Capítulo 8

8

Mientras el sol empezaba a ponerse, las montañas proyectaban largas sombras sobre Tor Yvresse y la ciudad parecía aún más vacía que durante el día. Cuando Caelir, Anurion y Kyrielle salieron de la torre de Eltharion, una sombría oscuridad, más palpable que la tristeza que cubría la ciudad durante el día, flotaba sobre el populacho.

Caelir alzó la cabeza cuando el quejumbroso grito del grifo de Eltharion resonó en las alturas de la torre y vio al señor de la ciudad sobrevolándola.

—No se fía de nadie, ¿eh? —comentó Caelir mientras montaban en sus caballos y se dirigían a la puerta oeste.

—Pocos le han dado motivos para hacerlo, Caelir —respondió Anurion—. Cuando atacaron Tor Yvresse, las otras ciudades estaban demasiado ocupadas en sus propios problemas para enviar ayuda. Para cuando la mayoría advirtió la gravedad de lo que intentaba el chamán goblin ya era demasiado tarde. Eltharion tenía que detenerlos o Ulthuan caería.

—Nos ha permitido atravesar las montañas —dijo Kyrielle, urgiendo a su montura para que alcanzara la de Caelir—. Eso debe significar algo —tras ella, los guardias que los acompañaban desde el palacio de su padre cabalgaban junto a Anurion. Su alivio por marcharse de Tor Yvresse quedaba claro incluso en la penumbra.

—Sólo que nos quiere lejos de su ciudad —dijo Caelir.

—¿Te dio alguna indicación de quién nos guiaría hasta Saphery? —preguntó Anurion.

—Me dijo que sus montaraces nos mostrarían un camino secreto a través de las montañas.

Anurion asintió.

—Se dice que hay caminos a través de las Annulii que ni siquiera conocen los magos más sabios, pero nunca había pensado en recorrerlos.

El sonido de los cascos de los caballos resonaba en las calles vacías de Tor Yvresse y apenas tardaron unos minutos en llegar a la muralla oeste de la ciudad que se alzó sobre ellas, sus defensas no menos impresionantes por el lado que daba a los Reinos Interiores de Ulthuan que las que se encaraban al mundo hostil.

Poderosas torres y colosales bastiones se extendían a cada lado, pero Caelir advirtió que estas defensas servirían de muy poco si una gran horda las atacaba, pues había muy pocos guerreros atendiendo la muralla.

Sólo ahora quedó verdaderamente clara la precaria naturaleza de Tor Yvresse, cuando vio la poca gente que permanecía con vida para defender la ciudad. Las Islas Cambiantes protegían la zona oriental de Ulthuan, y estaba claro que Eldiarion confiaba en ellas para mantener su ciudad a salvo, pues tenía muy pocos guerreros para hacerlo.

Comprendiendo por fin buena parte de la hostilidad del Guardián, Caelir alzó la cabeza una vez más hacia la silueta de Eltharion, que seguía trazando círculos en el cielo, y dijo:

—Te deseo lo mejor, mi señor. Que Isha te proteja.

Mientras esas palabras salían por su boca, varias formas espectrales salieron de las sombras y rodearon rápidamente a la compañía. Llevaban yelmos cónicos que les cubrían el rostro, hechos de plata y bronce bruñidos, y capas oscuras que los volvían casi invisibles a la luz del crepúsculo.

Uno de los guerreros retiró su capa para revelar el atuendo natural de los montaraces, de aspecto duro y lobuno.

—Tenéis que seguirnos —dijo el guerrero.

—¿Quiénes sois? —preguntó Anurion.

—Somos los servidores del Guardián —fue la respuesta—. Es todo lo que necesitáis saber.

Sin decir otra palabra, el guerrero se dio media vuelta y echó a andar en dirección a la puerta de la ciudad, que se abrió sin emitir ningún sonido cuando se acercó a ella.

Caelir se inclinó hacia Kyrielle.

—Son muy habladores, estos montaraces —le susurró al oído.

Su líder se volvió a mirarlo.

—Hablamos cuando tenemos algo importante que decir. Los demás podrían aprender de nosotros.

Caelir y Kyrielle se sorprendieron, pues pensaban que el montaraz estaba lejos para oír lo que decían. Ella sonrió nerviosa y Caelir se encogió de hombros mientras cabalgaba hacia el montaraz.

Junto con la guardia montada, atravesaron la puerta y bajaron por el camino de una de las nueve colinas de Tor Yvresse, que trazaba suaves curvas hacia las Annulii.

