Yo prefiero Brighton —dijo lord Pelham—. El príncipe Jorge y toda la flor y nata estarán allí. No puedo por menos de recordar que el año pasado por esta época nos disponíamos a afrontar la Batalla de Waterloo. Hay mucha vida que celebrar en un mundo que por fin está en paz. Y yo me propongo celebrarlo.
—Quizá regrese a casa —dijo el señor Gascoigne—. Mi padre está enfermo, y llega un momento en que…
Se encogió de hombros.
Paseaban a caballo por Hyde Park a primeras horas de una mañana de últimos de mayo. Charlaban de lo que harían cuando terminara la temporada social.
—¿Y tú, Ken? —preguntó lord Pelham.
—¿Yo? —Kenneth se rió—. Lo siento, estaba distraído. Mejor dicho, admiraba los tobillos de esa doncella que pasea a unos perros. No, no puedes ir a saludarlos o a aterrorizarlos, Nelson. No me mires con esa cara de pena. ¿Que qué haré? Seguir a la flor y nata a Brighton con Eden, supongo. O tal vez ir a París. Sí, me apetece ir a París, o a Viena o a Roma. Incluso a Norteamérica. El mundo es para disfrutarlo y, desgraciadamente, no hay tiempo para disfrutar de todo cuanto ofrece siquiera en una vida.
—¿No piensas regresar a casa? —inquirió el señor Gascoigne.
—¿A casa? —Kenneth se rió de nuevo—. Ni mucho menos, Nat. Hay cosas más agradables que hacer que encerrarme en Cornualles. Como, por ejemplo, cortejar a la atractiva señorita Wilcox. ¿Sabíais que cuando bailó conmigo el último baile en casa de los Pickard anoche rompió su promesa de hacerlo con el hijo mayor de Pickard? Durante un momento creí que éste iba a arrojarme el guante a la cara. La joven pasará el verano en Brighton, lo cual es un excelente motivo para no ir a París, ¿no creéis? Claro que podría aplazar mi viaje a París hasta el otoño.
—Esa mujer es una coqueta impenitente —comentó lord Pelham—, y de dudosa reputación, Ken.
—De lo contrario no me perseguiría, ¿verdad? —replicó su amigo—. ¿Estás celoso, Eden?
—Supuse que querrías estar en Inglaterra durante el otoño, Ken —dijo el señor Gascoigne—. Lady Hav…
—Estabas equivocado.
Kenneth espoleó a su caballo para ponerlo al trote y contempló el césped y los árboles, el puñado de jinetes que paseaban también a caballo por el parque y los pocos viandantes. Nelson corría alegremente junto a él. Lo estaba pasando estupendamente. Londres ofrecía más diversiones que horas tenía el día. Había numerosos caballeros con quienes conversar, numerosas damas con quienes flirtear y apenas tenía tiempo para pensar o sentirse melancólico. Los ratos que estaba solo, por lo general era tan tarde por la noche o tan temprano por la mañana que caía inmediatamente rendido de sueño.
Su madre llevaba unas semanas en la ciudad, al igual que Helen y Ainsleigh. Él les había informado de su matrimonio, pero no les había explicado nada sobre el acontecimiento ni el hecho de que vivía separado de su esposa. No les había enviado las cartas que les había escrito el día de su boda. A sus preguntas de asombro e indignación se había limitado a responder que no tenía más que añadir, pero que si se les ocurría decir algo ofensivo sobre la flamante condesa de Haverford, les aconsejaba que se abstuvieran de hacerlo en su presencia.
A Nat y a Eden simplemente les había participado su matrimonio. Puesto que eran sus mejores amigos, al parecer habían comprendido instintivamente que no quería decir nada más sobre el tema y lo habían evitado…, o casi. Como es natural, de vez en cuando le hacían alguna pregunta, como había ocurrido hacía unos minutos.
