Capítulo 22

—Os divertís? —preguntó Kenneth a Moira cuando la condujo a la pista de baile situada ante el pabellón.

—Muchísimo —respondió ella—. Sabía que éste sería un lugar precioso y una velada maravillosa. No me ha decepcionado. Bailar al aire libre es una experiencia deliciosa. Ojalá pudiera bailar toda la noche. ¿Podemos bailar hasta el amanecer, milord?

Apoyó una mano ligeramente en el hombro de él y la otra en su mano.

—Espero que no —contestó él—. Tengo otros planes para el resto de la noche cuando lleguemos a casa.

La música comenzó a sonar y ambos empezaron a moverse con naturalidad al ritmo del vals. Habían bailado juntos pocas veces desde que ella había llegado a la ciudad. Éste era el primer vals que bailaban desde el baile de Dunbarton. Todas las dudas que algunos habían expresado sobre el carácter decoroso del vals eran fundadas, pensó él.

—Desde luego —dijo ella en respuesta a lo que él había dicho hacía unos minutos—. Eso será mucho más placentero que bailar.

Él la condujo girando al son de la música alrededor de la pista. No podía apartar los ojos de ella. Volvía a ser la joven vivaracha que se reía de las convenciones y decía sin rodeos lo que pensaba. Pero no daba crédito a lo que acababa de oír. Se dio cuenta de que ella flirteaba con él. Y no como lo hacían otras mujeres que él conocía, pestañeando y haciendo ojitos y entreabriendo los labios, sino como lo haría la cortesana más descocada. Pero ¿qué podía esperar de Moira?

—En muchos aspectos —dijo—, guarda un gran parecido con el baile. En este vals, os habéis adaptado perfectamente a mi ritmo.

—No es difícil —respondió ella— seguir a un hombre que se mueve con tal seguridad y destreza.

—No hay nada —dijo él agachando un poco la cabeza para acercarla a la suya— que proporcione más placer a dos personas que un baile en el que ambas se mueven como una sola.

—Excepto —contestó ella casi en un murmullo— eso que guarda un gran parecido con el baile.

¡La muy desvergonzada! De modo que no estaba dispuesta a cederle la última palabra. No estaba dispuesta a dejarse desconcertar por la conversación subida de tono. Le hacía descaradamente el amor con sus ojos y sus palabras. Él casi había olvidado dónde estaban. De pronto se acordó e impuso mayor distancia entre ambos. Sus cuerpos casi se habían tocado.

—Bailáis muy bien el vals, Moira —dijo—. Han ocurrido muchas cosas desde la primera vez que bailamos juntos un vals.

—En efecto —respondió ella, y él observó que el descaro desaparecía de sus ojos para dar paso a una expresión casi soñadora—. Era la primera vez que bailaba un vals. En Tawmouth tenía fama de ser un baile escandaloso.

—Una fama muy merecida —dijo él.

—Es el baile más maravilloso que se ha inventado —dijo ella—. Lo pensé entonces y sigo pensándolo ahora.

Bailaron el resto del vals en silencio, moviéndose simultáneamente con un instintivo sentido del ritmo compartido, conscientes del otro baile que ejecutarían juntos en la privacidad de su hogar antes de que terminara la noche. La fresca brisa nocturna abanicaba las acaloradas mejillas de ambos. Los farolillos que iluminaban el pabellón y los que colgaban de los árboles se mezclaban en un caleidoscopio de color en la periferia de sus respectivos campos visuales.

No debía faltar mucho para que amaneciera, pensó Moira más tarde cuando regresaban a casa en coche. Había sido la última celebración de la temporada social. Todos se habían mostrado remisos a poner fin a la misma. Tenía los ojos cerrados y se sentía gratamente somnolienta y gratamente excitada al pensar en lo que sucedería cuando llegaran a casa.

Estaba firmemente decidida a no pensar en mañana.

—No os habréis dormido, ¿eh? —preguntó su esposo.

Ella abrió los ojos para sonreírle.

—No —respondió—. Estaba descansando.

—Buena idea —dijo él con un tono cargado de significado.

