La vida parecía casi inquietantemente tranquila cuando regresaron a su casa en Cornualles. Dejaron de discutir. En Dunbarton retomaron sus respectivos quehaceres, los cuales les mantenían ocupados durante buena parte del día. Visitaban y recibían a sus vecinos, a menudo juntos. Pasaban parte de la noche juntos en el lecho de Moira antes de dormir separados. Todo indicaba que habían alcanzado un estado semejante a «felices para siempre», o al menos «satisfechos para siempre».
Salvo que Moira tenía la sensación de vivir conteniendo constantemente el aliento. No habían decidido nada. Simplemente habían acordado ampliar el período de prueba de su matrimonio, nada más. Como era de prever, ella estaba de nuevo embarazada. Al cabo de tres semanas no había ninguna duda al respecto. Pero era posible que el resultado de ese embarazo no fuera distinto del anterior, aunque no se sentía indispuesta como la otra vez y comía y dormía bien. Si perdía esta vez al hijo que esperaba, ¿diría a Kenneth que no deseaba volver a verlo jamás? ¿Se apresuraría él a tomarle la palabra?
No, ella sabía que jamás volvería a decirle eso, a menos que él la provocara gravemente. Pero ¿decidiría él marcharse de todos modos? ¿Había sugerido venir a Cornualles simplemente porque las respuestas de ella a sus preguntas le habían indicado una posibilidad muy real de que ella había vuelto a quedarse en estado? A veces ella pensaba que había algo más. Lo pensaba casi siempre, pero temía convencerse de ello. Trataba de proteger su corazón contra un futuro dolor.
Si lograba llevar su gestación a término y el niño sobrevivía, él permanecería a su lado. Pero ella no quería que él se quedara dependiendo sólo de esos hechos. No quería que se quedara sólo por el niño. Quería que se quedara por ella.
A veces se despreciaba por haber llegado a depender de él hasta ese punto, por haber llegado a amarlo de forma tan incondicional, sin el menor sentido crítico. A veces luchaba contra esa dependencia, a menudo de forma irracional.
Una tarde decidieron ir a visitar a la madre de Moira. Lo decidieron durante el desayuno. Puesto que hacía un día espléndido después de casi una semana de un tiempo nublado y lluvioso, habían decidido ir andando a Penwith Manor y aprovechar la visita para pasar la tarde al aire libre. Asimismo, parecía haberse establecido una comunicación silenciosa entre ellos. Ocurría a menudo y Moira se preguntaba si era fruto de su imaginación o si sus pensamientos coincidían a veces realmente. En esta ocasión ambos habían pensado en la cabaña del ermitaño poco después de enfilar la carretera que descendía hacia el valle. Ambos habían pensado en detenerse allí cuando regresaran de Penwith. Era una de las cosas que él había mencionado durante el paseo que habían dado por el Serpentine. Había dicho que harían el amor en el baptisterio.
Nunca habían hecho el amor de día. Aparte de la primera vez, nunca habían hecho el amor en otro lugar que no fuera el lecho de Moira. La perspectiva de hacer el amor una tarde estival en la cabaña, con la puerta abierta al sol y a la brisa, resultaba tremendamente excitante. Podrían contemplar la vista del valle, el río y la cascada.
Pero la intensidad de los sentimientos que experimentaba hacia él asustaba a Moira.
—Quizá —le dijo durante el almuerzo— tengas cosas más importantes que hacer que ir de visita, Kenneth. No es necesario que me acompañes a casa de mamá.
—¿Ah, no? —Los ojos de él la observaron con una expresión un tanto lánguida. ¿Habían cambiado sus ojos?, pensó ella. ¿Se habían tornado de un tiempo a esta parte más dulces, más soñadores? ¿O era cosa de su imaginación?—. ¿Prefieres conversar con ella a solas, Moira? ¿Quejarte de mis pecados cuando no estoy presente para defenderme? Supongo que tus quejas caerán en terreno abonado.
