16
Rhianna había vivido entre las maravillas mágicas de Saphery y cabalgado por las llanuras encantadas de Ellyrion. Había visto la gloria de Lothern y se había asombrado ante el salvaje esplendor de Yvresse, pero nada podía compararse con la maravilla del Valle Gaen. El paisaje se extendía ante ella en un tapiz de ricos bosques, rápidos ríos y amplios claros de hermosas estatuas y templos del más puro blanco.
La música llenaba el aire, pero no eran las canciones de los elfos, sino las melodías de la tierra, el canto de los pájaros, el rumor del viento en las hojas de los altos árboles y el borboteo de las aguas creadoras de vida que caían de un pico rocoso en el centro de la isla.
Juntos, los sonidos de la isla formaban una orquesta natural que tocaba la sinfonía de la creación en cada aliento. Rhianna sintió la mano de Yvraine tomar la suya y la apretó con fuerza mientras se internaban en las profundidades de la isla.
—Esperaba que fuera maravilloso —dijo—, pero esto… esto es increíble.
—Lo sé —coincidió Yvraine—. Ojalá hubiera venido antes.
Rhianna asintió, demasiado consciente de que quería venir aquí después de casarse con Caelir. Recordó el rostro de Caelir tal como lo había visto la última vez, aterrado y huyendo por su vida, y un sollozo ahogado estalló en ella cuando un puñado de emociones, que hasta ahora había mantenido enterradas en su interior, eran arrastradas a la superficie por la magia del Valle Gaen.
Yvraine se detuvo.
—¿Rhianna? ¿Qué sucede?
—Caelir —sollozó ella, arrodillándose junto a un estanque de aguas cristalinas—. Ni siquiera puedo imaginar el tormento que debe de haber sufrido a manos de los druchii. Creí que estaba muerto y me casé con otro. Tendría que haber esperado… ¡tendría que haber esperado!
Yvraine la abrazó con fuerza.
—No lo sabías, Rhianna. Su propio hermano te dijo que estaba muerto. ¿Qué más podrías haber hecho?
—Tendría que haberlo sabido —dijo Rhianna—. Tendría que haber sentido que aún estaba vivo.
Más sollozos sacudieron su cuerpo y se refugió en el hombro de Yvraine.
—Tenía un deber hacia él y fallé… —susurró.
—No, no lo hiciste —declaró Yvraine con crudeza—. Estaba muerto y tú continuaste con tu vida. Ahora tienes un deber con Eldain, y tu deber hacia él es amarlo como amaste una vez a Caelir.
Rhianna miró a Yvraine a la cara y sintió que tras las palabras de la maestra de la espada recuperaba la compostura. Sonrió entre lágrimas.
—Gracias, Yvraine —dijo—. Te había subestimado.
—¿Cómo es eso?
—Creí que eras sólo un guerrero, pero ahora veo que hay mucho más en ti.
Yvraine sonrió.
—Aprendí del maestro Dioneth algo más que únicamente luchar: ética, filosofía, historia y muchas otras habilidades. Si los maestros de la espada han de ser los ojos y oídos de la Torre Blanca, tienen que saber ver a través del engaño para desenterrar la verdad.
—Entonces ¿no temes a nada?
Yvraine reflexionó un momento antes de contestar.
—Temo fracasar.
—¿Fracasar? ¿Tú?
—Sí —dijo Yvraine—. Mi primera misión fue llevaros a Saphery, pero cuando llegamos a la Torre de Hoeth y las bestias de la magia atacaron, temí fallarle al maestro Ciervo de Plata más que mi propia muerte.
—No sabía…
—Como tú, tengo un deber, pero si fallo en el mío, muere gente, y ésa es una pesada carga para cualquier hombro.
—¿Y cómo soportas esa carga?
Yvraine sonrió.
—Me esfuerzo por cumplir con mi deber lo mejor que puedo, y al hacerlo aprendo un poco más sobre mí misma. Todo lo que podemos hacer es esforzarnos al máximo y dejar que los dioses cuiden del resto.