Ella se preguntó de improviso por qué tenían que tomar una decisión. Se habían peleado durante las dos semanas que habían pasado juntos, pero no todo el tiempo. Había habido más ocasiones en que no se habían peleado. Ella calculaba que había muchos matrimonios en los que existían más tensiones entre los cónyuges que entre Kenneth y ella. Sin embargo, esas otras parejas casadas conseguían llevarse relativamente bien.

Al pensar en ello suspiró para sus adentros. Ése era el problema. A ella no le bastaba «llevarse relativamente bien» con su marido, y sospechaba que a Kenneth tampoco. Aunque en el caso de ella no era del todo cierto. Había estado dispuesta a casarse con sir Edwin Baillie, a sabiendas de que a lo sumo el matrimonio le resultaría tolerable. Pero ésa había sido una cuestión muy distinta. No amaba a sir Edwin.

Era una cuestión demasiado complicada para analizarla esta noche, pensó, y se había prometido no hacerlo. Mañana sería otro día. Deseaba que mañana no llegara nunca. Deseaba que esta noche durara eternamente.

—Ya hemos llegado —dijo una voz grave a su oído, y ella abrió los ojos rápidamente. Tenía la cabeza cómodamente apoyada en un hombro ancho y acogedor.

—Quizá —dijo él— debería acompañaros a vuestra alcoba y dejar que durmáis tranquilamente.

—No —respondió ella, incorporándose—. No deseo dormir…, todavía.

—Ah —dijo él—. ¿Deseáis volver a bailar, señora?

—Os dije que deseaba bailar toda la noche —declaró ella.

—Vuestros deseos son órdenes —contestó él.

Fue un baile en el que estuvieron de inmediato en armonía. Él dejó todas las velas encendidas, la despojó a ella de su camisón y se quitó el suyo, se arrodilló con ella sobre la cama, cara a cara, exploró su cuerpo deslizando sus manos suavemente sobre éste mientras ella le exploraba el suyo, la observó con ojos entornados al igual que ella a él, le acarició la cara con la boca abierta y la lengua mientras ella le hacía lo mismo a él.

Cuando le alzó los pechos con sus manos y agachó la cabeza para lamerle los pezones, succionándolos uno tras otro, ella le sostuvo la cabeza con ambas manos, introduciendo los dedos en su pelo, y agachó también la cabeza para murmurarle al oído y gemir de placer.

Él la deseó con una pasión febril casi desde el primer momento. Pensó que jamás la había deseado como la deseaba esta noche. Hasta este momento Moira había sido simplemente un cuerpo de mujer que le procuraba placer y al que él trataba de procurar placer. Esta noche, incluso más que durante las dos últimas semanas, era el cuerpo de Moira, y él sabía que durante toda su vida adulta había vivido este momento en su fantasía por más que se había negado a reconocerlo hasta ahora. Moira siempre había estado presente como una parte tan inconsciente de su vida como el aire que respiraba.

Ella se arrodilló, separó los muslos e inclinó la cabeza hacia atrás mientras él deslizaba una mano debajo de ella y la acariciaba con dedos expertos en suscitar deseo. Le acarició el cuello con su boca. El deseo era un dolor que pulsaba en su entrepierna, le martilleaba las sienes y retumbaba en sus oídos.

Sabía por experiencia que las mujeres obtenían su placer sexual más de los prolegómenos que de la penetración. Él se mostraría paciente si eso era lo que ella necesitaba. Esperaría toda la noche si era necesario a que ella alcanzara el orgasmo. Esta noche haría cuanto pudiera para lograr que ella experimentara todo el placer que cabía experimentar.

—¿Te gusta esto? —le preguntó con los labios oprimidos contra su boca—. ¿Quieres más? ¿Quieres que te penetre? Dime lo que quieres.

—Quiero sentirte dentro de mí —murmuró ella.

Él se colocó entre sus muslos, la alzó sobre él, se situó y la penetró firme y profundamente, esperando a que ella se colocara en una postura más cómoda y le rodeara los hombros con los brazos.

—Baila conmigo —dijo él—. Compartamos el ritmo y la melodía.

—Llévame tú —murmuró ella—, y yo te seguiré.