Ella se sulfuró.
—Supuse que Penwith era uno de los últimos lugares que te apetecería visitar —replicó—, y que mamá era una de las últimas personas con la que deseabas conversar.
De repente se percató, sorprendida, de lo que estaba haciendo. Trataba de provocar una disputa con él. Era casi como si se sintiera más segura cuando se peleaban, como si así pudiera proteger mejor su corazón.
Él arqueó las cejas y ella comprendió por su expresión altiva que había mordido el anzuelo.
—¿De veras? —contestó él—. ¿Crees que ambos albergamos idénticos sentimientos con respecto a la madre del otro, Moira?
—Con la diferencia —dijo ella— que tu madre se ha mostrado abiertamente desagradable conmigo.
—No lo creo —respondió él con un ademán de irritación—. A mi madre le gusta controlarlo todo. Tiene unas ideas muy precisas sobre lo que se espera de una condesa. Simplemente quiso tomarte bajo su protección. Confiaba, en vano, hacer de ti el tipo de condesa que ella ha sido siempre. No pretendía ser desagradable.
—No estoy de acuerdo —replicó ella—. ¿Dices que era una vana esperanza porque soy incapaz de comportarme como una auténtica condesa?
—Una auténtica condesa —contestó él secamente— no contradice a su marido en todo y tergiversa sus palabras dándoles un sentido que no tienen simplemente porque goza enojándolo.
—¿De modo que te he enojado? —preguntó ella—. Sólo pretendía librarte de una tarde posiblemente aburrida proponiendo ir sola a Penwith.
—Puedes hacerlo si lo deseas —dijo él—. Como has dicho, tengo cosas más importantes que hacer que conversar con una madre y una hija que prefieren que no esté presente. Ordenaré que te preparen el coche para trasladarte a Penwith.
—Iré andando —respondió ella.
—De luego, puedes hacer lo que gustes —dijo él—. Llévate a tu doncella.
Ella no pensaba hacerlo y estuvo a punto de decírselo, pero comprendió que le había provocado en exceso. Si volvía a contradecirle, él insistiría. Qué aburrido sería ir y volver caminando de Penwith seguida por su doncella. Qué aburrido sería ir caminando sola. ¿Por qué lo había hecho? Le complacía la perspectiva de pasar la tarde con él, y ahora lo había estropeado todo.
—¿Qué harás tú? —preguntó.
Los ojos de él ya no traslucían una expresión dulce y soñadora cuando los fijó en los suyos.
—Algo que me apetece mucho más de lo que había planeado hacer, te lo aseguro, señora mía —respondió él.
Ella detestaba que la llamara «señora mía». Era ridículo cuando ella era su esposa y ambos gozaban cada noche con unas intimidades increíblemente intensas, cuando ella esperaba un hijo de él. Pero no le diría cuánto lo detestaba, pues si lo hacía, no dejaría de llamarla así.
—En tal caso me alegro de haberme anticipado en sugeríroslo, milord —respondió sonriendo alegremente.
Se comportaba como una niña tonta. Le había provocado hasta conseguir que se enojara y ahora se lamentaba de ello. Había estropeado su tarde y ahora se regodeaba en la autocompasión y le culpaba a él.
Y todo para nada. De pronto comprendió, con angustiosa claridad, que le era imposible proteger su corazón.
Él fue a caminar por la parte elevada del valle hasta que llegó a los acantilados. Dio la vuelta para avanzar por la cima de éstos, con los ojos fijos en las abruptas rocas y el verde desteñido de la áspera hierba en lugar de admirar el mar que se extendía a sus pies y relucía bajo el sol. Estaba profundamente irritado e irritable. Nelson, al que no parecía afectar el malhumor de su amo, corría frente a él, retrocedía para trotar a su lado durante unos metros y echaba a correr de nuevo.
