Capítulo 20

20

Las piras ardieron durante toda la noche, iluminando la muralla blanca de la Puerta del Águila con una luz infernal, empapada de los aromas de la carne quemada. Guerreros con placas de armadura soldadas por la magia a su carne danzaban alrededor de las gigantescas hogueras, sacudiendo sus cuerpos chamuscados como si no fueran suyos y no pudieran dominarlos.

«Y tal vez no lo son», pensó Issyk Kul mientras contemplaba las sensuales danzas y los orgiásticos festines. Los locos con trajes de piel se movían al compás de los tambores, y los cánticos en alabanza de Shornaal se elevaban con las chispas escupidas por las hogueras.

Su propio cuerpo estaba cubierto de sangre de su última muerte, y la exquisita sensación que había obtenido con su última violación había sido sublime. Los elfos de Ulthuan eran muy superiores a los pobres especímenes que habitaban en los fríos páramos del lejano norte. Para aquellos acostumbrados a una vida de miseria y penalidades, la tortura significaba poco, pero para las almas sensibles criadas en una tierra de abundancia que nunca habían conocido la brutalidad de la vida más allá de su mimada existencia, era una pesadilla que multiplicaba por diez, el placer de Kul.

Los defensores de la muralla aún resistían, aunque sabía que sólo era cuestión de tiempo que se vinieran abajo. Y cuando llegara ese momento, él y lo que quedaba de sus seguidores se cebarían en los restan tes y convertirían esta isla en una ruina ensangrentada.

Se dio media vuelta y se abrió paso a través del campamento para dirigirse a las ordenadas líneas del campamento druchii, negando con la cabeza ante un orden tan rígido y forzado. El campamento de sus guerreros era un paisaje roto y desordenado, salpicado de montones de armas inservibles, excrementos y cuerpos muertos o insensibles. El orden era anatema para Kul, y permitía y animaba a sus guerreros para que dieran rienda suelta a todos sus sórdidos deseos mientras fueran capaces de luchar al amanecer.

Una sangrienta procesión de fanáticos cantores, encadenados entre sí por garfios que perforaban la carne de sus brazos, bailaba a su alrededor. Kul reconoció su devoción al Príncipe Oscuro recogiendo las cadenas que los sujetaban y sacudiéndolas salvajemente, desgajando los ganchos de hierro de sus cuerpos y arrancando alaridos de placer y sangre de sus labios.

Kul soltó las cadenas y dejó atrás a sus lacerados seguidores mientras se acercaba a los centinelas druchii. Morathi mantenía a sus seguidores cuidadosamente segregados de los de Kul, para evitar que todo el ejército se convirtiera en una masa sangrienta de perversión y masacre.

Los guardias lo reconocieron y se hicieron a un lado para dejarlo pasar, y Kul pudo saborear el miedo que les provocaba. Mezclado con ese miedo había una colosal arrogancia y condescendencia, pues éstos eran guerreros de una rara que miraba a la humanidad desde la perspectiva de aquellos que casi habían tenido el mundo en su poder.

Resistió el deseo de desenvainar la espada y abatirlos por tal presunción e ingenuidad. La evidencia de su necedad era clara, pues ¿no rebosaba la superficie del mundo de los gusanos de la humanidad? Esa arrogancia se antojaba equivocada cuando estabas forzado a vivir en el lugar más frío e inhóspito imaginable.

Por todas partes en el campamento druchii pudo ver las ordenadas filas de frágiles tiendas que no durarían una noche en la estepa, y que sin embargo consideraban adecuadas para esta campaña.

Los guerreros druchii se congregaban en torno a las hogueras y el ruido de las conversaciones en voz baja zumbaba en sus oídos como un insecto atrapado en una botella. Sólo recientemente habían llegado guerreras que Kul consideró iguales a Morathi, una tropa de elfas de largos miembros ataviadas de brillante cuero y placas de armadura flexibles. De cabellos salvajes y suntuosos, las creyó bailarinas o cortesanas hasta que las vio matar a prisioneros armados en combates rituales de espectacular violencia.

