Le resulta extraño despertarse sabiendo que su esposa estaba en la ciudad, en los aposentos contiguos a los suyos. Había accedido a venir y había escuchado con atención lo que él le había dicho y se había mostrado de acuerdo con él. Había accedido a gozar con él de las diversiones que ofrecía el resto de la temporada social. Había accedido a dar a su matrimonio un período de prueba, salvo en un aspecto. Bien pensado, hasta le sorprendió haber dormido a pierna suelta toda la noche.
Era absurdo que estuviera tan nervioso. Nunca sabía cómo se enfrentaría a ella hoy, cómo la trataría, de qué le hablaría. Pero apenas tuvo tiempo de pensar en ello. Ella se había levantado temprano, pese a haber hecho un viaje de muchas horas y varios días y que todo le resultara extraño. Pero él debió suponer que mantendría el horario del campo. Iba vestida de forma elegante y estilosa, aunque no al último grito. Estaba tan guapa como le había parecido anoche.
—¿Os gustaría visitar algunas tiendas esta mañana? —le preguntó sentándose junto a ella a la hora del desayuno y esperando a que el mayordomo le sirviera lo que ella le había pedido—. ¿Y abonaros a la biblioteca?
—No me parece el tipo de diversión que atraiga a un hombre —respondió ella—. ¿Pensáis acompañarme, milord?
—Será un placer, señora —contestó él, jugando distraídamente con el tenedor que estaba junto a su plato.
Esta mañana le parecía una extraña, una extraña a la que deseaba complacer. Sí, será un placer, pensó él. No le apetecía dar su habitual paseo matutino con sus amigos o pasar un par de horas en White’s leyendo los periódicos y conversando con conocidos.
Ella le sonrió. No se comportaba como de costumbre, pensó él. Desempeñaba un papel: la amable y encantadora dama decidida a cumplir con su parte del acuerdo. Esta mañana ambos se comportaban como unos educados extraños, pero quizá no fuera mala cosa.
—En tal caso me encantaría —dijo ella—. Imagino que las tiendas londinenses harán que las de Tawmouth parezcan insignificantes.
—Me sorprende —dijo él— que vuestro padre no os trajera a la ciudad durante la temporada social.
—La temporada social en la ciudad cuesta mucho dinero, milord —respondió ella—. Sean… —dijo y ensartó un trozo de salchicha con el tenedor y se lo llevó a la boca sin terminar la frase.
Habían tenido que comprar el nombramiento militar de Sean, el uniforme, la espada y el resto del equipo. Los gastos sin duda habían consumido gran parte de los recursos de Penwith, ya muy mermados debido a las deudas de Sean. Pero él se había propuesto evitar toda referencia al pasado durante las semanas que estuvieran juntos. Nada podía alterar el pasado. Por consiguiente, quizá nada pudiera salvar el futuro. Pero debían tratar de conseguirlo.
—Será un placer mostraros las tiendas, los lugares turísticos y las diversiones que ofrece Londres —dijo—. Desde un punto de vista egoísta, me complace que todo os resulte una novedad.
—Gracias.
Ella sonrió de nuevo.
Quizá, pensó él más tarde mientras paseaban por Oxford Street, era preferible que se hubieran convertido en cierta forma en unos extraños. Habían conversado durante toda la mañana cortésmente, aunque con cierta frialdad, sin discutir en ningún momento. Y él disfrutaba llevándola del brazo, observando cómo los viandantes se volvían para mirarla. Debían de preguntarse quién era esa mujer que iba acompañada del conde de Haverford. Era evidente que no era una pelandusca, pero nadie sabía quién era exactamente, hasta que él la presentara como su condesa. Su compañía le llenaba de gozo.
Cuando Moira admiró un sombrero que vio en un escaparate, él entró con ella en la sombrerería para que se probara una docena de creaciones.
