Capítulo 1

UNO

El barón Johann von Mecklenberg, elector de Sudenland, era un buen servidor de su emperador, Karl-Franz, de la Casa del segundo Wilhelm. Era incapaz de negarle nada a su señor, ni siquiera una lección de tiro con ballesta para el hijo de Karl-Franz, Luitpold.

—Más alto, Luitpold —le dijo Johann al joven—. Mantened alineadas la flecha y la mira.

Las dianas de paja se encontraban alineadas en el patio, junto a los establos del palacio, y se habían apartado caballos y hombres del alcance de las a veces erráticas flechas del futuro emperador. El heredero habría preferido practicar en el gran salón de baile —la única estancia del palacio que tenía el largo suficiente para convertir en un reto las prácticas de puntería—, pero un inventario de los valiosos cuadros, tapices y antigüedades que se encontraban en la posible línea de tiro, convenció al emperador de que no sería buena idea satisfacer aquel deseo particular de su hijo.

—Ahí va —dijo Luitpold al tiempo que soltaba la cuerda de la ballesta, que zumbó de modo satisfactorio. La flecha pasó rozando el borde exterior de la diana y se clavó en la puerta de madera del establo con un golpe seco. El caballo que se encontraba en el pesebre contiguo, relinchó.

Johann no se rio, al recordar sus propios defectos de infancia. Su ineptitud como arquero había causado muchísimos más problemas que el mero susto de un caballo.

Luitpold se encogió de hombros y colocó otra flecha en la ballesta.

—Me tiemblan las manos, tío Johann.

Era cierto. Se trataba de un hecho desde hacía tres años, cuando el heredero había sido derribado de un golpe por el traidor Oswald von Konigswald durante la primera y última representación del texto original de Detlef Sierck, Drachenfels.

Ninguno de los que entonces formaban parte del público salió del teatro de la fortaleza de Drachenfels siendo la misma persona que había entrado. A algunos, por ejemplo, se los habían llevado cubiertos por una sábana.

Johann era, tal vez, una excepción. Hasta donde llegaba su memoria, la vida siempre había contenido horrores.

Incluso antes del suceso de Drachenfels, se había habituado a luchar con las criaturas de la oscuridad. La mayoría de las personas preferían hacer caso omiso de esas cosas que pasaban por la periferia de su campo visual. Johann sabía que una ceguera voluntaria como ésa sólo le permitía ganar terreno a la oscuridad. Puede que hubiesen acabado sus años de vagar, pero eso no significaba que hubiese desaparecido la amenaza. La piedra de disformidad continuaba obrando su vil magia en los corazones, mentes y cuerpos de todas las razas del mundo.

Luitpold volvió a disparar. Esta vez le acertó a la diana, pero la flecha se clavó, torcida, en el círculo más externo.

Se oyeron unos aplausos procedentes de lo alto, y Johann alzó la mirada. Karl-Franz se encontraba en un balcón, y sus voluminosas mangas se agitaban al aplaudir a su hijo. Luitpold se sonrojó y sacudió la cabeza.

—Ha sido un tiro inútil, padre —gritó—. Inútil.

El emperador sonrió. Junto a Karl-Franz se encontraba un hombre coronado por una melena de rizado cabello rubio grisáceo, que llevaba la capucha de monje caída sobre los hombros y tenía las manos metidas en las mangas. Se trataba de Mikael Hasselstein, confesor del emperador. Hasselstein era lector del Culto de Sigmar, y se rumoreaba que constituía un candidato probable para ocupar el puesto de gran teogonista, una vez que el viejo Yorri concluyera con el proceso de morirse. Johann rendía culto en la catedral de Sigmar siempre que podía, pero no lograba que le gustaran los hombres como Hasselstein.

Tal vez los sacerdotes no deberían ser cortesanos. Ahora, Hasselstein permanecía de pie junto al emperador, con rostro inescrutable, en espera de que fuesen requeridos sus servicios. Nadie podía ser siempre tan sereno y ecuánime como parecía serlo Mikael Hasselstein. Nadie que fuese humano. Y a Johann apenas si lo impresionaba más el segundo acompañante de su emperador, Mornan Tybalt, con su olivácea cara picada de viruelas, jefe de la Tesorería de la Casa Imperial, empeñado en volver a llenar los cofres de palacio mediante el cobro de un impuesto de dos coronas a todos los ciudadanos del Imperio físicamente capacitados.

