Hicieron el amor bajo un cálido rayo de sol que penetraba por la puerta abierta de la cabaña. No temían ser descubiertos por un paseante que se acercara por esos parajes, pues Nelson estaba sentado a la puerta, contemplando el valle. Sus sonoros ladridos les advertirían de la presencia de un curioso, aseguró Kenneth a Moira mientras la sentaba sobre el estrecho camastro, se desabrochaba el pantalón, le arremangaba la falda y la tomaba sentada a horcajadas sobre él. Además, añadió apoyando las manos sobre sus caderas para colocarla bien y encajarla con firmeza sobre él, nadie solía venir a pasear por estas colinas.
—Vamos —dijo, tomándola por los hombros y estrechándola contra sí. Le quitó las horquillas del pelo y éste cayó como una cascada sobre los hombros de ella y el rostro de él. Luego se agachó para dejar las horquillas en el suelo—. Ah, mi bella madonna, móntame.
No era una posición novedosa para ella. Le encantaba, al igual que todas las posturas que él le había enseñado. Le encantaba la libertad de movimientos que le permitía, fijar el ritmo y la intensidad, deleitarse imaginando que ella dominaba la situación. Sabía que no era cierto. Había aprendido —él se lo había enseñado y quizás ella también se lo había enseñado a él— que en una experiencia sexual auténticamente satisfactoria ninguno dominaba al otro, sino que consistía en un dar y recibir mutuo.
Empezó a moverse sentada a horcajadas sobre él, pero él no yacía de forma pasiva debajo de ella. Se movía junto con ella, con los pulgares insertados en el profundo escote de su vestido debajo de sus pechos, para poder acariciarle los pezones con exquisita destreza.
La forma de hacer el amor siempre representaba una novedad. Aunque a estas alturas había algunos aspectos que a ella le resultaban familiares. Sabía que la excitación iría en aumento hasta alcanzar el punto de placer desenfrenado y el dolor, más allá del cual no existía nada y todo, y el perfecto éxtasis. Había aprendido a intuir el momento en que empezaría el rápido ascenso hacia el clímax. Y al cabo de unos minutos, después de un prolongado e intenso aumento de puro placer, sintió que se aproximaba. Pronto experimentaría la tensión y el frenesí. Pero todavía no. Y él también lo sabía, aunque ella sabía que el progreso físico hacia el clímax era distinto para él. Kenneth sabía interpretar las reacciones del cuerpo de Moira tan bien como ella misma.
Antes del momento culminante él le habló, alzando las manos para tomarle el rostro, sujetándolo para que ella le mirara a los ojos.
—Te amo —le dijo—. Te amo tanto que me produce dolor.
Ella oscilaba entre el pensamiento y la sensación física. Él la miró sonriendo.
—Yo también te amo —dijo ella—. Siempre te he amado —añadió sonriéndole.
Pero él no había pretendido interrumpir la cópula, sólo aumentar e intensificar la excitación de ambos. Apoyó las manos en las caderas de ella y las sujetó con firmeza, deteniendo sus movimientos mientras él la penetraba profundamente. El ascenso, la coronación de la cima y el descenso ocurrieron simultáneamente en un violento, aterrador y glorioso estallido de luz y calor y desahogo físico y amor. Ella era consciente de haber gritado, pero también de oírle a él emitir un grito que se mezcló con el suyo. Sintió un torrente de calor dentro de ella. Oyó a Nelson ladrar junto al camastro antes de retirarse de nuevo hacia la puerta y tumbarse junto a ella.
Al cabo de un rato, ella volvió la cabeza para instalarse más cómodamente sobre el hombro de Kenneth mientras él le colocaba las piernas a cada lado de las suyas. A ella le agradaba que no se separara de inmediato de ella. Le encantaba sentirse unida a él. Suspiró, sintiéndose relajado desde la cabeza hasta los dedos de los pies.