—Pero no necesito más, milord —protestó ella, volviéndose de espaldas al espejo ovalado sobre el mostrador para que él contemplara admirado lo bien que le sentaba un atractivo sombrero de paja, adornado con flores en la copa y una ancha cinta azul anudada debajo de la barbilla—. Tengo muchos sombreros.
Pero él sabía que éste le gustaba y deseaba poseerlo.
—Nos lo llevamos —dijo a la vendedora.
—Milord… —dijo Moira, pero se sonrojó y se rió y no siguió protestando.
En otra tienda él le compró unos elegantes guantes de color paja a juego con el sombrero. Eran carísimos, dijo ella, pero le dio las gracias. Kenneth se lo estaba pasando estupendamente bien.
—Ah, qué abanicos tan bonitos —comentó ella en Bond Street, deteniéndose para admirar otro escaparate—. Fijaos en las imágenes que tienen pintadas, milord. Son unas obras de arte exquisitas.
Él se detuvo junto a ella para mirar los abanicos…, y a ella.
—¿Cuál os gusta más?
—Creo que el del Cupido desnudo que dispara su flecha a la ninfa que huye —respondió ella—. Es inútil que corra. No logrará escapar.
—Yo también querría huir de un pastor de aspecto tan ridículo —observó él riendo. Ella mostraba un aire juvenil y alegre, pensó—. A mí me gusta ése, el que muestra a una mujer sentada en una ribera cubierta de musgo mientras un caballero se inclina sobre ella para admirarla. Es una escena muy romántica.
Pese a las insistentes protestas de Moira, él entró en la tienda y le compró el abanico.
—A partir de ahora no me atreveré a expresar mi admiración por ningún objeto —dijo ella cuando él salió de la tienda—, por temor a que me lo compréis. No es necesario que lo hagáis, milord. Me dais una asignación más que generosa y tengo todo cuanto pueda necesitar.
—Quizá, señora —contestó él—, me agrada compraros cosas bonitas.
Ella frunció un poco el ceño y sus ojos asumieron una expresión preocupada, pero sonrió de nuevo.
—En tal caso, gracias —dijo.
Moira guardó un obstinado silencio cuando se detuvieron ante el escaparate de una joyería, aunque él comentó admirado la exquisitez de unas pulseras expuestas y trató de jugar al juego que ella había jugado con los abanicos. Pero ella no le siguió.
—Entremos —dijo él—, para poder admirarlas sin la barrera de la vitrina. Las joyas deben ser contempladas sin que nada se interponga.
Ella apenas despegó los labios dentro de la tienda. Convino con el joyero en que las pulseras eran preciosas, pero insistió en que no tenía preferencia por ninguna.
—Ésa —dijo Kenneth por fin, indicando la más bonita, y costosa, una delicada pulsera con diamantes engarzados—. Envolvedla, por favor.
Moira permaneció junto al mostrador mientras él pasaba al fondo de la tienda para pagar la pulsera y tomar posesión de ella. Sería un regalo de bodas, pensó, aunque tardío. No había regalado nada a Moira el día de su boda salvo la alianza de oro. Ahora le regalaría la pulsera de diamantes para que la luciera.
Ella no le devolvió la sonrisa cuando él se reunió con ella en la parte delantera del establecimiento. Se volvió en silencio y salió detrás de él a la calle. Cuando alzó la vista y le miró, él observó en sus ojos una expresión preocupada.
—Debe de costar una fortuna —dijo ella—. No era necesario que hicierais esto. No tenéis que comprar… mis favores.
—Santo cielo —dijo él, agachando la cabeza para mirarla debajo del ala de su elegante sombrero de color marrón—. ¿Eso creéis que hago? Hace menos de tres meses que sois mi esposa, señora. Os he comprado esa joya porque me complace hacerlo. Os he regalado unos diamantes porque no os había hecho ningún regalo de bodas.
—¿Un regalo de bodas? —repitió ella—. Pero ¿y si no seguimos juntos?