Estas mismas mujeres guerrero montaban ahora guardia alrededor de la tienda de Morathi, un monstruoso pabellón de seda púrpura y dorada que se hinchaba como si respirase. Un trío de las maníacas elfas caminaba ante la entrada del pabellón, olisqueando la sangre que se secaba en su piel.

Cuando se acercó, dos se situaron a los lados mientras una se plantaba desafiante ante él. Las dos lo rodearon, moviéndose despacio pero con exquisita gracia mientras pasaban los dedos por sus duros músculos y frotaban con la yema de los dedos la sangre de su carne.

—¿Vais a quitaros de en medio? —le dijo Kul a la elfa que tenía delante.

—Tal vez —respondió ella mostrando los dientes, y Kul combatió el deseo por estrellar un puño contra su mandíbula—. Tal vez exijamos un precio por tu paso.

—¿Qué precio?

La elfa pensó un momento.

—Envíanos a diez de tus mejores guerreros —dijo.

—¿Para qué?

—Para que podamos matarlos, por supuesto.

—¿Y por qué iba a hacer yo una cosa así?

—Serán honrados con muertes sangrientas —dijo la elfa—. Y nos complacería.

Kul asintió, pues sabía que no se trataba de ninguna negociación, sino simplemente de un precio que pagar.

—Os los enviaré por la mañana. Matadlos y entregadme sus corazones cuando hayáis terminado.

—Muy bien —asintió la elfa—. Cuando tengamos su sangre, tú podrás tener sus corazones.

Sin que pareciera moverse, la elfa se hizo a un lado y las tres se inclinaron de forma extravagante ante él. Su asunto con Kul había terminado y él ignoró sus burlonas reverencias mientras entraba en la tienda de Morathi.

Dentro, el lujo de la morada de la Hechicera Bruja había sido transportado desde Naggaroth y vuelto a levantar aquí. Cubrecamas de terciopelo colgaban sobre una otomana de ébano y bustos tallados, sin duda considerados exquisitos, se alzaban sobre pedestales de mármol negro. Más elfas locas rodeaban el perímetro de la tienda, afilando cuchillos, jugueteando con trofeos ensangrentados o sorbiendo copas de un líquido rubí.

Un brocado de oro colgaba del techo y un fuego suave ardía en el centro del pabellón.

Un gran caldero negro de hierro colgaba sobre el fuego, y el hedor metálico de la sangre brotaba del humeante líquido rojo que lo llenaba hasta el borde.

Mientras Kul miraba, una fina mano emergió del borboteante caldero, pálida y tan inmaculada como mármol virgen. Siguieron los brazos, esculpidos y suaves, y Kul sintió que se excitaba ante la visión de este parto sangriento.

Una melena de negro cabello teñida de rojo por la sangre surgió del caldero, y un par de grandes ojos lloraron lágrimas rojas cuando la Hechicera Bruja emergió y alzó la cabeza. La sangre del caldero siseó mientras Morathi dejaba que empapara sus pechos, caderas y muslos. Su carne era blanca y renovada, y gruesas vetas rojas corrían por su cuerpo desnudo y marfileño.

Despojada de atavíos, Morathi era el ser más deseable que Kul había visto jamás, una sirena de muerte y placer que ordenaba devoción en todas las cosas. Su carne brillaba de vigor con una juventud que era completamente imposible para alguien de edad tan inimaginable.

Ni siquiera los chamanes más poderosos que Kul había matado habían mostrado una devoción tan carnal hacia Shornaal, y anheló poder arrancarla del caldero y violarla de todas las maneras posibles.

Contuvo sus rabiosos impulsos, sabiendo que éste no era el momento para tal pérdida de control. Las protectoras elfas lo harían pedazos antes de que pudiera alcanzar a Morathi, y no tenía ningún deseo de terminar sus días como alimento para sus sacrificios rituales.