—¿Es aconsejable internarnos de noche en las montañas? —preguntó Kyrielle.

El montaraz asintió y Caelir notó que estas discusiones le parecían cansinas.

—Seremos vuestros ojos, y hay algunos caminos que sólo pueden seguirse en la oscuridad.

Caelir ya sabía que la habilidad de los montaraces de Eltharion sólo era superada por la de los sombríos de Nagarythe, pues sabía que habían observado su aproximación a Tor Yvresse sin mostrarse ni una sola vez. Incluso así, la idea de dirigir en la oscuridad una compañía semejante parecía una muestra excesiva de orgullo desmedido.

Un leve brillo permeaba la noche, la aurora de la magia cruda barría las montañas, y cuanto más avanzaban, más fuerte se volvía su regusto.

El viaje los llevó a lo largo de senderos serpenteantes que, cuando ascendían, no parecían acercarlos más a las montañas. Aunque la oscuridad había caído sobre el mundo, una bruma de energía mágica flotaba sobre los árboles y el suelo, como una leve capa de nieve, y Caelir pudo sentir el poder que residía en cada fragmento de Ulthuan como si brotara de las mismas rocas.

Tor Yvresse quedó atrás, las luces de sus torres y mansiones cerradas eran un faro aislado y solitario en la oscuridad.

—¿Cuánto debemos seguir cabalgando? —preguntó Anurion—. Lord Eltharion dijo que nos mostraríais un paso a través de las montañas.

—Y eso haremos —respondió el montaraz sin nombre—. Sed pacientes.

Por fin, los montaraces los llevaron hasta un estrecho desfiladero entre dos colmillos de roca que descendía hacia una oscura hondonada donde se alzaba una piedra brillante en la confluencia de tres arroyos borboteantes. Dibujos de espirales y antiguas runas gastadas habían sido tallados en la roca, y Caelir pudo ver la imagen de un portal dibujada contra un acantilado lejano.

Anurion y Kyrielle se quedaron boquiabiertos mientras seguían a los montaraces a la hondonada, e incluso Caelir pudo sentir las reservas de magia que se congregaban en este sitio.

—Una piedra de vigilancia… —dijo Anurion.

Kyrielle le había hablado a Caelir de las piedras de vigilancia, poderosos menhires que cruzaban Ulthuan de una costa a otra y dirigían la energía del vórtice contenido dentro de las Annulii hacia la Isla de los Muertos con líneas de energía mágica.

Muchos de los magos de la isla construían sus hogares sobre estas líneas, y grandes túmulos dedicados a los muertos se erigían en los puntos auspiciosos donde las líneas se cruzaban. Las almas de los muertos Quedaban así eternamente unidas a Ulthuan para que pudieran proteger la tierra que amaban y escaparan a la terrible perspectiva de ser devoradas por los dioses del Caos.

En otros reinos, estas piedras de vigilancia cruzaban el paisaje tejiendo una red de diseño místico, pero en Yvresse su emplazamiento era un secreto bien guardado. Después de la catástrofe de la invasión del rey goblin, los geománticos de Saphery habían adivinado en qué otro sitio podrían levantar las piedras caídas para realizar la función para la que habían sido erigidas, y las colocaron en lugares ocultos donde no pudiera descubrirlas nadie más que aquellos que conocían los caminos secretos.

Los montaraces los condujeron a la base de la hondonada y esperaron hasta que todos llegaron al fondo antes de arrodillarse ante la piedra y entonar una extraña melodía. Caelir desconocía las palabras, pero las místicas cadencias no sonaban extrañas en su alma. Cada palabra se deslizaba a través de la oscuridad y el paisaje de alrededor respondía, los Árboles suspiraban y las rocas se sacudían de su sueño al oír semejante belleza.

Caelir contempló a los montaraces con una mezcla de asombro y temor mientras sentía que el mundo a su alrededor… cambiaba, como si el paisaje se agitara bajos los cascos de sus caballos en respuesta a la canción.

Al mirar al cielo nocturno, pudo ver que las estrellas se desplegaban ante él y su luz ondulaba en el cielo a través de la neblina mística que llegaba de las montañas.

Devolvió su atención a los montaraces y su extraño cántico mientras una bruma resplandeciente se acumulaba en los bordes de la cuenca y resbalaba por la pendiente hacia ellos.

—¿Anurion? —preguntó—. ¿Qué está pasando?

—Guarda silencio —dijo el archimago—. No los molestes. Están llamando al poder de la piedra de vigilancia y podría ser peligroso interrumpir.

