Capítulo 17

Desde hacía más de una semana, Kenneth había hecho unos cálculos mentales, siempre con idénticos resultados. Si su mensajero había tardado el menor tiempo posible en dirigirse a caballo a Dunbarton, y si Watkins había podido hacer los trámites necesarios en los dos días que le había dado, y si su coche tardara el menor tiempo posible en llegar a Londres, ella llegaría, como muy pronto, mañana. Probablemente llegaría pasado mañana o quizás al otro día, especialmente si la lluvia dificultaba el viaje. Trataría de no pensar en que llegaría mañana.

Lo más prudente era no esperar que viniera. Había tardado una hora en redactar una y otra vez su breve misiva. Había evitado ordenarle que viniera, informándole simplemente que le complacería que lo hiciera. Tratándose de Moira, una orden tendría menos efecto que una petición. Si no deseaba venir, o si quería desafiarle a toda costa, simplemente se abstendría de venir.

Y entonces, ¿qué haría él? ¿Ir a buscarla? Sabía que no lo haría. Si ella se negaba a venir, él zanjaría la cuestión de inmediato, se olvidaría de Dunbarton, olvidaría que era un hombre casado. Viajaría por todo el mundo. Quizá tomaría una amante y la llevaría con él. Procuraría rehacer su vida de alguna forma. No se lamentaría por una esposa que no le amaba. En cuanto a tener un hijo y heredero, ¡al cuerno con ello!

Como muy pronto, ella llegaría mañana.

Él sabía que si se quedaba en casa se sentiría como un oso enjaulado. De modo que asistió a una recepción al aire libre en Richmond y pasó una agradable tarde alternando con otros invitados, paseando con lady Rawleigh, conversando con la señorita Wishart y su flamante prometido, un simpático joven del que saltaba a la vista que estaba muy enamorada, disputando una partida de croquet con la señora Herrington, una descocada viuda que la semana pasada le había dicho que buscaba un nuevo amante y le gustaban los hombres altos y rubios, y evitando a la señorita Wilcox.

Más tarde fue a White’s a cenar con un grupo de amigos entre los que se hallaban Nat y Eden. Decidió no asistir al teatro más tarde ni a la reunión en casa de la señora Sommerton. Quizá se pasaría luego por Almack’s, según dijo a unos amigos que se iban a la ópera.

—Pareces un oso enjaulado, Ken —observó lord Pelham.

Kenneth sonrió y dejó de tamborilear con los dedos sobre el mantel.

—Supongo —dijo lord Pelham— que estás pensando en si debes aceptar o no la propuesta de la viuda. Me lo contó todo ella misma, cuando pensó que yo iba a hacerle una proposición.

—¿Y estaba en lo cierto, Ede? —preguntó el señor Gascoigne, riendo—. ¿Ibas a hacerle una proposición?

—Acabas de instalar cómodamente a tu pequeña bailarina —terció Kenneth.

Lord Pelham sonrió satisfecho.

—La cual demuestra tanta energía en el escenario como fuera de él —comentó éste—. Simplemente me mostré galante con la señora Herrington.

—Ya —dijo el señor Gascoigne.

—Debe de ser una mujer fascinante, Ken —observó lord Pelham—. Me dijo que los hombres rubios la vuelven loca. Ése fue el término que empleó, sobre todo si también son altos, poseen un empaque militar y tienen los ojos fríos y plateados. Lo juro por Dios.

Alzó la mano derecha mientras sus dos amigos prorrumpieron en carcajadas, a las que él se unió.

—En estos momentos no busco una amante —dijo Kenneth, levantándose—. ¿Queréis venir a tomar una copa a Haverford House? ¿Os apetece que nos pasemos más tarde por Almack’s?

—Más vale que no lleguemos un segundo pasadas las once —dijo el señor Gascoigne—, o las feroces comadres no nos dejarán entrar, aunque te coloquemos a ti delante, Ken, para encandilarlas con tu pelo rubio, tu empaque militar y tus fríos ojos plateados.

Todos rompieron de nuevo a reír cuando abandonaron el comedor.