No sabía lo que haría durante el verano, pensó Kenneth. Pero debía decidirse pronto. La temporada terminaría dentro de un mes y la alta sociedad abandonaría Londres. Podía viajar por el mundo entero y disfrutar de la experiencia, una idea que le agradó. Sólo había un lugar en la Tierra al que no podía ir, pero era un lugar apartado, dejado de la mano de Dios, que no podía suscitar el interés de nadie más allá de unos momentos de admiración por la belleza de sus parajes.
Era un lugar en el que no dejaba de pensar de día y de noche.
Ella se había restablecido, según le había informado Watkins. No le había escrito personalmente. Pero él tampoco le había escrito a ella.
Hace una semana me dijisteis que lamentabais haberme vuelto a ver. ¿Seguís lamentándolo?
Sí.
Eden y Nat se reían de algo.
—Cuesta imaginar a Rex montando un cuarto para los niños —comentó el señor Gascoigne—. Pero parecía muy satisfecho de sí mismo cuando nos explicó que Brighton no era el lugar idóneo para la salud de lady Rawleigh y que había decidido llevarla a casa a fines de junio. El significado de sus palabras no podía estar más claro.
—Corremos el peligro de convertirnos en unos padres de familia vulgares y corrientes, Nat —dijo lord Pelham—. Dos de cuatro. ¿Tendremos que luchar solos para preservar la libertad de la que todos gozábamos hace menos de un año? ¿Mientras los otros dos hacen que aumente la población y consiguen algo tan aburrido y respetable como asegurar su descendencia?
—¿Entonces has decidido que los dos serán varones? —preguntó el señor Gascoigne—. Ken, ¿qué…?
Pero Kenneth espoleó a su montura para que se lanzara a galope y se alejó.
Más tarde, ese día, todo salió por fin a relucir. El señor Gascoigne y el conde de Haverford habían compartido un carruaje para dirigirse a un baile —su amigo había acompañado a una tía y a una prima en su propio coche—, y de regreso a casa decidieron que esa noche no irían en pos de más diversiones. Pero el señor Gascoigne había aceptado la invitación de entrar en la casa del conde de Haverford en Grosvenor Square para beber una copa antes de regresar a casa andando.
—La señorita Wilcox está empeñada en atraparte —dijo, sentándose con una copa en la mano—. Bailó tres bailes contigo. ¿Me equivoco o te pidió ella el tercero?
—¿Qué puedo hacer si soy irresistible? —preguntó Kenneth sonriendo.
—Quiere acostarse contigo —dijo el señor Gascoigne—. Es del dominio público que no serías el primero, Ken. Pero conviene que tengas presente que por ligera de cascos que sea, pertenece a la alta sociedad y podrías verte en un aprieto.
—Sí, mamá.
Kenneth alzó su copa al tiempo que arqueaba una ceja.
—No sería prudente —dijo el señor Gascoigne.
—No puede atraparme para que me case con ella —contestó Kenneth.
Su amigo se repantigó en su butaca y le observó con aire pensativo.
—Esto es muy duro de aceptar, Ken —dijo—. Durante los dos últimos meses has sido el tipo más divertido de la ciudad. Has conseguido que Ede y yo parezcamos y nos sintamos como un par de tías solteronas en comparación contigo. Te has comportado como un barril de pólvora esperando a que salte una chispa para estallar en mil pedazos. Estamos preocupados por ti, lo mismo que Rex. Dice que es imposible que un matrimonio imprevisto y complicado funcione si no tienes a tu esposa a tu lado. Supongo que habla por experiencia.
—Rex debería ocuparse de sus propios asuntos —replicó Kenneth—. Al igual que tú y Eden.
—¿Acaso es una mujer tan… insoportable? —preguntó el señor Gascoigne.
Kenneth se inclinó hacia delante y depositó bruscamente su copa en la mesa junto a él.
—Déjalo estar, Nat —dijo—. No quiero hablar de mi mujer.
Su amigo movió un poco su copa de brandy y fijó la vista en ella.
—¿Estás dispuesto a dejar que tu hijo o tu hija crezca sin apenas tener trato con él o ella? —preguntó.
Kenneth se reclinó de nuevo en la butaca y suspiró lentamente.
