Capítulo 20

Ella no sabía si dejarse el pelo suelto o trenzarlo como solía hacer por las noches. Se lo dejó suelto. No sabía si ponerse una bata sobre el camisón o no. No se la puso. No sabía si meterse en la cama o esperarlo de pie en algún lugar de la habitación, junto a la ventana o a la chimenea. Se metió en la cama después de imaginarse atravesando la habitación para acostarse, con los ojos de él fijos en ella. No sabía si incorporarse sobre la almohada o permanecer tendida. Decidió tumbarse, primero boca arriba y luego de costado. Se percató de que había dejado todas las velas encendidas. Debió apagarlas todas excepto la que había junto a la cama.

Pero era demasiado tarde para remediarlo. Sonó un golpecito en la puerta y se abrió antes de que ella pudiera responder. Detestaba estar tan nerviosa. Se comportaba como una joven esposa virgen y pudibunda. Confiaba fervientemente que el color de sus mejillas no fuera análogo al calor que sentía en ellas.

Él lucía una bata larga de brocado verde. Por ella asomaba el cuello de su camisa de dormir de color blanco. Le chocó la intensa lujuria que sentía por él; se negaba a dignificarla siquiera en su mente calificándolo de un modo más suave. Estaba segura de que no era amor. No lo amaba.

Él apagó las velas que ella se había acordado demasiado tarde de apagar y se acercó a la cama, donde todavía seguía encendida una.

—Conviene que recordéis —dijo— que ésta no es la primera vez, que sabéis lo que ocurrió y que esta noche no sentiréis dolor alguno.

De modo que el color de sus mejillas sí era análogo al calor que la abrasaba, pensó Moira. Entonces sintió que le ardían.

—No estoy nerviosa —dijo—. Qué tontería. ¿No vais a apagar la vela?

Él se quitó la bata y retiró las ropas de la cama.

—Creo que no —respondió—. Deseo ver que hago esto con vos, Moira. Deseo ver que lo hacéis conmigo. Es importante que aceptemos la verdad.

—¿Insinuáis que en mi imaginación puedo convertiros en otra persona? —preguntó ella, escandalizada.

—No es imposible —contestó él—. Soy Kenneth, el muchacho que amabais aunque nunca lo expresasteis de palabra; el hombre que odiabais y que quizá todavía odiáis; vuestro esposo.

Ella había tratado de centrarse sólo en esta última identidad. ¿Era necesario que él le recordara precisamente en este momento lo que ambos habían acordado olvidar durante estas semanas?

—Y vos sois Moira —dijo él—, la joven a la que adoraba; la mujer que me amenazó con dispararme una bala al corazón y estuvo a punto de matarme; mi esposa.

Sí, pensó ella mirándole a la cara y sintiendo que una de sus manos le desabrochaba el botón del cuello, quizás había estado en lo cierto sobre lo de imaginar que él era otra persona. Quizá sin la vela, sin sus palabras, ella le hubiera imaginado sólo como el apuesto y elegante extraño con quien había pasado buena parte del día, el hombre con el que había deseado bailar un vals esta noche.

—Sí —dijo—. Esto es muy serio, ¿verdad?

No estaba muy segura a qué se refería al decir esto.

Él la besó.

Ella nunca había pensado que un beso fuera un acto sexual. Había besado a muchas personas en su vida como un gesto de afecto. Incluso de niña, cuando Kenneth la había besado, había sido algo romántico, no una cosa profundamente física. Pero entonces recordó cómo la había besado en la cabaña del ermitaño, de una forma que había hecho que le subiera la temperatura. No había sido un gesto afectuoso. Ahora volvió a hacerlo, abriéndole la boca con la suya, introduciendo su lengua en ella, haciéndole cosquillas en las superficies con la punta de la misma, moviéndola rítmicamente, sacándola y metiéndola hasta que ella experimentó una oleada de sensaciones en esa otra zona de su anatomía donde dentro de poco él haría algo muy parecido.

