cargamento. Deberíais haber variado la cifra. Pensaste que la compañía no se lo creería, si no había robos, así que decidiste que fueran tres barriles.

Ruprecht estaba temblando, a punto de explotar. Krimi azotaba suavemente el muelle con su cuerda. Su banda holgazaneaba por los alrededores, la mitad sobre la gabarra y la otra mitad en tierra, apoyados contra una cosa u otra, esperando.

El halfling exhaló una bocanada de humo.

—He estado repasando todos los cómputos, y el total suma mucho más de tres barriles por viaje. Eres un hombre minucioso, así que tienes que saber con exactitud cuánto le habéis robado a la compañía.

Benning estaba a punto de derrumbarse. Harald podía ver cómo se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Yo… yo… yo me… yo me vi o-o-bligado…

—Cállate, chupatintas —gritó Ruprecht al tiempo que se inclinaba hacia delante. Se dio una palmada en la cara que le hizo temblar la mejilla, pero la mosca se le escapó.

Harald se volvió hacia el guardia nocturno, y el cuchillo apareció en su mano, con la hoja contra la palma y la empuñadura dirigida hacia Ruprecht. Era una buena pieza de artesanía, con una hoja de cuarenta y cinco centímetros afilada como una navaja. Algunos hombres tenían dagas con dibujos tallados en la empuñadura y nombres de dioses en la hoja, pero la suya era un objeto sin adornos, de curvas elegantes y líneas bien definidas. No era para lucirla.

—Es una tradición de los muelles, Kleindeinst… nadie le escatima su tajada al viejo Ruprecht…

Harald no dijo nada. Siempre se le revolvía el estómago cuando los ladrones se quebrantaban. Y los ladrones siempre se quebrantaban.

—Yevgeny Yefimovich dice que la propiedad es un robo —intervino Krimi.

—Sí, lo bien robado también es un robo.

Harald alzó la daga.

—Esto fue hecho por Magnin el herrero —explicó—. Es el cuchillo arrojadizo más pesado del Mundo Conocido. Para que sea eficaz, un arma como ésta debe estar equilibrada hasta la milésima de onza. Para lanzarla adecuadamente, el que la arroja debe poseer un sentido preciso del tiempo, una insólita fuerza en la muñeca y el ojo de un halcón.

Ruprecht retrocedió contra las balas de algodón, y la mosca se le posó en una oreja. El guardia nocturno estaba lloriqueando y el sudor le oscurecía la camisa.

—Será mejor para ti, escoria, que las cinco botellas de vino que me bebí anoche no hayan afectado a mi puntería de esta mañana…

Ruprecht inspiró y cerró los ojos en el momento en que el cuchillo salía de la mano de Harald y volaba, girando sobre los extremos, como si atravesara un líquido espeso.

Se oyó un golpe sordo cuando el cuchillo se clavó hasta la empuñadura, y Ruprecht profirió un grito.

El insecto había dejado de zumbar.

Ruprecht abrió los ojos y descubrió que el cuchillo estaba alojado dentro de una bala de algodón, pegado a su cabeza y sobre su oreja derecha. Él no tenía siquiera un corte.

—Y ahora, ¿voy a escuchar una confesión o las cosas se pondrán desagradables?

Ruprecht estaba demasiado ocupado rezando para responder a la pregunta, pero los Peces no se sentían impresionados. Vieron a un hombre sin cuchillo y cometieron el habitual error de creer que resultaría fácil vencerlo.

Krimi hizo un movimiento con los ojos y se lanzó hacia Harald. Agitó la cuerda y alzó el pasador para hundirle el cráneo a Harald.

Era como en los viejos tiempos de la guardia. La escoria parecía moverse más lentamente que un jarabe espeso, mientras que él se desplazaba con la celeridad de un bailarín. Harald atrapó la cuerda cuando ésta serpenteaba a través del aire y, con un giro diestro, se la enroscó en torno a la muñeca.

Luego tiró de ella, y Krimi perdió pie.

Cuando el Pez estuvo al alcance de Harald, éste estrelló una rodilla con fuerza contra la entrepierna del otro hombre.

Krimi jadeó de dolor y el pasador cayó sobre el embarcadero.

Harald lo soltó y lo apartó de un empujón.

—Duele, ¿verdad? —dijo.

El Pez estaría demasiado ocupado pensando en el dolor para causar más problemas. Harald recogió la cuerda y, tras apartar las manos de Krimi de sus contusas pelotas, le ató las muñecas.

—Ruprecht —dijo—, tráeme mi cuchillo.

Sin pensarlo, el guardia nocturno arrancó el Magnin de la bala de algodón y se lo entregó. Harald lo metió en la vaina.

Miró a los demás estibadores. Ninguno de ellos quería más problemas.

—¿A qué estáis esperando? —preguntó—. Bajad el cargamento al muelle, y no olvidéis los compartimentos secretos de la bodega de proa.

Los Peces obedecieron de inmediato y comenzaron a transportar barriles y cajas, como si fueran las marionetas de un titiritero especialmente diestro.

Warble bajó de la gabarra y miró a Krimi, que aún rodaba por el muelle con las rodillas apretadas.

Harald tiró de la cuerda para poner de pie a Krimi, y deslizó un collarín de hierro en torno al cuello del Pez, tras lo cual lo apretó y ajustó el cierre. Las púas hirieron el cuello del delincuente e hicieron manar un poco de sangre. Si forcejeaba, se haría feas heridas él mismo, juguetonamente, Harald tiró del collar y le arrancó un alarido al Pez.

—Dime —dijo Warble—, ¿es por esto que te llaman «Sucio Harald»?