—Siempre fuiste… bastante alocado —dijo el señor Gascoigne—. Todos lo éramos. Pero nunca irresponsables. Siempre he creído que éramos básicamente unos hombres decentes y que cuando llegara el momento de sentar cabeza…
Alzó la vista de su copa y se detuvo, estupefacto.
Kenneth agarraba los brazos de su butaca con fuerza.
Tenía los ojos cerrados.
—No habrá un hijo, Nat —dijo—. Lo perdimos la noche de nuestra boda.
¿Por qué había dicho «lo perdimos»? Era ella quien lo había perdido. Y no había sido realmente un niño. Moira estaba sólo de poco más de tres meses. Pero de pronto él se dio cuenta de algo, algo que explicaba el estupor y el silencio de Nat. Estaba llorando.
Se levantó rápidamente y se encaminó trastabillando hacia la ventana para situarse junto a ella de espaldas a la habitación.
—Ken —dijo el señor Gascoigne al cabo de un rato—, debiste contárnoslo, viejo amigo. Habríamos tratado de consolarte.
—¿Por qué habríais de consolarme? —preguntó—. La criatura fue concebida durante el encuentro de una noche con una mujer por la que no siento simpatía alguna. Ignoraba la existencia de esa criatura hasta una semana antes de mi boda. Ella sufrió un aborto la misma noche de mi boda. No necesito consuelo.
—No te había visto llorar nunca hasta esta noche —observó el señor Gascoigne.
—Y no volverás a verme llorar, puedo asegurártelo. —Kenneth se sentía profundamente abochornado—. Maldita sea. Maldita sea, Nat, ¿es que no tienes la decencia de marcharte?
Se produjo un largo silencio.
—Recuerdo el día —dijo por fin el señor Gascoigne— en que el médico tuvo que sacarme un proyectil con el bisturí y temí que fuera a desmayarme o a ponerme en ridículo antes de que me extrajera la bala. Te insulté, te imploré que te fueras, que regresaras al regimiento. Tú te quedaste de pie junto a la camilla durante todo el rato. Más tarde también te insulté. Nunca te he dicho lo mucho que significó para mí tenerte a mi lado en esos momentos. Los amigos están para compartir el dolor, no sólo el placer, Ken. Háblame de ella.
¿Qué podía decirle sobre Moira Hayes, sobre Moira Woodfall, condesa de Haverford? Apenas se había fijado en ella durante su infancia cuando solía acompañar a Sean y se entretenía sola mientras los dos chicos jugaban y se peleaban. Era una niña delgaducha, morena, no especialmente bonita ni interesante. Era simplemente una chica, nada más. Pero había experimentado una notable transformación cuando él volvió a verla tras pasar varios años en un internado. Moira, alta, esbelta, hermosa, prohibida para él debido a la disputa entre sus familias y porque pertenecía a la pequeña aristocracia. Por lo que él no había podido resistirse a su atracción.
Había concertado encuentros con ella tan a menudo como le resultó posible, aunque no lo suficiente. Había conversado con ella, había reído con ella, la había amado, aunque la relación física entre ambos nunca había pasado de hacer manitas y unos pocos besos castos. Él le había declarado su amor. Ella, quizá más consciente de lo imposible de su relación, siempre se había limitado a sonreír en respuesta. El hecho de no saber lo que ella sentía por él le sacaba de quicio. Había decidido desafiar a su padre y al de ella y en caso necesario al mundo entero con tal de casarse con ella. Pensaba que le sería imposible vivir sin ella.
—Pero ¿ganó tu padre? —preguntó el señor Gascoigne—. ¿Y el de ella? ¿Por eso compraste tu nombramiento militar, Ken?
