Capítulo 19

Bien, Ken. —Lady Rawleigh había llevado a Moira al cuarto de estar a tomar el té después de la cena, dejando que los dos hombres se bebieran una copa de oporto. El vizconde acababa de rellenar sus copas—. Tú y yo hemos llegado a un triste fin poco después de recuperar nuestra libertad.

—¿Triste? —preguntó Kenneth—. ¿Eso crees?

Su amigo sonrió y se arrellanó en su butaca.

—Ambos hemos contraído unos matrimonios que no deseábamos —dijo—. A mí me vieron salir de casa de Catherine en plena noche, después de que ella hubiera rechazado de plano mis nada honorables insinuaciones, dicho sea de paso, dando pábulo a las malas lenguas y haciendo que mi hermano gemelo me amenazara con matarme o algo peor si me negaba a hacer lo honorable en estos casos. Y eso hice…, pobre Catherine. Entiendo que tu situación era muy distinta.

Kenneth no estaba dispuesto a describir cierto temporal de nieve, ni siquiera a uno de sus mejores amigos.

—Sin embargo —dijo—, ambos parecéis sentiros razonablemente satisfechos, Rex.

—En tal caso Catherine y yo debemos ser unos excelentes actores —respondió el vizconde de Rawleigh—. Nos sentimos mucho más que razonablemente satisfechos.

—¿Por qué me dices esto? —inquirió Kenneth—. ¿Simplemente para jactarte?

Su amigo se echó a reír.

—Eso, también —reconoció—. Uno se siente muy listo por haber descubierto el amor en la vida, en su matrimonio. Y uno se siente obligado a compartir sus experiencias con otros. Lady Haverford es una mujer encantadora, Ken. Y muy guapa, si me permites decirlo. Ella y Catherine parecen haber congeniado.

Kenneth bebió un trago de oporto y frunció los labios.

—Corrígeme si me equivoco, Rex —dijo—, pero tengo la impresión de que vas a echarme una bronca. ¿O sólo un sermón?

—Al parecer es un hecho ineludible que abandonaste a la dama durante tres meses después de producirse cierto… acontecimiento —dijo lord Rawleigh—, y que luego regresaste apresuradamente a casa, te casaste con ella y la trajiste aquí para pasar juntos un par de semanas gozando de las diversiones que ofrece la ciudad. ¿Piensas enviarla de nuevo a casa cuando vayas a Brighton? Tengo entendido que Eden también piensa ir allí. ¿O a uno de tus otros balnearios? ¿O a París?

—Te agradecería —contestó Kenneth— que no te inmiscuyeras en mis asuntos, Rawleigh.

—Pero soy tu amigo —dijo el vizconde con expresión contrita—. Y te conozco bien. Conozco tu conciencia. En ocasiones solía chocarnos e incluso irritarnos a los demás. No has estado con una mujer desde tu matrimonio, ¿verdad? —Alzó una mano para silenciar a su amigo—. No es necesaria ni espero una respuesta. Nat y Eden han estado corriéndose una juerga tras otra con una nutrida colección de bellezas más que dispuestas, aunque Ede ha montado un acogedor nidito con su pequeña bailarina, mientras que tú te has abstenido. Pero necesitas una mujer. Siempre fuiste tan fogoso como el resto de nosotros.

—Soy un hombre casado —replicó Kenneth casi con aspereza.

—Justamente. —Rex arqueó las cejas—. Hasta yo he comprendido que los votos matrimoniales imponen una grave obligación sobre la conciencia, y nunca había hecho mucho caso a mi conciencia en lo tocante a las mujeres. Si no permaneces junto a lady Haverford, estás condenado a una vida célibe, Ken.

—Tonterías —replicó Kenneth.

—Apostaría una fortuna en ello —dijo su amigo—. Y de paso una vida desgraciada. Lo cual parece una clara posibilidad, Ken. Esta noche has estado amable conmigo y encantador con Catherine. Lady Haverford ha sonreído y ha estado encantadora con Catherine y conmigo. Y ambos os habéis comportado como si el otro no estuviera presente.

—¡Maldita sea! —exclamó Kenneth.