No durmió. La sensación de profundo bienestar era demasiado preciosa para desperdiciarla durmiendo. Kenneth durmió un rato. Ella se deleitó con el relajado calor que emitía él, con su respiración serena y acompasada. Pensó que él no lo había dicho como una cosa sexual. No lo había dicho sólo porque acababa de gozar con una buena cópula. Solía hablar mientras hacían el amor, a veces haciéndole una pregunta o una petición, a veces un comentario elogioso sobre lo que ella hacía, a veces unas palabras eróticas que formaban parte del proceso de excitación. Nunca había hablado de amor. Hasta esta tarde. Y esta tarde había pronunciado las palabras de forma deliberada y planeada. Había elegido el último momento antes de que ambos se perdieran en las sensaciones que les embargaban. Había elegido ese momento para que lo que compartieran inmediatamente después no fuera sólo sexo sino también amor. Ambas cosas armonizaban perfectamente en una unión marital.
Ella se alegraba de haber respondido que también le amaba. De jovencita nunca había podido decírselo. Siempre había temido comprometerse, desnudar su alma ante él. Aún temía hacerlo, pero empezaba a aprender que no debía dejar que el temor gobernara su vida. Alguien se lo había dicho hacía poco. No recordaba quién.
—¿Dormías?
Él la besó en la frente.
—No —respondió ella.
Se produjo un amigable silencio mientras él le masajeaba la cabeza con los dedos.
—¿Te encuentras bien esta vez? —le preguntó por fin.
—Sí —contestó ella—. Me siento rebosante de salud y vitalidad. Muy distinta de la última vez.
Era la primera vez que ambos se referían a su estado.
—¿Tienes miedo? —le preguntó él oprimiendo los labios de nuevo contra su frente.
—Sí —contestó ella.
—Ojalá pudiera ofrecerte algún consuelo —dijo él—. Ojalá pudiera asegurarte que todo irá bien. Pero no puedo. Yo también estoy aterrorizado.
—Pero no me rendiré al temor —dijo ella—. Viviré mi vida con valentía. Si tengo un hijo, me consideraré la mujer más afortunada. Si tengo hijos, me preguntaré qué he hecho para merecer semejante dicha. Si no tengo ninguno, recordaré las otras bendiciones que tengo en la vida, y, por supuesto, también sufriré. Pero no me rendiré al temor.
Él se rió.
—Esa frase me resulta familiar —dijo—. Era el lema de Rex, Nat, Eden y yo. Teníamos fama de locos y temerarios. Alguien nos puso una vez el apodo de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, y nos quedamos con él. Pero no éramos osados porque estuviéramos locos, porque poseyéramos un valor superior al de los demás o una insensibilidad. Éramos osados porque nos negábamos a rendirnos al temor. Solíamos decirlo juntos a coro.
—En tal caso —dijo ella—, no debemos temer porque yo esté encinta.
—Excepto —dijo él suspirando—, que no puedo pelear en el campo de batalla por ti. Tengo que esperar y verte sufrir sola, por un niño que yo he engendrado en ti. Haces que me sienta humilde, Moira, e impotente. Eso debería complacerte.
Ella sonrió pero guardó silencio durante un rato. No quería adquirir un dominio sobre él del mismo modo que no quería que él la dominara a ella.
—Pero yo te necesito —dijo—. Cuando sientes dolor, y más aún cuando estás triste, experimentas una tremenda soledad. Pero si tienes a alguien a tu lado… Kenneth, cuando sufrí el aborto, tú permaneciste junto a mí aunque el señor Ryder te dijo que salieras de la habitación. Estabas pálido y tenías lágrimas en los ojos. Me suplicaste que no me muriera, que no te dejara. Me llamaste «amor mío». No fue cosa de mi imaginación, ¿verdad?
—No —respondió él. Ella le oyó emitir un prolongado suspiro—. Habría sacrificado mi vida por ti si con eso te hubiera ayudado. Lo habría hecho sin pestañear.
Ella tragó saliva. No había sido fruto de su imaginación, y sin embargo a la mañana siguiente ella le había dicho que no quería volver a verlo. Él se había mostrado muy frío. ¿Porque se sentía desgraciado, porque tenía dudas, porque esperaba que ella le marcara la pauta? ¿Podría haberlo retenido ella a su lado para que la consolara durante esa espantosa semana y las semanas que siguieron a su partida? La comunicación humana era algo terrible; a menudo transmitía unos mensajes falsos o cesaba por completo.