Seguían riéndose cuando llegaron a Haverford House en Grosvenor Square. Recreaban la Batalla de Waterloo, evitando el baño de sangre en que había degenerado organizando un combate cuerpo a cuerpo entre un paladín francés y un paladín inglés que aniquilaría a su enemigo con su atractivo pelo rubio, su empaque militar y sus ojos plateados, fríos como el hielo y penetrantes como puntas de lanza. La capacidad de reírse y de centrarse en lo absurdo les había resultado muy útil durante los años en que la vida les había ofrecido escasos momentos divertidos.

—Haz que nos suban oporto y brandy al cuarto de estar —ordenó Kenneth a su mayordomo.

—Sí, milord —respondió éste—. Milord…

—Podríamos haber enviado a Ede contigo como tu escudero —dijo el señor Gascoigne—. Sus ojos azules han hecho estragos entre ciertas personas que han tenido la mala fortuna de fijar la vista en ellos.

—Si hubiéramos podido convencer al viejo Bonaparte de que enviara a una mujer como paladín… —comentó lord Pelham suspirando.

—Probablemente habría resultado que ésta prefería a los amantes morenos y latinos —dijo Kenneth—, con el pelo negro y grasoso y mostachos rizados y engominados.

Todos reían a mandíbula batiente cuando Kenneth les condujo al cuarto de estar y abrió la puerta.

Se detuvo en seco nada más entrar. Una mujer se levantó de una butaca junto a la chimenea, una mujer alta, elegante y con una figura curvilínea. Lucía un elegante vestido azul pálido, sencillo dentro de su elegancia. Llevaba el pelo, oscuro y lustroso, peinado en suaves rizos alrededor de su rostro y recogido en un moño alto. Su rostro largo y ovalado se asemejaba de nuevo al de una virgen renacentista. Tenía las mejillas sonrosadas y sus ojos emanaban una luz especial. Ofrecía un aspecto rebosante de salud. Estaba muy guapa.

Él era consciente del silencio que se había hecho en la habitación y se apresuró a avanzar unos pasos antes de detenerse e inclinarse ante ella. Ella hizo una reverencia sin apartar sus ojos oscuros de los suyos.

—Señora —dijo él—, celebro que hayáis llegado puntualmente. ¿Estáis bien?

—Perfectamente. Gracias, milord —respondió ella.

—Confío en que hayáis tenido un viaje cómodo y no excesivamente fatigoso —dijo él.

—Ha sido muy agradable, gracias —dijo ella.

Él se sentía tan impresionado que apenas podía articular palabra. Le parecía irreal que ella estuviera aquí, que Moira estuviera en Londres. Había venido. No le había desafiado. Kenneth avanzó otros dos pasos.

—¿Me permitís el honor de presentaros a mis amigos? —preguntó—. El señor Gascoigne y lord Pelham. —Se volvió y les señaló, observando las miradas corteses y curiosas de ambos—. Caballeros, la condesa de Haverford.

—Señor Gascoigne. Lord Pelham —dijo ella haciendo una reverencia.

—Milady.

—Señora.

Ambos se inclinaron ante ella.

Todo resultaba frío y embarazosamente formal.

—Pero ahora caigo en que ya os conocíais —dijo él.

Nat fue el primero en reconocerla.

—Cuando nos alojamos unos días en Dunbarton —dijo—. Una noche tocasteis el piano para que la gente bailara. Es un placer volver a veros, señora.

El semblante de Eden era una máscara impasible que ocultaba, como sospechaba Kenneth, una profunda turbación.

—Demostrasteis un gran talento para el piano, señora —dijo.

Ella sonrió.

—Por favor, volved a sentaros, querida —dijo Kenneth, maldiciéndose por haber utilizado un término afectuoso que sonaba muy artificial—. He pedido que nos suban una botella de oporto. ¿Queréis que pida que suban también la bandeja del té?

—Sí, por favor.

Ella se sentó en la butaca de la que se había levantado al entrar ellos y sonrió a los invitados de Kenneth mientras él tiraba de la campanilla y se situaba luego junto a su butaca.

—Mi esposa ha venido de Cornualles para gozar de las últimas semanas de la temporada social —les explicó. Habría sido más sencillo haberles informado de que esperaba su llegada. Pero había temido quedar como un débil ante sus amigos si ella se negaba a venir.