Su amistad con Sean Hayes se había deteriorado durante los años de la juventud de ambos hasta que sólo quedó entre ellos una enemistad. Él podría haber disculpado, aunque no justificado, la vida disipada de Sean a pesar de que sus deudas de juego debieron de costarle una fortuna a su padre y sus relaciones licenciosas le hicieron enfermar de sífilis. Pero era más difícil —imposible— disculpar la forma en que empezó a hacer trampas a las cartas y los dados para recuperar algunas de sus pérdidas y a fingir para obtener el favor de cualquier mujer que le atrajera antes de que ésta se lo concediera libremente. Kenneth habría podido disculpar algún que otro devaneo con el contrabando, el cual había dejado de ser un negocio lucrativo en Tawmouth y área circundante. Pero no podía disculpar la forma en que Sean había tratado de construir su negocio reuniendo en torno suyo a una pandilla de malhechores, recurriendo al acoso, a la intimidación y a la violencia. Sean había sido lo bastante listo para mantener durante buena parte del tiempo el centro de sus actividades lejos de su localidad.
—¿Rompiste con la hermana debido al hermano? —preguntó el señor Gascoigne.
Kenneth había averiguado dos cosas: la primera, que Sean planeaba un desembarco en la cala de Tawmouth, y segundo, que había estado coqueteando con Helen. La misma Moira se lo había contado, aunque no lo había llamado un «coqueteo». Esa relación la complacía. Creía que a él también le complacería. Había pensado que quizá los cuatro juntos podrían acabar con una disputa familiar que había durado demasiado tiempo.
Él había decidido resolver personalmente el asunto. Sorprendería a Sean cuando estuviera practicando el contrabando y al día siguiente le daría un ultimátum. O le denunciaba por contrabandista o él renunciaba a su repentino interés por la fortuna de Helen. ¿Un chantaje? Por supuesto que habría sido un chantaje, lisa y llanamente. Pero cuando apareció esa noche en el acantilado sobre la cala, se había encontrado con alguien que estaba de guardia, alguien que le había apuntado al corazón con una pistola. Moira.
—Ella formaba parte de la banda, Nat —le explicó—. De esa banda de delincuentes y matones. Iba armada con una pistola. De haberse tratado de otra persona que no fuera yo, sin duda habría disparado.
—¿Estás seguro? —preguntó Nat—. Quizás ella…
—Me dijo que me fuera a casa y me olvidara de lo que había visto —dijo Kenneth—, o me mataría. O haría que me mataran.
Él se había ido a casa y había contado a su padre que Sean se dedicaba al contrabando y sus escarceos secretos con Helen. Esto último había resultado ser mucho más serio de lo que él había imaginado. La pareja planeaba fugarse. Al parecer, Sean había supuesto que el conde de Haverford, el padre de Helen, jamás consentiría la boda, pero quizás entregara a su hija su dote con tal de evitar el escándalo. El conde había obrado con cautela. Había dado a Sean la oportunidad de elegir entre ser juzgado por contrabandista o alistarse en el ejército. Sean había elegido alistarse, aunque sir Basil Hayes había suavizado su suerte adquiriendo para él un nombramiento militar en un regimiento de infantería. El joven había muerto en la Batalla de Tolosa.
—Y yo compré mi nombramiento —dijo Kenneth—. No podía perdonar a Moira, ni ella a mí. No era la mujer que yo había creído que era. Juré que no regresaría jamás a Dunbarton. Pero regresé. Y ahora es mi esposa.
—Traicionaste su confianza —dijo el señor Gascoigne—. Y ella quería proteger a su hermano, incluso contra ti. Un mal asunto.
—Era un delincuente —contestó Kenneth—. No era el tipo de hombre al que una mujer debería proteger, a menos que fuera tan despiadada y perversa como él.
—Era su hermano, Ken —observó el señor Gascoigne—. ¿Aún la amas?
Kenneth soltó una carcajada.
—Suponía que la respuesta a esa pregunta habría sido más que obvia durante los dos últimos meses —respondió.
—Cierto —dijo el señor Gascoigne—. Durante la última media hora han quedado claras muchas cosas. Durante estos dos últimos meses era más que obvio, según nos hizo comprender Rex, que seguías enamorado de ella.
—¿El hecho de dejarla una semana después de casarnos, de haber decidido no regresar jamás a casa indica que aún la amo? —preguntó Ken, volviéndose desde la ventana y mirando a su amigo con gesto interrogante.
El señor Gascoigne se levantó y depositó su copa vacía en la mesa.
