Las dos semanas transcurrieron a paso de tortuga y a la velocidad del rayo. Todos los días estaban tan repletos de actividades que a veces Moira pensaba que no volvería a tener tiempo de descansar o relajarse. A veces anhelaba el silencio y el ritmo apacible de la vida en Cornualles. Otras, recordaba que estas semanas quizá fueran las únicas que volvería a pasar en Londres durante la temporada social y que ofrecían numerosas diversiones. A veces ansiaba alejarse de Kenneth para poder pensar con claridad. No había día que no discutieran, especialmente todos los que pasaban un rato juntos. Otras, sentía que el pánico hacía presa en ella al pensar que quizá pasaría el resto de su vida separada de él. ¿Cómo viviría sin él? A veces se sentía frustrada por las invitaciones que le hacían sus amigas y amistades y por las invitaciones que le hacían a él sus amigos y que les mantenían separados durante varias horas al día, en ocasiones durante todo el día. Otras, pensaba que podrían ser más amigos si se veían menos.
Sólo había una parte del día en que no discutían ni se peleaban nunca y estaban siempre en armonía. Pero una relación no podía depender sólo de eso, por maravilloso que fuera. Moira se preguntaba cómo podría renunciar a eso si regresaba a Dunbarton sola. Suponía que de la misma forma que había vivido siempre sin ello. Pero ahora que lo había experimentado y sabía a lo que estaría renunciando, le resultaría muy duro. Por más que sospechaba que no lo sabía todo ni siquiera buena parte de lo que ello entrañaba. Cada noche era distinto, y cada noche era glorioso.
Cuando no se dedicaban a sus respectivas ocupaciones durante el día, iban a dar un paseo a pie o en coche juntos por el parque, a visitar galerías, a picnics, y asistieron a un desayuno veneciano y a una boda en St. George’s. Por las noches asistían al teatro, a fiestas, a conciertos, a bailes y a veladas literarias. Recibían con frecuencia invitaciones a cenar y una noche ofrecieron una cena a sus amigos. Nunca les faltaba compañía ni cosas que hacer.
Durante esas dos semanas se produjo un encuentro memorable. La cuñada de Moira se topó con ella una mañana en el parque cuando iba acompañada por la prima de lord Ainsleigh y ella por lady Rawleigh y lady Baird. Todas se detuvieron para saludarse, y a Moira le sorprendió comprobar que cuando continuaron su paseo, las otras dos señoras tomaron el mismo camino que ellas y Helen se las ingenió para caminar a su lado, algo alejadas de las otras.
—Mamá está muy enojada —dijo cuando hubieron agotado el tema del tiempo—. Imagino que le diste un buen rapapolvo.
—Lamento haberle dado esa impresión —respondió Moira secamente—. Sólo quería que comprendiera que tan sólo debo responder de mi conducta ante mi marido.
—Descuida, ya se recuperará —dijo Helen—. Mamá no soporta estar enemistada con Kenneth, y él le ha echado un rapapolvo aún mayor, como sin duda sabes.
Moira no lo sabía. Curiosamente, la noticia le complació.
—El caso —dijo Helen— es que Michael no tiene hermanas, sólo hermanos. Tú eres mi única hermana. Y, por supuesto, yo soy tu hermana. Sería muy triste que fuéramos toda la vida enemigas.
—No me percaté de que éramos enemigas hasta las pasadas Navidades —respondió Moira—. Tú amabas a Sean, y yo también.
—Hasta las pasadas Navidades —dijo Helen—, hasta que regresé a Dunbarton, y hasta que te vi, no me había dado cuenta de lo profundamente que me había herido el asunto de Sean. Me casé con Michael un año más tarde y le quiero mucho. Pero quizá sea natural que una lleve siempre en el corazón el recuerdo de su primer amor. Sí, yo le amaba, Moira. Y tú nos traicionaste. Dijiste a Kenneth que íbamos a fugarnos, y, dado el acusado sentido de responsabilidad que tiene Kenneth, se sintió obligado a contárselo a papá. Y eso dio al traste con todo.