Era consciente de su absoluta incapacidad debido a la inexperiencia. Mientras centraba toda su atención en su boca, él le desabrochó el camisón y se lo apartó de forma que se quedó desnuda hasta más abajo de la cintura. La mano que no tenía apoyada en su hombro le acariciaba suavemente los pechos. El pulgar de él pulsaba sobre uno de sus pezones, haciendo que se pusiera rígido y casi le doliera. Luego deslizó la mano sobre su estómago y abdomen y entre sus piernas. Sus dedos se introdujeron en sus partes íntimas. Estaba húmeda. Ella se movió bruscamente, avergonzada al darse cuenta.

—No, no —dijo él murmurándole al oído—. Así es como debe ser. Si estuvierais seca os haría daño. Vuestro cuerpo sabe lo que está a punto de suceder y se ha preparado.

Ella odiaba su ignorancia e inexperiencia. Se sentía impotente en las expertas manos de él. Se preguntó cuántas mujeres habría tenido durante los dos últimos meses y se apresuró a apartar ese pensamiento de su mente, estremeciéndose para sus adentros. Todo era muy distinto sin las múltiples capas de prendas invernales, sin sentir un frío que le calaba los huesos. El cuerpo de él ya no era sólo una pesada forma que prometía calor, sino algo magníficamente duro y varonil…, y desnudo. Ella no recordaba cuándo se había despojado él de su camisa de dormir. Esta vez no era necesario que permanecieran tapados sobre el incómodo y estrecho camastro lleno de bultos. Cuando él la desnudó, dispuesto a penetrarla, le arremangó el camisón hasta la cintura, retiró las ropas de la cama y se colocó entre sus muslos, separándolos por completo. Ella no recordaba haber experimentado la vez anterior una sensación tan física como esta noche.

Pero recordaba lo que sucedió a continuación. Recordaba que él la había montado, la dureza y el tamaño de su miembro, la sensación de dilatación, el momentáneo temor de que no pudiera soportar que él la penetrara profundamente. Pero esta noche no hubo dolor. Y esta noche pudo abrirse lo suficiente para sentir el acto en toda su plenitud. Alzó las piernas junto a las de él, apoyando los pies con firmeza sobre la cama e inclinando las rodillas hacia fuera. Y levantó las caderas para que él pudiera penetrarla más profundamente. La cópula entre un hombre y una mujer era sin duda la sensación más intensamente física que existía en el mundo. Ella notó que él había alzado su peso de encima de su pecho y abrió los ojos. Estaba apoyado sobre los codos, observando su rostro.

—Sí, es muy serio —dijo.

Se levantó casi por completo de encima de ella y permaneció así, casi rozándola, mientras ella cerraba de nuevo los ojos deleitándose con lo que sabía que iba a ocurrir. La primera vez no lo sabía. Él volvió a penetrarla lenta, suave y profundamente.

—Ah —dijo ella con un suspiro de satisfacción, sintiendo el placer del momento, aguardando con impaciencia el placer aún mayor que experimentaría a continuación.

La primera vez había sido placentera. Esa noche y a la mañana siguiente habían ocurrido muchas cosas que habían empañado el placer. Pero durante unos momentos había experimentado una maravillosa sensación, y no sólo porque le había aportado calor.

Él se tumbó de nuevo sobre ella, aunque ella se dio cuenta de que no soportaba todo el peso de su cuerpo. Y el placer comenzó, los movimientos lentos y rítmicos, con los que ella gozaba esta noche de forma más consciente porque no tenía frío y estaba cómoda y podía sentirlo a él con todo su cuerpo, y no sólo allí, en la zona donde estaban unidos. Y él podía moverse con más libertad en la caldeada habitación y sobre el amplio lecho. Sus movimientos al penetrarla eran más firmes, más profundos que la otra vez. Se había colocado más cómodamente entre las caderas de ella, entre sus muslos.