Se levantó de encima de él sin mirarle a la cara. Sintió una breve sensación de tristeza, como ocurría siempre cuando sentía que su cuerpo se separaba del suyo, pero no se detuvo. Se subió el corpiño, se alisó la falda, se calzó los zapatos, se echó la melena hacia atrás y salió al soleado y cálido exterior. Alzó la cara al sol y cerró los ojos. Luego se alejó del sendero un tanto trillado para sentarse en la hierba de la ladera y contemplar el valle, rodeando sus rodillas con los brazos. Nelson se tumbó junto a ella con un suspiro de satisfacción, colocando la cabeza entre las patas.
Comprendió que debía aprender otra lección. Tenía que aprender a ser dependiente. Un matrimonio se basaba en una dependencia mutua, no en una doble independencia. Tenía que aprender a aceptar el amor que él le ofrecía, sus cuidados, su necesidad de protegerla, aunque supusiera llevarse a una doncella cuando saliera sin él. Tenía que aprender a intuir los temores de él y su sentimiento ocasional de impotencia, y observar sus lágrimas. Tenía que aprender a aceptar su amor. El amor no era sólo algo que uno daba. Debía aprender también a recibirlo, incluso a expensas de sacrificar en parte su independencia.
Pero ella lo amaba. Y él la amaba a ella. ¡Dios, lo amaba con locura! Inclinó la cabeza y apoyó la frente sobre sus rodillas.
Él no sabía si había dicho o hecho algo que la hubiera ofendido. Salió detrás de ella sintiendo cierto temor. Pero la vio sentada en la hierba, cerca de la cabaña, y cuando él se sentó a su lado ella alzó la cabeza y le sonrió. Era una sonrisa dulce, cálida. Él apoyó una mano en su nuca. Su pelo tenía un tacto tibio y sedoso entre la palma de su mano y la piel de ella.
—Entonces, ¿está decidido, Moira? —preguntó él. Ya no temía su respuesta ni dudaba sobre la suya—. ¿Permaneceremos juntos pase lo que pase? ¿Porque lo deseamos? ¿Porque nos amamos?
—Y porque estamos casados —dijo ella—. Porque el matrimonio representa un nuevo reto en nuestras vidas. Supongo que es imposible que vivamos siempre felices y contentos, ¿verdad?
—Afortunadamente —respondió él—. Sería muy aburrido, Moira. Sin pelearnos nunca. Creo que ninguno de los dos lo soportaría.
Ella se rió suavemente.
—Cierto —dijo—. Suena horroroso. Sí, milord y no, milord, o sí, señora y no, señora.
Él se rió también,
—Seguiremos juntos y afrontaremos los retos que se presenten —dijo—. Pero prométeme que no volverás a intentar matarme.
—No seas tonto —contestó ella—. Debiste suponer que la pistola no estaba cargada. Sabes lo que opino sobre las armas de fuego. Ni siquiera sé cargar una. Es asombroso que la sostuviera correctamente. ¿La sostenía correctamente?
—Yo me refería a los cuatro matones que enviaste por mí tres días más tarde —dijo él—. Me propinaron una paliza de muerte. Menos mal que el administrador de mi padre apareció a tiempo para evitar que me liquidaran. Pero no tiene importancia. Sin duda te sentías profundamente agraviada por mí. Es agua pasada.
—Kenneth. —Ella se volvió hacia él y clavó sus ojos muy abiertos en los suyos—. ¿Unos matones? ¿Una paliza? ¿A qué te refieres?
Él sintió de repente que la duda se apoderaba de él, una duda que no había tenido hasta este momento, quizá porque nunca había querido dudarlo.
—El matón al que conseguí abatir lo confesó —dijo—, cuando le reanimamos arrojándole un cubo de agua sobre la cabeza. Dijo que tú les habías enviado para castigarme por lo que yo había hecho a Sean.
—Pero ¿qué te indujo a creer que yo tenía algún poder sobre ellos? —preguntó ella con evidente estupor.
—Eran hombres de tu hermano —respondió él. Vuestros hombres.