—Comprobaréis que la ciudad está más atestada de gente que de costumbre, señora —dijo lord Pelham—, debido a la afluencia de ex oficiales como nosotros.

—Es la primera vez que vengo a Londres, milord —respondió ella—. No he salido nunca de Cornualles salvo una vez, de niña, en que fui a Bath.

Kenneth la miró asombrado. Eso no lo sabía. Había supuesto que Hayes la había traído a la capital al menos en una ocasión para que gozara de la temporada social.

—Entonces preparaos para dejaros sorprender y maravillar, señora —dijo el señor Gascoigne—. Estar en la ciudad durante la temporada social es una experiencia que nadie debería perderse.

—Estoy impaciente por conocer la ciudad, señor —respondió ella, sonriendo—. ¿Conocisteis a mi esposo en el ejército?

De pronto Kenneth cayó en la cuenta que sólo la había visto mostrarse sumamente incómoda en compañía de sir Edwin Baillie, y furiosa, desafiante y hostil hacia él antes y después de la fatídica noche que habían pasado juntos. Ahora, de pie junto a su butaca, tuvo la impresión de que de alguna forma era como si la viera por primera vez. Se mostraba afable y encantadora, interesada e interesante. Observó fascinado cómo sus amigos se relajaban y caían bajo el hechizo de ella durante media hora hasta que Nat, seguido de inmediato por Eden, se levantó, se despidió con una reverencia y se marchó.

—No es necesario que nos acompañes a la puerta, Ken —dijo lord Pelham, alzando una mano cuando Kenneth hizo ademán de salir con ellos de la habitación—. ¿Lady Haverford? Ha sido un honor y un placer conoceros, señora.

Cuando se fueron, Kenneth se quedó mirando la puerta cerrada unos momentos, en silencio.

—Bien, señora —dijo por fin, volviéndose hacia ella, que estaba de pie junto a la chimenea.

Su rostro había perdido en parte su luz y su calor, pero seguía teniendo las mejillas arreboladas. Él apenas daba crédito al cambio que había experimentado ella, en sentido positivo, en dos meses. No mostraba señal alguna de haber llorado su ausencia. ¡Qué idea tan ridícula!

—Bien, milord —dijo ella en voz baja sentándose de nuevo. Él observó que su espalda no rozaba siquiera el respaldo de la butaca, pero mostraba una postura elegante y natural.

Él se acercó a la chimenea vacía y apoyó una mano en la repisa y un pie en el hogar, contemplando los carbones sin encender. Se sentía turbado de hallarse a solas con ella y durante un momento maldijo haberse precipitado en haberle pedido que viniera.

—No sabía si vendríais —dijo—. Pensé que quizás os negaríais.

—Cuando me casé vos —respondió ella—, juré obedeceros, milord.

Él se volvió para mirarla unos momentos antes de fijar de nuevo la vista en los carbones. Casi sonrió. No creía en su fingida humildad.

—Tenéis buen aspecto —observó.

—Gracias.

Ella no hizo intento alguno de llevar el peso de la conversación, como había hecho cuando sus amigos habían estado presentes. No parecía complacida por el elogio que él acababa de hacerle. Se produjo un largo silencio.

—¿Por qué habéis venido? —preguntó él—. Aparte de pensar que teníais el deber de obedecerme.

—Quería venir —respondió ella—. Deseaba conocer Londres. Deseaba verlo durante la temporada social. Deseo participar en algunas de las diversiones que ofrece. No sería humana si no hubiera deseado venir.

—¿No deseabais volver a verme? —preguntó él.

Ella sonrió ligeramente pero no respondió. Era una pregunta estúpida. Se produjo de nuevo un silencio.

—Lo cierto —dijo él por fin—, es que estamos casados.

—Sí.

—Ninguno de los dos lo deseaba —dijo él—. Y ni siquiera tuvimos la fortuna de sentir una indiferencia mutua cuando nos vimos obligados a casarnos. Ha habido una inquina, incluso una hostilidad entre nosotros durante tanto tiempo, que hasta nos costaba comportarnos con cortesía cuando estábamos juntos.

—Sí —respondió ella.