Los agitadores llamaban «impuesto del pulgar» a este plan de Tybalt, y los jugadores ya apostaban por el porcentaje de ciudadanos que preferirían dejarse cortar los pulgares antes que separarse de sus coronas.

—Johann, enséñamelo otra vez —pidió Luitpold.

Reacio, consciente de que lo estaban exhibiendo, Johann cogió la ballesta. Era el mejor modelo que podía pagar el dinero del Imperio, con filigrana de oro a lo largo de la caja.

Las miras del arma eran tan precisas que para errar el tiro harían falta unos dedos tan torpes como los de Luitpold.

Sin que pareciese observar la mira o la diana, Johann disparó la flecha. La diana tenía dibujados una serie de círculos concéntricos de colores rojo y azul. En el círculo central había un pequeño corazón encarnado, al cual la flecha de Johann partió haciendo manar un hilo de pintura roja, como si la paja hubiese sufrido una herida.

En su mente, Johann oyó los resonantes gritos de todos aquellos a los que había matado durante sus diez años de vagar. Los diez años pasados persiguiendo a Cicatrice, Paladín del Caos, y a sus seguidores, las monstruosidades mutantes que se llamaban a sí mismos Caballeros del Caos, y a su propio hermano, Wolf. Cuando se puso en camino con el criado de su familia, Vukotich, a su lado, era un arquero tan malo como Luitpold; pero había aprendido. Cuando disparas contra un blanco de paja resulta fácil ser descuidado, exigir menos de uno mismo y esperar al siguiente turno. Cuando te enfrentas en batalla con criaturas bestiales, o aciertas el tiro o no vives lo suficiente para volver a tensar la cuerda del arco. Johann nunca sería tan elegante en la batalla como un guerrero educado en la corte, pero aún estaba vivo.

Eran demasiadas las personas que había conocido por el camino y que no lo estaban. Vukotich, para empezar.

Luitpold silbó.

—Buen tiro —dijo.

El emperador no dijo nada pero le hizo a Johann un gesto de asentimiento con la cabeza y, con Hasselstein y Tybalt al lado, echó a andar y desapareció en una de las numerosas salas de conferencia. Johann sabía que, en esos días, Karl-Franz tenía muchísimas cosas por las que preocuparse. Pero es que lo mismo le sucedía a todo el mundo.

Johann levantó la ballesta hasta situarla en la línea de sus ojos, y comprobó la mira. Sintió la caja de madera contra la mejilla. En los bosques de Sudenland, había aprendido a tirar con un arco largo. Recordaba la cuerda tensa contra su cara, la temblorosa punta de la flecha apoyada sobre su pulgar. Cuando le disparaba a una diana, lo llamaban Ojo Mortífero. Pero siempre que había tenido un animal ante sí, acababa lastimándose el nudillo del pulgar y haciendo disparos erráticos.

Resultaba extraño pensar que, tantos años atrás, había tenido una barrera infranqueable dentro de la mente era incapaz de matar. Ahora, a veces deseaba no haberse curado nunca de ese particular defecto.

Un solo disparo desviado, y había perdido diez años. A los dieciséis, había sido demasiado compasivo para matar a un venado y había disparado sin apuntar, hiriendo a su hermano en un hombro. Ese único error había significado que tuviesen que enviar a Wolf de vuelta a casa mientras que Johann y Vukotich se quedaban en el bosque para concluir la cacería; y cuando Cicatrice y los Caballeros del Caos llegaron con la intención de asolar la hacienda von Mecklenberg, secuestraron a Wolf. Vukotich y Johann habían perseguido a Cicatrice por toda la faz del Mundo Conocido, aprendiendo cada vez más de los misterios, los horrores que se ocultaban a los ojos de la mayoría.

En los helados desiertos del norte, en un campo de batalla donde luchaban eternamente los monstruos de la noche, el periplo había tocado a su fin y Johann se había encontrado enfrentado con el joven Wolf que se había transformado en un monstruo, torturado por un odio que aún se contorsionaba dentro de la vieja herida. Vukotich se había sacrificado y, gracias a un milagro por el que Johann aún daba gracias cada día, Wolf le había sido devuelto, otra vez como muchacho, y se le había dado una segunda oportunidad.