La bruma llenó ahora la cuenca y Caelir sintió su fría caricia mientras se alzaba a su alrededor. Los caballos relincharon de temor cuando extrañas formas aparecieron en la bruma, elfos regresados de la muerte e imágenes fragmentarias de tiempos y épocas aún desconocidas para los vivos.

La bruma se congregó a su alrededor, enroscándose como un ser vivo, abriéndose paso por sus cuerpos y cubriéndolos con un abrazo húmedo y pegajoso.

Caelir perdió de vista a sus acompañantes, la visión bloqueada por la densa bruma. Un miedo helado se deslizó por sus venas y se volvió en la silla cuando, de pronto, se sintió muy solo; saberse aislado era aún más aterrador que las ominosas formas que vagaban más allá de su visión.

—¿Kyrielle? ¿Anurion?

El leve contorno de algo oscuro se movió a través de la bruma, y Caelir echó mano a la espada mientras se aproximaba, decidido a que ningún espíritu lo tomara.

Se quedó sin respiración cuando la figura se mostró y vio que era uno de los montaraces de Eltharion, los ojos oscuros chispeando de magia.

El montaraz extendió la mano para tomar las riendas de su caballo y, en silencio, Caelir permitió que el guerrero guiara su montura, sintiendo que hablar ahora sería enormemente peligroso.

Mientras el montaraz llevaba su caballo hacia el acantilado, el silencio continuó, e incluso el sonido de los cascos sobre la roca quedó apagado por la sofocante manta de bruma. Caelir vio el acantilado de blanca roca ante él, pero donde antes no había más que la imagen de un portal, ahora éste permanecía abierto, negro y terrible.

Siniestros gemidos y una ráfaga de aire caliente y vibrante surgieron del portal, cargados de poderosa energía, y Caelir no sintió más que terror ante la idea de aventurarse a través de aquella temible abertura.

—¿Adónde conduce? —dijo. Cada palabra le suponía un esfuerzo.

—Al río de magia —respondió el montaraz.

* * *

Más allá del portal había oscuridad, pero no una oscuridad carente de maravillas, sino llena de magia y de milagros. En cuanto el montaraz hizo pasar a Caelir, sus sentidos fueron asaltados por un peso grande y terrible, cosas monstruosamente poderosas que acechaban al borde de la percepción.

No podía ver nada, pero el poder que habitaba en este lugar suministró el combustible y su imaginación las herramientas para crear todo tipo de terrores y paisajes de pesadilla ante él. La oscuridad se retiraba ante un potencial tan nuevo: enormes extensiones de montañas oscuras dominadas por brillantes torres de carne roja, espadas y lanzas sobre grandes cabalgaduras, poderosos ejércitos destruyéndose unos a otros en un campo de flores azules y mil visiones más, cada una más vivida y extraña que la anterior.

No veía ni rastro de sus compañeros, y los pasos de su caballo eran mecánicos y automáticos, como si caminara por un reino de pesadilla de infinito potencial. El animal tenía las orejas echadas hacia atrás, asustado, pero no podía decir si veía las mismas cosas que él o si creaba su propia realidad distorsionada.

Su camino lo llevó a lo largo de la ribera de un gran río, lleno no de agua, sino de cadáveres. Un millón de cadáveres, hinchados y apestosos, pasaron flotando ante él, sus rostros a la vez familiares y desconocidos. Caelir retrocedió cuando el hedor de los muertos lo asaltó, pues la visión de tantos cuerpos era nauseabunda e insoportable.

El río desapareció cuando el poder de la magia a su alrededor sondeaba las profundidades de su mente en busca de otras cosas que hacer reales. Un frío viento había penetrado su carne y le helaba los huesos y ana cabalgata de torturas desfiló ante él, aunque no eran desmembramientos sangrientos, sino placeres sensuales diseñados para quebrar el espíritu desde dentro, degradaciones y humillaciones amontonadas unas sobre otras hasta que el alma ya no podía soportar más.

Caelir cerró los ojos y suplicó que las visiones convocadas en su mente por el poder de la magia que recorría las montañas desaparecieran, pero esa magia era burda y elemental, carente de conciencia y piedad, y las visiones no remitieron ni se retiraron.

No pudo decir cuánto tiempo permaneció bajo las montañas, un momento o una eternidad. En este lugar de magia no existía el tiempo, no había dimensiones ni sentido de lugar en el mundo. Aparecieron rostros, elfos de ambos sexos; lugares, altas ciudades de torres blancas y una odiosa ciudad oscura de grandes torres de hierro que resonaban con los terribles sonidos de gritos y el martilleo de la industria.