Ella permaneció inmóvil durante unos momentos, como solía hacer cuando él le hacía el amor, mientras él empezaba a ejecutar los movimientos del amor, penetrándola y retirándose una y otra vez, tras lo cual ella empezó tentativamente a imitar sus movimientos. Al cabo de un rato ella añadió el ritmo de sus músculos interiores, tensándose y relajándose en torno a su miembro viril, y él perdió toda noción del tiempo y el lugar. Todo devino en unas sensaciones: el sonido de una respiración trabajosa, casi sollozante, el olor a agua de colonia, a sudor, a mujer, el contacto de sus partes íntimas, ardientes, húmedas, tensas, la instintiva determinación de controlarse, de prolongar el dolor hasta que sintiera que su pareja alcanzaba el clímax. Moira. Su pareja. Ella formaba parte de esas sensaciones. Su cuerpo no perdió ni por un momento conciencia de que era Moira.

De pronto ella rompió el ritmo. Se oprimió con fuerza contra él, abrazándolo, sus músculos tensados al máximo.

—Sí —le murmuró él al oído, penetrándola hasta el fondo, moviendo las caderas contra las suyas—. Sí. Córrete. El baile está a punto de terminar.

Ella no alcanzó el orgasmo en un estallido, como había supuesto él, sino con suaves murmullos y suspiros y una relajación progresiva y total. Sucedió en paz y una increíble belleza. Él se retiró lentamente y la penetró de nuevo hasta el fondo, liberándose de su dolor, de su necesidad de ella, suspirando contra su pelo.

—Sí —dijo suavemente cuando hubo terminado.

—Tenías razón —dijo ella al cabo de largo rato. Seguían arrodillados, abrazados, unidos en lo más íntimo y profundo de sus cuerpos—. Esto es mucho más placentero. No me imaginaba hasta qué punto.

—Siempre es un placer complaceros, señora —dijo él, besándola en la nariz.

—El placer es agradable, al menos durante un rato —dijo ella.

—Muy agradable. —Él meditó en lo que ella acababa de decir: al menos durante un rato. Cuando uno realizaba el acto sexual era muy fácil creer que el sexo lo constituía todo. Por supuesto, no era así. Ni siquiera constituía casi todo. Y había sido Moira quien se lo había recordado. La alzó con cuidado de encima de él y la depositó sobre la cama, estirándole las piernas, que tenía entumecidas—. Y también es agradable dormir cuando el baile ha terminado.

Se levantó de la cama, la cubrió con las mantas, tomó su camisa de dormir sin molestarse en ponérsela y la miró sonriendo.

—Buenas noches, Moira. Ha sido un gran placer.

—Buenas noches, Kenneth —respondió ella. No le devolvió la sonrisa. Cerró los ojos antes de que él se marchara.

Hablaremos mañana. Ninguno de los dos había pronunciado esas palabras en voz alta. Pero ambos las habían oído con toda claridad.

Hablarían mañana.

Pese a lo tarde que se habían acostado, principalmente debido a una hora de vigorosa actividad sexual, se levantaron al mediodía y salieron. Se dirigieron andando a Rawleigh House para despedirse de los vizcondes. El cielo presentaba un brillante color celeste, sin que una sola nubecilla lo empañara, y el día, ya caluroso, prometía que al cabo de un rato haría un calor abrasador.

—Es un recordatorio —dijo Kenneth— de que ha llegado el momento de abandonar Londres para ir a los espacios más abiertos y gozar del aire más puro del campo o de la costa.

—Sí —respondió Moira.

Habían estado charlando amigablemente desde que ella se había reunido con él a la hora del desayuno. Y sin embargo estas palabras pronunciadas sin pensar habían bastado para que ambos guardaran silencio. Moira no dudaba de que él era tan consciente como ella de la diferencia entre lo que habían hecho en la cama la noche anterior y lo que habían hecho durante las dos semanas precedentes. Y por supuesto él era tan consciente como ella de la decisión que debían tomar durante las dos próximas horas. Una decisión que él había estado peligrosamente a punto de expresar en voz alta.

Siguieron andando el resto del camino en silencio.

El vizconde de Rawleigh y su esposa estaban de excelente humor. Les ilusionaba la perspectiva de regresar a su casa en Stratton Park. El señor Gascoigne había ido también a despedirse de ellos. Lord Pelham, no.