El poder de la sangre inocente había salvado a su hermano, y ése fue el fin del periplo de Johann.

Le devolvió la ballesta a Luitpold.

—Otra vez —dijo—. Intentad mantener los hombros relajados y las manos inmóviles.

El muchacho le dedicó una sonrisa abierta y colocó otra flecha en el canal de la ballesta, para luego tensar la cuerda de la misma con un gruñido.

—Cuidado —le advirtió Johann—, u os clavaréis la flecha en un pie.

El heredero alzó la ballesta y disparó, pero la flecha salió en una dirección errática y se rompió contra las losas de piedra del suelo. Luitpold se encogió de hombros. Detrás de ellos se abrió una puerta y Johann volvió la cabeza.

—Se acabó —dijo luego—. Ya es casi la hora de vuestra lección de esgrima.

Luitpold apoyó con cuidado la ballesta contra el respaldo de una silla, y se volvió para recibir al recién llegado.

—Vizconde Leos —lo saludó—, bienvenido.

Leos von Liebewitz le hizo un saludo marcial al tiempo que hacía entrechocar los talones de sus lustrosas botas. Los duelistas más famosos se distinguían por sus cicatrices. Johann, con más experiencia en luchas carentes de caballerosidad que en enfrentamientos cortesanos, estaba cubierto de ellas, pero Leos, que había librado incontables duelos, tenía la cara tan suave y libre de marcas como la de una muchacha.

Johann sabía que eso era el distintivo de un maestro espadachín. Leos apartó la capa verde de un hombro, y dejó a la vista su espada envainada. El joven noble tenía unos acuosos ojos azules y un corto cabello dorado que hacía que todas las damas de la corte perdieran las fuerzas, aunque él nunca parecía corresponder al interés que le demostraban. Clothilde, nieta del elector de Averheim, le había hecho insinuaciones románticas muy ostentosas poco después de dejar de ser una mocosa granujienta y malcriada para convertirse en una encantadora joven malcriada, y ahora sufría por tener el corazón terriblemente roto.

Johann suponía que la hermana del joven vizconde, la bellísima condesa Emmanuelle von Liebewitz, ya poseía la suficiente devoción por las artes amatorias como para acaparar toda la cuota que correspondía a una familia. Leos sonrió con dulzura.

—Alteza —dijo al tiempo que hacía una inclinación de cabeza—. Barón von Mecklenberg, ¿qué tal lo hace nuestro discípulo?

Johann no dijo nada.

—Aterrorizadoramente mal —admitió Luitpold—. Parece que tengo más dedos pulgares que los estrictamente exigidos por la ley. Tendré que pagar más impuestos.

—Una mente aguda os servirá mejor que una espada afilada, alteza —dijo Leos.

—Eso es fácil de decir cuando se es el mejor espadachín del Imperio —le espetó Luitpold.

Leos frunció el entrecejo.

—Mi maestro, Valancourt, de la Academia de Nuln, es mejor que yo. Y también lo es el hombre acerca del cual cantan canciones, Konrad. Y una docena más. Tal vez incluso el barón, aquí presente.

Johann se encogió de hombros. Ciertamente, no tenía la más mínima intención de dejarse arrastrar a un combate de exhibición con el mortífero Leos.

—Estoy oxidado, vizconde. Y viejo.

—Tonterías. —Leos desenvainó la espada con un movimiento grácil y limpio, y la fina hoja danzó en el aire—. ¿Os apetecería hacer algunas fintas?

La punta de la espada pasó velozmente junto a una oreja de Johann, zumbando en el aire. Luitpold se sintió encantado y aplaudió para animarlos.

—Lo lamento —replicó Johann—. Hoy, no. El futuro emperador está impaciente por recibir los beneficios de vuestra sabiduría.

El brazo del vizconde se movió demasiado rápidamente para que los ojos de Johann pudiesen seguirlo, y la espada volvió a su vaina.

—Es una lástima.

Un ayudante ya estaba retirando las dianas de paja y el resto de objetos propios del tiro con arco. Acababan de sacar al patio un carrito con ruedas, en cuya bandeja superior había una colección de buenas espadas, y máscaras y chaquetas acolchadas en la inferior.