Ardían fuegos en esa ciudad, y algo en esta última visión poseía una chispa de verdad que las otras no tenían, y Caelir concentró su atención en las llamas rampantes y los chirridos de un gran monstruo invisible. Vislumbró motas blancas entre la oscuridad, y su corazón dio un brinco al ver a los guardianes montados en brillantes corceles de Ellyrion esparciendo destrucción por la ciudad oscura, derribando lo que los señores del mal habían construido.

¿Era un recuerdo o una fantasía rescatada de los sueños de la infancia?

Luchó por aferrarse a esta última imagen, la atención fija en dos jinetes, uno a lomos de un brillante corcel negro, el otro en uno gris. Eran dolorosamente familiares, pero antes de poder hacer algo más que advertir su presencia, sintió que el poder de las visiones se difuminaba y tuvo la poderosa sensación de haber emergido de las revueltas aguas del río más poderoso imaginable.

Caelir tomó grandes bocanadas de aire mientras jirones de magia pura escapaban de su mente y la oscuridad de la montaña volvía a hacer acto de presencia. La realidad se posó a su alrededor con los sonidos del camino y de los arneses, los jadeos de sus compañeros y el golpeteo de los cascos de los caballos sobre la roca.

—Ahora, enséñame… —dijo, volviéndose en la silla para mirar hacia atrás, aunque el instinto le decía que ese término no tenía significado en este conducto de magia bajo las montañas.

—¿Mostrarte qué? —preguntó Anurion, que cabalgaba tras él y parecía entusiasmado por haber experimentado energías tan primarias y vivido para contarlo.

Caelir negó con la cabeza, pues el significado de la visión se borraba ya de su mente como si le hubieran echado encima una manta sofocante.

—No lo sé. Me pareció ver algo familiar, pero ha desaparecido. No lo recuerdo.

Se volvió y vio que el montaraz todavía guiaba su caballo, ajeno o ileso ante las pesadillas que acababan de sufrir y que ya no le afectaban.

El grupo siguió un estrecho pasadizo en la montaña. Un cálido brillo amarillo llegaba de algún lugar en las alturas y aclaró las últimas telarañas que revolvían los pensamientos de Caelir después del viaje a través de la oscuridad.

La roca del estrecho pasadizo brillaba con lo que al principio consideró que era humedad, pero al tocarlo resultó ser un residuo de magia parecido al rocío. Titilantes perlas de luz se le quedaron pegadas en los dedos, y sonrió al advertir que debían estar cerca de Saphery. Los horrores liberados en su mente sólo unos momentos antes quedaron ahora olvidados.

Caelir salió a la brillante luz del sol, y tuvo que protegerse los ojos cuando el montaraz lo condujo hasta un gran saliente de roca. El olor del aire era dulce y grupos de árboles verdes crecían alrededor, radiantes bajo el cielo de verano.

Kyrielle esperaba a caballo al borde de la llanura, las mejillas arreboladas por el placer de ver de nuevo su patria. Los guardias montados de su padre estaban por allí cerca y sus rostros sonreían de expectación, tal era la alegría de regresar a casa.

Un sendero flanqueado por peñascos bajaba de las montañas, conduciendo a una tierra fértil de campos dorados y serpenteantes ríos azules. Caelir miró por encima de su hombro y vio la mole de las Montañas Annulii alzarse sobre él, sus picos titilantes bañados en una bruma de magia.

—¿Ya hemos cruzado las montañas? —preguntó, sorprendido por haber cubierto aquella distancia en un abrir y cerrar de ojos. Su viaje había comenzado en la oscuridad, pero aquí había amanecido ya, aunque parecía que sólo habían pasado unos momentos desde que dejaron el hueco de la piedra de vigilancia.

—Así es —respondió el montaraz que les había hablado por primera vez en Tor Yvresse.

—¿Cómo? —inquirió Caelir—. Un viaje como éste nos habría llevado varios días.

—Lord Eltharion deseaba que llegarais antes a Saphery —le informó él montaraz, alzando el brazo y señalando a la izquierda de Caelir—. Y la Torre Blanca espera.

Caelir siguió la indicación del montaraz y sus ojos se abrieron de par en par cuando vio la Torre de Hoeth extendiéndose media milla hacia el cielo, una afilada aguja blanca de piedra que se erguía, rodeada de luz. Aunque el sol aún no había alcanzado su cénit, el brillo de la torre superaba su esplendor.