Él no quería pensar esta mañana en esa posibilidad.
—Eso no altera el hecho de que hubo una boda —replicó—. Y un regalo es un regalo. La pulsera es vuestra, podéis quedaros con ella al margen de lo que ocurra entre nosotros. En cualquier caso, os recordará… una agradable mañana.
—Muy bien —dijo ella—. Gracias.
Pero de alguna forma la alegría y exuberancia de esa mañana se había disipado. Él había pensado en llevarla a comer un helado. Pero si lo hacía, tendrían que sentarse juntos a una mesa y conversar. ¿De qué hablarían? ¿Había quedado él como un idiota al comprarle esos objetos como un jovenzuelo enamorado? Decidió llevarla directamente a la biblioteca y luego a casa.
Pero al ofrecerle el brazo, se fijó en una pareja que se había detenido junto a ellos.
—¿Ken? —dijo una voz familiar, y él se volvió para saludar al vizconde de Rawleigh y a lady Rawleigh—. Esta mañana me he encontrado con Nat en el parque. ¿Quieres hacerme el honor de presentarnos?
Kenneth hizo las presentaciones y vio que Rex observaba a Moira con curiosidad mientras ella sonreía y departía con ellos con el mismo encanto que había mostrado la noche anterior.
—El señor Gascoigne dijo a mi esposo que habíais llegado a la ciudad —dijo lady Rawleigh a Moira—. Habíamos pensado en ir a visitaros esta tarde, ¿verdad, Rex? El señor Gascoigne dijo que era vuestra primera visita a Londres.
—Venid de todos modos —respondió Moira—. Estaremos encantados de recibiros.
—Se me ocurre una idea mejor —dijo lady Rawleigh—. ¿Asistiréis esta noche al baile de lady Algerton?
Moira miró a Kenneth con expresión interrogante.
—Desde luego —dijo él.
—En tal caso venid primero a cenar a nuestra casa —dijo lady Rawleigh—. ¿No te parece una idea espléndida, Rex?
—Estaré encantado de tener la oportunidad de conocer mejor a lady Haverford, querida —respondió el vizconde sonriendo—. Y, por supuesto, de charlar contigo, Ken. Os ruego que me reservéis el segundo baile, señora —añadió sonriendo a Moira.
—Parecen muy agradables —dijo ésta cuando las dos parejas se despidieron al cabo de unos minutos—. ¿Lord Rawleigh es otro de vuestros amigos del regimiento de caballería, milord?
—Éramos cuatro amigos —contestó él—. Estábamos unidos como hermanos. ¿Os gustaría ir a cenar a casa de los Rawleigh?
—Sí —respondió ella—. Por eso he venido, ¿no? Para conocer a gente, especialmente a las personas con las que os relacionáis. ¿Solía viajar lady Rawleigh con su esposo? Creo que se dice «seguir a la tropa».
—Hace poco que se han casado —le explicó él—. De hecho, se casaron unas semanas después que nosotros.
—Ah —dijo ella—. Parecen muy enamorados.
—En efecto —respondió él—. Creo que lo están.
Entre ellos se hizo un silencio que duró hasta que llegaron a la biblioteca, donde tuvieron una excelente excusa para no hablar en voz alta. Él no quería contarle que la boda de Rex había sido tan repentina y tan poco deseada por su parte como la suya. Con ello sólo conseguiría que fuera tan obvio para ella como lo era para él, que los Rawleigh habían logrado resolver sus diferencias y superarlas mientras que Moira y él no lo habían hecho. Al menos, todavía. Esta mañana se había sentido esperanzado. Pero ahora había vuelto a interponerse entre ambos algo negativo. La maldita pulsera. Debió pasar de largo frente a la joyería y llevarla a comer un helado, pensó.