—Quizás he interpretado mal todos los signos —dijo lord Rawleigh alzando una mano con gesto de impotencia—. Quizá…

—Quizá Moira —dijo Kenneth entre dientes—, a diferencia de lady Rawleigh, se negó a que yo hiciera lo honorable después de un cierto acontecimiento, como lo has descrito eufemísticamente. Quizá se negó repetidas veces, incluso hasta el punto de mentir sobre su estado. Quizá cuando se vio obligada a casarse conmigo, me arrojó de casa, declarando que no deseaba volver a verme jamás. Quizá la he invitado a venir a la ciudad confiando en poder salvar nuestro matrimonio. Quizá no necesito amigos que se meten en lo que no les incumbe. Y quizá debimos reunirnos con las señoras hace diez minutos.

—Y quizá —apostilló el vizconde de Rawleigh sonriendo—, te has casado justamente con la mujer que te conviene, Ken. ¿Es cierto que te ha tratado tan mal? ¿No será a la inversa? He visto multitud de mujeres utilizar todo tipo de estratagemas para hacerte caer en las redes del matrimonio o simplemente en sus lechos. Jamás he conocido a ninguna que te pusiera de patitas en la calle. Es decir, hasta hoy. Sí, vamos a reunirnos con las señoras, Ken. Quiero observar más de cerca a la mujer que está claro que te ha trastornado. Esto es más interesante de lo que supuse.

Con esto se levantó y señaló la puerta.

Su madre iba a tomar a Moira bajo su protección, pensó Kenneth irritado mientras se levantaba de su butaca. Rex quería observarla más de cerca. Nat y Eden, después de decir que era un cadáver exangüe y una tísica en Tawmouth, habían caído ahora bajo su hechizo. Ainsleigh y Rex y sin duda la mitad de la población masculina de Londres bailarían con ella esta noche. ¿Había tratado alguna vez una pareja de reconciliarse de forma tan pública? Había sido un idiota. Debió ir él a Dunbarton en lugar de traerla aquí.

Esta noche deseaba bailar con ella. Todos los bailes. Pero tendría suerte si conseguía bailar con su esposa los dos que permitía el decoro público.

—Si pones esa cara de uvas agrias, Ken —dijo el vizconde de Rawleigh, dando una palmada a su amigo en el hombro—, alarmarás a Catherine e invitarás a tu esposa a que te abandone durante otro par de meses.

—¡Maldita sea! —murmuró Kenneth mientras su amigo rompía a reír.

—Por supuesto que nos quedaremos hasta el fin de la temporada social —dijo lady Rawleigh en respuesta a una pregunta que le había hecho Moira—. Confieso que lo estoy pasando muy bien. Y ahora que habéis venido lo pasaré aún mejor. Debemos ir juntas de paseo, de tiendas y de visita. Supongo que conocéis a poca gente aquí.

—A nadie excepto a Kenneth —contestó Moira—, y a su madre y a su hermana.

—Como es natural, todos harán que os sintáis a gusto aquí —dijo Catherine—. Pero es importante tener amistades, femeninas claro está. A Rex no le divierte ir de tiendas. A mí sí —añadió riendo—. Me alegro de que hayáis venido por fin a la ciudad. Estábamos muertos de curiosidad.

Sonrió y Moira le devolvió la sonrisa. A continuación se produjo un silencio embarazoso.

—Pasaremos el verano en Stratton —dijo Catherine—. En Kent. Probablemente nos quedaremos también allí durante el otoño y el invierno. Estoy encinta, y Rex no quiere que viaje más de lo necesario, aunque nunca me he sentido mejor.

—Debéis sentiros muy feliz —dijo Moira con una punzada de envidia… y de temor.

—Sí —respondió Catherine suavemente—. Hace mucho que estaba convencida de que no me casaría nunca. Había aceptado mi soltería con buen talante y había aprendido a volcar todo mi cariño en Toby. —Miró con afecto al pequeño terrier que había asustado antes a Moira con sus ladridos y que ahora estaba tumbado ante el hogar, dormido—. Y entonces apareció Rex. Al principio le odié por alterar la paz y el bienestar de mi vida —dijo riendo—. La trastocó por completo. Pero es maravilloso estar casada cuando pensé que jamás lo estaría, lady Haverford, y sentir un profundo amor por mi marido cuando al principio le detestaba…, y estar encinta cuando creí que jamás tendría hijos.

