Kenneth decidió que el cuarto de estar era demasiado grande para dos personas. En adelante tendrían que buscar otra habitación más pequeña donde pasar juntos las veladas, salvo cuando tuvieran invitados. El techo abovedado, pintado y dorado, las gigantescas puertas, la chimenea de mármol y los inmensos cuadros enmarcados conseguían empequeñecer a su esposa cuando se sentaba junto al fuego, inclinada sobre su labor.
¡Su esposa! Sólo ahora, la noche del día de su boda, cuando los invitados se habían ido, tuvo tiempo para asimilar la realidad de la semana pasada…, ni siquiera una semana. Pese a la decisión que había tomado con anterioridad de convertir Dunbarton en su hogar, se había propuesto instalarse en Londres para disfrutar de la temporada social con Nat y Eden. Estaba dispuesto a participar plenamente en todas las frivolidades, excesos y libertinajes que la ciudad tenía que ofrecer.
El hecho de estar en Dunbarton, cerca de Penwith, cerca de ella, se le había hecho insoportable. La había odiado y amado. La había despreciado y deseado. La había detestado y admirado. En esos momentos, quizá, no había reconocido la dualidad de sus sentimientos. Pero se había sentido impotente. Ella le había rechazado. Ahora sabía que incluso había llegado a mentirle con el fin de librarse de él.
Ella alzó la vista de su labor y su mirada se cruzó con la de él, que estaba sentado al otro lado de la habitación. Su mano, con la que sostenía la aguja y el hilo de seda, estaba suspendida sobre su labor. A pesar de su palidez y su desmejorado aspecto, seguía poseyendo una gracia natural. Pero estaba muy delgada. Tenía las mejillas hundidas. El vestido de noche que se había puesto para cenar le quedaba ancho. ¿No debía ser lo contrario al cabo de tres meses de gestación?
Se miraron largo rato en silencio.
—Estás cansada —dijo él—. ¿Quieres que te acompañe a tu habitación?
—Aún no —respondió ella.
Ella había estado a punto de caer rendida de agotamiento cuando su madre, la última de los invitados, se había ido. Pero se había negado a no estar presente a la hora de la cena —aunque apenas había probado la comida— y había insistido en sentarse más tarde en el cuarto de estar porque, según sospechaba Kenneth, él le había sugerido en ambas ocasiones que se retirara a sus apartamentos. De haberle dicho, con tono brusco y autoritario, que esperaba que le hiciera compañía durante la cena, ella probablemente se habría quedado arriba desafiándole a que subiera para obligarla a bajar.
—¿Qué haces? —preguntó ella.
Él miró el papel que estaba ante él sobre el escritorio y la pluma que sostenía en la mano.
—Escribo a mi madre —respondió—, y a mi hermana.
Ella bajó aguja, aunque no estaba cosiendo.
—Se llevarán una alegría —dijo.
—Lo que piensen me tiene sin cuidado —contestó él—. Eres mi esposa. Vamos a tener un hijo dentro de menos de seis meses. No tienen más remedio que aceptar estos hechos con alegría.
—Con alegría. —Ella sonrió—. Por poco les da un síncope cuando temieron que yo pasaría la noche aquí después del baile navideño.
—Exageras —dijo él—. De haberles consultado al respecto, sin duda habrían insistido en que te quedaras en lugar de poner en peligro tu vida regresando a casa.
Ella siguió sonriendo.
—Decidí poner en peligro mi vida Kenneth —contestó— cuando las oí manifestarte sus reparos a mi continuada presencia en Dunbarton.
¿Era posible? Él supuso que ella decía la verdad. Ambas se habían mostrado contrariadas. Por eso se había marchado tan apresuradamente de su casa a pesar de la tormenta.
—Te pido disculpas —dijo él—. Seguramente no imaginaron que oirías lo que decían.
—Las personas que se dedican a escuchar conversaciones a escondidas rara vez oyen nada bueno sobre ellas —dijo Moira—. Al menos, eso dicen. Cuando lean tus cartas y hagan algunos cálculos, quizá se arrepientan de no haberme pedido que me quedara. Una noche en Dunbarton y se habrían librado de mí para siempre.