A Moira le habría gustado relajarse durante la tarde, quizá dar un paseo por Hyde Park. Estaba impaciente por contemplar ese parque tan famoso. Le habría gustado relajarse hasta que tuviera que preparase para la velada, que aguardaba con ilusión. El vizconde Rawleigh le había parecido muy amable y su esposa una mujer cordial y encantadora. Deseaba tener una amiga en Londres. A fin de cuentas, a su esposo no le apetecería pasar todas las horas de cada día con ella. Y a ella le habría gustado deleitarse pensando en el baile de esta noche, un baile al que asistiría la flor y nata de la sociedad, uno de los más sonados de la temporada. Deseaba crear unos recuerdos que llevarse a casa dentro de unas semanas, unos recuerdos agradables.
La mañana no había sido un éxito. Y reconocía que gran parte de la culpa era suya. Durante el último año habían vivido de forma muy frugal en Penwith. No habían podido permitirse ninguna extravagancia. El sombrero de paja que él le había comprado esta mañana le parecía justamente eso, una extravagancia, al igual que los guantes. Pero sabía que su esposo era muy rico, y se hallaban en Londres durante la temporada social, y ella no se había molestado en ocultar su deseo de poseer ese sombrero. Se habría sentido más que satisfecha con ese regalo. Habría hecho que una agradable mañana fuera perfecta.
Pero más tarde él le había comprado el abanico. Y por último la pulsera, que sin duda había costado más de lo que su madre y ella habían gastado en un año. No quería regalos tan costosos. Quería algo de un valor más humano. Amistad, tal vez, incluso afecto. Era a eso a lo que había accedido, a tratar de consolidar un sentimiento amigable entre ellos que quizá les ayudara a salvar su matrimonio. No había accedido a que él tratara de comprar sus afectos ni le había inducido a pensar que derrochar dinero y cubrirla de regalos era un sustituto aceptable del afecto.
Pero había percibido el cambio de talante que se había producido en él al salir de la joyería. Y se había percatado del error que ella había cometido. Él había disfrutado. Le había comprado esos obsequios porque deseaba hacerlo. Y ella se lo había echado en cara. Moira comprendió que tendría que volver a intentarlo y esforzarse más. Al fin y al cabo, no había imaginado que esto sería fácil. De modo que había confiado en dar un paseo por el parque, un sencillo placer que les permitiera hablar sin la frialdad que ambos habían mostrado esta mañana.
Pero no iba a ser una tarde placentera ni relajada. Durante el almuerzo su marido le comunicó que la llevaría a visitar a su hermana. Y cuando Moira sintió una opresión en el estómago ante la noticia, él añadió que su madre se alojaba también en casa de los vizcondes de Ainsleigh.
—No —contestó ella con firmeza—. No, milord. Me niego a ir a visitarles.
A eso no había accedido. Había accedido a pasar unas agradables semanas visitando Londres y participando en las celebraciones de la alta sociedad. No había accedido a dejarse atrapar en el programa, mucho menos grato, que él había preparado. Ella no tenía nada que decir a la madre ni a la hermana de él.
—Iréis —replicó él con no menos firmeza—. Sois mi esposa. Debo presentaros a mi madre y a mi hermana.
—Pero dentro de unas semanas ya no seré vuestra esposa —protestó ella—. Tan sólo de nombre. Y en Navidad ambas expresaron con toda claridad lo que pensaban de mí. No deseo tener tratos con ellas.
—En Navidad —contestó él—, no erais mi esposa, ni siquiera mi prometida. Iremos a visitarlas, Moira. Es preciso observar ciertas cortesías. Y ésta es una de ellas.
—De modo que es una orden —dijo ella apretando los labios—. No tengo más remedio que obedecer.
Él la miró con frialdad. Había vuelto a ser el Kenneth de siempre.
—Sí, es una orden —respondió—. La cual no tendría que daros si supierais cómo comportaros.
Esa acusación la irritó.
—Así que fue por esto que esta mañana me comprasteis la pulsera de diamantes, el sombrero y el abanico —dijo ella—. Y los guantes.
—No seáis niña.