—Espero por tu bien que de verdad busques conocimiento —dijo el montaraz, posando una mano sobre el brazo de Caelir y mirando hacia la torre. Aunque el yelmo le ocultaba gran parte del rostro, Caelir vio que su expresión de preocupación era sincera.

—¿Qué quieres decir?

—La Torre Blanca es implacable con aquellos que a sabiendas se acercan con engaño en el corazón o que buscan el poder para sí mismos.

—Agradezco la advertencia, pero le dije la verdad a lord Eltharion.

El montaraz asintió y le soltó el brazo.

—Te deseo buena suerte, Caelir de Ellyrion.

—¡Vamos! —llamó Kyrielle—. ¡Venga! Ya no tardaremos mucho en llegar a la torre.

—Sí, vamos, muchacho —dijo Anurion, y las alas de su pegaso se desplegaron con ansiedad por elevarse en el aire—. No nos retrasemos ahora que casi hemos llegado.

Caelir sonrió, divertido ante la electrizante energía que empujaba a los nativos de Saphery ahora que habían regresado a su tierra. ¿Produciría en su corazón un arrebato similar de entusiasmo contagioso regresar a Ellyrion?

Eso esperaba.

Caelir vio a Kyrielle galopar camino abajo y a Anurion elevarse en el aire mientras los guardias seguían a la hija del archimago.

Se volvió para dar las gracias al montaraz por traerlos hasta aquí tan rápidamente, pero sus palabras murieron cuando vio que se habían desvanecido y el hueco en la roca por donde habían llegado había desaparecido.

Un frío viento soplaba desde los altos picos, y Caelir se arrebujó en su capa al sentir el hálito de la antigua magia, más poderosa que nada que existiera en el mundo, cubrirlo como el aliento de un terrible monstruo dormido que hubiera quedado prisionero por los oropeles olvidados de una era lejana.

Caelir dejó atrás la montaña, ahora siniestra, muy consciente de que estaba solo en esta tierra extraña, y cabalgó sendero abajo tras Kyrielle y su escolta de soldados.

La Torre de Hoeth se alzaba ante él, inhóspita y fría, y Caelir se preguntó qué destino le esperaba dentro de sus muros.

No se volvió a mirar las montañas mientras cabalgaba, ansioso por considerarse a salvo por la presencia de aquellos que llamaban hogar a esta tierra.

Sí, Ulthuan era una isla encantada, llena de maravillas y milagros, pero de vez en cuando enseñaba a aquellos que la habitaban que la magia era la fuerza más peligrosa del mundo.

Era una lección que Caelir juró no olvidar.

* * *

Cairn Auriel era el nombre de la bahía, y Eldain no pudo recordar una visión más hermosa cuando la afilada proa del Señor de los Dragones hendió las claras aguas de la tarde al dirigirse hacia ella. Junto con Rhianna, se encontraba en la proa del velero. Dejaron atrás la luz encendida de un faro de plata que iluminaba la bahía natural entre los grandes acantilados de la costa occidental de Saphery.

Estructuras hermosas y simples rodeaban una bahía natural de arena clara: torres blancas, cúpulas doradas y columnatas artísticamente colocadas de manera ordenada y elegante alrededor del perímetro de los acantilados. Risa y música flotaban en la oscuridad y Eldain sintió que su corazón cantaba en respuesta a los sonidos de la vida y la alegría. Rodeó a Rhianna con los brazos y la atrajo hacia sí.

—Había olvidado cuánto echaba de menos Saphery —dijo—. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que vine aquí.

—Siempre hemos sido bienvenidos a las posesiones de mi padre —contestó Rhianna.

—Lo sé, pero después de la expedición a Naggaroth…

Rhianna le devolvió el abrazo y él sintió como si el gran peso de culpa de sus hombros pudiera ser retirado algún día por la magia sanadora de Ulthuan y el amor de esta maravillosa compañera que tenía a su lado.

—Me alegraré de poner los pies en tierra firme —dijo Rhianna—. Aunque siento la magia por todo Ulthuan, la siento con más fuerza en Saphery.

Eldain sonrió ante su entusiasmo y volvió la cabeza para llamar al capitán Bellaeir.

—Gracias, capitán. Nos has traído a salvo.

Sentado al timón del barco, bajo una linterna encendida, Bellaeir saludó con la cabeza y continuó pilotando el navío.

A medida que se fueron acercando, Eldain se maravilló por la construcción de los edificios de la bahía, sus estrechos embarcaderos de mármol se proyectaban y flotaban por encima de la lisa superficie del agua. Ahora que sabía dónde buscarla, vio el ondular de la magia alrededor del asentamiento, aferrada a las altas torres de vigilancia, titilando sobre las plácidas aguas y llevándoles el sonido de sus habitantes.