—Iba a venir, Rex —dijo el señor Gascoigne sonriendo—. Pero supongo que aún está en la cama, durmiendo como un tronco después de…, después la velada en Vauxhall.

Moira supuso que lord Pelham debía de estar muy enamorado de su amante.

—Gracias por venir a despediros de nosotros, querida —dijo lord Rawleigh tomando las manos de Moira en las suyas—. Echaremos de menos a nuestros amigos. He pedido a Ken que os traiga a Stratton a pasar unas semanas, pero me asegura que tenéis otros planes. En tal caso, os deseo un feliz verano. Ha sido un placer conoceros.

Tras estas palabras le besó la mano.

—Moira. —Catherine la abrazó con fuerza—. Es como si te conociera de toda la vida en lugar de hace sólo dos semanas. Me alegro mucho de que nuestra amistad continúe debido a que nuestros maridos son amigos. Te escribiré… ¿a Dunbarton? ¿Es ahí donde iréis lord Haverford y tú?

Moira sonrió y asintió con la cabeza.

—Debéis venir a vernos allí —dijo Kenneth desde detrás de Moira antes de tomar la mano de Catherine e inclinarse sobre ella—. ¿Verdad, Moira?

—Por supuesto. —Ella sonrió de nuevo—. Es uno de los lugares más bellos del mundo.

—Quizás el año que viene —dijo el vizconde emitiendo una afectuosa risita y mirando a Catherine con cariño—. Después de que cierto acontecimiento llegue a un feliz desenlace.

Ella le miró sonriendo y se sonrojó. Al observarlos, Moira sintió una punzada de envidia.

El señor Gascoigne besó la mano de Catherine.

—¿Y vos, señor? —dijo ella—. ¿Podemos confiar en que vendréis pronto a Stratton? Estaremos encantados de alojaros en nuestra casa. ¿O ha empeorado el estado de salud de vuestro padre?

—Sospecho —respondió el señor Gascoigne torciendo el gesto—, que la indisposición de mi padre se debe en gran parte al hecho de que tiene cinco hijas que casar y una sobrina díscola.

—Vaya por Dios —dijo Catherine.

—Creo —continuó el señor Gascoigne— que se deleita imaginando que conseguiré reunir a un buen número de candidatos para mis hermanas y enderezar a mi sobrina propinándole una buena azotaina. Se equivoca, por supuesto. Pero iré a verlo.

—Yo que tú, Nat —dijo Kenneth—, emigraría a América hoy mismo, o preferiblemente ayer.

—¿No se te ocurre un lugar más lejano? —preguntó Rex.

El señor Gascoigne sonrió casi con gesto de disculpa.

—Recordaréis que regresé a casa justo antes de Waterloo —dijo—. Permanecí cinco largos días y partí de nuevo apresuradamente… Demasiadas mujeres, todas ellas pisoteando la voluntad de mi pobre padre, a quien nada le complace más que pasar el día en su biblioteca. Pero ahora que me he recuperado de la impresión de ver que las chicas están ya muy crecidas, confieso que siento debilidad por ellas.

—Y el deseo de reunir a esos candidatos a su mano —apostilló el vizconde de Rawleigh dándole una palmada en el hombro—. Pues a ello, Nat, amigo mío. Llévate a Eden —dijo riendo—. Debemos irnos, mi amor.

Ayudó a Catherine a montarse en el carruaje y al cabo de unos minutos partieron, al tiempo que ambos agitaban la mano a través de la ventanilla abierta.

—Bien —dijo el señor Gascoigne observando cómo se alejaban—, ese matrimonio contraído precipitadamente parece haber dado excelente resultado.

Moira se tensó. Kenneth no dijo nada.

El señor Gascoigne se volvió hacia ellos, estremeciéndose y haciendo al mismo tiempo una mueca de disgusto.

—Vaya, lo siento… —dijo.

—No tiene importancia —respondió Kenneth—. Tienes razón. Moira y yo regresaremos dando un paseo a pie por el parque. ¿Quieres acompañarnos?

—Espero poder partir dentro de unas horas —contestó el señor Gascoigne—. Tengo que hacer un montón de cosas antes. Disculpadme, lady Haverford —dijo tomando la mano de Moira—. Ha sido un gran placer conoceros. Ken es un tunante con suerte, si disculpáis la expresión.