—Siempre volvemos a lo mismo —replicó ella—. Cada vez que discutimos, resulta que me comporto como una niña. Y vos, milord, sois un grosero y un tirano. Fui una estúpida al venir, y una estúpida al acceder a intentar que las cosas fueran distintas entre nosotros. Nada cambiará nunca.
—No a menos que nosotros nos los propongamos —dijo él.
—Aquí no hay un «nosotros» —dijo ella—. Sólo vos y yo: vos dais las órdenes y yo las obedezco.
Él empezó a tamborilear con los dedos en la mesa.
—¿Os negáis a observar las debidas cortesías yendo a visitar esta tarde a mi madre? —preguntó.
Ella se levantó, obligándole a hacer lo propio, aunque aún quedaba comida en su plato. No, no permitiría que él se saliera con la suya. No permitiría que la acusara del fracaso de su experimento antes de que hubiera transcurrido un día.
—Estaré dispuesta —dijo— cuando os plazca enviar por mí, milord.
Él se quedó donde estaba cuando ella abandonó la habitación.
Ella dejó que la ira siguiera reconcomiéndola durante una hora y durante el silencioso trayecto en coche que emprendieron más tarde. ¿Cómo se había atrevido él a forzarla a visitar a su madre, que prácticamente la había arrojado de Dunbarton la noche del baile navideño, y a su hermana, que la había tratado con manifiesto desdén y antipatía la noche de la fiesta en Tawmouth? Pero su atrevimiento no tenía límites. Kenneth nunca había sentido la menor compasión por los demás.
Ella se volvió hacia él cuando el coche se detuvo frente a la mansión urbana de los vizcondes de Ainsleigh.
—¿Lo saben ya? —le preguntó—. ¿Saben que estamos casados?
La respuesta de él influiría de forma determinante en la forma en que se comportaría ella.
—No les he ofrecido ninguna explicación —respondió él—. No era necesario. Pero si hacéis el favor de cambiar de expresión, señora, quizá nos resulte más sencillo dar la impresión de que fue una boda por amor.
—¿Estábamos tan profundamente enamorados —replicó ella— que nos separamos al cabo de una semana y hemos vivido separados durante dos meses? Es imposible que se lo crean.
—Pensé que mi familia no os importaba —dijo él—. ¿Acaso os importa lo que piensen?
—No —contestó ella.
—En tal caso —dijo él—, da lo mismo si conseguimos o no engañarles. Pero si vos me sonreís, señora, yo os sonreiré a vos.
Acto seguido le dirigió una deslumbrante sonrisa que ponía de realce su enorme encanto.
—Pero está claro que a vos sí os importa lo que piensen.
—Si reconozco eso, Moira —dijo él—, sólo conseguiré que me miréis con gesto hosco durante la próxima hora.
—No merecéis menos —respondió ella.
—Cierto —dijo él con un tono tan afable que ella se preguntó si estaban discutiendo o bromeando.
Puede que esto fuera simplemente una broma para él, pero para ella era muy serio. Habría preferido hacer cualquier cosa que lo que estaba haciendo en estos momentos, esto es, dejar que él la ayudara a apearse del carruaje.
Estaba claro que la condesa viuda de Haverford y la vizcondesa de Ainsleigh no habían sido informadas de esta visita, aunque ambas estaban en casa y tenían visita. Se hallaban en el cuarto de estar acompañadas por dos señoras y un caballero, aparte del vizconde de Ainsleigh. Quizá fuera preferible, pensó Moira. Aunque los rostros de su suegra y de su cuñada denotaban estupor cuando Kenneth y ella entraron en la estancia después de ser anunciados por el mayordomo, la educación exigía que la trataran con la mayor cortesía. Lady Haverford incluso invitó a Moira a sentarse en el sofá junto a ella y le sirvió una taza de té.
—Confío en que lady Hayes esté bien —dijo.
—Sí, gracias —contestó Moira—. Está perfectamente.