Pero su sonrisa se borró de golpe cuando observó el rostro de Moira.

—Disculpadme —dijo—. Perdisteis un hijo, ¿no es así? Es lo peor que le puede pasar a una en la vida.

—En efecto —dijo Moira.

—Nosotros nos enteramos hace muy poco —dijo Catherine. Vuestro esposo, el pobre, se lo guardó para sí, ocultando la verdad incluso a sus mejores amigos. El señor Gascoigne le contó a Rex que lord Haverford había roto a llorar cuando se lo dijo por fin. Lo cual demuestra lo mucho que os ama. Nos extrañó que os hubiera dejado en Cornualles al poco de vuestra boda, pero entonces lo comprendimos. Su dolor era demasiado intenso para soportarlo, y sin duda se sentía impotente e incapaz de ayudaros a sobrellevar el vuestro.

—Es muy común tener un aborto —dijo Moira—. Quizá sea absurdo sentir un dolor tan grande.

—Yo perdí una vez un hijo —dijo Catherine—, a las pocas horas de nacer. Ocurrió hace muchos años. Quizá vuestro esposo os ha contado que hace unos meses Rex se batió en duelo con el padre del niño, el cual me sedujo. Debí alegrarme de haberlo perdido teniendo en cuenta el engaño y la desdicha que rodeó su concepción. Pero no me alegré de ello, lady Haverford. Espero no tener que soportar jamás el espantoso dolor que soporté durante largo tiempo al perder a mi hijo.

—¿Y sin embargo no teméis volver a arriesgaros? —preguntó Moira, frunciendo el ceño.

Catherine sonrió.

—El deseo de tener un hijo es infinitamente más poderoso que el temor —dijo—. Especialmente cuando amas tanto al padre de la criatura. No podemos dejar que el temor domine nuestra vida. A menos que una quiera sentirse infinitamente desdichada y sola. ¿No sentís el deseo de volver a intentarlo también? ¿O quizá sea demasiado pronto? ¿Mis palabras os incomodan? Pero estoy segura de que volveréis a intentarlo, lady Haver…, ¿puedo llamarte Moira? Llámame Catherine.

—Me sentí muy mal durante ese trance —dijo Moira—. Pero quizá se debió a que…

Se mordió el labio.

—Sí, seguro que sí —dijo Catherine—. Yo también me sentí muy mal en aquella ocasión. Y desdichada. Sin ganas de nada e incapaz de comer o descansar. Esta vez me siento rebosante de salud. Y eso se debe a que soy feliz.

Moira sonrió.

No pudieron proseguir con la conversación. La puerta del cuarto de estar se abrió y entraron los dos hombres, y durante la media hora que transcurrió antes de que partieran para el baile, lord Rawleigh, que estaba sentado junto a ella, acaparó la atención de Moira pidiéndole que le hablara de Cornualles, pendiente de sus respuestas. Kenneth acompañó a Catherine hasta el piano situado al otro lado de la habitación, y permaneció junto al instrumento, observando mientras tocaba.

No podemos dejar que el temor domine nuestra vida… A menos que una quiera sentirse infinitamente desdichada y sola.

Las palabras no cesaban de darle vueltas en la cabeza mientras conversaba y sonreía. Pero ella no tenía miedo, ¿o sí? Quizá de volver a quedarse en estado. Pero de nada más. No de amar… a Kenneth. Una no podía temer algo que no había peligro que ocurriera.

… infinitamente desdichada y sola.

Durante el baile en casa de los Algerton Kenneth experimentó a un tiempo la consecución y frustración de sus esperanzas. Era una celebración de gran envergadura, como la mayoría de celebraciones a estas alturas de la temporada social. Era un acontecimiento adecuado para lo que sería el debut de Moira en sociedad. Y ella estaba tan bella como requería la ocasión, vestida como de costumbre con elegancia y sencillez en dorado pálido. El único detalle relumbrante de su atavío era la pulsera de diamantes, que lucía sobre su guante largo.