El cualquier caso, la Hechicera Bruja tenía planes de más envergadura que los simples placeres de la carne, planes que arrastrarían al mundo a través de las puertas del infierno y liberarían el reino de los Dioses Oscuros sobre su superficie.

Contener los deseos era doloroso para un devoto de Shornaal, y mientras veía el conocimiento de esta frustración en los ojos de ella, Kul sintió que la rabia asesina se alzaba en él una vez más. Cerró los ojos y recitó los seis nombres secretos de su patrón, agarrando la empuñadura de su espada y concentrándose en el dolor mientras las hojas y pinchos se clavaban en su palma.

Cuando volvió a abrirlos, Morathi estaba reclinada en una otomana, vestida con una túnica carmesí, su fino tejido manchado ya con la sangre de sus miembros. Una de las elfas trenzaba su cabello ensangrentado, tirando de las hebras empapadas para convertirlas en largas crestas.

—Tu mensajero dijo que tenías noticias —dijo Issyk Kul.

Morathi volvió los ojos hacia él y asintió lentamente.

—Mi hijo combate contra los asur en Lothern. Sus guerreros asedian la Puerta Esmeralda.

—Entonces debemos apresurarnos en tomar esta fortaleza —dijo Kul.

—¿Debemos? —preguntó Morathi con voz suave y seductora, como la de una doncella joven—. Pero parece que a tus guerreros les gusta mucho luchar.

—Desean la oportunidad de luchar y sentir la bendición del dolor —reconoció Kul—. Pero desean más la victoria. Necesito saber cuándo irán tus guerreros al campo de batalla.

Morathi sonrió y negó con la cabeza.

—Mis guerreros lucharán muy pronto —prometió la Hechicera Bruja—. Cuando este sucio asedio se acabe, dejaré las batallas de poca monta a tus tribus del norte.

—La victoria sería más rápida si enviaras guerreros a la lucha —señaló Issyk Kul—. Dijiste que el tiempo era esencial.

—Y así es, mi querido Kul —asistió Morathi, alzándose de la otomana para plantarse ante él—. Pero las batallas sin elegancia no cuadran con nuestras sensibilidades. Sabías que el precio de permitir que te unieras a mí era la sangre de tus guerreros. Confía en mí. Cuando la Puerta del Águila sea nuestra y Ulthuan quede a nuestra merced, recibirás todo lo que deseas.

—¿Todo?

—Todo —repitió Morathi, permitiendo que su túnica se abriera y revelara un resquicio de piel virgen.

Kul se pasó la lengua por los labios al imaginar las recompensas del éxito.

Había más en juego que conseguir simplemente la promesa de destrozar la carne de Morathi: conseguir lo que aquel débil necio, Archaon, no había logrado.

—¿Cuándo atacarán tus guerreros la muralla? —preguntó Morathi.

—Pronto. Tu raza es una fuerza agotada, inútil en el mundo —dijo él, disfrutando del destello de ira que vio en sus ojos—. Incluso en el remoto norte, este hecho es comprendido. Puedo perder guerreros a centenares, pero cada enemigo que cae en batalla es una pérdida irreemplazable. Los derrotaremos. Pues mis guerreros no temen al dolor ni a la muerte. Ellos sí.

—Entonces asegúrate de darles lo que temen —dijo Morathi. Kul sonrió mostrando sus dientes afilados.

—No lo dudes.

* * *

Caelir no había dormido nada, ni al parecer lo había hecho ningún otro habitante de Avelorn. La noticia de que la Reina Eterna pasearía por el bosque había desterrado todo pensamiento de descanso, impartiendo una energía mágica en los elfos que habían venido a rendir homenaje y esperaban convertirse en parte de su corte.