Luitpold estaba ansioso por ponerse el traje. Intentó abrocharse él mismo la chaqueta protectora, pero unió las hebillas con las correas equivocadas. El ayudante tuvo que deshacer todo lo hecho por el príncipe y comenzar de nuevo. A Johann le recordó a Wolf, el antiguo Wolf de la infancia de ambos, no el extraño joven viejo que había regresado con él de los desiertos del Caos. Su hermano tenía veintinueve, tres años menos que él, y sin embargo había perdido diez en compañía de Cicatrice y no parecía tener más de dieciocho o diecinueve. Su cuerpo había sido restaurado y su alma purgada de todos los horrores de los años pasados con los caballeros del Caos, pero el espectro de los recuerdos aún permanecía con él.

Johann aún no podía dejar de preocuparse por Wolf.

Luitpold hizo una mueca de ferocidad burlona al bajarse la máscara sobre el rostro, y cortó el aire con su florete.

—Tomad, profesor de álgebra engendro del infierno —gritó al tiempo que lanzaba una estocada y retorcía el arma en el aire—. ¡Eso va por los cálculos, y esto por vuestro ábaco polvoriento!

Leos rio, complaciente, cerró remilgadamente las hebillas de su protector pectoral, y ostentosamente no se molestó en ponerse la máscara. Luitpold hizo una cabriola y le asestó una estocada mortal a su oponente imaginario.

—¡Caed y sangrad!

Johann no pudo evitar comparar al vivaz y bien educado heredero con el retraído y melancólico Wolf.

Él había acudido a Altdorf no sólo para cumplir con su deber en la corte, sino también para estar cerca de Wolf. Se suponía que su hermano estaba estudiando en la universidad para ponerse al día con las clases perdidas hacía tanto tiempo, y Johann estaba preocupado por los informes que no dejaba de recibir de los tutores de Wolf. En ocasiones, el estudiante desaparecía durante semanas enteras.

A veces, su temperamento se alteraba de modo repentino y se metía en peleas ridículas ante las cuales se contenía en el último instante, y acababa aporreado por un oponente al que debería haber podido vencer sin esfuerzo.

Siempre que Johann veía el rostro de su hermano contusionado y carente de expresión, no podía evitar acordarse de la otra cara que había visto en el campo de batalla. Su hermano había sido un gigante de hocico colmilludo, ojos rojos y exuberante melena.

¿Hasta qué profundidades había estado aquella criatura alojada en el alma de Wolf? ¿Hasta qué punto la sangre inocente había limpiado su alma de esa influencia? ¿Cuál de los dos, después de todo por lo que había pasado la Casa von Mecklenberg, era el verdadero Wolf?

Ahora, Leos estaba haciendo trabajar duro a Luitpold. Johann se dio cuenta de que el vizconde enlentecía sus propios movimientos y esgrimía el florete como si llevara botas y guantes cargados con pesos.

No obstante, continuaba siendo una elegante máquina asesina que pinchaba el pecho acolchado del príncipe con cada pasada, y paraba a la perfección los contraataques del joven. En un duelo auténtico, habría cortado al futuro emperador en finas lonchas, como un chef bretoniano que preparara una comida de carnes frías.

Corrían muchas historias sobre las numerosas aventuras amorosas de la condesa Emmanuelle y sus extrañas preferencias en la alcoba, pero nunca se mencionaban donde el vizconde Leos pudiese oírlas. Los exclusivos cementerios del Imperio estaban llenos de aficionados a la esgrima que pensaban que eran mejores que Leos von Liebewitz, con la espada. La condesa tenía que responder de muchas de ellas.

Ahora, el vizconde estaba haciendo sudar a Luitpold, y el heredero no quedaba en mal lugar. Era menos torpe con el florete que con la ballesta, y era físicamente fuerte. Poseía la fuerza de un corredor, no la de un luchador, pero era la que necesitaría para convertirse en espadachín. Una vez que aprendiera los movimientos, Luitpold sería un buen duelista, aunque Karl-Franz no le permitiría complicarse en nada parecido a un enfrentamiento real mientras él continuase con vida y en el trono de Emperador.

Luitpold estaba disfrutando de la lección, e incluso hacía un poco el payaso para lucirse ante Johann, pero Leos se lo tomaba muy en serio. La gruesa chaqueta del futuro emperador tenía un centenar de pequeños desgarrones y el relleno estaba saliéndosele.