Él gozó con la curiosidad y el interés con que los miembros de la alta sociedad contemplaron a su esposa cuando entró en el salón de baile de su brazo. Las noticias se propagaban a la velocidad del rayo en Londres. Kenneth habría apostado que todos los presentes habían averiguado a los pocos minutos la identidad de Moira. Y habría apostado también que durante los dos últimos meses se había suscitado una gran curiosidad con respecto a la condesa de Haverford, misteriosamente ausente.

Él bailó la primera contradanza con ella y observó la destreza y gracia con que se movía, además de su manifiesto deleite. Decidió bailar también el vals con ella. Pero tal vez más tarde, después de cenar. No volvería a bailar con ella hasta al cabo de un buen rato y sabía que no podía bailar con ella durante toda la velada. Eso habría sido demasiado aburrido.

Pero cuando terminó la primera contradanza, le fue arrebatado de sus manos el control de la situación. Su madre, fiel a su palabra, tomó a su nuera bajo su protección y se paseó por el salón de baile con ella, presentándola a todas las comadres cuya palabra era ley en la sociedad londinense. Kenneth observó que Moira salía airosa del trance. Se comportaba con discreta compostura, aunque no permanecía muda. Él resistió la tentación de seguirla. Éste era un asunto de mujeres, y ella no le necesitaba. Ignoraba si ella disfrutaba estando con su madre, pero parecía haber aceptado su tutela con discreto y sensato juicio. En suma, se sentía complacido con la forma en que se desarrollaban las cosas.

Como era previsible, Moira bailó todos los bailes. Rex bailó con ella el segundo y Ainsleigh el tercero. Tanto Nat como Eden bailaron con ella, por supuesto, al igual que lord Algerton y el vizconde de Perry, el hermano menor de lady Rawleigh. Bailó el vals que tocaron antes de la cena con Claude Adams, el hermano gemelo de Rex, que había venido a la ciudad con su esposa, y luego, como es natural, entró en el comedor de su brazo.

Después de cenar, la velada no perdió animación. Moira bailó con los caballeros que la madre de Kenneth le había presentado, en su mayoría de elevada alcurnia, los respetados maridos de las comadres. Cabía decir, pensó Kenneth observándola con una mezcla de orgullo y celos, que la alta sociedad había acogido con simpatía a la condesa de Haverford en su primera aparición en un evento social.

—Es realmente muy guapa —dijo una voz femenina detrás de él, y al volverse Kenneth comprobó que se trataba de la señora Herrington, la cual se abanicaba la cara con gesto lánguido—, si os gustan las mujeres altas y morenas como las españolas. Algunos oficiales, según he oído decir, milord, se cansaron de las bellezas españolas después de frecuentarlas durante largo tiempo.

—¿De veras? —respondió él acariciando el mango de su anteojo, aunque no lo alzó para mirar a través de él—. Qué interesante.

—Por supuesto —continuó ella, sonriéndole sobre el borde de su abanico—, algunos hombres se cansan de sus esposas por la misma razón. Si ése fuera vuestro caso, milord, os garantizo que no tardaríais en hallar consuelo.

—A veces, señora —respondió él, alzando el anteojo observando a través de él a su esposa sonreír, conversar y ejecutar los complicados pasos del baile al mismo tiempo—, uno debe dar gracias a Dios de no formar parte de «algunos oficiales» o «algunos hombres».

Ella suspiró y se rió.

—Hay otros hombres altos y atléticos —dijo—. Hay otros ex oficiales. Hay otros hombres rubios. Pero ninguno posee esos atributos tan espléndidamente combinados como vos, milord. Lamento que vuestra esposa haya llegado a la ciudad precisamente ahora. Pero renovaré mi búsqueda. Quizá la próxima vez que yo esté entre amantes, o justo después, os encontréis en un estado de ánimo distinto.

Y tras tocarlo en el hombro con su abanico cerrado, se alejó.

Esa mujer tenía un descaro increíble, pensó él riendo divertido.