—Y espero que tu viaje a la ciudad haya sido agradable.
—Sí, gracias —respondió Moira—. Mi es… Kenneth pidió a su administrador que me acompañaran varios criados para mayor seguridad e hizo que reservaran las mejores habitaciones en las mejores posadas. Fue un viaje muy agradable e interesante. Todo representa una novedad para mí.
—¿No habías venido nunca a la ciudad? —preguntó Helen—. Todo debe de parecerte muy extraño y distinto de la vida en el campo.
Moira fingió no percatarse del desdén y la condescendencia que denotaban sus palabras.
—Llegué anoche —respondió—. Pero las tiendas me han parecido magníficas. Esta mañana Kenneth me ha llevado a Oxford Street y a Bond Street.
—¿Asistiréis esta noche al baile de lady Algerton, lady Haverford? —preguntó uno de los invitados.
—Sí —respondió Moira—, y me hace mucha ilusión.
Supuso que a estas personas debía de parecerles una aldeana, pero no quería fingir una sofisticación y un cinismo que sólo la harían parecer ridícula. Sonrió.
—Sin duda Kenneth bailará el primer baile contigo —dijo el vizconde de Ainsleigh—. ¿Me reservarás el segundo, Moira? ¿Me permites que te tutee, dado que nos hemos convertido en hermanos?
—Encantada. —Moira esbozó una sonrisa más cálida. El vizconde le había caído bien desde que lo había conocido en el baile de Dunbarton, cuando él había tratado de disimular la descortesía que su esposa le había demostrado a ella y a sir Edwin Baillie—. Pero me temo que he prometido el segundo baile al vizconde de Rawleigh, señor.
—Michael —dijo él—. Entonces resérvame el tercero, a menos que lo tengas también comprometido.
—Gracias, Michael —respondió ella.
Kenneth estaba de pie junto al sofá, detrás de ella. Apoyó una mano sobre su hombro y sin detenerse a pensar, Moira alzó su mano para apoyar los dedos sobre los de él. Fue un gesto que ella sabía que no había pasado inadvertido a su familia política o a sus invitados, un gesto no estrictamente correcto, pero quizá disculpable en unos recién casados profundamente enamorados. Aunque no era el caso, por supuesto. Él lo había hecho para ofrecer a Moira apoyo moral. Ella había sentido la necesidad de aceptarlo. Pero no importaba. Quizá, como él le había sugerido en el coche, era más sencillo hacer creer a los demás que el suyo era un matrimonio por amor. Moira se volvió para mirarlo, y cuando él le sonrió, ella inmediatamente le devolvió la sonrisa.
—Cuando lleguéis esta noche, espero que conduzcas a tu esposa junto a mí, Kenneth —dijo la condesa viuda cuando se disponían a marcharse al cabo de un rato. La dama aceptó su brazo para bajar la escalera con ellos—. Me encargaré de presentarla a toda la gente a la que la condesa de Haverford debe conocer.
—Como gustes, mamá —respondió él inclinándose ante ella.
—Gracias, señora —dijo Moira.
Su suegra la miró con gesto serio.
—Es preferible que hayas sufrido un aborto —dijo—. A una nueva condesa que carece del lustre que da la ciudad y de un nombre reconocible no le conviene añadir los chismorreos que suscitaría un parto acaecido a los seis meses de la boda.
De modo que él le había mentido, pensó ella. Se lo había contado a su familia. Lo sabían todos, habían estado al corriente del asunto mientras ella conversaba con ellos en el cuarto de estar. Moira alzó el mentón con gesto desafiante.
—Supongo que te habrá escrito la señora Whiteman de Dunbarton —dijo Kenneth—. Debo hablar con ella sobre la falta de lealtad. Moira ha tardado mucho tiempo en recobrar la salud y el optimismo, mamá. Pero no hallamos consuelo por la pérdida del niño que iba a ser nuestro hijo. Te agradecería que no mencionaras esto a nadie más.