—No le dije que ibais a fugaros —contestó Moira, arrugando el ceño—. Ni siquiera lo sabía. Sólo le dije que os amabais y habíais decidido casaros. Supuse que se alegraría. Nosotros también nos amábamos, y pensé, al parecer equivocadamente, que él deseaba casarse conmigo. Supuse que los cuatro juntos tendríamos mayores posibilidades de convencer a tu padre y al mío.
Helen se rió.
—¿Quién puede adivinar lo que hubiera ocurrido? —dijo—. Pero fuiste una estúpida de pensar eso, Moira. Nuestro padre jamás habría consentido un matrimonio entre uno de sus hijos y un Hayes. Aparte de la disputa familiar, tu padre era un simple baronet y ni siquiera era rico. Y Kenneth no se habría rebajado hasta ese extremo.
—Gracias —replicó Moira secamente.
—Ignoro lo que ha sucedido este año —dijo Helen—. Ignoro por qué Kenneth regresó apresuradamente a casa, se casó contigo y regresó a Londres sin ti. Sospecho…, pero no importa. El caso es que somos hermanas, Moira, para bien o para mal. Si estás dispuesta a perdonar lo grosera que estuve contigo las pasadas Navidades, yo te perdonaré por haberme traicionado. Quizá no hubiera sido nunca feliz con Sean. Me siento muy a gusto en la sociedad en la que me muevo. En cualquier caso, ¿qué opinas, Moira?
—Te perdono tu grosería —respondió ésta.
—Me alegro. —Helen la tomó del brazo y se lo apretó—. Daría cualquier cosa por haber oído lo que le dijiste a mamá. Nadie le planta nunca cara, excepto Kenneth, que siempre lo ha hecho con ese aplomo y frialdad que ha llegado a perfeccionar. Yo no me atrevería a hacerlo. Aún me siento como una criatura con andadores cuando ella me dice algo.
—Casi tuve palpitaciones cuando me encaré con ella —confesó Moira—. Pero Kenneth me había ordenado que recordara quién soy, y tuve que hacerlo. No imagino peor humillación que me tomara por una cobarde.
Ambas se echaron a reír alegremente.
—Puede pensar de mí lo que quiera —dijo Helen—. Para ser franca, siempre me ha aterrorizado. Pienso que ha encontrado en ti la horma a su zapato. En todo caso, eso espero. Los hombres como Kenneth no deberían poder salirse siempre con la suya y pisotear a todo el que se cruce en su camino. ¿Lo amas?
—Sí —respondió Moira tras una breve pausa—. Pero no se lo digas —añadió riendo.
Helen le apretó de nuevo el brazo.
—Será nuestro secreto —dijo—. Espero que con el tiempo podamos ser amigas, Moira. Siempre quise tener una hermana. Y hace un tiempo pensé que tú lo serías.
—Yo también lo espero —dijo Moira.
Pero no sería fácil. Durante un tiempo habría siempre cierta tensión entre ellas. Y si ella regresaba a Dunbarton sin Kenneth, toda posibilidad de una amistad entre ella y su familia política se evaporaría.
Pero se alegraba de haber resuelto hasta cierto punto su relación con la familia de su marido. Ahora confiaba en poder resolver su relación con él.
Kenneth llevó una tarde a su esposa al Egyptian Hall en Piccadilly con el único propósito de mostrarle las reliquias napoleónicas, incluyendo el carruaje a prueba de balas de Bonaparte, el cual había sido capturado tras la Batalla de Waterloo. Les acompañaron los Rawleigh. Él y Rex no sentían un deseo especial de ver una exposición que les recordaría la guerra, pensó Kenneth, pero sus esposas sí. Ambas habían expresado anoche su curiosidad durante la cena. Ambas deseaban conocer todos los detalles sobre las vidas de sus maridos durante esos años.
Después de contemplar el carruaje con la debida admiración durante un buen rato, decidieron ir a tomar unos helados en Gunter’s. Hacía una tarde soleada, y estaban de buen humor. Pero cuando atravesaron la puerta principal y salieron a la calle, Kenneth se fijó en una pareja vestida de riguroso luto que se dirigía hacia ellos. Agachó la cabeza y murmuró a Moira al oído:
—¿Habéis visto quién se dirige hacia nosotros?