Mientras observaba a Leos, Johann se formuló preguntas acerca del vizconde. Durante sus años perdidos, Johann había librado muchos duelos a muerte y sobrevivido a muchas batallas.

Había vencido a hombres tan terriblemente mutados por la piedra de disformidad, que parecían demonios.

Había matado a muchos. Tenía en las manos sangre de todas las razas del Mundo Conocido. Aquello no había sido un juego cortesano, con padrinos, lacayos y reglas de etiqueta.

Estaba seguro de que, si llegaba a darse el caso, si él alguna vez se ponía serio, podría matar a Leos von Liebewitz, pero no era una perspectiva que aguardara con ansiedad.

En lo más mínimo.

Por debajo del entrechocar del acero contra el acero, Johann oyó algo más, un clamor que sonaba fuera de las murallas del palacio. Luitpold y el vizconde no repararon en ello y continuaron con su combate fingido, mientras Leos señalaba los errores del heredero y elogiaba sus buenos movimientos.

Había gente gritando. Johann tenía buen oído. Le había hecho falta tenerlo, en los bosques y los desiertos.

Seis alabarderos atravesaron el patio corriendo torpemente al tiempo que se ajustaban las correas de los petos y los cascos. Luitpold se apartó a un lado, y Leos, con las manos en las caderas, frunció el entrecejo.

—¿Qué sucede? —preguntó Johann.

—La puerta principal —jadeó un soldado joven—. Hay un tumulto ante ella. Yefimovich está dando un discurso.

—¡Por el martillo de Sigmar —espetó Leos—, ese condenado agitador!

Los alabarderos traspusieron corriendo la arcada en dirección a la puerta del palacio, y Luitpold giró para seguirlos.

—Alteza —le dijo Johann con tono seco—, quedaos aquí.

Ahora le tocó a Luitpold el turno de fruncir el entrecejo.

En sus ojos chispeó el enojo, pero se apagó de inmediato.

—Tío Johann —se quejó—, yo…

—No, Luitpold. Vuestro padre me colgaría dentro de una jaula para que me devoraran los cuervos.

Leos estaba quitándose la chaqueta acolchada. Johann se dio cuenta de que se avecinaban problemas.

—Vizconde —dijo—, si os avinierais a quedaros aquí para proteger al futuro emperador, sólo por si acaso…

Leos se irguió, molesto, pero una mirada de Johann acabó por convencerlo. Se tocó la nariz con el florete e inclinó la cabeza un instante. Afortunadamente, no era uno de esos aristócratas —como Luitpold—, a los que les habían enseñado a cuestionar cualquier orden que recibían.

La Casa von Liebewitz debía haber tenido una buena habitación de niños gobernada por una niñera estricta.

Johann siguió a los alabarderos, y mientras recorría los patios interconectados entre sí se encontró andando junto a un creciente número de hombres. El ruido procedente del otro lado de la puerta era cada vez más fuerte, y se alzaba un número mayor de voces. Oyó un roce metálico que reconoció como propio del rastrillo principal al descender.

Era como si las hordas del Caos se encontraran dentro de las murallas de la ciudad y la guardia imperial estuviese retrocediendo hacia la última posición de defensa. Pero no podía tratarse de eso.

Ante la puerta había tal apiñamiento de soldados, que Johann no podía ver el exterior. Por el estruendo, calculó que había muchísima gente al otro lado del rastrillo que cerraba la entrada, y que esa gente no estaba contenta. Siempre había un motivo. Si no eran las incursiones del Caos, era el impuesto del pulgar; y si no se trataba de algún nuevo fanatismo religioso, era una turba que exigía que les entregaran a algún infame criminal para impartirle justicia.

Por todo el Imperio, la turba de Altdorf era sinónimo de desmanes.

Oyó que uno de los alabarderos decía algo acerca de la Bestia, y supo que esto era peor que cualquiera de las otras causas. Una bola de barro y estiércol secos pasó volando entre los barrotes y se estrelló contra una arcada, rociando de porquería a un soldado de la guardia imperial. Las alabardas entrechocaban. Johann se encontraba de pie junto a un alto sacerdote del Culto de Sigmar. Tenía la capucha echada sobre la cabeza, pero lo reconoció como Hasselstein.