—Es hora de que me vaya a casa —dijo—. Nos pareció impropio de ti abandonar a una esposa por la que sientes mera indiferencia. Y ya sabes lo que dicen sobre el amor y el odio. ¿Me permites sugerir que un hombre no llora porque su esposa sufra un aborto a los pocos meses de quedarse encinta a menos que experimente unos sentimientos muy profundos por ella? ¿Odio o amor?
—Me sentía responsable —respondió Kenneth—. Sufrió mucho, Nat. Me dijo que lamentaba haberme vuelto a ver. Atribuí su rencor a que hacía pocas horas que había tenido el aborto. Le di una semana. Cuando volví a preguntárselo, me repitió lo mismo. De modo que si imagináis que he abandonado cruelmente a una esposa que llora mi ausencia, estáis muy equivocados.
—Ella te dijo eso una semana después de sufrir el aborto —observó el señor Gascoigne—. Una semana, Ken. ¿Y tú la creíste?
—¿Desde cuándo eres una autoridad en materia de mujeres? —preguntó Kenneth.
—Desde que tengo cinco hermanas y una prima que vive con nosotros —respondió el señor Gascoigne—. Nunca dicen lo que sienten realmente cuando están alteradas, Ken. En este sentido son como los hombres. Me voy. Hice bien en negar mi dolor después de que el médico me extrajera la bala y maldecirte por haberme ofrecido palabras de consuelo y láudano, pues me recobré más rápidamente. Pero no estoy convencido de que tú te recuperes si niegas tu dolor. Y tras estas sabias palabras, me voy. ¿Nos veremos en White’s por la mañana?
Kenneth se fue a la cama después de despedirse de su amigo. Pero al cabo de una hora, cuando amaneció, seguía despierto con la vista fija en el techo. Se entretuvo un rato imaginando a Nat Gascoigne atado de pies y manos y sometido a toda suerte de exquisitas torturas. Pero dado que era imposible deleitarse con el sufrimiento de un amigo, se levantó de la cama, se puso una bata y bajó a la biblioteca para escribir una carta.
La depositó en una bandeja en el recibidor para ser enviada con el correo de la mañana antes de volver a la cama…, y conciliar el sueño.
En efecto, Moira había recobrado su salud y al parecer renovadas energías. Aunque Penwith no era una gran mansión y era su madre quien se ocupaba de su intendencia, Moira se impuso la abrumadora tarea de aprender a ser la dueña y señora de Dunbarton pese a las referencias negativas que el ama de llaves le hacía a veces sobre la forma en que la condesa de Haverford hacía las cosas. Moira ya había recordado a la señora Whiteman —y a sí misma— que ahora la condesa de Haverford era ella.
Pasaba mucho tiempo al aire libre, consultando con el jardinero, sugiriendo cambios en el patio y en el parque. Al poco tiempo la fuente del patio, que durante años había sido un mero objeto ornamental, empezó de nuevo a manar agua, y los céspedes que la rodeaban ostentaban coloridos macizos de flores.
Visitaba o recibía visitas casi a diario, negándose a ocultarse por temor a lo que pudieran decir de ella sus amistades y vecinos. Ignoraba lo que pudieran pensar sobre la ruptura de su compromiso con sir Edwin Baillie, sobre su precipitada boda, sobre su enfermedad, sobre el hecho de que ahora viviera sola. No daba explicaciones y todas sus amistades —incluida Harriet— eran demasiado educadas para preguntárselo. Pero, por supuesto, la aceptaban. A fin de cuentas, en su vida todo era respetable e incluso más que respetable. Pronto averiguó que la diferencia entre ser la señorita Hayes y ser la condesa de Haverford era como la diferencia entre la noche y el día. Todos se afanaban en buscar su compañía, al igual que sus invitaciones.
Daba largos paseos, por lo general sola. A pesar de lo grande que era el parque de Dunbarton, no lo era tanto como para que le cansara recorrerlo. Caminaba por los acantilados, por la playa, por las cimas de las colinas, por el valle. Observaba cómo transcurría la primavera y empezaba a sustituirla el verano.