Aunque nadie los había visto llegar, nuevos pabellones con una cualidad etérea de sencillez habían aparecido en medio del bosque, pabellones que no necesitaban cuerdas ni palos para sujetarlos y eran mantenidos en alto por los suaves vientos que soplaban a su alrededor.

Había luces parpadeando alrededor de los pabellones, y doncellas elfas de armaduras doradas los rodeaban, aunque la presencia de esas guerreras no afectaba a la paz y tranquilidad de la escena.

Lilani lo cogió de la mano y Narentir se situó tras ellos con un brazo paternal sobre sus hombros. Ninguno de los dos podía borrar la alegría del rostro, y Caelir sospechaba que su cara mostraba una sonrisa similar. En todos los elfos congregados, más de un centenar según calculó Caelir, pudo ver el mismo amor desencadenado y la misma radiante tranquilidad que le hacía sentirse orgulloso de ser parte de esta reunión.

Su mente era un loco remolino de pensamientos y emociones, una mezcla de ideas que pugnaban por la supremacía de su conciencia. Iba a ver a la Reina Eterna, la mujer más hermosa del mundo, y su memoria sería restaurada. Tocaría para ella, ¿y quién sabía qué podría suceder tras su actuación?

Caelir se había vestido con las ropas que le había prestado Narentir, una elegante túnica de seda y satén fina y liviana, pero que se pegaba cálidamente a su piel. Llevaba el arpa que le había dado tanta fama en el bosque y un cinturón negro del que colgaba la daga que portaba desde el día que apareció en la playa de Yvresse, parecía que tanto tiempo atrás.

Habían sucedido muchas cosas desde entonces, y aunque sabía que gran parte había sido terrible, la magia de Avelorn impedía que el verdadero horror calara en sus pensamientos, como si el bosque no pudiera soportar la idea de la angustia de sus habitantes. Tenuemente recordó que semejante negación no era buena, pero descartó aquellos ominosos pensamientos cuando un pálido nimbo de luz brotó en el interior del pabellón de la reina.

—Ahí viene… —jadeó Narentir, y Caelir sintió que la mano que tenía sobre su hombro se tensaba.

Caelir agarró el arpa y anheló tocar en sus cuerdas una tonada de bienvenida, pero se contuvo, sintiendo que estropear el momento con sus egoístas deseos sería burdo y desagradable.

La piel de la tienda de la Reina Eterna se abrió y una luz brillante, como la luz del sol sobre los campos dorados, brotó del interior. Entre el maravilloso halo de deslumbrante brillo emergió la gobernadora de Avelorn, la elfa más hermosa de la creación y la más maravillosa dueña de Ulthuan.

Los elfos reunidos cayeron de rodillas, abrumados por el asombro y la emoción. Lágrimas de alegría brotaron en todos los ojos e incluso los cielos brillaron con el reflejo de su sonrisa.

Caelir quiso unirse a ellos en su adoración de esta hija encantada de Isha.

En cambio, se encontró agarrando la empuñadura de su daga.

* * *

El bosque de Avelorn pasaba veloz ante ellos mientras cabalgaban hacia la corte de la Reina Eterna. Eldain forzaba a Irenya, clavando los talones en sus flancos de un modo que no haría normalmente. Se arriesgó a mirar a Rhianna, y vio la misma expresión de ansiedad que había visto posarse en su rostro desde que desembarcaron en la bifurcación del río Arduil.

Era una estupidez cabalgar a esta velocidad a través de un bosque, pues un momento de descuido podía costarle caro a un jinete. Una rama baja o la madriguera de un conejo podían ser el final del jinete o de la montura, pero Rhianna había insistido en que cabalgaran de inmediato hacia lo más profundo del bosque.

«Sálvalo a él y me salvarás a mí», había susurrado, repitiendo la frase que había oído murmurar como un mantra por primera vez a bordo del Señor de los Dragones cuando navegaban hacia Avelorn.