—Hace dos meses me dijisteis —prosiguió él—, en dos ocasiones distintas, que lamentabais haberme vuelto a ver. Yo satisfice vuestros deseos porque eran análogos a los míos. Pero desde entonces se me ha ocurrido que en esos momentos ambos pensábamos con nuestras emociones, puesto que hacía poco habíais sufrido un aborto. Pienso que ahora que nos hemos distanciado un poco de ese penoso acontecimiento, quizá deberíamos volver a plantearnos la decisión de vivir separados.

—Sí —dijo ella.

Parecía extraño estar hablando con una Moira que no le llevaba la contraria. ¿Se mostraba fríamente obediente? ¿Fríamente indiferente? ¿O había reflexionado también y había llegado a unas conclusiones similares? ¿Le parecía el presente estado de su vida tan insoportable como a él le parecía el suyo, o se había ablandado su corazón, como le había ocurrido a él la noche en que Nat había hecho que su corazón se deshelara y le había reducido a la ignominia de las lágrimas?

—Como condesa de Haverford —dijo él—. Tenéis derecho a que os presente a los miembros de la alta sociedad. Las actividades de la temporada social en Londres son muy agradables. Imagino que durante las últimas semanas aumentarán tanto en número como en calidad. No puedo reprocharos que hayáis venido para participar en ellas, aunque no hayáis venido por otro motivo. Confío en que me hagáis el honor de dejar que os acompañe a algunas de las celebraciones y os presente como mi condesa.

—Me parece razonable —respondió ella.

—Y quizá de paso —añadió él—, podamos decidir entre los dos si es posible salvar nuestro matrimonio.

Se produjo otra larga pausa. Pero cuando él se volvió para mirarla de nuevo, ella le devolvió la mirada sin perder la compostura.

—Eso también me parece razonable —dijo ella.

—Al término de la temporada social no os daré ninguna orden —dijo él—. Cada cual tomará la decisión que crea oportuna. Ninguno de nosotros sabemos aún si la convivencia en nuestro matrimonio puede ser tolerable. Espero que ambos lleguemos a la misma decisión. En caso contrario, confiemos en que al menos lleguemos a un acuerdo amistoso. Si vivir juntos siquiera durante un tiempo resulta imposible, podréis regresar a Dunbarton y vivir allí vuestra vida. Yo me dedicaré a viajar por el mundo. Y no volveré a ordenaros que os reunáis conmigo. Aunque no os lo planteé como una orden, Moira, sino como una petición.

Él percibió el resentimiento que destilaba su voz y confió en que ella no hubiera reparado en ello.

Moira esbozó una media sonrisa.

—¿Acaso la petición de un esposo no es lo mismo que una orden? —le preguntó.

—No —contestó él secamente—. No este esposo. Y este esposo es el único que tenéis. No permitiré que discutáis conmigo continuamente como hacíais en Cornualles, Moira. Quiero que me tratéis con afabilidad y cortesía.

—¿Es una orden, milord? —preguntó ella.

Él abrió y cerró la mano que tenía apoyada en la chimenea.

—Hace unos minutos convinisteis en dar a nuestro matrimonio una oportunidad —dijo—. He tratado de explicaros que os concederé el mismo derecho que pueda tener yo en tratar de solventar el problema que tenemos. ¿Aún queréis intentarlo?

—Sí —respondió ella—. Supongo que sí. Sí, estoy dispuesta a pasar estas semanas con vos o, al menos, parte de ellas. Aquí tenéis a vuestros amigos y sin duda desearéis verlos de vez en cuando. Sería intolerable que pasáramos juntos cada momento de cada día, ¿no creéis? Pero podemos pasar juntos parte del tiempo.

Al pronunciar la palabra «día» ella le había mirado a los ojos. Era algo sobre lo que él se había mostrado indeciso. Aún lo estaba, y quizá debía guardar silencio hasta saber al menos lo que quería. Pero la palabra permaneció suspendida entre ellos, junto con el hecho de que ambos eran conscientes de que había anochecido y se encontraban solos en esta casa, aparte de los sirvientes. Y que eran marido y mujer.

—Otra cosa —dijo él—. Lo dejo a vuestra elección. ¿Deseáis mantener relaciones conyugales conmigo durante estas semanas? Decidme lo que preferís.

Por primera vez, ella pareció perder la compostura. Se sonrojó, pero no movió ni bajó la cabeza.