—¿Qué sucede?

Hasselstein volvió el rostro y guardó momentáneo silencio —Johann imaginó que estaba sopesando mentalmente si el elector de Sudenland era lo bastante importante para contarle algo—, antes de informarlo con brusquedad.

—Es Yevgeny Yefimovich, el agitador. Ha estado enardeciendo a la gente hasta el frenesí con los asesinatos de la Bestia.

Johann había oído hablar de los asesinatos de la Bestia, y lo habían llenado de un secreto terror las noticias de cada patética ramera destripada en los muelles. Los ataques eran tan salvajes que muchos no podían creer que el responsable fuese un ser humano. La Bestia tenía que ser un demonio o un hombre-bestia. O un lobo[1].

—Pero Yefimovich es un revolucionario, ¿no es cierto? —protestó Johann—. Tenía entendido que estaba siempre protestando por los privilegios de la aristocracia y los sufrimientos del campesinado, que no era más que un alborotador.

—Es lo que resulta tan estúpido —replicó Hasselstein—. Él sostiene que la Bestia es un aristócrata.

Una cuchilla espectral se deslizó entre las costillas de Johann, que sintió que se le paraba el corazón. Tras una larga pausa, latió otra vez, y continuó latiendo, pero él recordaría aquella puñalada durante mucho tiempo.

—¿Qué pruebas tiene? —preguntó con premeditada tranquilidad.

—¿Pruebas, barón? —Inquirió Hasselstein con tono de desprecio—. Yefimovich es un agitador, no un letrado. No necesita pruebas.

—Pero tiene que haber algo.

Hasselstein fijó los ojos en los de Johann, y por primera vez el elector advirtió lo gélidamente penetrante que era la mirada del sacerdote. Algo de aquel hombre le recordaba a Oswald von Konigswald. En sus ojos había la misma feroz inexpresividad, la misma compulsión de control total. A Johann no le habría gustado encararse con Leos von Liebewitz con las espadas de duelo entre ambos, pero imaginaba que Mikael Hasselstein sería un enemigo aún más peligroso que el vizconde.

El sacerdote metió una mano dentro de su hábito y sacó el emblema de su culto: un martillo provisto de una pesada cabeza. Obviamente, poseía algún significado religioso, pero daba la sensación de que, principalmente, resultaría de utilidad si el confesor del emperador sentía alguna vez la necesidad de aplastar el cráneo de alguien. Johann se llevó la impresión de que el calmo y afable Hasselstein experimentaba a menudo esa necesidad.

Siempre eran los tipos como ése, con agua helada en lugar de sangre, y que no manifestaban sus emociones, los que acababan en la plaza de la ciudad emprendiéndola a hachazos con los clientes del mercado en nombre de algún anónimo dios menor.

—Dejadme pasar —dijo el sacerdote. Los alabarderos se apartaron y abrieron un pasillo que llegaba hasta la reja.

Estalló otra bola de tierra y Hasselstein se la sacudió de encima con un encogimiento de hombros. Johann permaneció atrás.

Los seguidores de Yefimovich habían levantado a su líder a la altura de los hombros, y éste vociferaba.

—¡La escoria con título de las casas nobles del Imperio nos ha pisoteado durante demasiado tiempo con sus botas perfumadas! —gritaba—. Durante demasiado tiempo se ha derramado nuestra sangre al servicio de sus pendencias sin sentido. Y ahora, uno de ellos merodea en la noche, con la daga en la mano, destripando a nuestras mujeres…

Con calma, Hasselstein alzó los ojos hacia el agitador al tiempo que se daba suaves golpes en la palma de una mano con la cabeza del martillo.

—Si las descuartizadas fuesen duquesas y mujeres por el estilo, podéis estar seguros de que a estas alturas la Bestia ya estaría en el alcázar de Mundsen, adecuadamente encadenada y torturada. Pero no. Por el solo hecho de que esas mujeres no tienen linajes que se remonten a los tiempos de Sigmar, la corte imperial no da ni dos peniques por ellas…

Hasselstein le habló con calma a un capitán de la guardia, pero Johann no pudo oír la conversación porque Yefimovich gritaba demasiado. Sin embargo, a los alabarderos comenzaron a unírseles mosqueteros. Seguramente, el sacerdote no pensaba disparar contra la multitud.