Kenneth se había aclimatado con facilidad al bienestar doméstico. Se alegraba de haber regresado, de haber reanudado el trabajo, de sentirse de nuevo útil. Se alegraba de ver que su esposa era una mujer competente y celosa en el cumplimiento de sus deberes. Disfrutaba con la vida social de la vecindad, pese a ser un tanto limitada. Le satisfacía saber que no tendría que tomar más decisiones, que permanecería en Dunbarton. Había visitado el lecho de su esposa cada noche, incluyendo las noches que habían pasado de viaje. Era más que evidente que Moira estaba encinta.
Aunque el único contacto personal real entre ambos se producía en el lecho de ella y tenía un carácter puramente sexual, él había sentido que existía una compenetración entre ambos, la armonía que esperaba en su matrimonio. Había supuesto que ambos se sentían satisfechos con la situación y dejarían que los factores que les habían mantenido separados se desvanecieran en el pasado. Había confiado en que hubieran desaparecido para siempre y no volvieran a turbar la paz familiar.
Había sido una suposición estúpida y una esperanza no menos estúpida. ¿Cómo podía confiar en gozar de paz y tranquilidad con Moira? Durante el almuerzo ella había provocado una disputa a partir de un hecho insignificante y él, como un pelele que se dejaba manipular, había discutido con ella. Nadie le había manipulado jamás. De niño era testarudo y de adulto denotaba una voluntad de hierro. Le enfurecía que una mujer fuera capaz de hacer lo que nadie había logrado nunca, y con toda facilidad.
A veces la odiaba. Y esta tarde, la odiaba.
Dos de las señoritas Grimshaw se dirigían hacia él paseando del brazo de dos de los jóvenes Meeson. Kenneth dio a Nelson una orden a voz en cuello para que se sentara cuando la hermana mayor chilló al oír sus exuberantes ladridos, pero al hacerlo comprendió que el chillido había sido propiciado por la dorada oportunidad que el perro había ofrecido a la joven de apretujarse contra su acompañante y fingir airosamente sentirse mareada.
Se detuvo unos minutos para charlar con las dos parejas sobre el tiempo, la salud de lady Haverford y de los padres de las Grimshaw y de los Meeson. Cuando reanudó su caminata se sentía aún más irritado. La mayoría de personas sentían un miedo reverencial hacia él, pensó enojado. No podía obedecer sólo a su título, sus tierras y su fortuna. Debía de ser su talante, algo que él había cultivado deliberadamente durante sus ocho años como oficial de caballería. Ver a soldados curtidos casi echarse a temblar cada vez que se topaban con él tenía ciertas ventajas. Pero era desconcertante provocar esa reacción en sus vecinos.
Moira era una de las pocas personas que no le temían. Kenneth torció el gesto. Quizá debería hacer que desarrollara un saludable temor hacia él. Pero esa idea tan estúpida le irritó aún más. Para empezar, era imposible. Segundo, no soportaría convivir con una Moira dócil y sumisa.
De pronto soltó una carcajada y recuperó inopinadamente su buen humor. Una Moira dócil: una montaña llana, un iceberg caliente, un océano seco, un cerdo que vuela. Se divirtió pensando en otras combinaciones tan imposibles como una Moira dócil mientras regresaba a Dunbar a través de los campos.
Cuando entró en casa vio a la doncella de su esposa en el vestíbulo. Había más de una razón por la que no tenía que estar allí. Él sospechaba que la explicación residía en la presencia del apuesto lacayo que estaba de servicio. Miró arqueando las cejas a la turbada joven, que se apresuró a hacerle una reverencia.
—¿Su señoría ha vuelto ya? —le preguntó.
Aún antes de que la chica le respondiera dedujo que su señoría no había regresado.
—No, milord —respondió la doncella—. Su señoría ha ido a Penwith, milord.
—Ah —dijo él—. ¿Y a quién se ha llevado?
—Su señoría se fue sola, milord —contestó la joven.