Eldain no había pasado por alto las implicaciones de la frase, y una mano helada se apoderó de su corazón a pesar de la maravillosa belleza y el sol del reino norteño de la Reina Eterna. Sabía que las vistas y sonidos del bosque deberían entusiasmarlo, deberían emocionarlo con su increíble esplendor, pero su mente giraba una y otra vez sobre las temibles posibilidades de lo que podría suceder.

Por mucho que le dolieran y pesaran sobre su alma las muertes de las que había sido testigo recientemente, la idea de que la Reina Eterna pudiera estar en peligro las eclipsaba todas. Pensar que era él quien la había puesto en peligro había silenciado toda objeción a cabalgar velozmente a través del bosque.

Yvraine cabalgaba junto a él, olvidada su aversión a viajar por otro medio que no fuera a pie, pues compartía el temor de Rhianna de que pudieran llegar demasiado tarde.

Eldain vio su gran espada y supo que si Caelir se atrevía a hacer daño a la Reina Eterna, él mismo empuñaría alegremente la hoja que acabara con su vida…

* * *

La Reina Eterna…

Las manos de Caelir empezaron a temblar cuando la señora de Avelorn caminó entre su pueblo. Aunque ningún músico tocaba, el bosque proporcionaba un acompañamiento propio. Los pájaros trinaban, los arroyos borboteaban y el viento suspiraba a través de las agitadas ramas de los árboles.

La tierra misma le daba la bienvenida.

Tras ella venía una doncella portando un estandarte de hojas esmeralda arrancadas de las ramas de los árboles y entretejidas con cabello dorado. La luz del bosque quedaba prendida en el estandarte, pero era una cautiva dispuesta, y llevaba el corazón de Avelorn en su tejido crujiente y vivo.

Nadie apartaba la mirada de la Reina Eterna, pues ella deseaba que sus súbditos conocieran la belleza y los bendecía a todos con la luz sanadora de su magia.

Sin saber cómo, Caelir comprendió que la daga que empuñaba estaba ahora suelta en su vaina y pudo sentir una terrible ansia en su hoja. Deseó extraerla. Luchó contra su maligno contacto, apretando con fuerza la cruz contra la pesada vaina.

«Tengo que salir de aquí», pensó a la desesperada, pero la impresionante majestuosidad de la Reina Eterna lo contenía. Pudo sentir el asombro de los que lo rodeaban, y un puñado de rostros apartaron la mirada de la Reina Eterna y lo miraron con hostilidad por su falta de respeto.

—¡Caelir! —susurró Lilani—. ¿Qué estás haciendo?

—No lo sé… —siseó él con los dientes apretados, luchando contra la necesidad de sacar la daga de su pesada vaina negra. Recordó a Kyrielle diciéndole que no le había gustado coger el arma y a su padre diciendo que había vertido una gran cantidad de sangre.

La Reina Eterna se movía entre la gente del bosque, radiante y sonriente, extendiendo las manos aquí y allá para tocar la frente de un elfo arrodillado. Los artistas, cantantes, músicos, poetas, artesanos y magos señalados rieron cuando ella los señaló para formar parte de su corte, y su risa fue como el repicar de las más claras campanas doradas.

Caelir luchó por moverse, por darse la vuelta y huir de las oscuras emanaciones que reptaban por su brazo desde la daga, pero sus miembros no estaban a sus órdenes, su mano sujetaba con fuerza la empuñadura de metal. Más gente fue elegida, y todos se levantaron y las doncellas de la reina los guiaron hacia el bosque.

La Reina Eterna se acercó más y los miembros de Caelir se estremecieron, como si dos fuerzas opuestas libraran una silenciosa guerra por el control de su cuerpo.

Entonces ella se detuvo, se volvió hacia un dotado poeta y ladeó la cabeza como si escuchara un sonido lejano. Su rostro se envaró y la luz del sol huyó del cielo, y una penumbra desesperanzada y una sensación desconocida de amenaza descendieron sobre el bosque en un instante.