Rhianna descubrió que admiraba cada vez más a la joven maestra de la espada, complacida al comprobar que había tenido razón al defenderla contra la opinión de Eldain de que no había ninguna sabiduría en empuñar una espada para los señores del conocimiento.
Se sacudió la tristeza y sintió la caricia sanadora del Valle Gaen fluir a través de ella mientras se perdonaba a sí misma por haber creído que Caelir estaba muerto. Una cálida luz dorada se acumuló tras sus ojos y dijo:
—Gracias.
En cuanto la palabra surgió de sus labios, una sombra cayó sobre ellas y una elfa vestida de celeste que llevaba un arco de color de luna salió de entre los matorrales. Por instinto, Yvraine echó mano a su gran espada antes de darse cuenta de dónde se encontraba y de que su arma seguía a bordo del Señor de los Dragones. Rhianna se puso en pie, sorprendida por la súbita aparición de la doncella.
La piel de la elfa era inmaculada y sorprendentemente blanca, y el pelo rubio le llegaba hasta las rodillas. Sus rasgos eran finos y ovalados, y Rhianna pensó que tal vez era la persona más hermosa que había visto jamás.
—La oráculo consiente en veros —dijo la doncella—. Debéis seguirme.
* * *
Alathenar disparó y puso otra flecha más en el arco mientras la horda enemiga volvía al ataque. La flecha se clavó entre las placas del cuello de un guerrero acorazado con pesadas escamas de hierro y el enemigo se desplomó. Alathenar disparó flecha tras flecha, los dedos y el antebrazo doloridos por la cantidad de flechas que enviaba contra las filas enemigas. Apenas habían pasado cuatro horas desde el amanecer, pero los defensores de la Puerta del Águila ya habían sufrido tres ataques diferentes.
—¿Es que no se detienen nunca? —susurró mientras lanzaba su última flecha y recogía un carcaj nuevo del suelo.
—Parece que no —dijo Eloien Caparroja, que con su arco más corto lanzaba descargas más breves pero no menos letales que las de Alathenar. La magia de los expertos de la Puerta del Águila había salvado la vida del jinete, pero Alathenar sabía que no debería estar combatiendo, pues su herida no estaba aún curada del todo.
A pesar de esto, Eloien había ocupado inmediatamente su lugar en la muralla y descartado cualquier idea de cabalgar hasta Ellyrion. Este enemigo había matado a sus guerreros y él había jurado venganza por su crimen.
A Alathenar le gustó este espíritu y no apartó de su lado al jinete, y luchó espalda contra espalda con él en varias ocasiones. Ambos reconocieron de inmediato el espíritu guerrero en el otro y Alathenar sintió que se formaban lazos de amistad, como solía suceder entre los guerreros en la batalla.
—Prepara esa espada tuya, Caparroja —aconsejó Alathenar—. No vamos a detenerlos antes de que lleguen a la muralla.
—No te preocupes por eso, arquero. Sólo asegúrate de dejar suficientes para mí.
Alathenar quiso creer que las palabras de Eloien eran una broma producto de una bravata, pero vio la sombría determinación de su mandíbula y supo que en el jinete no quedaba humor alguno.
El agradable tañido de los lanzadores de virotes se oía por encima de los gritos de los humanos corrompidos que atacaban de nuevo las murallas de la Torre del Águila. Un puñado de degradados seguidores de los Dioses Oscuros cayeron como trigo ante la guadaña cuando una letal lluvia de dardos encontró su blanco.
El suelo del valle estaba cubierto de muertos y heridos, cuerpos atrapados mientras los aullantes campeones del Caos espoleaban a sus seguidores con látigos y amenazas. Una oleada de guerreros acorazados se abalanzó contra las murallas armados con garfios y largas escalas. Sus estentóreos cánticos de guerra resonaban por todo el valle, y Alathenar se dio cuenta de que nunca había oído voces tan llenas de odio.
Rayos blanquiazules de luz ardiente brotaban de las murallas, inmolando a una docena de guerreros tribales en una ardiente explosión de llamas aladas, y andanada tras andanada de flechas letales y precisas atravesaron armaduras y carne mientras los defensores intentaban alejar al enemigo de la fortaleza.