Pero ella no se entretuvo mucho rato pensando en las comparaciones o en ningún otro momento salvo el presente. El acto conyugal era un acto tan tremendamente físico, que al cabo de unos minutos era imposible e innecesario pensar en otra cosa. Se centró en las sensaciones, en el dolor entre sus muslos y en su pasaje íntimo, donde él seguía moviéndose. El dolor ascendía en oleadas a través de su útero, sus pechos, su garganta y por detrás de sus fosas nasales, y descendía hasta las yemas de sus dedos. Permaneció muy quieta para no perderse un momento, una sola pulsión.

No quería que terminara. Oyó que emitía unas pequeñas exclamaciones de protesta cuando el ritmo de los movimientos de él cambió, acelerándose y penetrándola más profundamente de forma que ella comprendió que estaba a punto de terminar. Deseaba que se prolongara toda la noche. Pero entonces recordó de nuevo la primera noche, cuando él la penetró hasta el fondo, se quedó quieto y suspiró casi en silencio contra el lado de su cabeza. Ella sintió un torrente de calor en su vientre y comprendió que él había derramado su semilla dentro de ella.

Era Kenneth, pensó ella mientras él apoyaba todo el peso de su cuerpo sobre el suyo. No abrió los ojos, pero sabía que no era necesario que lo hiciera. No necesitaba la vela. Todo el rato, pese a tener la mente nublada por las intensas sensaciones del acto, había sabido que era Kenneth, que no podía ser nadie más. Que no podía existir nadie más.

Tenían que hacer esto, le había dicho ella en el coche, si querían tomar una decisión sensata. ¿Cómo podía tomar ahora una decisión sensata? Lo que había ocurrido sólo había conseguido hacer que su mente consciente comprendiera lo que debía borrar de ella si quería tomar una decisión racional sobre su futuro. No tenía importancia que lo amara, que siempre lo hubiera amado y siempre lo amaría. El amor no era ciego, pese a lo que dijeran los poetas. Y si lo era, no debía serlo. Había otras consideraciones mucho más importantes en una relación estable: por ejemplo, el afecto, el respeto y la confianza. No importaba que le amara. Pero temía que después de esa noche ya no pudiera arrinconar este hecho en el fondo de su mente. Suspiró.

—Os pido perdón, debo de pesar mucho. —Él se levantó de encima de ella y Moira sintió de pronto una sensación de frío y humedad…, a la vez que un poco de desamparo. Él le bajó el camisón y la cubrió con las mantas. Luego se tumbó junto a ella, incorporado sobre un codo—. Creo que teníais razón —dijo—. Debemos utilizar esta dimensión de nuestro matrimonio al igual que los demás para tratar de solventar nuestro futuro. Con el tiempo aprenderéis, si decidimos darnos un tiempo razonable, a alcanzar el pleno goce sexual. Tenéis mucho que aprender, y sin duda mucho que enseñarme. Pero es muy tarde. Debe de estar a punto de amanecer. No es necesario que os levantéis temprano. Los Adams nos han invitado a cenar. Y luego al teatro. Nos veremos cuando llegue el momento de que os acompañe a cenar.

—Sí —respondió ella—. Gracias.

¿De modo que no lo vería hasta esta noche? Esperó a que él se acostara cómodamente. Sentía frío desde que él se había levantado de encima de ella. Deseaba tocarlo, dormir con su cuerpo apretado contra el suyo, como habían hecho en el baptisterio.

Pero él se levantó de la cama y se enfundó apresuradamente el camisón y la bata, sin mostrar la menor turbación. Pero ¿por qué había de hacerlo? Ambos habían superado lo de sentirse turbados por estar desnudos uno ante el otro. Además, tenía un cuerpo muy hermoso. Ni siquiera sus múltiples y viejas cicatrices empañaban la belleza de su cuerpo.