Se convenció de que era muy afortunada. Se había salvado de un matrimonio de conveniencia que le resultaba detestable. Se había salvado de la alternativa de la pobreza. Tenía una casa tan magnífica como cualquier mansión en Inglaterra, y suficiente dinero para gastos menores como para poder adquirir todo cuanto necesitara. De hecho, cuando encargó ropas nuevas después de recobrar la salud, supuso que le enviarían la factura, pero cuando por fin preguntó al señor Watkins al respecto, éste la miró sorprendido y le aseguró que su señoría ya se había ocupado de ello. Tenía su futuro asegurado, al igual que su madre. Cuando sir Edwin decidiera que su madre debía abandonar Penwith, iría a vivir a Dunbarton.
Era mucho más de lo que podía haber soñado hacía unos pocos meses. Y nada la inducía a temer que la grata rutina de su vida cotidiana pudiera verse alterada. Él se había marchado para siempre. No regresaría jamás. Ella se alegraba de que todo hubiera terminado. Incluso se consolaba del aborto que había sufrido pensando que ahora él ni siquiera regresaría a casa debido al nacimiento de su hijo. Se sentía más a gusto sola. Realmente no deseaba volver a verlo jamás.
Por consiguiente, quizá fue un tanto extraño que reaccionara como lo hizo una mañana cuando, al regresar de un paseo matutino por los acantilados, el mayordomo le entregó el correo y al examinarlo de pie en el recibidor, se detuviera al ver una carta, palideciera y se tambaleara un poco, tras lo cual subió la escalera apresuradamente, entró en su saloncito privado y apoyó la espalda contra la puerta, con los ojos cerrados, como si pretendiera mantener a un ejército a raya.
Supuso que era una carta interesándose por su salud. O para regañarla por haber gastado demasiado dinero con la modista. O censurarla por el gasto innecesario de mandar reparar la fuente y plantar los macizos de flores. O bien… Abrió los ojos y miró la carta. Observó que la mano le temblaba. ¿Por qué? ¿Qué la había inducido a reaccionar de esta forma ante una carta de él?
Se sentó en la chaise longue y la abrió. Vio que era muy breve. Entonces sería una simple carta de negocios. ¿Qué había imaginado? ¿Una carta personal? Al final de la misma firmaba simplemente Haverford.
«Señora —había escrito—, me complacería que dos días después de recibir esa carta partáis para Londres. Mi administrador se encargará de todos los detalles. Cuando lleguéis podréis disfrutar aún de las últimas semanas de la temporada social. Vuestro servidor, Haverford.»
Ella la miró durante largo rato. Él le pedía que fuera a Londres. Me complacería… Vuestro humilde servidor… Eran unas cortesías sin sentido. Era una petición imperiosa, una orden. Pero ¿por qué? ¿Por qué le complacería? ¿Qué le importaba que ella gozara de unas semanas de la temporada social? ¿Por qué quería volver a verla?
No iría. Le escribiría una carta no menos breve y sucinta informándole de que a ella no le complacía viajar a la capital y que su temporada social no le interesaba lo más mínimo.
Podía ir a Londres. En cierta ocasión, cuando tenía dieciséis años, había ido a Bath. No había estado en ningún otro lugar en toda su vida. Podía ir a Londres durante la temporada social. Habría bailes, reuniones, conciertos, teatro, Vauxhall Gardens y Hyde Park. Había oído hablar de todas esas cosas, había soñado con ellas, pero nunca había pensado que las vería o experimentaría personalmente.
Podía partir… pasado mañana.
Volvería a verlo a él. Sintió un dolor tan intenso en la parte baja de su abdomen que agachó la cabeza y alzó la carta hacia su rostro. Era como si volviera a verlo. Volvía a verlo en su imaginación.
Podía castigarse de nuevo y alterar de nuevo la paz de su existencia.
Volvió a incorporarse y fijó la vista en el infinito. Él le pedía que fuera. Había dado al señor Watkins órdenes. Ella había jurado obedecerle. Muy bien, le obedecería.
Iría a Londres.
Volvería a verlo.