—¡Escalas! —gritó Alathenar cuando una escala rematada de hierro chocó contra el muro ante él provocando una lluvia de chispas en la piedra. Se apartó de las almenas mientras un estandarte dorado se alzaba y una disciplinada fila de guerreros armados de espadas avanzaba, las brillantes puntas de sus armas apuntando a las estrechas aberturas.
Un aullante guerrero con una hacha monstruosa apareció y Alathenar le clavó una flecha en la abertura del visor de su yelmo. El hombre gritó y cayó de la escala, pero en seguida apareció otro guerrero y la flecha de Alathenar resonó inútil contra su escudo alzado.
Por toda la muralla, guerreros con capas de piel y yelmos oscuros luchaban por ganar sitio en las almenas y el derramamiento de sangre era horrendo. El acero forjado por los artesanos se encontraba con el hierro de las estepas en un estrépito de fuerza bruta y habilidad marcial.
Eloien se acercó al parapeto y atravesó con su sable a un guerrero de pecho desnudo que llevaba un yelmo rematado por un cráneo. Otro guerrero apareció y Eloien le descargó un tajo en el hombro, desgajándole el brazo del cuerpo. El tribeño desapareció de la vista y Eloien retrocedió cuando una monstruosa criatura con cabeza de oso se aupó a la pálida piedra de la muralla.
Alathenar disparó una flecha que rebotó en el cráneo de la horrible criatura cuando ésta se alzaba sobre las almenas, y Eloien se adelantó para clavar su espada en las fauces de la bestia.
El monstruo aulló y mordió, capturando la hoja del guerrero. Otra flecha la alcanzó en el pecho, penetrando apenas un palmo antes de romperse contra la piedra de la muralla.
Eloien rodó ante un enorme manotazo y con musculoso ímpetu la bestia llegó a las almenas. La sangre manaba de sus fauces, y Alathenar vio que sus colmillos eran tan monstruosos y desproporcionados que posiblemente le impedían cerrar la boca.
Los chillidos de las criaturas aladas resonaban en el cielo, pero Alathenar sólo podía esperar que las águilas que habían advertido a la fortaleza lograran derrotarlas. Apartó la batalla aérea de su mente mientras la poderosa bestia empuñaba un gran martillo que llevaba a la espalda y lo blandía en un amplio arco.
Los elfos fueron aplastados por el golpe, rotos y ya muertos mientras volaban desde el muro para aterrizar en el patio. Alathenar se tumbó en el suelo para evitar la enorme cabeza del martillo y Eloien se apretujó contra la pared.
El jinete recogió una espada caída y descargó un tajo en los muslos del monstruo.
Los gruesos ligamentos eran como cuerda mojada y la hoja se deslizó por las corvas sin cortarlas, pero su ataque había dado una oportunidad a los defensores de la muralla. Dos guerreros armados con lanzas cargaron desde cada lado y clavaron sus largas armas en los flancos de la bestia.
El monstruo rugió de dolor y Alathenar rodó de espaldas, agarró su arco y ofreció una plegaria a Kurnous mientras lanzaba un par de flechas a la cabeza de la bestia. Ambas alcanzaron su objetivo y un chorro de sangre brotó de la garganta destrozada.
Los lanceros usaron sus armas para empujar a la monstruosa bestia desde lo alto de la muralla, y Alathenar se puso en pie mientras los sonidos de la batalla llenaban sus sentidos.
Desesperados enfrentamientos entre elfos y hombres y criaturas que desafiaban cualquier descripción se producían a lo largo de toda la muralla. Guerreros con espadas defendían las almenas, mientras que los arqueros llenaban el cielo de flechas y abatían a las repugnantes criaturas aladas que acosaban a los equipos de los lanzadores de virotes.
Los lanceros avanzaban esporádicamente para hacer retroceder al enemigo y las llamas de la magia brotaban de un lado a otro; el blanco cegador de la magia élfica y el oscuro fuego púrpura de la brujería druchii.
Los místicos hechizos de protección grabados en la piedra de la muralla disipaban lo peor de la magia enemiga, pero las runas ahumaban y siseaban a medida que las artes oscuras de la Hechicera Bruja consumían gradualmente su fuerza.