—Buenas noches —dijo él, volviéndose hacia ella antes de abandonar la habitación—. Me alegro de que vinierais, Moira.

—Buenas noches —respondió ella. Él esperó un momento, pero ella fue incapaz de decirle que también se alegraba de que hubiera venido. No estaba segura de alegrarse, mejor dicho, no estaba segura de que debiera alegrarse de ello.

Ella no esperaba que la dejara sola, pensó cuando él se marchó. Tenía frío, por lo que se abrochó el camisón, y sintió un ligero dolor. No, no era dolor. Era la pulsante tensión que él había suscitado en ella. Y se sentía sola, y alarmada por ese pensamiento. Quizá pasara el resto de su vida sola; no quería empezar a pensar que se quedaría sola y sentiría el peso de la soledad.

Con el tiempo aprenderéis a alcanzar el pleno goce sexual. ¿A qué se había referido él? ¿Acaso sabía cuánto placer había sentido ella? Era imposible sentir más. Era imposible que existiera nada más placentero en el mundo. Tenéis mucho que aprender. Se sentía avergonzada, humillada. Al parecer no había logrado satisfacerle. Era natural. Ella no sabía nada. Había pensado que era la experiencia más maravillosa de su vida, y él había pensado que tenía mucho que aprender.

Emitió un enorme suspiro, se volvió de costado y descargó un puñetazo sobre su almohada. Durante todo el día —y prácticamente toda la noche— había estado sumida en una vorágine. Un día y una noche que se le habían hecho tan largos como un mes. No estaba segura de poder soportar esta situación durante dos semanas.

Pero tampoco estaba segura de poder soportar el apacible tedio de su vida sola en Dunbarton después de este día. Alzó la cabeza y golpeó de nuevo su almohada para darle la forma que quería, aunque con más saña de lo estrictamente necesario.

Lamentaba —¡lo lamentaba con amargura!— no haber revelado su secreto más íntimo y oculto. Lamentaba no haber reconocido que lo amaba. Y lamentaba haberse acostado con él. Lamentaba que él no hubiera permanecido a su lado, estrechándola entre sus brazos y cubriéndola a medias con su cuerpo, como había hecho la otra vez.

Quizás había vuelto a quedarse encinta.

Colocó la almohada cómodamente alrededor de su cabeza y se dispuso a conciliar el sueño.

Kenneth pasó una agradable mañana con sus amigos. Aunque sólo había dormido unas pocas horas, se sentía pletórico de vitalidad mientras paseaba a caballo por el parque con ellos. Incluso le agradaban el viento y el frío de una mañana nublada.

Lord Pelham pasó varios minutos disculpándose con gesto contrito y evidente turbación.

—Así aprenderé a no mostrarme chistoso y cruel a expensas de personas extrañas que no conozco —dijo—. En esos momentos no sabía que ella significaba más que una vecina para ti, Ken. Pero aunque no fuera así, fue cruel por mi parte burlarme de ella a sus espaldas.

—Mejor a sus espaldas que a su cara, Ede —observó el señor Gascoigne.

—No me digas —dijo lord Rawleigh torciendo el gesto—, que utilizaste tu corrosivo sentido del humor a expensas de lady Haverford, Eden. ¿Fue antes de saber lo que había entre ella y Ken? Tuviste mucha suerte de que Ken no te desafiara a un duelo, viejo amigo.

—En aquel entonces ella estaba encinta, no me había revelado la verdad y se hallaba aún prometida con otro —dijo Kenneth—. Ya ha pasado. Olvídalo, Eden.

—¿Estaba prometida con otro? —preguntó lord Rawleigh—. ¡Caramba! Pero aparte del aspecto que presentara entonces, ahora está muy guapa. Catherine y Daphne la traerán al parque más tarde. Me extrañaría mucho que más tarde no fueran de compras. Tendrás suerte, Ken, si durante las próximas semanas no te quedas sin un céntimo y ves a tu esposa lo suficiente para darle los buenos días y las buenas noches.