La tripulación del velero se dispuso a preparar la maniobra de llevar el barco a la bahía, pero sus esfuerzos fueron innecesarios, pues las corrientes mágicas lo atraían con certeza y lo hicieron detenerse suavemente junto a uno de los embarcaderos.

Riendo, la tripulación desembarcó y amarraron el barco a norays de plata, aunque Eldain sospechó que el barco permanecería exactamente donde estaba sin aquellas maromas. Se volvió para recuperar sus pertenencias y vio a Yvraine levantarse de su posición en el centro de la cubierta y saludar al capitán antes de pasar limpiamente al muelle sin que su espada la molestara en lo más mínimo.

Eldain se maravilló de la fluidez de sus movimientos, sabiendo que, salvo a caballo, nunca podía igualar su gracia preternatural. Desde que pasaron junto a la Isla de los Muertos, la maestra de la espada se mantuvo apartada, sus silencios rotos solamente por alguna afirmación ocasional de que se encontraba bien.

Ahora que volvía a pisar de nuevo Saphery, Eldain pudo ver que en su espíritu vibraba un ánimo que no había visto en ella desde que la conoció.

—Alguien se alegra de volver —le señaló a Rhianna cuando se reunió con él.

Ella alzó la mirada con una sonrisa indulgente y dijo:

—Comprendo cómo se siente. Imagina cómo te sentirás tú cuando regreses a Ellyrion.

—Cierto. Aunque Saphery no es Ellyrion, será bueno volver a montar a Lotharin. Las lisas aguas del Mar Interior no pueden compararse con cabalgar un buen corcel de Ellyrion.

Mientras recogía sus últimas pertenencias, la tripulación instaló una rampa desde la borda del Señor de los Dragones hasta el muelle, y Eldain bajó a la bodega donde sus caballos habían pasado la mayor del viaje por mar.

Lotharin salió el primero de la bodega, su negra piel brillando a la luz del faro, seguido del caballo de Rhianna, Orsien, una hermosa jaca plateada de Saphery de flancos picazos y una inteligencia arrogante en sus claros ojos verdes. Tras estos dos magníficos animales salió Irenya, una yegua parda que había pertenecido a una de las servidoras de Ellyr-charoi, pero que se quedó sin jinete cuando ésta pereció en la misma expedición donde murió Caelir. Yvraine había montado a Irenya desde la mansión de Eldain, y aunque la maestra de la espada no había disfrutado cabalgando hasta Tor Elyr, al caballo le gustó la oportunidad de llevar una vez más a un jinete.

Eldain dejó que su caballo lo mordisqueara y le pasó las manos por el cuello, le susurró al oído y le habló de un modo desconocido más allá de las llanuras de Ellyrion. El caballo relinchó nervioso y Eldain se rio ante su placer por llevarlo el resto del viaje.

Sacó a Lotharin y a Irenya del Señor de los Dragones, alegre por tierra firme bajo él, aunque estuviera mantenido por la magia. Rhianna guio a Orsien, y cuando terminaron de desembarcar monturas y pertenencias, Eldain vio a Bellaeir acercarse desde la popa del barco.

—Lord Eldain, ¿deseas que espere vuestro regreso? —preguntó el capitán.

—Sí —respondió Eldain—, aunque no puedo decir cuánto nos quedaremos en Saphery.

Bellaeir se encogió de hombros.

—Podemos descansar en Cairn Auriel durante un tiempo, mi señor. No se nos requiere en la concentración de Lothern, pues un barco del tamaño del Señor de los Dragones sería de poca utilidad en la batalla.

—Os enviaré noticias cuando nuestra situación esté más clara, capitán —dijo Eldain—. Mientras tanto, la paga está en la casa de contabilidad, podéis alojaros y tomar lo que se os deba hasta que regresemos.

—Eso será muy satisfactorio, mi señor —dijo Bellaeir con una sonrisa—. Si buscáis alojamiento para la noche, no hay nada mejor que la Luz de Korhadris. La comida es abundante y los vinos son de las mejores cosechas conocidas del mundo élfico.

Eldain le dio las gracias al capitán y se volvió, siguiendo a su caballo mientras se dirigía a la ciudad costera de Cairn Auriel. Alcanzó a Rhianna y Yvraine, que lo esperaban al final del embarcadero.

Con el brillo del faro tras él, vio una distante lanza de luz blanca en el horizonte.