Periódicamente la muralla se estremecía cuando las horripilantes bestias que los humanos corrompidos habían traído a la batalla golpeaban la puerta. Esos monstruosos engendros de los dioses oscuros eran virtualmente inmunes al dolor y sólo una multitud de flechas podía abatirlos.
Las escalas fueron rechazadas por el esfuerzo de los guerreros y el fuego mágico, y los garfios eran cortados a golpe de espada, pues el acero élfico fácilmente partía las cuerdas humanas burdamente tejidas. Los lanceros avanzaban en fila, haciendo retroceder al enemigo de la muralla y los farallones se volvían resbaladizos por la sangre y las vísceras de los muertos.
—Ya los tenemos —dijo Eloien, jadeando por el esfuerzo de la batalla—. Ahora luchan para sobrevivir, no para ganar.
—¡Tal vez, pero eso no ha terminado todavía! —asintió Alathenar.
Señaló hacia una zona del muro donde un jefe de guerra tribal con una armadura oscura había formado una cuña de ataque y obligaba a retroceder a los defensores con grandes mandobles de su poderosa espada. Docenas de guerreros esperaban tras él, y sólo sería cuestión de tiempo hasta que el enemigo los barriera.
Alathenar se subió a una de las almenas en forma de sierra para ver mejor y preparó otra flecha. Vio que los arqueros apuntaban desde abajo y supo que no tenía mucho tiempo.
Esperó a que el guerrero alzara su arma por encima de la cabeza y susurró:
—Guía mi puntería, Arenia, mi amor.
Y lanzó un par de flechas, una tras otra. Ambas atravesaron la malla en la axila del guerrero y rompieron sus costillas y perforaron su corazón.
Alathenar saltó de la almena mientras una nube de virotes chocaba contra la muralla y el jefe de guerra tribal caía de rodillas, con un surtidor de sangre manando por debajo de su armadura.
Los guerreros elfos que había mantenido a raya avanzaron, y las puntas de sus lanzas golpearon y alejaron de las murallas al resto de los enemigos. La última de las escalas fue rechazada y los arqueros se dirigieron a las murallas para matar a tantos enemigos como fuera posible mientras regresaban a su campamento.
Vítores entrecortados siguieron a los corrompidos en su huida, y los guerreros elfos se desplomaron contra la piedra de sus baluartes cuando se dieron cuenta de que habían ganado otro respiro.
—Ha sido una acción de puntería increíble —dijo Eloien, limpiando su espada en la túnica de un tribeño muerto.
—Tejí el cabello del amor de mi vida en la cuerda —respondió Alathenar.
—¿Ayuda eso? —preguntó Eloien, sentándose en el suelo con un gemido de dolor.
—Me gusta pensar que sí.
Se sentó en el parapeto mientras grupos de soldados de reserva subían desde el patio para ocupar el lugar de los que habían estado combatiendo. Los cadáveres de los elfos caídos fueron retirados a la muralla trasera de la fortaleza, mientras que los de los enemigos fueron arrojados sin más ceremonia desde lo alto. Con cubos de agua limpiaron el grueso de la sangre y llevaron en angarillas a los guerreros heridos a la enfermería para entregarlos a las artes de los cirujanos.
—¿Bajamos de esta muralla a beber un poco de agua? —dijo Eloien.
—Buena idea —reconoció Alathenar—. Demasiado pronto nos tocará el turno de luchar otra vez.
—¿Y cuándo le tocará el turno a vuestro glorioso líder? —preguntó Eloien, señalando con la cabeza la impresionante silueta de la alta torre situada al fondo de la muralla.
Alathenar no respondió, pero en privado se había preguntado lo mismo.
¿Cuándo dejaría Glorien Coronafiel sus preciosos libros para bajar de la Aguja Áquila y combatir con sus guerreros?