—¿Acaso te quejas, Rex? —preguntó el señor Gascoigne riéndose.

—Por supuesto que me quejo —respondió el vizconde—. Aunque no puede decirse que mi esposa sea una manirrota. Está muy acostumbrada a la frugalidad. Pero las convenciones sociales y las celebraciones de la temporada social se confabulan para mantener separados a los maridos y las esposas con excesiva frecuencia. Estoy deseando retirarme a Stratton para pasar el verano, e incluso el otoño y el invierno.

—¡Nelson! —bramó Kenneth cuando su perro divisó a un par de niños paseando con su nodriza y echó a galopar hacia ellos, ladrando alegremente. Redujo a regañadientes la velocidad a paso ligero y por fin se detuvo. Pero la más pequeña de las dos criaturas, una niña, se alejó de su nodriza y fue a acariciar la cabeza de Nelson, que estaba al mismo nivel que la suya, asegurándole que era un buen perrito. La niña se rió y arrugó la carita cuando el can se la lamió.

—Un perro de caza asesino —dijo el señor Gascoigne con fingido desdén—. Pardiez, es difícil darse cuenta de que lo es.

—Como lo somos todos, Nat —terció lord Pelham—. No unos perros de caza, pero sin duda asesinos. No puedo decir que lamento que se haya cerrado este capítulo de nuestras vidas.

Pero Kenneth pensaba en las últimas palabras de lord Rawleigh. Era verdad que durante la temporada social Londres no era el lugar más adecuado para pasar tiempo con tu esposa. No había pensado en ello cuando la había invitado a venir. A él también le habría gustado retirarse a su casa para pasar el verano, pero eso no formaba parte del pacto que había hecho con Moira. Era una novedad que tendría que negociar con ella. Y lo de pasar el verano en Dunbarton constituía también una novedad que acababa de ocurrírsele. Con Moira.

Era una idea tentadora.

Siempre le había gustado pasar la mañana con sus amigos. Las mañanas le agradaban. Y le gustaba pasar la tarde en las carreras con el señor Gascoigne y otros amigos. Lord Rawleigh había sido invitado junto con su esposa a un picnic y lord Pelham había decidido pasar la tarde con su nueva amante. Pero durante todo el día Kenneth no dejó de dar vueltas a la idea de que sólo le quedaban dos semanas para convencer a Moira de que permaneciera junto a él como su esposa y el día transcurría sin que la hubiera visto todavía. Y éste seguramente no sería un día atípico.

Cuando regresaba a casa de las carreras montado a caballo, a última hora de la tarde, se percató del rumbo que habían tomado sus pensamientos: ¿Convencer a Moira para que permaneciera junto a él? ¿No se trataba de un experimento mutuo en el que ambos estaban involucrados? ¿No se habían tomado ambos estas dos semanas para decidir si eran capaces de tolerarse mutuamente, si podían salvar su matrimonio? ¿Cuándo había empezado a pensar que tenía que convencerla? ¿Estaba él convencido de lo que deseaba?

Pensó inevitablemente en la noche anterior. Ella le había sorprendido. No esperaba que consintiera en acostarse con él, tanto más cuanto que el día había tenido sus momentos de fricción y no podía decirse que hubiera sido un rotundo éxito. Pero decir que ello le había procurado un inmenso placer era quedarse corto. Ella también había gozado. No había participado de forma activa, y no había alcanzado el orgasmo, aunque él había tratado de concederle el tiempo que necesitara. Pero ella se había colocado de forma que estaba totalmente abierta a él, y se había mostrado relajada y receptiva. Él se habría dado cuenta si le hubiera parecido desagradable. Y estaba claro que no era así.