Pero no se rió al acercarse a su esposa y a su madre al finalizar la contradanza y comprobar que Moira no podía bailar el próximo vals con él por habérselo prometido a otro. Lo cierto era que tenía todos los bailes restantes comprometidos.

—No debéis preocuparos por mí, Kenneth —dijo ella. Tenía las mejillas arreboladas y los ojos brillantes, no porque él estuviera junto a ella, sospechaba, sino debido al alegre ambiente del baile y a su éxito personal.

—No he dudado ni por un momento, señora —respondió él, inclinándose ante ella— que tendríais más parejas que bailes tocarían esta noche. Espero que os estéis divirtiendo.

Y con esto fue a sacar a bailar a lady Baird, la hermana de Rex.

El primer día que habían estado juntos había concluido, pensó él cuando el baile terminó y ayudó a su esposa a montarse en el carruaje. No había discurrido tal como él había esperado. Cuando le había sugerido a ella que procuraran disfrutar de lo que quedaba de la temporada social y apartaran todo lo demás de sus mentes, había imaginado que estarían juntos, divirtiéndose, riendo, charlando, quizás en parte como solían hacer cuando eran muy jóvenes. Había olvidado que el propósito de la temporada social era precisamente que las personas alternaran entre sí y se divirtieran. Había olvidado que los maridos y sus esposas rara vez pasaban más de unos minutos juntos cada día cuando se hallaban en la ciudad.

Con todo, el día no había sido un absoluto desastre, pensó mientras se sentaba junto a su esposa en el coche. No había sido un éxito rotundo, pero tampoco había esperado que lo fuera. Quizá mañana sería mejor.

—Lady Rawleigh, Catherine, me ha pedido que mañana por la mañana vaya a dar un paseo con ella por el parque —dijo Moira, volviéndose para mirarlo en la oscuridad—, mientras lord Rawleigh pasa unas horas en White’s. Supuse que vos también iríais.

—Me complace —dijo él— que hayáis hecho amistad con ella.

—Creo que también vendrá lady Baird —dijo ella—. Es la hermana de lord Rawleigh. Vuestra madre desea que la acompañe por la tarde a hacer unas visitas. Me pareció prudente acceder. Esta noche estuvo muy amable conmigo. Y tengo entendido que aquí es costumbre ir a visitar a la gente por las tardes, al igual que en casa. ¿Os parece bien, milord?

No, a él no le pareció bien. Sintió como si ella le hubiera abofeteado. ¿De modo que no iba a necesitarlo en todo el día?

—¿Pedís mi aprobación? —preguntó él—. ¿Debo dárosla? Si lo hago, pensaréis que habéis cometido una grave torpeza y cambiaréis todos vuestros planes. No, no lo apruebo, señora.

La miró de refilón y tuvo la impresión que había tenido durante unos instantes esa tarde cuando habían regresado de casa de los Ainsleigh. Sintió casi como si se comprendieran, como si hubieran bromeado y se hubieran divertido juntos.

Quizá, pensó, esto era todo lo que podían esperar durante las próximas semanas, unos breves instantes de concordia. Lo cual no bastaba como base para salvar su matrimonio. Ambos guardaron silencio.

Moira estaba cansada y le dolían los pies. Asimismo, se sentía satisfecha y eufórica. Había asistido a su primer baile de sociedad, y había sido maravilloso. Aún le parecía oír la música y oler las flores y ver la variedad de colores de las sedas y los rasos y el brillo de las joyas. Al mismo tiempo se sentía decepcionada. Había bailado la primera contradanza con Kenneth, pero después él no se había acercado ni le había dirigido una palabra salvo cuando le había pedido que bailara un vals con él después de cenar. Ella anhelaba bailar un vals con él. Recordaba el que habían bailado en el baile de Dunbarton. Había confiado en que estarían juntos durante más tiempo de lo que habían estado.

No estaba segura de cómo transcurriría el día siguiente. Le ilusionaba ir a pasear por el parque con Catherine y lady Baird, pero había accedido a ir con ellas antes de que su suegra sugiriera que la acompañara por la tarde a hacer unas visitas. Sabía que las mujeres pasaban poco rato, en especial durante el día, con sus maridos. En Cornualles ocurría lo mismo. Pero su situación con Kenneth no era normal. De alguna forma, anoche, cuando él le había propuesto que disfrutaran juntos de la temporada social, ella había imaginado que lo estarían todo el día y toda la noche.