* * *
Su guía las llevó a través del maravilloso Valle Gaen y la belleza natural del paisaje encantó a Rhianna a cada paso que daba. Todo Ulthuan era una maravilla del genio de la naturaleza, pero aquí podía reinar sin las ataduras del trabajo de los elfos. Bosques silvestres de manzanos y cascadas llenaban el aire de dulces olores a buena tierra y agua fresca, y las criaturas mágicas —unicornios, pegasos y grifos— que vagaban libres por el bosque no sentían ningún temor hacia ellas.
Cuanto más se internaban en el valle de altas paredes, más veían a sus feéricas habitantes, bailarinas y arqueras que practicaban sus artes en claros tan deslumbrantes que Rhianna sintió que su corazón podía estallar ante tal esplendor.
Había blancos templos de mármol en las tupidas arboledas donde sacerdotisas de la Diosa Madre vertían vino y miel en los sagrados lugares mientras alababan la fertilidad de la tierra. Doncellas de Ulthuan, arrodilladas, recibían instrucciones de las habitantes de la isla, y dondequiera que Rhianna mirase, podía ver sonrisas de bienvenida aceptando su presencia.
En alguna parte le entregaron una corona de flores, y en el aire flotaba el sonido de la encantada música de la tierra como para atraerlas hacia adelante, aunque la isla no tenía necesidad de ello, pues su acercamiento era voluntario.
Su guía había dicho poco desde que las encontró, aunque, en realidad, ni Yvraine ni ella deseaban hablar, tan absortas estaban en las maravillas de la isla. El cuerpo de la doncella elfa estaba duro y tonificado por toda una vida de cumplimiento del deber, y Rhianna tuvo que obligarse a no mirar demasiado el contoneo de su musculosa espalda.
Su camino las llevó a pasar bajo una arcada formada por las ramas entrelazadas de los árboles. A través de aquel dosel que se agitaba suavemente, Rhianna pudo ver el alto pico en el centro de la isla, por cuyo flanco caían arroyos de agua de las montañas como si fueran regueros de lágrimas.
Un ancho torrente atropellaba enérgicamente una cascada de guijarros desgastados por miles de años, y Rhianna sintió que su pulso se aceleraba cuando salieron del bosque y vieron una oscura caverna ante ellas.
El sendero se curvaba ascendiendo por las laderas del pico a través de una procesión de estatuas votivas y montones de ofrendas apiladas para la Diosa Madre. Una bruma chispeante se aferraba al terreno rocoso ante la caverna y deslumbrantes arco iris brotaban de las brillantes piedras.
Su guía se detuvo cuando aún estaban a más de cien metros de la entrada.
—No puedo continuar —dijo—. Debéis seguir solas.
Rhianna miró hacia la entrada de la caverna, cuya bostezante oscuridad causaba temor ahora que sabía que se enfrentaban a ella sin la protección de una de las mujeres que habitaban entre sus maravillas.
—¿La oráculo está dentro? —preguntó Rhianna.
—Así es —confirmó la doncella—. Ahora, id. Es peligroso hacerle perder el tiempo.
Con esa advertencia, la doncella elfa se dio media vuelta y desapareció en el bosque con el mismo sigilo con el que había llegado, dejándolas solas e inseguras ante el templo-caverna de la Diosa Madre.
La montaña se alzaba sobre ellas, poderosa y aterradora ahora que se hallaban en su base y veían su dura y afilada presencia. De lejos parecía regia y mágica, pero aquí, la piedra era oscura y amenazadora.
—Deberíamos continuar —dijo Yvraine cuando vio que Rhianna no se movía.
—Sí…
—¿Algo va mal?
—No lo sé… Me siento un poco asustada, pero no estoy segura de por qué.
Yvraine miró hacia la entrada de la caverna.
—Entiendo lo que quieres decir. Creía que todo en la isla sería como hemos visto antes, pero…
—Pero no lo es, ¿verdad? —terminó Rhianna.
—No —reconoció Yvraine—. Esto es diferente. Peligroso. Pero tendríamos que haberlo esperado.
—¿Y eso?
—Hasta ahora sólo hemos visto la belleza de la isla, pero para todo lo bello hay un equilibrio oscuro: día y noche, bien y mal. Para todo lo maravilloso de la naturaleza hay una crueldad semejante. La naturaleza es un mundo sangriento de muerte y renacimiento. Aquí también.