—Sería poco aconsejable —contestó.

—¿Poco aconsejable?

Él tuvo la sensación de que la atmósfera de la habitación se había tornado opresiva.

—Se hace por amor —dijo ella en voz baja—. Y entre nosotros no hay amor.

—En muchos casos no hay amor en un matrimonio —replicó él—. A veces se hace simplemente por placer. A veces, por otras razones.

—No habría placer —dijo ella—. Hemos convenido en averiguar durante las dos próximas semanas si existe alguna posibilidad de que podamos vivir juntos, al menos de vez en cuando. Soy consciente de que debemos tratar de hallar esa posibilidad. Sois un hombre con dinero y propiedades y deseáis tener un heredero de vuestra propia sangre que os suceda. Pero en este momento, milord, entre nosotros no hay nada excepto la voluntad de intentarlo y una velada hostilidad que esta noche ha provocado cierta irritación en más de una ocasión.

Él debió de suponer que Moira se mostraría brutalmente sincera. ¿Se sentía decepcionado? No tenía reparos en reconocer que la deseaba. Y si no podía tenerla a ella, no quería a ninguna otra mujer, al menos hasta que hubieran tomado la decisión de no volver a vivir juntos. Pero ¿no era preferible evitar las complicaciones emocionales que una relación física comportaría inevitablemente? No estaba convencido de que lo fuera, ni que no lo fuera.

—¿Ésa es vuestra respuesta definitiva? —preguntó—. ¿No habrá una relación conyugal entre nosotros?

Ella se detuvo para reflexionar.

—No —respondió—, no es una respuesta definitiva. He venido para que pasemos un tiempo juntos, para que gocemos juntos de algunas de las diversiones que ofrece la temporada social, para que tomemos una decisión sobre el futuro. De momento, esta noche, la respuesta es no.

—Entonces, ¿puedo volver a preguntároslo dentro de unos días? —inquirió él.

—Sí —respondió ella mirándole a los ojos—. Pero no puedo prometeros que mi respuesta sea distinta.

Él asintió con la cabeza y dijo:

—Me parece justo.

Sí, se sentía decepcionado. El hecho de que ella era su esposa se le impuso de pronto en toda su realidad. Y de que estaba aquí, en Haverford House, segura de sí, elegante y muy bella. Y que era Moira.

—Debéis de estar cansada —dijo, mirando el reloj en la repisa de la chimenea—. Es muy tarde. ¿A qué hora habéis llegado?

—A tiempo para cenar —respondió ella—. Salimos a primera hora de esta mañana para no tener que pernoctar otra noche en carretera.

—Entonces permitid que os acompañe a vuestra habitación —dijo él, apartándose de la chimenea y avanzando unos pasos hacia la butaca que ocupaba Moira.

—Gracias.

Ella se levantó y apoyó la mano en la muñeca de él. Al verla de pie a Kenneth le complació comprobar de nuevo lo alta que era. Estaba cansado de bailar y pasear con mujeres que no le llegaban siquiera al hombro, como por ejemplo la señorita Wilcox y la señora Herrington.

Subieron la escalera y se dirigieron por el pasillo hacia el gabinete de Moira en silencio. Él vio un haz de luz debajo de la puerta y supuso que su doncella estaba esperándola para ayudarla a prepararse para irse a la cama.

—Mañana por la mañana me sentiré honrado de quedarme en casa para ayudaros en lo que necesitéis —dijo—. Pero no os sintáis obligada a levantaros antes de haber descansado lo suficiente.

—Gracias —dijo ella.

Él se inclinó y le besó la mano antes de abrirle la puerta para que entrara.

—Buenas noches —dijo—. Me complace volver a veros y comprobar que os habéis restablecido.

—Buenas noches.

Ella sonrió brevemente, pero no le devolvió el cumplido. Era una reacción muy típica de Moira. Nunca le decía nada simplemente porque él se lo hubiera dicho antes a ella. De niña él le había dicho, en más de una ocasión, que la amaba. Ella jamás se lo había dicho a él.

Él emitió un largo suspiro al tiempo que cerraba la puerta detrás de ella. No sería fácil tenerla aquí, verla a diario y no poder tocarla. Pero quizás ella había tomado la decisión acertada. Fuera lo que fuere que no funcionaba en su matrimonio no lo arreglarían acostándose juntos. Puede que sólo sirviera para complicar las cosas, especialmente si él la dejaba de nuevo en estado.