Caelir oyó en su cabeza el rugido de una tormenta.

Quiso gritar una advertencia.

La Reina Eterna alzó la mirada.

Sus ojos se encontraron y un momento de horrible conocimiento pasó entre ellos.

—Caelir… —dijo ella.

Al oír el sonido de su nombre en sus divinos labios, las cadenas de su memoria se soltaron y lo que estaba encerrado corrió ahora al primer plano de su mente.

Todo regresó.

Todo…

* * *

La línea de guerreros emergió del bosque cuino si hubieran formado parte de él hasta un momento antes. Las lanzas se aprestaron, diez doncellas elfas con armaduras doradas y yelmos emplumados les cerraron el paso, y sólo la superlativa maestría como jinete de Eldain lo salvó de empalarse en una línea de letales puntas de lanza.

Rhianna e Yvraine se detuvieron con menos habilidad, pero sus caballos las salvaron de clavarse en las hojas de las mujeres guerrero.

—¡Por favor, tenemos que llegar a la Reina Eterna! ¡Está en peligro! —exclamó Eldain sin esperar a que les preguntaran qué querían.

Una guerrera de largo pelo oscuro bajo el yelmo alzó la lanza ante sus palabras y se apartó de sus guerreras.

—Te equivocas —dijo—. Las doncellas de la Reina Eterna la protegen dentro de las fronteras de Avelorn. Está a salvo.

—No —insistió Eldain, cabalgando hacia la doncella. Oyó el crujido de las cuerdas de los arcos al tensarse y supo que estaba a un suspiro de la muerte—. No comprendes el peligro que corre, tenemos que llegar a su corte.

—¿A qué clase de peligro te refieres?

Rhianna se acercó a él.

—Hay un joven elfo encantado por la magia oscura, aunque él no lo sabe. Intentará matar a la reina.

—¿Cuál es el nombre de ese elfo? —preguntó la doncella. Eldain notó su escepticismo y deseó poder penetrar su incredulidad ante lo que sabía debía parecer una advertencia fantasiosa.

—Caelir —dijo Eldain—. Es mi hermano.

Una oleada de reconocimiento recorrió a las doncellas y Eldain sintió un temor enfermizo en la boca del estómago.

«Caelir ya ha estado aquí…», pensó.

—Dicen la verdad —intervino Yvraine—. Hablo como maestra de la espada de Hoeth y emisaria de la Torre Blanca. Tenéis que dejarnos pasar.

Los ojos de la doncella se entornaron al mirar la espada de Yvraine y su porte marcial y llegó a una incómoda conclusión.

—Alguien con ese nombre está en el bosque —dijo, antes de girar sobre sus talones y dar breves órdenes a las doncellas que la acompañaban. En cuestión de segundos sus guerreras desaparecieron en el bosque y ella se volvió hacia Eldain—. Rápido, pues. Seguidme.

* * *

Caelir lo recordó todo en el espacio de un latido…

Los muelles de Clar Karond ardían, las flechas mágicas que fueron regalo de boda del padre de Rhianna demostraron su valía cuando el fuego se abrió paso entre los grandes montones de madera y los barcos con ansioso apetito. El humo se alzaba en los astilleros entre negras columnas y los gritos de los druchii eran música para sus oídos.

Aedaris se comportaba con la gracia del mismísimo Korhandir, galopando a través de las retorcidas y tenebrosas calles de los muelles de los druchii con certera velocidad y pericia. Los jinetes de Ellyrion cabalgaban en solitario o por parejas ante él mientras escapaban, y Caelir se rio depura alegría ante lo que acababan de conseguir.

Eldain cabalgaba ante él, los negros flancos de Lotharin se agitaban mientras la poderosa montura de su hermano ampliaba la distancia entre ambos. Dejó atrás los almacenes en llamas y los montones de madera ennegrecida e inservible mientras las lanzas intentaban alcanzarlo y los virotes apuñalaban el aire.