Lo había comprendido en cuanto había visto a la chica, por supuesto. Debió suponerlo incluso antes de verla. ¿No había ordenado a Moira que se llevara a su doncella? Pero ¿esperaba realmente que le obedeciera? ¿Tan ingenuo era? Ella siempre había ido a pasear sola, cuando era una niña y a principios de este año. Pero ahora era su esposa, y no debía ser tan imprudente y descuidar su seguridad simplemente para desafiarle.
—Gracias —dijo secamente, tras lo cual dio media vuelta para salir de nuevo de la casa. Observó que el lacayo estaba junto a la puerta abierta con aspecto de un soldado de madera. De no estar tan furioso, habría sonreído divertido. Regresó al establo en busca de Nelson, que le saludó con la misma euforia que habría demostrado si hubieran estado separados un mes.
Moira regresaba a pie por el valle. Pese al soleado día y el calor, pese al intenso verdor de los árboles y la hierba y los helechos y el resplandeciente azul del río, y pese al hecho de que la visita a su madre había sido muy agradable, se sentía deprimida. Esta noche se produciría un ambiente extraño, incómodo y frío entre Kenneth y ella, y no sabía cómo disiparlo. Esta noche no tenían ningún compromiso. Estarían solos. ¿Debía disculparse ante él? Pero era contrario a su forma de ser disculparse con Kenneth. Además, él había hecho un comentario muy desagradable con respecto a que las quejas que ella le hiciera a su madre caerían en terreno abonado. Como si ella fuera capaz de hacer el menor comentario negativo sobre él a su madre. Era demasiado orgullosa para eso.
De pronto se detuvo en seco. Pero la momentánea y habitual sensación de pánico dio paso de inmediato a una sonrisa mientras extendía los brazos hacia Nelson, casi invitándole a echar a galopar hacia ella, saltar sobre ella y casi derribarla. Moira se rió y le abrazó al tiempo que volvía la cara.
—Nelson —dijo, no por primera vez—, no tienes un aliento precisamente perfumado, ¿sabes?
De repente se sintió contenta y animada. Donde estuviera Nelson, Kenneth no andaría muy lejos. Había venido a encontrarse con ella. Moira miró a su alrededor y lo vio a lo lejos, de pie en el centro del puente. Era justamente el lugar donde lo había visto esa otra tarde de enero, cuando él le había preguntado si estaba encinta y ella lo había negado. Parecía como si hubiera transcurrido un siglo. Ella avanzó con paso apresurado, sonriendo alegremente. Casi avanzaba a la carrera cuando llegó al puente y subió a él.
Unos ojos grises y fríos la observaron desde un rostro frío y adusto.
—Habéis caminado tan deprisa que sin duda vuestra doncella no ha podido seguiros —dijo él—. ¿Os parece que la esperemos, señora?
Estaba claro que él sabía muy bien que había venido sola. Y no menos claro que no había venido para reunirse con ella, sino para regañarla. Estaba furioso. Bastaba con que ella quisiera para que se enzarzaran en una disputa gloriosa. Era una oportunidad casi demasiado apetecible para desperdiciarla.
Ella no dejó de sonreír.
—No me riñas —dijo—. Te pido humildemente disculpas. No volveré a desobedecerte.
Las fosas nasales de Kenneth se dilataron y sus ojos perdieron varios grados de frialdad.
—¿Os burláis de mí, señora? —preguntó en un tono tan quedo que Moira sintió una breve punzada de temor.
Ladeó la cabeza y calculó el peligro físico que corría. Su sonrisa se suavizó y avanzó tres pasos hacia él. Apoyó los dedos de una mano en la solapa de su chaqueta.
—No me riñas —repitió—. No me riñas.
Él no estaba acostumbrado a ceder con facilidad.
—¿Podéis darme una buena razón por la que no debo hacerlo, señora? —preguntó.
Ella meneó la cabeza.
—Ninguna —respondió—. No se me ocurre una razón ni justificada ni injustificada. No me riñas, Kenneth.