—¿Nuestros hombres? —Moira frunció el entrecejo—. Yo no…, ni siquiera sé quiénes eran —dijo—. Dudo que Sean lo supiera. Esa noche todos iban disfrazados o se habían tiznado la cara. Sean fue con ellos en esa ocasión porque le divertía, porque nunca había sido capaz de resistirse a una aventura. Yo me enteré por uno de los sirvientes y le seguí para tratar de detenerle antes de que lo atraparan. Me llevé la pistola. Kenneth, no tuve nada que ver con esos hombres. Sean apenas los conocía. Era la primera vez que los acompañaba, con consecuencias desastrosas para él. Porque tú no esperaste a hablar con nosotros al día siguiente, cuando nos hubiéramos calmado y podido hablar de forma racional.
—Me dijeron que tú formabas parte de la banda —dijo él—. Me lo dijo el propio Sean.
—No te creo —replicó ella. Pero alzó una mano para silenciarlo—. No, te creo. Pero sin duda lo interpretaste mal. Sean no pudo haberte dicho eso. No era cierto.
Él lo comprendió todo con repentina y meridiana claridad. Se levantó y contempló la cascada, de espaldas a ella.
—Fue una venganza —dijo en voz baja—. Maldita sea, fue una venganza. Yo le había denunciado a mi padre y había destruido sus planes de fugarse con Helen y apropiarse de su fortuna. De modo que destruyó lo más valioso que yo tenía en mi vida. Destruyó mi amor por ti. —Kenneth respiró hondo—. Debió de convencerles para que me dijeran que tú les habías enviado.
—No, Kenneth —dijo ella—. Fue otra persona, alguien que tenía algo contra todos nosotros. No fue Sean. Es verdad que era un joven alocado e imprudente, pero no había maldad en él. Me quería, era tu amigo, estaba enamorado de Helen.
Él se volvió para mirarla. Pardiez, estaba convencida de lo que decía. Quizás habría sido mejor no remover el pasado. De alguna forma lo habían superado y habían aprendido a amar de nuevo. Ella habría conservado los recuerdos de su hermano intactos. Pero era demasiado tarde. El renovado amor que se profesaban quedaría seriamente dañado si él no proseguía. Y quizá si lo hacía.
—Moira —dijo—, Sean era el líder de esa banda de contrabandistas. Había reunido a los asesinos más despiadados de esta zona de Cornualles y los había convertido en una peligrosa y sanguinaria banda de contrabandistas. Debí denunciarle antes. Pero me lo impedía el recuerdo de nuestra amistad, y el temor a perderte. —Emitió una amarga carcajada—. Sean no amaba a Helen. Deseaba su dinero. Hay varios niños en esta zona de Inglaterra que son hijos de Sean. No todas las madres de esos niños se entregaron a él voluntariamente. Tengo entendido que tu padre había reservado una generosa porción de su fortuna para ti y tu madre. También tengo entendido que la empleó toda en saldar las deudas de tu hermano. Recibí esta información directamente de Sean cuando aún estábamos a tiempo, cuando aún existía cierta amistad entre nosotros. Yo le traicioné, Moira. Jamás lo he negado. Pero él nos traicionó a todos. Y se vengó de mí asegurando tu perenne desdicha.
Ella había vuelto a apoyar la frente en sus rodillas. ¿Le creía? ¿Había quedado de nuevo todo destruido entre ellos? Él lamentaba en parte haber sacado el tema. Pero por otra sabía que había sido inevitable. Si no hubiera ocurrido ahora, habría ocurrido más adelante.
—Fue un valeroso oficial —dijo—. Fue uno de esos soldados cuya fama se había extendido más allá de su regimiento. Nunca pidió a sus hombres un acto de valentía o que se expusieran a un peligro que él no estuviera dispuesto a compartir con ellos. Me sorprende que no me enterara de su muerte hasta que tú me lo dijiste. No me cabe duda de que murió en el campo de batalla, cumpliendo con su deber.
Ella seguía cabizbaja.
—Lo lamento —dijo él—. Sé que me crees. Debí dejar que conservaras tus recuerdos de él intactos.
Ella meneó la cabeza y la alzó. Parecía cansada.
—No —dijo—. No dejaré de quererle. Una no deja de querer a un hermano. Y murió con valentía. Avanzó hacia el fuego enemigo para rescatar a un joven soldado que había caído herido. Consiguió su propósito antes de morir. El soldado sobrevivió. A veces las personas consiguen redimirse.