—Ahora sí que no quiero entrar.
—Es peligroso hacerle perder el tiempo —dijo Yvraine, repitiendo la advertencia de la doncella elfa—. Creo que no tenemos más remedio.
—No, supongo que no —admitió Rhianna, echando a andar con nueva resolución hacia la entrada de la caverna.
Subieron el sendero, y al acercarse a la oscuridad de la cueva Rhianna olió el aroma de madera humeante, como si en el interior de la montaña ardiera una hoguera. Captó el aroma de amapolas blancas, alcanfor y mandrágora, y su visión se hizo borrosa durante un momento cuando inspiró el humo aromático que le llegó a los pulmones. Rhianna vio luces fluctuantes ante ellas, y al entrar en la caverna observó en el suelo cuencos de aceite, llamas azules que bailaban sobre el líquido cubierto de dibujos arco iris.
Las paredes de la caverna estaban adornadas con multitud de pinturas sobre la luna, rosas en flor y serpientes retorcidas. Se internó en la caverna, dejando a cada lado los cuencos de aceite. Sus ojos se ajustaron a la penumbra, pero incluso así reinaba una oscuridad que sus ojos élficos no podían penetrar. Las lámparas de aceite no creaban humo en absoluto, pero sentía en el aire algo pegajoso, como si unas invisibles telarañas entorpecieran cada uno de sus pasos.
Un momento de pánico se apoderó de ella y miró por encima de su hombro para asegurarse de que Yvraine todavía seguía a su lado.
Estaba sola…
No se veía a Yvraine por ninguna parte e incluso la luz de la boca de la caverna había desaparecido, como si una gran puerta se hubiera cerrado para aislar el mundo exterior. Rhianna combatió su creciente inquietud y se obligó a continuar, siguiendo la ruta de las danzantes llamas azules que la conducían a las profundidades del decorado templo.
Cuanto más se internaba Rhianna, más consciente era de un suave temblor en la tierra, como un latido infinitamente lento, poderoso y, sin embargo, imposiblemente lejano. Podía sentirlo en la tierra y en el aire, como si el pulso del mundo latiera a su alrededor, y la rítmica cadencia tranquilizó su ánimo.
El pasadizo se ensanchó y Rhianna emergió a una caverna llena de humo en el centro de la cual había una gran piedra con dibujos tallados. Un humo acre brotaba de lo alto de la piedra y tras ella había una figura encapuchada vestida con una larga túnica blanca y que empuñaba un báculo hecho con la rama de un sauce.
—Bienvenida, Rhianna, hija de Saphery —dijo la figura con voz poderosamente femenina. Rhianna trató de responder, pero la densidad del aire lleno de humo se enroscó en su garganta y no logró formar las palabras de una respuesta.
La mujer le indicó que avanzara y señaló la piedra.
—Cuando nació el mundo, el emperador de los cielos envió un fénix y un cuervo para que lo sobrevolaran y se reunieran en su centro. En la piedra ónfalo es donde se encontraron, y a través de ella los oráculos de la Diosa Madre pueden hablar al reino del cielo; que comprendan la respuesta es otro asunto.
—¿Dónde está mi amiga? —preguntó Rhianna con voz apagada y débil—. ¿Dónde está Yvraine?
—Está a salvo —respondió el oráculo—. No ha llegado su tiempo para aprender del futuro. Es el tuyo.
—¿El futuro…?
—Sí, pues ¿no es por eso por lo que has venido aquí, niña? ¿Para saber de cosas ocultas y cosas aún desconocidas?
Rhianna sintió que su terror aumentaba mientras sus pies la llevaban hasta la piedra humeante en el centro de la cueva. No había venido para esto; no quería conocer el futuro.
Todo lo que quería era encontrar a Caelir…
—Son la misma cosa, niña —dijo el oráculo, alzando la voz con autoridad, y pronunció palabras de antiguo poder:
La Luna Nueva es la diosa blanca del renacer y el crecimiento;
La Luna Llena, la diosa roja del amor y la batalla;
La Luna Vieja, la negra diosa de la muerte y la adivinación.