—Vaya por Dios —respondió ella al darse cuenta—. ¿Hay alguna forma de escaparnos?
—Demasiado tarde —murmuró él, dispuesto a que sir Edwin Baillie le negara el saludo.
Pero al verlos el susodicho caballero se detuvo en seco, hizo una profunda y respetuosa reverencia y rogó a los condes de Haverford que le permitieran presentarle a la persona que le acompañaba. Lord y lady Rawleigh optaron diplomáticamente por seguir adelante.
La persona que acompañaba a sir Edwin era su hermana mayor, una joven poco agraciada y de aspecto juicioso que sin embargo parecía impresionada por el honor que le había sido concedido. Su hermano trató de tranquilizarla recordándole que su señoría, la condesa de Haverford y dueña y señora de Dunbarton, la propiedad más imponente de Cornualles, era también su prima y por tanto su señoría, el conde de Haverford, héroe de las guerras que habían desterrado la tiranía en toda Europa y habían salvado a la noble Inglaterra de la amenaza de una invasión, era en cierto aspecto también su primo, si su señoría disculpaba la familiaridad de semejante pretensión.
Su señoría declaró que estaba encantado de conocer a la señorita Baillie.
—Y si disculpáis mi atrevimiento, milord —prosiguió sir Edwin—, por proceder de un vecino, un primo vuestro y, si me permite añadir, un amigo, permitidme que os felicite por vuestra extremada amabilidad para con mi estimada prima, lady Haverford, convirtiéndola en vuestra esposa.
Kenneth frunció los labios e inclinó la cabeza. Moira permaneció inmóvil junto a él.
—Os enterasteis de mi terrible desgracia a raíz de la muerte de mi querida y llorada madre, milord —dijo sir Edwin—. Tuve que enfrentarme a mi dolor, ocuparme de mis hermanas y poner en orden mis asuntos. No pude prestar a mi prometida la debida atención que requiere cualquier joven de alta cuna. Lo interpreto como muestra de un auténtico amigo —sí, debo insistir en el honor de consideraros mi amigo—, el hecho de que intervinierais y me librarais de mi comprometida situación casándoos con la señorita Hayes, es decir, lady Haverford, es decir, vos.
—Fue un placer, señor —murmuró Kenneth.
Hacía mucho tiempo que no se divertía tanto, pensó.
Sir Edwin se percató de pronto de la ordinariez de entablar una prolongada conversación en medio de la calle. No podía entretener a sus señorías ni un momento más. Se despidió con una reverencia explicando que unos asuntos urgentes le habían traído a la ciudad, pero que pese a las tristes circunstancias y a la profundidad de su dolor, no había considerado una falta de respeto hacia su llorada madre llevar a su hermana a ver las reliquias de ese monstruo en cuya derrota su señoría había desempeñado un destacado papel. Confiaba en que su señoría no le acusara de comportarse con excesiva frivolidad poco tiempo después de la muerte de su madre.
Su señoría no le acusaba de nada en absoluto.
—Bien, Moira —dijo Kenneth cuando siguieron avanzando para alcanzar a sus amigos.
—¿Qué esperáis que diga? —preguntó ella.
—Tiemblo al pensar —respondió él— que me digáis que mientras observabais la escena nos comparasteis a los dos y decidisteis que os habíais equivocado en vuestra elección.
—No creo que sea un tema para bromear —protestó ella—. Además, os recuerdo que no tuve opción.
—Porque decidisteis salir pese a la infernal tormenta —dijo él. Intuyó que iba a estallar una discusión entre ellos y Rex y su esposa no se habían adelantado mucho. Además, estaba de buen humor y no quería discutir—. ¿No era la viva imagen de la generosidad, Moira? ¡Felicitándome por haberme casado con vos! ¡Considerándolo un cumplido hacia su persona!
—¿Qué esperabais que dijera? —preguntó ella—. Imagino que es tan orgulloso como cualquier hombre.