—¿Y nosotros? —preguntó él temeroso después de una pausa—. ¿Lo ha estropeado todo esta conversación, Moira?
—No —respondió ella moviendo la cabeza—. Ahora sabes que yo no formaba parte de esa banda de contrabandistas. ¿Es posible que lo pensaras durante todos esos años? Y sabes que, aparte de amenazarte con una pistola que no estaba cargada, lo cual reconozco que no estuvo bien, jamás traté de lastimarte. Dije todo cuanto tenía que decirte durante esa breve pelea a gritos que mantuvimos el día después de que Sean fuera arrestado.
—Y tú sabes, quizá —dijo él—, que hice lo que debía hacer, por muchas personas anónimas, por mi hermana e incluso por ti. Quería librarte de esa banda de contrabandistas antes de que te detuvieran y deportaran. Es cierto que traicioné tu confianza, Moira, pues si tú no me lo hubieras dicho, no habría sabido lo de Sean y Helen y no habría descubierto por mí mismo que sus planes incluían fugarse juntos. Nunca me he perdonado haberte traicionado, pero hice lo que creí que debía hacer, aun a sabiendas de que te perdería. Hice una elección, y creo que en caso necesario volvería a hacerla, por más que posteriormente me sintiera culpable.
—Debiste decírmelo —dijo ella.
—En esos momentos no sentía la menor simpatía hacia ti, Moira —contestó él—. Además, durante ese encuentro que tuvimos no nos hablamos. Nos gritamos. Gritamos los dos. Ninguno de nosotros escuchó al otro.
Ella se levantó y se acercó a él. Le tomó la mano, enlazando sus dedos con los suyos, y apoyó la cabeza en su hombro.
—Qué maravillosa sensación de liberación —dijo—. Desde mi viaje a Londres, desde que volví a enamorarme de ti, he dejado que mis pensamientos analizaran nuestra relación desde el comienzo, remontándome incluso a mi infancia, cuando te adoraba y tú ni siquiera sabías que yo existía. Pero mi mente siempre tenía que sortear esos acontecimientos, los cuales estaban siempre presentes, y siempre tenía que reprimir el pensamiento de que de alguna forma tú eras el culpable de la muerte de Sean.
Él restregó su mejilla contra la parte superior de la cabeza de ella.
—Ahora podré aceptar mejor su muerte —dijo Moira—. Tuvo la oportunidad de redimirse cuando pudo haber sido deportado, merecidamente. Se le concedió esa oportunidad, y supo aprovecharla. ¿Fuiste tú quien propusiste a tu padre que lo reclutaran en lugar de deportarlo?
—Sí —respondió él.
Ella alzó la cabeza y sonrió.
—Gracias —dijo—. Te amo.
—Cuánto anhelaba oír estas palabras cuando éramos jóvenes —respondió él apretándole la mano—. Es lo más maravilloso que uno puede oír, Moira.
—Y es lo más aterrador que una puede decir —contestó ella—. Es como si renunciara a una parte de mí, exponiéndome al dolor y al rechazo.
—Y a la felicidad —dijo él, sonriendo—. Jamás te lastimaré adrede, amor mío, y jamás te rechazaré. Discutiré contigo, te regañaré y me pelearé contigo…, y te amaré toda la vida.
—¿De veras? —preguntó ella—. ¿Me lo prometes?
—¿En todos los aspectos? —Él la miró sonriendo—. Te lo prometo. Solemnemente.
—Y yo —dijo ella—, prometo amarte siempre.
—¿Y pelearte conmigo? —preguntó él.
—Eso también —respondió ella riendo.
—Perfecto —dijo él—. Entonces será sin duda una vida interesante.
La enlazó por la cintura con un brazo y la atrajo hacia sí. Contemplaron sobre las copas de los árboles cargados de hojas el puente, el río y la cascada, azul y resplandeciente bajo el sol. Él no imaginaba que existiese en la Tierra un lugar más bello donde vivir…, con su primero y único amor.
Se volvieron al mismo tiempo, sonriéndose uno al otro, y cerraron la breve distancia entre sus bocas. Nelson emitió un suspiro de profunda satisfacción y se echó a dormir.