Se agachó sobre el cuello de su corcel, dejando atrás velozmente a los sorprendidos druchii sin luchar. Por delante, Eldain cercenó con su espada el brazo de un guerrero que protegía la puerta y abatió a otro antes de escapar.

Un par de druchii lo atacaron, apuntando con sus lanzas el pecho de su caballo, pero Caelir tiró de las riendas y Aedaris danzó alrededor de las embestidas. Su caballo retrocedió y sus cascos aplastaron el pecho de su enemigo más cercano. Caelir hendió el cráneo de otro con un rápido golpe de su espada.

La sangre cantaba en sus venas con la excitación de la lucha y se volvió para seguir cabalgando tras su hermano. Oyó el chasquido de las ballestas y gritó de dolor cuando un virote se hierro se le clavó en la cadera. Más virotes surcaron el aire, hasta alcanzar el pecho y los flancos de Aedaris.

Cayó mientras el caballo se desplomaba, la sangre formando espumarajos en su boca y agitando las patas de pura agonía. Golpeó el suelo con fuerza y rodó, sintiendo que el aliento escapaba de su pecho. Vio a los druchii correr hacia él y se incorporó, llorando lágrimas de dolor y pérdida al ver que su amado Aedaris había muerto.

Corrió a trompicones hacia su hermano.

¡Eldain lo salvaría!

Más virotes cruzaron el aire y Caelir gritó cuando otro proyectil se clavó en su hombro. Se tambaleó, pero siguió corriendo.

—¡Hermano! —gritó, extendiendo la mano hacia Eldain.

Eldain lo miró y Caelir vio que su mirada se posaba en el anillo de compromiso que brillaba a la luz del fuego… y vio una amargura profunda que sacudió lo más hondo de su alma.

—Adiós, Caelir —dijo Eldain, e hizo volverse a su caballo.

Caelir cayó de rodillas, horrorizado, al ver que su hermano cabalgaba hacia las montañas. El dolor de sus heridas no era nada comparado con el dolor de la traición que apuñalaba su corazón con la fuerza de una lanza.

Inclinó la cabeza cuando oyó a los druchii rodearlo, perdidas las últimas fuerzas por el abandono de Eldain. Su visión pasó del gris al negro y el mundo huyó de él mientras se desplomaba.

Oscuridad.

Dolor.

Pena.

Ira.

Odio.

Luz…

Recordó largos meses de negro horror y días más largos de frío terror. Recordó haber sudado de agonía cuando una figura de pesadilla con una armadura de hierro y ardientes ojos verdes lo miraba con mortífera fascinación y murmuraba palabras que no podía comprender. Una mujer sinuosa y aterradora con pelo de cuervo y rostro seductor trabajó en él día y noche, sometiéndolo a degradaciones y oscuros placeres que lo dejaron lleno de asco y repulsión.

Una torre oscura de hierro forjado que presidía una ciudad de asesinato y muerte.

Los gritos de una ciudad que se bañaba en sangre y celebraba las prácticas más viles imaginables.

Diariamente continuaron sus violaciones nocturnas, placenteras y atormentadas por la debilidad de su carne, torturas que no marcaban su cuerpo, pero dejaban cicatrices de pesadilla en su mente. Se sumergió cada vez más en abismos de locura donde ningún mortal debería ir hasta que su cordura empezó a quebrarse y amenazó con hacerse pedazos.

Gritó hasta quedarse ronco, olvidó su nombre y su pasado, todo lo que lo convertía en Caelir, hermano de Eldain y futuro esposo de Rhianna. Su mente se despegó de su historia y quedó reducida a un armazón de carne y hueso sin intelecto, razón o memoria mientras mágicos tentáculos serpenteaban hacia ella para plantar una semilla.