El emperador jamás permitiría eso.

—¿Sabéis quiénes son las bestias? —Gritó Yefimovich, aferrado a los barrotes del rastrillo que cerraba la entrada—. Podéis verlos dentro de su jaula, igual que en un zoológico…

Sacudió los barrotes y sus largos cabellos se agitaron en el aire. Uno de los mosqueteros apoyó su arma en el soporte de la misma y apuntó al agitador, al tiempo que echaba atrás el percutor con el dedo pulgar.

Johann supo que no podía quedarse de brazos cruzados y observar cómo Hasselstein provocaba un tumulto que acabaría en masacre.

Alzó la mirada hacia Yefimovich. Había oído hablar muchísimo de aquel hombre, incluso había leído algunos de sus panfletos, pero era la primera vez que lo veía. Era realmente un hombre de discurso incendiario. Su semblante parecía relumbrar como si tuviese llamas bajo la piel, y sus ojos rojos brillaban como los de un vampiro. Era originario de Kislev, de donde había salido a apenas unos cuantos caballos de distancia de los cosacos del zar. Algunos decían que su familia había sido asesinada por capricho de un noble, otros afirmaban que él mismo pertenecía a la aristocracia, contaminada por la sangre de la zarina vampiro Kattarin, y que se había vuelto contra su propia clase.

—¡Aquí me tenéis! —gritó—. ¿Me tenéis miedo, lacayos y paniaguados? ¡Yo bebo la sangre de los príncipes, rompo la espalda de los barones y machaco los huesos de los condes!

Johann se dio cuenta de por qué Yefimovich tenía tantos seguidores. Era tan magnético como un gran actor. Si alguna vez se escribía una obra de teatro sobre él, sólo Detlef Sierck podría encarnarlo. Aunque, si se consideraba el fervor con que abogaba por las revoluciones sangrientas, tal vez el fallecido y no llorado Laszlo Lowenstein habría sido un candidato mejor para el papel.

—Así que ése es Yefimovich —dijo alguien con una exclamación ahogada. Johann se volvió, y vio a Luitpold. Sintió que el enojo se apoderaba de él, pero lo apartó de sí.

—Alteza —dijo—, creía…

—Siempre me llamas «alteza» cuando te muestras respetuoso, tío Johann.

Leos estaba junto al príncipe, con la mano en el puño de la espada y el rostro impasible. Un hombre como el vizconde sería útil precisamente en ese momento. Al igual que Johann, había jurado proteger la Casa del segundo Wilhelm, y si Luitpold se metía en problemas iba a necesitar protección. Hasselstein había acabado de hablar con el capitán, que se alejó corriendo para cumplir alguna orden. Con calma, el sacerdote alzó la mirada hacia Yefimovich. Si ambos hubiesen estirado un poco los brazos, habrían podido tocarse.

Johann tuvo la sensación de estar presenciando una invisible batalla de voluntades. Resultaba casi fascinante, el hombre de fuego en el exterior y el hombre de hielo en el interior. En el fondo, debían de tener muchísimo en común.

—¿Dónde está él? —Vociferaba Yefimovich—. ¿Dónde está el archi-cobarde? ¿Dónde está Karl-Franz?

Luitpold comenzó a avanzar, a punto de gritarle una respuesta, pero Johann posó una mano sobre el hombro del heredero.

—Mi padre es un hombre bueno —dijo Luitpold, en voz baja.

Johann asintió con la cabeza.

—¿Acaso le importan las mujeres asesinadas en los muelles? ¿Le importan? —seguía Yefimovich.

Éste inhaló en preparación de otra frase, pero no dijo nada.

—Ciudadanos —intervino Hasselstein en la pausa hecha por el agitador, con una voz sorprendentemente sonora y fuerte—, se os solicita que os disperséis y regreséis a vuestros hogares. Se está haciendo todo lo posible para atrapar a la Bestia. Eso, puedo asegurároslo.

Nadie se movió. Yefimovich sonreía, con el sudor manando a chorros de su rostro enrojecido y los cabellos flotando tras él como llamas. En la blusa llevaba varios emblemas: el martillo de Sigmar, la hoz del proscrito Gremio de Artesanos, el pez de la banda del puerto y la estrella roja de los clandestinos de Kislev. Muchos símbolos, pero una sola causa.