—Lo que puedan pensar carece de importancia —contestó él—. Y puedes estar segura de que te tratarán con la máxima educación.
Ella volvió a sonreír antes de volver a tomar la aguja. Él la observó durante unos minutos antes de concentrarse de nuevo en la complicada carta. Ambas se sentirían horrorizadas al averiguar la identidad de su esposa, la forma en que se habían casado, las circunstancias que habían dictado la premura. Pero acabarían aceptándola. No tendrían más remedio si querían seguir tratándose con él.
Cuando terminó la primera carta empezó la segunda antes de alzar de nuevo la vista. Al hacerlo, vio que ella había dejado la labor sobre su regazo y tenía los ojos cerrados.
—¿Qué te ocurre? —preguntó levantándose y apresurándose hacia ella.
—Nada.
Ella tomó de nuevo la aguja.
—Deja tu labor —dijo él—. Te llevaré a la cama.
—¿Otra orden? —preguntó ella.
Él apretó los dientes.
—Como quieras —dijo—. Si prefieres hacer que este matrimonio sea intolerable tanto para ti como para mí obligándome a darte órdenes e insistir en que las obedezcas, sea. Si deseas convertir nuestro matrimonio en una especie de juego en el que yo sea siempre el opresor y tú la víctima, no puedo impedírtelo. Pero en estos momentos estás cansada e indispuesta y debes acostarte. Te llevaré a la cama. Si quieres, puedes levantarte y tomarme del brazo. Si te niegas, tendré que obligarte a levantarte de la silla y llevarte arriba en brazos. Como ves, la elección depende de ti.
Ella se tomó su tiempo para ensartar la aguja en el tejido, doblarlo con las sedas dentro y dejarlo a un lado antes de ponerse de pie. Se apoyó tan pesadamente en su brazo mientras la conducía escaleras arriba que él comprendió que estaba muy cansada.
—Mañana enviaré recado a Ryder —dijo—. Veremos qué puede hacer por ti, Moira. No puedes seguir así.
Ella se abstuvo de discutir con él la verdad de esa última frase. Apoyó la cabeza en su hombro, lo cual le alarmó. La sentó en una silla en su vestidor, tiró de la campanilla para llamar a su doncella y se puso en cuclillas ante ella para tomar sus manos en las suyas.
—Yo te he hecho esto —dijo—. Los hombres escapamos sin sufrir ningún perjuicio en estas cuestiones. Pero procuraré aliviar todos tus sufrimientos excepto éste, Moira. Trataré de ser un buen marido. Si lo intentamos, quizás aprendamos a llevarnos bien.
—Quizás.
Ella le miró a los ojos. Era la primera concesión que hacía.
Él acercó las manos de ella a sus labios, una seguida de otra, y cuando apareció la doncella las soltó y se levantó.
—Buenas noches —dijo a su esposa. Bajó de nuevo para terminar la carta a Helen, pero no permaneció en el cuarto de estar hasta tarde. Se desnudó en su vestidor, se puso una bata sobre su camisa de dormir y se situó junto a la ventana de su dormitorio, que estaba a oscuras, hasta altas horas de la noche.
No era la noche de bodas con la que soñaría un hombre. No era el matrimonio con el que soñaría un hombre. Y sin embargo era real. Durante la ceremonia de su boda había comprendido una cosa con alarmante claridad. Al pronunciar sus votos, había articulado cada palabra con absoluta sinceridad. Había oído decir que la ceremonia nupcial era una farsa religiosa, que los novios estaban obligados a pronunciar unos votos solemnes y ridículos que ninguno de ellos tenía la menor intención de cumplir. Él temía que no tendría más remedio que cumplir los suyos.
No era un pensamiento grato. Tenía la sensación de que hoy se había condenado a ser perpetuamente infeliz.