Incapaz de resistir, Rhianna colocó las manos sobre la piedra y miró a su centro hueco mientras la oscuridad de la caverna la rodeaba. Sintió como si estuviera siendo engullida por el humo y el caliente aliento de los dioses la cubriera.
Dejó escapar un angustiado grito mudo cuando las imágenes la atropellaron, espadas destellantes y guerreros hambrientos de sangre, Caelir, Eldain y un maravilloso reino en los bosques de magia y belleza…; no la magia natural del Valle Gaen, sino los artísticos encantamientos de los elfos…
El fuego la inundó y pareció que la caverna se llenaba de llamas desaforadas que quemaban las pinturas de las paredes y arrasaban la carne de sus huesos. Un torbellino de aterradoras energías la barrió y fue consciente de que ya no estaba sola. Un círculo de magas la rodeaba, sus manos describiendo complejos símbolos místicos en el aire mientras salmodiaban palabras de antiguo poder.
Sus cuerpos estaban demacrados y gastados y sus ojos hablaban de un sufrimiento que nunca terminaba, una larga agonía que se extendía desde tiempos olvidados hacia tiempos desconocidos.
Entre las magas fantasmagóricas vio una risueña princesa druchii de cabellos de cuervo, su belleza bañada en sangre y los ojos llenos de la malicia de la edad. Se movía entre las magas que cantaban como una bailarina, girando y saltando con una daga curva en cada mano. A cada salto, una hoja cortaba la garganta de una de las magas, y a medida que iban muriendo el caos a su alrededor estallaba en un arrebato de poder.
—Basta… —exclamó Rhianna—. ¡Por favor, basta!
—No, niña —dijo una voz que sonaba como si viniera de un tiempo y un lugar muy lejanos—. Como todas las cosas que una mujer debe sufrir, esto no puede ser detenido, sólo soportado.
La imagen de la princesa asesina se difuminó y Rhianna lloró aliviada al ver una vez más el bosque encantado y la rutilante forma de una mujer tan hermosa que sólo podía tratarse de la Reina Eterna de Avelorn. La brillante luz que la envolvía era un bálsamo tranquilizador sobre su alma y dejó escapar un gran suspiro estremecido.
En cuando su acelerado corazón se calmó, una lluvia negra empezó a caer, y Rhianna gritó al ver que las aguas oscuras manchaban la pureza de los ropajes de la Reina Eterna. Su rostro se marchitó mientras la lluvia derretía todo lo que era bueno y puro en ella, y Rhianna siguió mirando y vio que una brillante mancha roja aparecía en su pecho.
—¡No, por favor… no! —gritó Rhianna mientras la mancha de sangre se extendía como una rosa en flor.
Mientras la Reina Eterna se marchitaba, la tierra enfermaba y moría, las hierbas se volvían negras y los árboles se resquebrajaban y agostaban a medida que les sorbían la vida.
Con sus últimas fuerzas, la Reina Eterna alzó la cabeza y sus ojos se clavaron en los de Rhianna.
—Ven a mí, hija mía —dijo—. Él necesita tu ayuda. ¡Sálvalo a él y me salvarás a mí!
Rhianna cerró los ojos y gritó al ver una mancha de sangre en su propio pecho. Sintió el dolor de una herida, la misma aguda y penetrante agonía que había sentido cuando el virote druchii atravesó su hombro hacía tanto tiempo, y sus manos volaron a su pecho.
Cuando sus manos soltaron la piedra ónfalo el dolor desapareció y su visión regresó a la normalidad. Se desplomó en el suelo, con la respiración entrecortada y la mente llena de lo que el oráculo le había mostrado.
La cueva oscura volvió a aparecer ante sus ojos y vio que el oráculo rodeaba la piedra para alzarse sobre ella. Levantó la mirada, un destello de luz brilló bajo la capucha de la mujer, y volvió a gritar al ver su cara transformarse.
En un instante, su rostro cambió del de una joven doncella elfa al de una mujer adulta y luego al de una vieja marchita y consumida por el tiempo. Mientras miraba, el ciclo se repitió una y otra vez, y Rhianna retrocedió y se puso angustiosamente en pie.