¡Pero pardiez que no sería fácil!

Moira se detuvo junto a la ventana de su alcoba, jugando distraídamente con la gruesa trenza que se había echado sobre un hombre mientras contemplaba la plaza. En la casa de enfrente había unas luces encendidas y dos carruajes junto a la puerta. Los cocheros estaban sentados en los estribos de los coches, sin que pudieran verlos desde el interior de la casa, charlando y riendo. Moira oía los sonidos. Londres era un lugar concurrido y bullicioso, pensó.

Se preguntó si lograría conciliar el sueño pese a lo cansada que estaba. Todo le resultaba nuevo. Al entrar en Londres había tenido la sensación de penetrar en otro mundo. Y al ver de nuevo a Kenneth…

No sabía si las decisiones que había tomado durante la última semana habían sido acertadas. Pensó que sería mucho más fácil tomar decisiones si una supiera siempre lo que convenía o no convenía, o si al menos pudiera calcular las consecuencias de cada decisión. ¿Había hecho bien en venir a Londres? Su vida, desde que se había recobrado de su indisposición, había sido apacible y provechosa. Y como él había dicho hacía un rato, su carta no había sido una orden sino una petición. Ella podía haberse negado a venir.

¿Había hecho bien en acceder a que él la acompañara a las celebraciones de la alta sociedad durante lo que quedaba de temporada? ¿Tratar de disfrutar de la temporada social con él? Pero ¿qué sentido habría tenido venir si no estaba dispuesta a acceder al menos en eso? ¿Había hecho bien en acceder a que ambos intentaran salvar su matrimonio? ¿Cómo iban a conseguirlo cuando sentían una hostilidad mutua tan profunda? Pero ¿cómo no iban a intentarlo? Estarían casados el resto de sus vidas, aunque después de pasar estas semanas juntos no volvieran a verse jamás.

¿Había hecho bien en negarse a mantener relaciones conyugales con él? Si querían intentar salvar su matrimonio, tendrían que comportarse como un auténtico matrimonio. Pero ¿cómo podía ceder ella? Era imposible. Si dejaba que él acudiera a su lecho no podría tomar una decisión ecuánime sobre su matrimonio, sobre su futuro. Eso lo había comprendido en cuanto lo había visto esta noche, mucho antes de que él le formulara la pregunta.

Lo había visto entrar en la habitación seguido de sus amigos, riendo, sin saber que ella se encontraba allí, y ella se había sentido casi abrumada por la emoción. No lo llamaría amor, pues no lo amaba. De hecho, lo que sentía por él era todo lo contrario. Tampoco lo llamaría lujuria, aunque había sentido un deseo sexual por él muy intenso, casi aterrador. No sabía muy bien cómo llamarlo. Pero sabía que las experiencias que había vivido hacía casi nueve años y las que había vivido hacía unos meses le habían demostrado que era un hombre del que no podía fiarse ni respetar plenamente. No creía, aunque procuraría mantener una actitud objetiva, que los acontecimientos de las dos próximas semanas la hicieran cambiar de opinión sobre él de forma significativa. Pero sabía, instintivamente, que si le permitía que gozara de las intimidades que los maridos gozan con sus esposas, como las que habían compartido la fatídica noche de la tormenta, quizás ello le impidiera tomar una decisión racional. Perdería su autoestima.

Temía —la idea la aterraba— que sería muy fácil enamorarse de Kenneth. No amarlo, sino enamorarse de él. Y si se enamoraba de él, quizá decidiera que deseaba permanecer a su lado, por más que su parte lúcida le dijera que jamás hallaría la felicidad con él.

—Kenneth —murmuró.

Se preguntó si él se había percatado de cuánto le había deseado al verlo de pie junto a la chimenea, con un pie apoyado en el hogar y una mano sobre la repisa, en una postura desenvuelta y varonil, apuesto, elegante y un tanto distante. Seguía deseándole.

Emitió un largo suspiro.

Me complace volver a veros.

Sí. Y a ella, mal que le pesara, le había complacido volver a verlo a él.