—¿Que qué esperaba? —dijo él—. No estoy seguro. Ese hombre es único, no he conocido a nadie como él. Pero os diré lo que habría hecho yo en su situación. Le habría asestado un puñetazo. Le habría partido la nariz antes de despedirme con una reverencia y largarme.
Ella se detuvo y se llevó el puño a la nariz y la boca. Cerró los ojos con fuerza. Pero fue incapaz de sofocar lo que trató con todas sus fuerzas de reprimir. Prorrumpió en unas sonoras carcajadas, sin poder evitarlo, hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas.
—Vaya por Dios —dijo él, tras lo cual rompió también a reír.
—Ay, me duele el costado —se quejó ella, llevándose la mano al mismo—. Ay, Kenneth, ¿no es un hombre increíble?
—Por lo que a mí respecta —respondió éste—, no le repudiaría como primo mío por nada del mundo. Y en cuanto a sir Edwin, cuando decida por fin honrar a otra joven dedicándole sus atenciones, la impresionará asegurándole que es pariente del conde de Haverford, dueño y señor de Dunbarton, bla, bla, bla.
—Y no olvidemos —terció Moira—, que la difunta señora Baillie era una Grafton de Hugglesbury.
Acto seguido estalló en otro paroxismo de hilaridad.
—Ay, Señor, por supuesto que no debemos olvidarlo —dijo él—. Y sería humillante, Moira, que se jactara de ese dato antes de mencionarme a mí.
Kenneth echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír a mandíbula batiente.
De pronto sonó una delicada tosecita junto a ellos.
—¿Es que piensas quedarte ahí plantado toda la tarde, riendo y haciendo el ridículo, Ken? —preguntó el vizconde de Rawleigh.
—Debiste quedarte para que te lo presentara —le dijo Kenneth—. Sir Edwin Baillie se habría quedado mudo de asombro, lo cual habría constituido un espectáculo inenarrable. Sir Edwin es primo segundo, tercero o aún más lejano de Moira, por lo que el parentesco no le resulta tan inaceptable. Te aseguro, Rex, que es sin lugar a dudas mi primo político preferido, ¿verdad, Moira?
Ella se enjugó los ojos con un pañuelo y parecía sentirse turbada y abochornada. Pero él la miró sonriendo y le ofreció el brazo. Era la primera vez en muchos años que se habían reído y bromeado juntos. A él le pareció maravilloso reírse y bromear con Moira.
La temporada social prácticamente había concluido. Mucha gente ya había abandonado la ciudad para dirigirse a sus fincas rurales o a uno de los balnearios. La mayoría de los miembros de la alta sociedad que quedaban harían lo propio al cabo de una semana aproximadamente. Moira y Kenneth no habían dicho nada de marcharse, por razones obvias. Ella regresaría a Dunbarton, como era natural. El único detalle que quedaba por decidir era la fecha de su partida. Pero ¿se marcharía sola? Era una cuestión tan importante que ambos habían eludido el tema y la fecha. Pero sería dentro de poco.
Era un asunto al que ambos se enfrentarían después de la velada en Vauxhall. La velada había sido concertada con antelación, y los miembros del grupo que asistirían suponían que sería la última celebración de la temporada. Lord y lady Rawleigh abandonarían Stratton Park a la mañana siguiente, y el señor y la señora Adams regresarían a Derbyshire. Lord Pelham partiría para Brighton al día siguiente. Moira sospechaba que se llevaría a su amante, dado que cuando había preguntado si iba a acompañarle el señor Gascoigne se había producido un sonoro silencio. Al parecer, el señor Gascoigne iba a regresar a casa porque su padre estaba muy delicado y tenía que ocuparse de su numerosa familia.
Tres o cuatro días después de la velada en Vauxhall, todos sus mejores amigos se habrían marchado, pensó Moira. Helen y Michael y su suegra ya se habían ido. Ella también tendría que marcharse. Pero primero su esposo y ella debían tomar una decisión. Le desagradaba pensar en ello. No sabía lo que deseaba hacer. Pero decidió dejar a un lado el problema hasta después de la velada en Vauxhall. No quería que nada la estropeara.