Se dio media vuelta y huyó del templo-caverna de la Diosa Madre.
* * *
Tyrion estaba arrodillado ante el lecho de su gemelo y le cogía la mano mientras contemplaba cómo su delgado pecho subía y bajaba, cada aliento una victoria de su corazón asolado por la magia. Cuando sus yelmos plateados y él llegaron al bosque que rodeaba la Torre de Hoeth, la devastación de la que fue testigo lo dejó anonadado, incapaz de comprender qué poder podía deshacer algo tan poderoso como la torre del rey sabio.
Había cabalgado sin pausa, pero cuando vio el estado de su hermano, Tyrion deseó haber espoleado a Malhandir a velocidades aún mayores. Incluso antes de ser herido, Teclis había sido débil, confiaba en el poder de la magia y necesitaba que ese poder lo sostuviera, pero ahora era una sombra incluso de aquello.
—¿De verdad tengo un aspecto tan terrible? —preguntó Teclis.
—No —mintió Tyrion—. Sólo estoy cansado por el viaje. Tienes buen aspecto.
—Ah, Tyrion, mi querido hermano —sonrió Teclis—. Tienes demasiado buen corazón para saber mentir. Sé qué aspecto debo tener y que te duele no poder hacer nada.
Mitherion Ciervo de Plata le había explicado lo que le había sucedido a Teclis, y Tyrion se había quedado desde entonces junto a la cama de su hermano, sosteniéndole la mano y rezando a Isha para que le diera fuerzas para sobrevivir.
—Perseguiré a ese Caelir y lo mataré —prometió Tyrion.
—¡No! —exclamó Teclis, incorporándose sobre los codos con una mueca de dolor—. ¡Prométeme que no harás eso, hermano mío!
—¡Pero si ha estado a punto de matarte! Y quién sabe qué más le habrán hecho los druchii.
—Es tan víctima como yo —afirmó Teclis—. No debemos odiar a Caelir por lo que le han hecho. Tienes que prometerme que no le causarás ningún daño si vuestros caminos se cruzan.
—No puedo hacer eso —replicó Tyrion, poniéndose en pie—. Es un enemigo de Ulthuan y sólo se merece la muerte.
—No —insistió Teclis, agarrándole el brazo—. Por favor, Tyrion, escúchame. Eres un gran guerrero y tu nombre es sinónimo de gran poder. En los días de sangre que vendrán, tu presencia será necesaria para insuflar valor a cuantos te rodeen. Si te entregas a esta búsqueda de venganza, otros buscarán tu liderazgo y vacilarán cuando no se lo proporciones. ¡Tienes un deber hacia Ulthuan, y ese deber no incluye la venganza!
Tyrion contempló la ansiedad del rostro de su hermano gemelo e inspiró lentamente para calmarse. Se sentó junto a Teclis y dijo:
—Le prometí a la Reina Eterna que escucharía tu consejo.
—Y no puedes desobedecerla jamás —sonrió Teclis.
—Así es —asintió Tyrion—. Es la maldición de los varones quedar atrapados en la esclavitud de la belleza.
—Hay cosas por las que merece la pena estar esclavizado.
—Lo sé —admitió Tyrion, olvidada su anterior ira—. Muy bien, si no me dejas perseguir a Caelir, ¿qué quieres que haga, navegar hasta Ellyrion y liderar a los defensores de la Puerta del Águila? Los rumores del oeste dicen que la mismísima Hechicera Bruja conduce los ejércitos de los druchii.
—Así es —dijo Teclis—. He sentido su poder en los vientos de la magia.
—Entonces iré a Ellyrion —tronó Tyrion—, ¡y le arrancaré del pecho su vil corazón!
—No, pues hay allí guerreros con las semillas de la grandeza en su interior y Ellyrion debe encargarse por ahora de su propia defensa. El martillo de los druchii descargará en otra parte, y tu valor será más necesario allí.
—Dime, hermano, ¿dónde golpeará ese martillo?
—En el sur —dijo Teclis—. En Lothern.