¿Fue entonces cuando decidió que la quería a su lado el resto de su vida? ¿Era sólo una cuestión sexual? Pero jamás había pensado en permanecer toda su vida ni siquiera con la más satisfactoria de sus amantes. Un hombre necesitaba variedad en su vida sexual, cambiar de pareja de vez en cuando. No, no debía ser injusto consigo mismo imaginando que lo único que le interesaba de Moira era el aspecto sexual. Por lo demás, ella era sin lugar a dudas la amante menos hábil que había tenido.

No, pensó con cierta reticencia. Había sólo una razón por la que un hombre deseaba permanecer en una relación con una mujer y renunciar a su deseo de variedad y de cambiar de pareja. No era lujuria. Todo lo contrario. Odiaba expresarlo con una palabra. Pero no tenía más remedio. Por más que evitara que su voz la pronunciara, no podía evitar que su mente la pensara.

El motivo era porque la amaba. En ocasiones ella se mostraba antipática, terca y descarada, y otras cosas peores si su memoria se remontaba a casi nueve años. Y él la amaba.

Al poco rato entró apresuradamente en su casa, tras haber entregado su caballo a un mozo de cuadra. ¿Había regresado ella? No la había visto desde que había abandonado su lecho, a regañadientes, poco antes del amanecer. Pero no había querido aprovecharse de la generosidad que ella le había demostrado quedándose a dormir en su lecho. Supuso que ya habría vuelto a casa. Era bastante tarde.

Su señoría se hallaba en el cuarto de estar, le informó su mayordomo con una reverencia. Él subió la escalera de dos en dos sintiéndose como un estúpido al darse cuenta de que sus sirvientes le estarían observando y cambiando sonrisitas burlonas.

Ella estaba sentada con la espalda muy tiesa, muy elegante, junto a la chimenea. Cuando él abrió la puerta dejó a un lado su labor. Él se sentía ridículamente cohibido. Avanzó unos pasos y se inclinó ante ella.

—Confío en que hayáis tenido una grata jornada —dijo.

—Llegáis tarde, milord —respondió ella. ¿Habéis olvidado que nos han invitado a cenar?

Él arqueó las cejas y miró el reloj.

—¿Tarde, señora? —contestó—. No lo creo. ¿Es el único saludo que puedo esperar? ¿Un reproche pronunciado con mirada fría y expresión adusta?

Su talante había pasado al instante a la irritación. ¿Qué clase de cuento de hadas había imaginado él durante la última hora? Ésta era la auténtica Moira. Esto era lo que él sentía realmente hacia ella.

—Creo que sería una descortesía hacia el señor y la señora Adams —dijo ella— llegar tarde. Y estáis cubierto de polvo, milord. Tendréis que daros un baño.

—Podéis estar segura, señora —replicó él—, que mis criados ya han reparado en ello y han subido unas tinas de agua a mi vestidor. Os pido disculpas si he ofendido vuestra sensibilidad apareciendo de esta guisa ante vos.

Ella no respondió. Tomó su labor, cambió de parecer y apoyó de nuevo las manos en el regazo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó él—. Esto no tiene nada que ver con mi supuesta tardanza o mis ropas cubiertas de polvo, ¿verdad?

Ella le miró con gesto pensativo y mirada hostil.

—¿Habéis sido vos quien la ha instigado a comportarse como lo ha hecho? —preguntó Moira—. ¿Hablaba siguiendo vuestras órdenes? Me desagrada profundamente que me trajerais aquí engañada.

Él se detuvo frente a ella con las manos enlazadas a la espalda.

—Y a mí me desagrada profundamente vuestra actitud, señora —contestó—. Si tengo algo que deciros, os lo diré a la cara. ¿Qué os ha dicho mi madre que tanto os ha disgustado?