Estrechó la mano de Kenneth y los dos se abrazaron impulsivamente antes de que el señor Gascoigne se alejara, dejándolos en la acera frente a la casa de los Rawleigh.

—¿Quieres dar un paseo por el parque? —preguntó Kenneth.

Moira asintió y le tomó del brazo. Había supuesto que conversarían en el cuarto de estar, para decidir su futuro. Pero cuando echaron a andar se impuso entre ellos cierta tensión, un silencio claramente incómodo. Ocurriría en el parque, dedujo ella. Se encaminaban hacia el momento más crucial de sus vidas.

—Esperaremos a entrar en el parque —dijo él con tono quedo, como si le hubiera leído el pensamiento—. Podemos dar un paseo por el Serpentine.

—Sí —dijo ella.

No habían dicho palabra desde hacía quince minutos o más. Pero habían paseado a través de los céspedes, debajo de los árboles, por el Serpentine. Habían observado a un grupo de niños jugando con un barquito que se deslizaba por el agua, guiándolo con un palo para que no se les escapara. Una nodriza les había advertido, con escaso resultado, que tuvieran cuidado.

—Bien, Moira.

Kenneth oyó a su esposa suspirar lentamente.

—Hace tres meses —dijo—, nos casamos porque las circunstancias nos obligaron a hacerlo. A la mañana siguiente y de nuevo al cabo de una semana me dijiste que lamentabas haberme vuelto a ver. Hace poco más de dos semanas te reuniste aquí conmigo porque yo… te pedí que lo hicieras. Accediste a gozar conmigo de lo que quedaba de la temporada social. ¿Lo has pasado bien?

—Sí —respondió ella.

—Y decidir si pensabas lo mismo que hace tres meses. ¿Sigues pensando lo mismo?

Se produjo un largo silencio.

—Los dos debíamos decidirlo —respondió ella por fin—. Tú tenías tantas dudas sobre nuestro matrimonio como yo. Deseabas alejarte de mí tanto como yo deseaba no volver a verte. ¿Por qué decidiste que debíamos replantearnos esa decisión? Ignoro el motivo, pero era una decisión que debíamos tomar los dos. ¿Sigues pensando lo mismo?

Resultaba tan difícil como él había imaginado. Una decisión mutua requería que uno de los dos se pronunciara en primer lugar. No podían hacerlo de forma simultánea. Y luego el otro debía reaccionar. Pero ¿y si el otro había tomado la decisión contraria?

No obstante, si ella seguía pensando lo mismo que en Dunbarton, ¿no se lo habría comunicado sin vacilar?

Pero ella habló de nuevo antes de que él hubiera formulado una respuesta a su pregunta.

—Cuando le contaste al señor Gascoigne que yo había sufrido un aborto, ¿por qué rompiste a llorar?

—¡Maldita sea! —exclamó él horrorizado—. ¿Te lo ha dicho él?

—No —respondió ella—. Me lo contó Catherine.

¡Santo cielo!

—¿Por qué rompiste a llorar? —insistió ella.

—Había perdido un hijo —respondió él—. De cuya existencia me había enterado hacía poco; mi mente apenas había tenido tiempo de hacerse a la idea. Y de pronto lo perdimos, en medio de un gran dolor y angustia. Tú perdiste un hijo, mi hijo. Esa noche murió un niño y se llevó con él dos vidas. O mejor dicho, la posibilidad de una vida, una…, no sé muy bien lo que trato de decir. Creo que durante los días siguientes deseé haber muerto en el campo de batalla. No tenía… deseos de seguir viviendo. Quizá seguía sintiéndome así cuando hablé con Nat. Quizá pensé que habría deseado seguir viviendo si eso no hubiera ocurrido. Quizá pensé que esa noche había muerto la persona equivocada. No sé lo que digo. ¿Crees que tiene sentido lo que digo?

—¿Por qué me pediste que viniera? —preguntó ella.

—Quizá para averiguar si existía algo por lo que mereciera la pena seguir viviendo —respondió él—. Aunque no me lo había planteado de esa forma hasta este momento.