—No se me ocurriría hacerlo —contestó ella—. De modo que habéis adquirido riqueza, una posición social y seguridad, Moira. No puedo hacer nada para cambiar eso. Sólo confío en que sabréis estar a la altura de las circunstancias, y ofreceros mi ayuda para que os aclimatéis con facilidad a vuestra nueva vida.
Era un ofrecimiento hecho a regañadientes. No había ningún calor en él, ningún afecto. Pero no dejaba de ser un ofrecimiento. Un ofrecimiento que significaba cierto grado de aceptación. Si iba a permanecer junto a Kenneth, pensó Moira —suponiendo que fuera así—, sería una estúpida si lo rechazaba.
—Gracias, señora —dijo.
—Más vale que me llames mamá —dijo la condesa viuda—. Tengo unos invitados en el cuarto de estar. Debo regresar junto a ellos.
Kenneth se inclinó ante ella. Moira le hizo una reverencia.
Al cabo de unos minutos se hallaban de nuevo en el coche, sentados muy tiesos uno junto al otro.
—Lo siento —dijo él cuando el coche arrancó—. Ignoraba que ella lo sabía. Como es natural, despediré a la señora Whiteman de su puesto en Dunbarton. No consiento que el ama de llaves sea más leal a mi madre que a vos. Imagino que lo que dijo mi madre os dolió.
—Sí —respondió ella. Pero lo que él había dicho inopinadamente la había conmovido. Se había expresado como si la pérdida del niño le hubiera afectado tanto como a ella, no hallamos consuelo por la pérdida del niño… Y estaba dispuesto a despedir al ama de llaves por informar a su antigua señora, a espaldas de su esposa, de lo sucedido. Ay, Kenneth, pensó ella, no me confundas.
—¿Ha sido la visita tan horrible como esperabais? —preguntó él.
—No. —Ella fijó la vista en sus manos, que tenía apoyadas en el regazo—. Si no hubiéramos ido a visitarles esta tarde, nos habríamos encontrado con ellos esta noche, ¿no? Habría sido muy embarazoso.
—En efecto —dijo él.
—Y vos pensasteis en ello. —Ella, en cambio, había sido tan tonta que no se le había ocurrido—. Sí, fue mejor de lo que esperaba. Al menos nadie me echó de allí cuando entré.
—No se habrían atrevido —dijo él—. Sois mi esposa.
Ella sonrió sin alzar la vista de sus manos.
—Entonces, ¿me perdonáis por haberos ordenado ir? —preguntó él.
—Tenéis el derecho de ordenarme lo que os plazca —respondió ella.
—Ésa es una respuesta peligrosamente humilde —replicó él, mirándola de refilón.
Ella se encogió de hombros y cambió de tema.
—Me cae bien el vizconde de Ainsleigh, quiero decir, Michael —comentó—. Es un auténtico caballero.
Le asombraba que le cayera bien. Sean amaba a Helen e iba a casarse con ella. Y lo habría hecho de no ser porque…
—Helen ha tenido suerte —dijo él. Pero cuando ella se volvió rápidamente para mirarlo, él se le adelantó—. Dejadlo, Moira. Gocemos de estas dos semanas. Esta mañana y esta tarde las cosas han transcurrido de forma bastante aceptable, ¿no creéis?
—Bastante aceptable —convino ella.
—En cualquier caso no esperábamos enamorarnos de modo fulminante y comprobar que el otro era la perfección personificada, ¿verdad?
—¡Dios nos libre! —exclamó ella con vehemencia.
—Me moriría de aburrimiento al cabo de una semana —observó él.
—Creo que yo me moriría al cabo de seis días —contestó ella.
Ninguno de los dos se rió. Ni siquiera se miraron. Pero de alguna forma habían recuperado el sentimiento casi amigable que habían compartido esta mañana hasta que a él se le había ocurrido comprarle el abanico.