Observó que lo había desconcertado. Ella misma se sentía desconcertada. Nunca había dejado de aprovechar la ocasión para discutir con él. Pero antes había tenido que reconocer que no podía proteger su corazón. Y en estos momentos su corazón rebosaba de alegría… y tristeza.
—No te ordeno que hagas una cosa simplemente para ejercer mi potestad sobre ti, Moira —dijo él—. Tu seguridad me preocupa y soy responsable de ella.
—¿De veras? —preguntó ella sonriendo.
—Estás muy rara —dijo él, arrugando el ceño—. Cuando los cañones guardaban silencio en una batalla, se nos ponía la carne de gallina porque sabíamos que no tardaría en comenzar el verdadero ataque.
—¿Se te ha puesto la carne de gallina? —preguntó ella.
Pero él se limitó a observarla con el ceño fruncido.
De pronto a ella se le ocurrió algo y sonrió.
—Ay, Kenneth —dijo—. Tengo que contarte una cosa. Te parecerá de lo más cómico.
Se echó a reír al pensar en ello.
Él tenía un codo apoyado en el pretil del puente. Pero ella observó que tenía la otra mano apoyada sobre la suya, sosteniéndola contra su solapa.
—Mamá ha recibido una carta de sir Edwin —dijo—. Asómbrate, Kenneth. Cuando estuvo en Londres conoció a una encantadora y rica heredera, según dijo, que necesita a un caballero inteligente y experimentado y un hombre de sólidos principios y humilde valía…, lamento no acordarme de sus palabras exactas. No es lo mismo parafrasear simplemente las palabras de sir Edwin. En cualquier caso, necesita a un caballero de esas características, supongo que como esposo, cuando haya concluido su año de duelo por su padre, que casualmente terminará casi en la misma fecha en que sir Edwin se quite el luto por su madre. Al parecer, Kenneth, y eso es lo más asombroso, sir Edwin considera que él es justamente el hombre idóneo y ha convencido a la encantadora y rica heredera de esa feliz circunstancia explicándole que el conde de Haverford, dueño y señor de Dunbar, una de las mejores propiedades de Cornualles, es pariente suyo por matrimonio y un estimado amigo, y que su madre era una Grafton de Hugglesbury, por ese orden, Kenneth. ¿No te sientes enormemente aliviado?
—Enormemente —respondió él—. De haberlo expresado sir Edwin de otra forma, la humillación me habría obligado a arrojarme del puente.
—Por tanto —dijo Moira—, no es probable que sir Edwin decida establecer su residencia permanente en Penwith en un futuro previsible. Dijo que se sentiría honrado de que mamá siguiera viviendo allí —escucha esto, Kenneth— como viuda del llorado sir Basil Hayes y suegra del conde de Haverford, dueño y señor de… ¿Es preciso que continúe?
—¿De modo que no lo tendremos de vecino? —preguntó Kenneth, sonriendo.
—¿Crees que podrás superar tu decepción? —inquirió Moira.
—No será fácil. —Él echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada—. Pero la vida consiste en una serie de decepciones que es preciso superar. Lo intentaré con todas mis fuerzas.
Ambos se rieron durante unos momentos hasta que sus carcajadas remitieron y se miraron, turbados.
—¿He logrado hacer que te olvides de tu rabieta? —le preguntó ella.
—No era una rabieta, Moira —replicó él—. ¡Qué ocurrencia! Tenía motivos fundados para estar enojado. Lo que has logrado es que me olvide de mi enojo. Muy hábil por tu parte.
Ella le sonrió.
—¿Por qué has venido? —le preguntó.
—Para echarte una buena reprimenda —contestó él—. Para manifestarte mi disgusto.
Ella meneó la cabeza.
—No —dijo bajito—. ¿Por qué has venido?