—¿Y la has hallado? —inquirió ella—. ¿Has hallado una razón para seguir viviendo?

¿La había hallado?, se preguntó él. De alguna forma, uno soñaba con… No, debía expresarlo en voz alta.

—Uno sueña con la perfección —dijo—, con vivir felices y contentos el resto de nuestros días. Con un amor romántico que define el tiempo y la muerte y abarca toda la eternidad. Es duro aceptar la realidad de la vida real. Jamás alcanzaremos la perfección, Moira. No podemos vivir siempre felices y contentos. Nunca llegaremos a amarnos verdaderamente. ¿Estoy dispuesto a conformarme con algo menos de un sueño? ¿Y tú?

—No lo sé —respondió ella—. Traté de imaginarme la vida sin ti. Traté de imaginarme regresando a Dunbarton sola, sabiendo que no volvería a verte jamás.

—¿Y?

—Es una imagen de paz —dijo ella.

Ah. Él no había caído en la cuenta de cuánto deseaba que ella contradijera todo lo que él acababa de decir. De pronto se sintió hundido. Pero no podía culparla. Era una decisión mutua.

—Es una imagen de un profundo vacío —dijo.

Un niño y su padre trataban de hacer volar una cometa con escaso éxito. Soplaba poco viento. Pero el padre lo intentaba una y otra vez con paciencia, inclinándose sobre su hijo y colocándole las manos correctamente sobre la cuerda. Kenneth sintió una punzada de envidia y nostalgia.

—Moira —dijo—, ¿cuándo tiene que venirte la menstruación?

—Ahora —respondió ella—. Hoy, ayer, mañana. Pronto.

—¿Cómo te sentirías —le preguntó él— si averiguaras que estabas de nuevo encinta?

—Aterrorizada —respondió ella—. Emocionada.

—Sabes —dijo él—, que yo no permitiría que un hijo mío creciera sin un padre.

—En efecto —contestó ella.

—¿Confías en que no sea así? —preguntó él.

Se produjo un largo silencio.

—No —respondió ella suavemente.

—Yo tampoco —dijo él—. Pero aunque no ocurra ahora, podría ocurrir el mes que viene o el otro.

—Sí —dijo ella. Él esperó a que ella tomara una decisión definitiva. Él había expresado sus deseos con toda claridad—. Regresa a casa conmigo, Kenneth.

—¿Para pasar el verano? —preguntó él—. ¿Para siempre?

—No es preciso que lo decidamos ahora —respondió ella—. Podemos decir que es para pasar el verano o hasta Navidad o… hasta cuando sea. ¿Deseas venir?

—Sí —respondió él.

—Entonces ven. —Ella apoyó la mano que tenía libre junto a la otra que tenía sobre el brazo de él e inclinó la cabeza para apoyarla brevemente en su hombro—. Verás la fuente y los macizos de flores y los demás cambios que he hecho. Podemos pasear por los acantilados y sentarnos en la hondonada; correr por la playa. Podemos…

—Hacer el amor en el baptisterio —dijo él, interrumpiéndola. Sonrió. Ella se había expresado con tono animado, alegre.

—Sí —dijo ella bajito.

—Entonces lo intentaremos —dijo él— durante el verano. Y si pasado el verano comprobamos que no da resultado, si no te quedas encinta, haremos otros planes.

—Sí.

—Pero de momento no pensaremos en eso —dijo él.

—Falta mucho para el otoño —dijo ella—. Los árboles del parque están espléndidos en otoño, Kenneth.

—Casi he olvidado el aspecto que tienen —contestó él—. Este año volveré a verlos.

—Sí —dijo ella—. ¿Cuándo partimos? Estoy impaciente por regresar a casa.

—¿Mañana? —sugirió él—. ¿Tendrás tiempo de hacer los preparativos pertinentes?

—Sí, mañana —respondió ella—. Dentro de una semana estaremos de regreso en nuestra casa en Dunbarton.

Juntos. Estarían en casa juntos, para pasar el verano y quizás el otoño. Quizás hasta Navidad. Quizá, si ella se quedaba en estado, para siempre.

Sería doloroso volver a soñar. Pero él había vuelto a soñar. Y era doloroso.