—Creía que la Torre de Hoeth era difícil de encontrar —comentó Eldain.

—No sabes lo equivocado que estás —replicó Yvraine.

* * *

La recomendación del capitán Bellaeir de que se hospedaran en la Luz de Korhadris resultó ser una buena idea, pues la bienvenida fue calurosa y el menú extenso. Situada entre blancos acantilados, Cairn Auriel fe extendía hacia el interior con calles que irradiaban desde la bahía en forma de herradura, desplegándose en abanico por las pendientes de la costa hacia la propia tierra de Saphery.

El propietario del establecimiento era un jovial elfo de edad avanzada que les dio la bienvenida e inmediatamente se puso a su servicio con total entrega. El interior de la hostería era elegante, aunque un poco ostentosa para los gustos de Eldain, y al parecer era típica de las costumbres sapherianas.

Había presentes pocos huéspedes más y no hicieron ningún esfuerzo por entablar conversación con los viajeros bien vestidos que vieron en las otras mesas. Globos de suave luz mágica flotaban en el aire, proyectando una luz cálida y hogareña por las zonas públicas, y Eldain sintió que la piel le cosquilleaba con la presencia de tanta magia.

—¿No es un poco frívolo emplear la magia para cosas tan mundanas como la iluminación? —preguntó.

Rhianna se echó a reír.

—Ahora estás en Saphery, Eldain. La magia está siempre presente a tu alrededor.

—Supongo —adquirió él—. Había olvidado lo diferente que es tu tierra de la mía.

—Bueno, ahora estamos aquí y es bueno estar de vuelta. ¿No estás de acuerdo, Yvraine?

La maestra de la espada estaba sentada un poco apartada de ellos, lo bastante cerca para estar en su compañía, pero lo suficientemente separada como para parecer distante. Eldain advirtió que Yvraine tenía el mismo aspecto revitalizado que podía ver en los ojos de Rhianna, y no se sorprendió al oír un tono de expectación en su voz cuando habló.

—Sí, es bueno estar en casa. Aunque estaré más feliz cuando lleguemos a la Torre Blanca.

—¿A qué distancia está de aquí? —preguntó Eldain.

—Eso depende —respondió Yvraine.

—¿Depende? ¿De qué?

—De si la torre nos considera dignos de acercarnos a ella.

—Creí que nos había invitado el padre de Rhianna.

—Así es —asintió ésta—, pero los conjuros mágicos que protegen la torre no relajarán la guardia por algo tan prosaico como una invitación. Sólo el verdadero buscador de conocimiento puede acercarse con seguridad a la torre.

—Esos conjuros… —dijo Eldain—, ¿qué son?

—Hechizos creados en la época de Bel-Korhadris, el constructor de la torre. Un laberinto de ilusiones y trampas mágicas que atrapan a los que vienen buscando poder o cuyos corazones están envenenados por el mal.

Eldain se agitó incómodo en su silla.

—¿Y qué le pasa a esa gente? —preguntó.

Yvraine se encogió de hombros.

—Algunos descubren que no importa en qué dirección caminen, sus pasos siempre los llevarán lejos de la torre.

—¿Y a los demás?

—Hay otros a los que nunca se les vuelve a ver.

—¿Mueren?

—No creo que ni siquiera los señores del conocimiento lo sepan con certeza, pero parece probable.

Eldain sintió una opresión en el pecho al pensar en Caelir, y se preguntó si la Torre Blanca encontraría un punto negro en su corazón y si lo juzgaría duramente cuando llegara el momento.

Sin duda, encontrar el amor, no importaba cómo fuera obtenido, no podría ser considerada como algo maligno. Miró a Rhianna y sonrió, disfrutando del juego de sombras que las luces mágicas dibujaban sobre sus hermosos rasgos.

Al sentir su escrutinio, ella se volvió a mirarlo y le devolvió la sonrisa. Él le cogió la mano mientras el hostero regresaba con platos de pescado de piel plateada, verduras humeantes y una jarra de vino fuerte y aromático.

Le dieron las gracias con una sonrisa y comieron en silencio, disfrutando de la atmósfera hogareña y la sensación común a todos los viajeros que disfrutan de la compañía mutua en lugares desconocidos y excitantes.

Al terminar la comida, Yvraine se excusó y se retiró a meditar y completar su régimen diario de ejercicios marciales. Cuando se marchó, Eldain y Rhianna subieron las escaleras hasta el piso superior del establecimiento, donde estaban situados sus aposentos. Una brisa perfumada entraba en la habitación, haciendo ondular las cortinas finas como telarañas y trayendo consigo el aroma salado del mar. Juntos, salieron a un elegante balcón construido con madera de sauce que asomaba a la bahía.