Había gozado con todas las diversiones que ofrecía la temporada social y visitado todas las atracciones turísticas de Londres. Pero habían reservado lo mejor para el final. Moira había oído decir que Vauxhall era un lugar mágico, especialmente por la noche cuando el pabellón estaba iluminado por numerosos faroles y velas, y unos farolillos de colores que se mecían en las ramas de los árboles que bordeaban los senderos por los que paseaba la gente. En el pabellón había unos palcos en los que uno podía sentarse y comer mientras escuchaba la música. Había baile. Y con frecuencia un espectáculo de fuegos artificiales.
Sólo el tiempo podía estropear la velada. Moira estuvo pendiente del tiempo durante toda una mañana encapotada y una tarde parcialmente nublada. Pero poco antes del atardecer el cielo se despejó y el aire se tornó más templado justo cuando parecía que iba a refrescar.
—Estáis muy guapa —le dijo su esposo cuando se reunió con él en el vestíbulo.
—Gracias —respondió ella sonriendo. Lucía el único traje de noche que había comprado en Londres, un precioso vestido de encaje y raso verde pálido que Catherine y Daphne la habían convencido de que adquiriera, aunque lo cierto era que no hizo falta que se esforzaran en convencerla.
—¿Es un vestido nuevo? —preguntó él, tomando el grueso chal de sus manos y colocándoselo sobre los hombros—. ¿Me han enviado ya la factura?
—Lo he pagado yo —respondió ella.
—En tal caso mañana me presentaréis la factura —dijo él, ayudándola a montarse en el coche y sentándose junto a ella—. La asignación que os doy es para vuestros gastos personales, Moira. Los gastos de vuestro vestuario corren de mi cuenta.
Ella no respondió. No tenía sentido discutir. Y era absurdo. Debía sentirse complacida, pues el vestido había sido muy caro. Pero detestaba depender de un hombre. Los gastos de vuestro vestuario corren de mi cuenta. Había algo humillante en esas palabras. Había dependido de un hombre toda su vida, por supuesto, primero de su padre y, recientemente, de sir Edwin Baillie. Pero esto era distinto.
—Siempre será así, señora —dijo él adivinándole el pensamiento, con un tono algo frío, como solía emplear a menudo—. No seáis tan testaruda. Aunque a partir de esta semana no volváis a verme, siempre seréis mi esposa.
—Siempre os perteneceré —dijo ella en voz baja—. Podéis decirlo en voz alta.
—Siempre me perteneceréis —contestó él secamente.
Discutían a cuento de la generosidad de él. ¿Se había vuelto loca? Aunque a partir de esta semana no volváis a verme. Temió que el pánico hiciera presa en ella.
—Esta noche habrá baile —dijo él de improviso, cambiando de tema después de un breve y tenso silencio—. Todos querrán bailar con vos, Rex y su hermano, Baird, Nat y Eden. Pero deseo bailar el vals con vos, Moira. El primero después de la cena. Espero que me lo reservéis.
—¿Es una orden, milord? —preguntó ella.
—Sí, pardiez, es una orden —contestó él profundamente irritado, pero la miró de refilón mientras ella le observaba a él. Era algo que sucedía entre ellos de vez en cuando: saltaban unas chispas de irritación que rápidamente eran neutralizadas por el sentido del humor que compartían.
—Entonces no es preciso que acceda a reservároslo —replicó ella—. No tengo más remedio que hacerlo.
—Veo que vais aprendiendo —dijo él.
—Sí, milord —respondió ella con tono sumiso.
Él siguió mirándola de refilón sin volverse hacia ella.
Vauxhall, al que llegaron por el río en compañía de los otros miembros de su grupo, era todo cuanto Moira había imaginado y más. Las luces de los farolillos de colores rielaban sobre la superficie del Támesis, y cuando entraron en el jardín recreativo tuvo la sensación de penetrar en un cuento de hadas, dejando el mundo real atrás.
—Oh, Kenneth —dijo, mirando a su alrededor y alzando la vista para contemplar las ramas de los árboles—, ¿habéis visto algo más maravilloso?