Moira había comprobado en Londres, en Vauxhall, que poseía una habilidad que ni siquiera había sospechado hasta entonces: la habilidad de flirtear de la forma más descarada. Y había comprobado que flirtear podía ser muy divertido cuando conseguías el resultado que perseguías, además de maravillosamente excitante desde el punto de vista sexual. Avanzó un paso y apoyó su otra mano en la solapa de él. Le miró a los ojos y murmuró:
—Dime por qué has venido.
—Desvergonzada —dijo él—. ¿Crees que no sé qué te propones? De acuerdo, no te regañaré. ¿Estás satisfecha? Mi ira ha desaparecido. —Contuvo el aliento y añadió—: Será mejor que no inicies lo que no estás dispuesta a terminar, señora mía.
Ella había localizado un punto en el centro del cuello de Kenneth que no quedaba cubierto por su corbatín y había oprimido sus labios contra él. Le parecía increíble comportarse de forma tan descarada, a plena luz del día, al aire libre, cuando él no había tomado la iniciativa.
—Siempre estoy dispuesta a terminar todo lo que inicio —respondió, besándole en el punto sensible entre la barbilla y el lóbulo de la oreja—. Y a emplearme a fondo en cada fase de la tarea entre el comienzo y el fin. Todo lo que merece la pena conviene hacerlo bien. ¿No te parece un consejo muy sabio?
—Moira —dijo él bajando también la voz—, ¿me estás haciendo el amor?
—¿Tan mal lo hago que tienes que preguntármelo? —contestó ella. Le acarició el lóbulo de la oreja con la punta de su lengua y él se estremeció.
—¡Desvergonzada! —repitió—. Supongo que no te propones llevar esto a su conclusión natural en medio del puente. ¿Me permites que sugiera el baptisterio?
—¡Por supuesto! —Ella inclinó la cabeza hacia atrás y sonrió—. Por eso has venido a encontrarte conmigo, ¿no?
—Tú lo has iniciado —replicó él.
—No —dijo ella meneando la cabeza—. Si tú no hubieras estado aquí en el puente, yo no habría podido iniciar nada. Dime que ésta es la razón por la que has venido.
—¿No para reprenderte sino para hacerte el amor? —preguntó él—. De acuerdo, siempre tienes que salirte con la tuya.
—En efecto —respondió ella—. Siempre. Durante el resto de mi vida.
Ése debía de ser el significado del dicho «quemar las naves», pensó. Se exponía al rechazo y al dolor. Pero no le importaba. En cualquier caso, había comprendido que no podía protegerse.
—En tal caso tendrás que batallar —dijo él— durante el resto de tu vida. Pero esta tarde no. Esta tarde estoy de acuerdo contigo. Vamos.
La tomó con firmeza por la cintura de forma que ella no tuvo más remedio que hacerle lo mismo a él. Moira se quitó el sombrero y lo sostuvo por las cintas para apoyar la cabeza en el hombro de él. Echaron a andar abrazados por la empinada cuesta hacia la cima de la colina a la sombra de los árboles, hasta que poco antes de alcanzarla la abandonaron para dirigirse hacia la cabaña del ermitaño.
Él se detuvo frente a la puerta junto a ella antes de entrar. La atrajo hacia sí y la besó profundamente. Ella se percató de que era la primera vez en nueve años que se besaban fuera de su lecho, excepto debajo del muérdago y en su boda. Sentía el calor del sol en su cabeza.
—Sí —dijo él, alzando la cabeza y mirándola—. Por esto he venido, Moira. Para hacerte el amor donde te lo hice por primera vez. Para enmendar todo lo que salió mal en esa ocasión. Pero para decirte con mi cuerpo que no lamento lo ocurrido. Para decirte que me alegro de que sucediera. Entremos y hagamos el amor.
—Sí —respondió ella, expresándole con sus ojos y con esa palabra que lo que él había dicho lo había dicho en nombre de los dos.
—Y luego —dijo él, alargando la mano hacia atrás para asir la manija de la puerta—, hablaremos, Moira. Acerca de todo. Es preciso que hablemos.
—Sí —dijo ella mientras él abría la puerta y la conducía dentro.