Mientras se dirigían a la barandilla, el brazo de Rhianna se deslizó de manera natural en el de Eldain, y juntos bebieron el vino mientras contemplaban la paz del océano.

Como un gran espejo negro, las aguas reflejaban las estrellas del cielo y una imagen perfecta del firmamento se extendía ante ellos como un tejido de terciopelo salpicado con polvo de diamantes.

Unos cuantos barcos surcaban las aguas, las luces de guía que resplandecían en sus mástiles y mascarones de proa eran los únicos signos de su paso por el mar. Las luces de Cairn Auriel se unían en una red dorada como si por las calles corriera un río de fuego derretido, y a Eldain la escena le pareció insoportablemente hermosa.

La sensación de felicidad que experimentaba mientras contemplaba el océano fue un bálsamo reparador para su alma, y las preocupaciones que había sentido relajarse desde su partida de Ellyr-charoi ahora parecían pertenecer a otra persona.

—¿Y si no regresáramos nunca? —preguntó de pronto.

—¿Qué? ¿No regresar nunca adonde? —dijo Rhianna.

—A Ellyr-charoi. Tú misma lo dijiste: hemos estado encerrados allí demasiado tiempo. Un gran pesar flota allí, demasiado grande para que lo soportemos mucho más tiempo, creo. Si nos quedamos allí, nosotros mismos nos convertiremos en fantasmas.

Rhianna lo miró y él pudo ver que la idea la atraía.

—¿De verdad lo dices en serio? ¿Te marcharías?

—Por ti, lo haría. Desde que iniciamos el viaje a Saphery, he sentido que las preocupaciones de los últimos años quedaban atrás, y me he dado cuenta de que mi pena te estaba arrastrando conmigo. Si queremos empezar a vivir nuestras vidas, creo que debe ser lejos de Ellyr-charoi.

—¿Adónde iríamos?

—A donde tú quieras —prometió Eldain—. Eataine, Saphery, Avelorn… Cualquier sitio donde pudiéramos empezar de nuevo, tú, yo, y… quién sabe, quizá incluso una familia.

—¿Una familia? —exclamó Rhianna, y las lágrimas se acumularon en la comisura de sus ojos—. ¿Nosotros?

—Sí. Si Isha lo desea.

Rhianna enterró la cabeza en el hombro de Eldain y él pudo oírla llorar en voz queda, pero al contrario que las lágrimas que había vertido en Ellyr-charoi, éstas eran lágrimas de alegría.

—No sabes cuánto tiempo hace que deseo oírte decir esas palabras, Eldain —dijo Rhianna—. No me atrevía a esperar que nuestras vidas pudieran rehacerse a la sombra de Caelir.

Él sonrió y la atrajo hacia sí, sin sentir dolor por la mención de su hermano muerto, ningún respingo ni ninguna oleada de negra culpa, simplemente el reconocimiento de que su hermano ya no estaba y que Rhianna era ahora suya.

—Lo sé, y por eso lo siento de veras. Creo que un resabio de la Tierra del Frío se quedó en mi corazón desde que regresé de la incursión contra los druchii. Me envenenó, pero ahora ya ha desaparecido, mi amor. Ahora soy tuyo, en cuerpo y alma.

En un mudo acuerdo, apuraron el vino y se retiraron del balcón al dormitorio. A la pálida luminiscencia de la luz mágica, se desnudaron y se deslizaron bajo las sábanas de seda con la excitación de nuevos amantes a punto de descubrir placeres nuevos.

La luz de las estrellas entraba por el balcón, rielando en su piel y bañando su amor de pura luz de plata. Exploraron la carne del otro como si fuera un país sin descubrir, aprendiendo más uno del otro en una noche que en los años transcurridos desde que se conocían.

La magia de su unión se vertió al aire de Saphery y éste, a su vez, devolvió sus pasiones, mientras los vientos mágicos soplaban y danzaban alrededor de la habitación y las suaves luces que flotaban sobre la cama ardían como fuego incandescente.

Rieron y gimieron juntos y Rhianna se agarró con fuerza a Eldain, y finalmente yacieron el uno en brazos del otro, amantes, amigos y, por fin, devotos esposa y esposo.

Mientras el mundo giraba y la luz de las estrellas daba paso al amanecer, Eldain despertó con una sonrisa en el rostro, el cuerpo cantando con la promesa de grandes cosas por venir.