—El palacio, como tal vez recordéis, está equipado con numerosas defensas —dijo Hasselstein—. Durante la Guerra de Sucesión, las tropas del falso emperador Dieter IV asediaron este palacio, y Wilhelm II los rechazó arrojándoles plomo fundido desde la hilera de gárgolas exquisitamente talladas que veis en lo alto de la puerta principal.

Fijaos en la delicadeza de los detalles tallados. Obra de enanos, por supuesto. Los rostros son caricaturas de los cinco príncipes demonios con los que Wilhelm se enfrentó y a los que venció durante los años que pasó en los desiertos.

La multitud, como un solo hombre, comenzó a retirarse poco a poco. Yefimovich sudaba odio y lanzaba miradas cargadas de muerte. Hasselstein continuó con la conferencia, como si señalara características de interés arquitectónico a un dignatario visitante.

—Por supuesto —prosiguió el sacerdote—, aquéllos eran tiempos bárbaros, y el emperador actual jamás pensaría en utilizar unos métodos semejantes con sus leales súbditos.

La gente exhaló el aliento contenido y la multitud volvió a avanzar. Yefimovich volvió a aferrar los barrotes y enseñó los dientes. Gruñía como un animal, y parecía perfectamente capaz de abrirse paso a mordiscos a través del rastrillo.

—No obstante, es una cuestión sencilla conectar el ingenioso sistema de alcantarillado con las viejas tuberías de esas defensas…

Hizo un asentimiento de cabeza y las gárgolas vomitaron aguas residuales.

El chorro de suciedad le dio de lleno en la cara a Yefimovich, que profirió un grito de furia. Quienes lo llevaban en alto lo abandonaron, y quedó colgando de los barrotes. Detrás de él, la multitud corría para apartarse de la lluvia de inmundicia. En medio del pánico, hubo gente derribada y pisoteada. El hedor entró por la reja del rastrillo y Johann se cubrió la boca y la nariz.

Luitpold estalló en sonoras carcajadas, pero Johann no estaba seguro de que aquello fuera gracioso.

Yefimovich cayó de la reja porque alguien lo había empujado con el extremo romo de una alabarda, y Johann se preguntó si no habría sido más sensato usar el extremo punzante de la misma. El alborotador resbaló sobre un grumo de materia fecal y sufrió una fea caída. Ciertamente, esta experiencia no iba a hacer que el agitador cambiase de opinión y se convirtiera en un amante de la nobleza.

Había niños que lloraban, y los adultos, cubiertos de inmundicia, se alejaban cojeando. Los alabarderos reían, se burlaban y hacían comentarios.

—¡Ya que es lo que hablas —gritó uno—, vale más que estés cubierto de ella! Yefimovich se puso de pie, con una mano en un costado y sangrando por la nariz. En su rostro cubierto de heces se abrieron unos ojos brillantes. Tenía una dignidad atemorizadora, incluso en su actual estado. Lanzó un escupitajo al otro lado de la reja y se alejó. Los pocos que quedaban de todo aquel gentío, se marcharon con él mientras se sacudían la inmundicia de encima.

—Ya está —comentó Hasselstein con una fina sonrisa en los labios—, ya se ha acabado. El emperador me ha autorizado a decir que esta noche habrá una ración adicional de cerveza por vuestro valeroso servicio en su defensa.

Los alabarderos dieron vítores.

—¿Cómo ha empezado esto? —le preguntó Luitpold a un oficial de la guardia.

—Una puta de los muelles —replicó el hombre—. La pilló la Bestia y la destripó. Luitpold asintió con la cabeza, pensativo.

—Ha sido la quinta —continuó el oficial—. Dicen que es un mal asunto. La Bestia simplemente las destroza.

Es como si fuera un animal o algo así. Un lobo.

¡Un lobo! El corazón de Johann volvió a detenerse al recordar la cara de un muchacho que también había sido una bestia.

—Tío Johann —dijo Luitpold—, si el pueblo está descontento a causa de ese asesino, nuestro deber es atraparlo para que las cosas vuelvan a estar bien. Aunque sabía que no era tan sencillo, Johann le mintió al jovencito.

—Sí, alteza.