—Sí. —Él le cubrió la mano que tenía apoyada en su brazo con su mano libre—. La luz de la luna brillando sobre el mar en Tawmouth.
Una tarde, al anochecer, ella se había aventurado a reunirse con él en la hondonada sobre los acantilados y habían contemplado la escena que él acababa de describir, sentados uno junto al otro, mientras él le rodeaba los hombros con el brazo. La había besado, pero ella no había experimentado ninguna sensación de peligro. ¡Ah, la dulce inocencia de la juventud!
Era posible que él no volviera a ver Tawmouth. Era posible que ella viviera allí sola, con sus recuerdos.
Era una noche cálida y soplaba una ligera brisa. El parque recreativo de Vauxhall Gardens estaba repleto de gente charlando, riendo y bebiendo, quizá porque la temporada social había llegado a su fin y todos querían aprovechar las últimas celebraciones que quedaban. Habían hecho lo que hacía todo el mundo en Vauxhall: habían paseado por los sombreados senderos por parejas antes de la cena, aunque no con sus respectivos cónyuges; habían escuchado a la orquesta tocar obras de Händel; habían degustado las finas lonchas de jamón y las fresas y habían bebido el champán por el que Vauxhall era célebre; habían conversado y reído; habían bailado.
Gravitaba una sensación casi de desesperación sobre la velada, al menos por lo que respectaba a Kenneth. No era una perspectiva particularmente grata que dentro de dos días todos sus amigos se dispersaran por diversas zonas del país. No sabían cuándo volverían a verse. Pero esa tristeza no era nada comparada con la gran incertidumbre. ¿Se despedirían Moira y él para emprender cada cual su camino? No tardaría en saberlo. No podían aplazar por más tiempo su decisión. Mañana, tenían que tomarla mañana.
Ambos lo sabían. Ambos estaban decididos a disfrutar esta noche. No se habían sentado juntos en el palco que sir Clayton Baird había reservado. No habían paseado juntos ni bailado juntos. No se habían mirado una sola vez a los ojos. Pero la orquesta se disponía por fin a tocar un vals. Y ya habían cenado. Él se levantó y fijó la vista en ella por primera vez. Ella se reía de algo que le había dicho Eden, pero al mirar a Kenneth se puso seria de inmediato.
—Creo que éste es mi vals, Moira —dijo él, tendiéndole la mano.
—Sí.
Ella observó su mano durante unos momentos antes de apoyar la suya en ella. No sonrió al levantarse, como había sonreído durante toda la velada. El aire parecía vibrar de la tensión. Todos debieron de percibirlo, pensó Kenneth. De hecho, parecía como si todos los presentes enmudecieran y les observaran abandonar el palco para ir a bailar juntos el vals.
—Bien —dijo el señor Gascoigne—, ¿cuál es el veredicto sobre esos dos?
—Yo diría —respondió lord Pelham—, que la dama no se deja dominar fácilmente. Lo cual no debe de gustarle a nuestro amigo Ken.
—Estoy de acuerdo contigo, Eden —dijo el vizconde de Rawleigh—. No debe de gustarle en absoluto. Pero quizás haya sido eso lo que le ha atrapado de forma irrevocable.
—Yo diría que a ella no le gusta en absoluto que la dominen —apuntó lady Baird—, y que lord Haverford haría bien en suavizar su talante frío y dominante.
—Pero debes confesar, Daphne, que lo hace maravillosamente —terció lady Rawleigh riendo—. Y creo que Moira es más que capaz de resolver el problema. Además, se aman. Eso está tan claro como que tengo nariz.
—Ah, la respuesta de una mujer —dijo el señor Adams—. Se aman y punto.
Sonrió a su cuñada con afecto.
—No será un matrimonio tranquilo —observó el señor Gascoigne.
—Sinceramente, Nat —terció lord Rawleigh—, no creo que Ken soportara un matrimonio tranquilo.
—En cualquier caso, saben reírse juntos —dijo lady Rawleigh, cambiando una sonrisa divertida con su marido.
—En tal caso seguro que serán felices —dijo sir Clayton levantándose—. ¿Bailamos el vals, Daph?