—No cesó en toda la tarde de hacer veladas alusiones e insinuaciones —dijo ella—, por lo general cuando estábamos en compañía de otras señoras y sabía que yo no podía replicarle. Por lo visto, debo esforzarme en superar mis orígenes como miembro de la pequeña aristocracia. Eso significa que debo adquirir unas amistades más distinguidas cuando regrese a Dunbarton y abstenerme de enviar invitaciones de forma indiscriminada o aceptar todas las que reciba. Debo dejar de considerar a Harriet Lincoln mi amiga. Debo invitar a mis amistades a pasar el verano en Dunbarton para ser vista codeándome con personas más acordes con mi posición como condesa de Haverford. Debo pedir a mi madre que no entre y salga continuamente de Dunbarton. Debo asegurarme de daros un hijo varón cuanto antes. ¿Queréis que siga?

Él estaba furioso, contra su madre y contra Moira.

—¿Y supusisteis que yo era responsable de eso? —le preguntó.

—¿Por qué me pedisteis que viniera a Londres? —inquirió ella.

—Os invité a venir por las razones que os di anteanoche —respondió él—. Mi madre hablaba en su nombre. Si os sentís ofendida por lo que dijo, señora, y si vos no os sentís ofendida, yo sí, hablaré con ella. Mejor aún, hablad vos con ella. Os recuerdo que sois la condesa de Haverford y dueña y señora de Dunbarton, no ella. Podéis seguir manteniendo un trato tan cordial como deseéis con vuestros vecinos, Moira, y considerarlos vuestros amigos. Lady Hayes puede instalar su residencia en Dunbarton si lo deseáis. En cuanto a un hijo, o una hija, llegará sin duda de forma natural si seguimos manteniendo relaciones conyugales. Podéis negarme acceso a vuestro lecho cuando queráis. Tened la seguridad de que jamás emplearé la fuerza para reclamar mis derechos.

Tal como se sentía Kenneth en estos momentos, no deseaba seguir con dicho experimento. No le habría importado que ella le hubiera anunciado su deseo de regresar a Cornualles. ¿Cómo había sido capaz de creer que su madre había hablado esta tarde en nombre suyo?

—Al parecer he sido injusta con vos —dijo ella fríamente—. Os pido perdón.

Pero él estaba furioso y nada podía aplacar su malhumor. Y quizá fuera mejor. No tenía sentido enamorarse de ella.

—Confío en que al menos hayáis pasado una mañana agradable —dijo.

—Sí, gracias —respondió ella—. La compañía era muy agradable. Después de pasear por el parque fuimos de compras.

Él esbozó una media sonrisa. Rex había estado en lo cierto.

—He comprado una cosa —dijo ella, volviéndose para rebuscar en la mesita detrás de su labor—. Lo pagué con mi asignación. No os enviarán la factura.

—Podéis hacer que me envíen tantas facturas como deseéis —contestó él.

—Pero esto es un regalo. —Ella le mostró un paquetito—. Una especie de regalo de bodas. Vos me disteis uno ayer.

Él lo tomó de sus manos y desenvolvió una exquisita caja de rapé lacada.

—Nunca os he visto tomar rapé —dijo ella—. Pero era muy bonita.

La vida nunca sería tranquila si permanecía junto a Moira, pensó él. En los diez últimos minutos su humor había oscilado vertiginosamente entre dos extremos. Sentía deseos de llorar. No era un regalo costoso. Había visto cajitas de rapé mucho más caras. Y era cierto que no tomaba rapé y por consiguiente no la utilizaría. Pero era un regalo de bodas, de su esposa.

—Quizá deba empezar a tomar rapé —dijo—, y a estornudar sobre vos.

Durante unos instantes observó una expresión de regocijo en los ojos de ella, y sonrió.

—Gracias —dijo—. En efecto, es muy bonita.

—Llegaremos tarde, milord —dijo ella, levantándose.

—Y estoy cubierto de polvo —dijo él—. ¿Me permitís ofreceros el brazo para acompañaros a vuestro gabinete?

Ella alzó el brazo para tomar el suyo.