El giro que habían tomado sus pensamientos le sorprendió. ¿Acaso deseaba pasar todo el rato con él? ¿Por qué la había hecho venir a Londres? ¿Por qué se le había ocurrido a él tratar de salvar su matrimonio? Era un hombre extraordinariamente apuesto y atractivo. Ella había visto la forma en que le miraban otras mujeres, en Oxford Street y en Bond Street por la mañana y en el baile esta noche. Él no la necesitaba por ninguna razón evidente.

Y también recordaba la fatídica noche, cuando había sufrido el aborto. Recordaba su rostro demudado, incluso sus lágrimas, y su voz repitiendo una y otra vez las mismas palabras: Moira, amor mío, no te mueras, no dejaré que te mueras, amor mío. Más tarde ella las había atribuido a su imaginación, pues no encajaban con la frialdad con que él se había comportado durante la mañana y la semana posterior al trance que ella había padecido.

Sin embargo… El señor Gascoigne había dicho a Rex que lord Haverford se había puesto a llorar cuando por fin se lo había contado. Kenneth no se lo había revelado a sus amigos hasta al cabo de bastante tiempo. Y al hacerlo, había llorado. ¿Por qué? Porque la amaba, según le había dicho Catherine.

Había una parte del día en que marido y esposa podían estar solos sin la continua presencia de otros, pensó ella.

Pero se apresuró a desechar ese pensamiento.

No podemos dejar que el temor domine nuestra vida. A menos que una quiera sentirse infinitamente desdichada y sola.

—¿Kenneth?

Se volvió hacia él para mirarlo y comprobó que estaba sentado en la esquina del asiento, observándola en silencio en la oscuridad.

—¿Sí? —respondió él.

No podemos dejar que el temor…

—Anoche me preguntasteis —dijo ella, notando el temblor de su voz—, si podíais volver a pedírmelo.

Estaba claro que él sabía a qué se refería.

—Sí —respondió en voz baja.

Ambos se miraron. Casi habían llegado a casa.

—¿Deseáis que mantengamos relaciones conyugales? —preguntó él.

—Creo que es preciso —contestó ella—. Creo que debemos tenerlas si queremos tomar una… decisión sensata. A fin de cuentas, no es una amistad lo que ponemos a prueba. Ni siquiera un noviazgo. Es un matrimonio.

—En efecto —dijo él—. Entonces, ¿puedo venir esta noche a vuestro lecho? ¿No estáis demasiado cansada?

—No estoy demasiado cansada —respondió ella.

El coche dio una ligera sacudida sobre sus cojinetes y se detuvo. Ambos dirigieron la vista hacia la puerta, que no tardaría en abrirse.

A Moira le parecía como si hubiera regresado a casa a la carrera en lugar de montada en coche. Se esforzó en reprimir su trabajosa respiración. ¿Qué había hecho? No había meditado detenidamente en el asunto, ponderándolo, analizándolo desde todos los ángulos para averiguar si era prudente.

Recordó que había habido algo inquietante en lo que había sucedido. No tanto el dolor, que había sido menor de lo que ella suponía, sino la abrumadora intimidad, la sensación de violación, el entregarse por completo, incluso su cuerpo, al control de un hombre.

Al mismo tiempo había habido algo muy excitante. El peso de él, el tamaño de su miembro, el calor y el placer que sus movimientos le habían producido.

Esa vez la había dejado encinta.

Quizás ocurriría de nuevo esta noche. Durante un momento ella experimentó terror. Agarró con fuerza su abanico hasta sentir que las varillas se le clavaban en los dedos.

No podemos dejar que el temor domine nuestra vida.

La puerta del coche se abrió y su esposo se apeó y la ayudó a bajarse. Ella observó su mano durante unos instantes antes de apoyar en ella la suya. Era una mano grande y cálida. Aterradora. Y excitante.