Sólo quedaron las emociones: ira, odio y miedo…

Y cuando de él no quedó más que el último fragmento de su esencia, fue recuperado, las piezas de su psique reconstruidas lo suficiente para que funcionara como un ser consciente. Se resistió, reacio a enfrentarse a los horrores que acababa de vivir, pero sintió la caricia de la magia mientras aquellos recuerdos de dolor, oscuridad y manipulación se cerraban, ocultos bajo encantamientos de tal astucia que sólo podrían ser liberados con órdenes secretas de magia concreta.

Temibles pesadillas lo asaltaron mientras yacía lloroso en su celda, pero a medida que la magia se hizo fuerte dentro de su mente, durmió más profundamente, perdido en el desierto de su conciencia mientras nuevos pensamientos y talentos —música, arte, poesía y canción— eran sembrados en su interior.

Seguía siendo nada más que una masa de emoción y memoria selectiva, y sólo cuando lo alzaron sobre un océano embravecido en la cubierta de un barco negro que se agitaba en medio de la niebla los últimos jirones de intelecto y razón regresaron a él.

Entonces cayó y un frío líquido llenó sus pulmones cuando golpeó el agua y se hundió bajo las olas. Se debatió por llegar a la superficie y tosió escupiendo una bocanada de agua salada.

Un fragmento de madera a la deriva flotaba junto a él y lo agarró agradecido.

Los truenos resonaban en los acantilados y las olas chocaban contra las rocas y explotaban en chorros de puro blanco. El helado mar esmeralda corría a través de los canales entre rocosos archipiélagos, alzándose y cayendo con olas rematadas de espuma que finalmente morían en las distantes orillas de una isla cubierta de bruma…

* * *

Caelir dejó escapar un aullido de dolor cuando la memoria enterrada en su interior salió a la superficie en un atropellado torrente dirigido a la magia de la Reina Eterna. El tiempo se detuvo y su concentración se redujo mientras agarraba la empuñadura de la daga y veía a la hermosa reina de Avelorn extender hacia él sus brazos.

Vio la mirada suplicante en sus ojos y lloró amargas lágrimas al verla tan angustiada.

Su misma presencia era anatema para la cosa que llevaba al costado, y la pesada vaina de metal negro se desintegró ante el poder de Isha para deshacer los adornos del Caos.

Donde antes empuñaba un arma envainada que no podía ser extraída, ahora sostenía una hoja triangular de hierro carmesí que apestaba a la sangre de un millar de víctimas y llevaba el mal unido a ella.

El terreno bajo sus pies se ennegreció y los árboles que lo rodeaban murieron en un abrir y cerrar de ojos mientras el poder del mal los pudría hasta la raíz. Los pájaros cayeron muertos de los árboles y los elfos de Avelorn chillaron al sentir la diabólica presencia dentro de la hoja.

Caelir luchó por resistir el impulso de alzar el arma, pero su brazo ya no era suyo.

El arma humeó, oscuros tentáculos de magia brotaron de la hoja mientras el demoníaco poder de su interior luchaba por vencer la pureza de la Reina Eterna.

Todo alrededor de Caelir se movía como en un sueño, con una lentitud glacial y una terrible inevitabilidad. Un trío de jinetes llegó al borde del claro en torno al pabellón de la Reina Eterna y Caelir sintió como si un puño ardiente atenazara su corazón.

No reconoció a uno de los recién llegados, una doncella elfa con una gran espada a la espalda.

Pero los otros jinetes… oh, los otros…

Rhianna.

Eldain.

Una fría ira brotó en su interior y la daga que tenía en la mano se alimentó de ella, cebándose en el pozo de odio que había sido almacenado en su interior para sostener su maldita existencia en este reino de magia sanadora.

Caelir oyó a alguien gritar su nombre, el sonido apagado y lento.

Vio a Eldain, reconociéndolo ahora como su hermano y no como un monstruoso doble suyo.

Vio la traición que le había causado su propia sangre y carne.

Caelir gritó mientras la humeante y demoníaca arma se clavaba en el pecho de la Reina Eterna.