Y, sin embargo, tiempo atrás los términos «felicidad» y «Moira» le habían parecido sinónimos. Ella parecía hecha para ser feliz: esbelta y atractiva, aunque no bonita en un sentido convencional, y rebosante de salud, vitalidad y buen humor. Había hecho caso omiso de la disputa familiar que debía mantenerlos separados y de las restricciones sociales que la obligaban a ir siempre acompañada de una carabina. Había hecho caso omiso de las normas del decoro propio de una dama que la obligaban a llevar el pelo recogido e ir siempre calzada con medias y zapatos y caminar a paso lento. La recordaba corriendo por la colina que se alzaba sobre la cascada, con el sombrero de él en sus manos mientras la perseguía para rescatarlo, y correteando por la playa, con los brazos abiertos, su rostro alzado al sol, y sentada en la hondonada sobre el acantilado, rodeándose las rodillas con los brazos, contemplando el mar, preguntándose cómo debía de ser la vida en otros países. Charlando, sonriendo, riendo…, riendo casi siempre. Y besándole con cálido ardor y sonriendo cuando él le juraba que la amaba.
Era difícil —casi imposible— creer que era la misma mujer que él había dejado sentada en una butaca en el vestidor junto al suyo. Excepto que el dolor que le oprimía el corazón le decía que sí lo era y que él tenía la culpa de la diferencia que apreciaba en ella.
—Moira —murmuró, pero el sonido de su voz le sorprendió y turbó.
Cerró los ojos y apoyó la frente contra el cristal de la ventana.
Era una habitación extraña en una casa extraña: espaciosa, de techo alto, caldeada. La cama era grande y confortable. Todo era muy superior al dormitorio que tenía ella en su casa, su antigua casa. Pero no podía conciliar el sueño.
Se preguntó dónde estaba él, y dónde estaban sus aposentos. ¿Cerca de los suyos? ¿Tan alejados de los suyos como era posible?
Había estado muy antipática con él durante todo el día. Ni ella misma se lo explicaba. Él se había esforzado en mostrarse cortés, incluso amable. Ella lo había tergiversado todo, había frustrado sus intentos continuamente. Se había comportado como una niña consentida. No había podido evitarlo. Pero estaban casados. No podía seguir portándose así el resto de su vida.
Pasó el pulgar sobre la alianza de oro que lucía en el dedo. Kenneth y ella estaban casados. Había alcanzado la cima de sus sueños juveniles. Él era sin duda el hombre más guapo del mundo, había pensado antes…, y aún lo pensaba.
Mañana procuraría portarse mejor. Mañana se mostraría amable con él. Ningún matrimonio era tan espantoso que un pequeño esfuerzo por ser amable no pudiera hacer soportable, a menos que el marido maltratara a su mujer o padeciera una adicción que no pudiera controlar. Ninguno de estos supuestos se aplicaba a su matrimonio. Mañana trataría de portarse mejor.
No podía dormir. Le parecía como si la habitación se inclinara más allá de sus párpados cerrados, provocándole las habituales náuseas, la cabeza le retumbaba y los músculos de su vientre se contraían de forma involuntaria causándole molestias e incluso dolor. Moira se preguntó si el parto se desarrollaría con más normalidad ahora que había desaparecido su ansiedad, las dudas, el secretismo y su sentimiento de culpa. Se preguntó si el señor Ryder podría recetarle algo que hiciera que volviera a sentirse bien. Sería bochornoso confesar la verdad al señor Ryder, dejar que la examinara. Se preguntó si Harriet había sospechado la verdad, y la señora Finley-Evans. Le parecía imposible que no lo hubieran sospechado. Se sentía muy cansada. Estaba convencida de que si lograba conciliar el sueño dormiría toda una semana.
De pronto se despertó, esforzándose en salir de una angustiosa pesadilla que la había dejado acalorada y sudorosa, boqueando para librarse de unas zarpas que la atenazaban y se clavaban en su piel. Fijó la vista en el baldaquín sobre su lecho, respirando trabajosamente a través de la boca. Sabía que sólo una parte de lo sucedido había sido un sueño. Permaneció muy quieta, con los ojos cerrados, tratando de calmarse. Casi lo había conseguido cuando ocurrió de nuevo.
Junto a la cama había una campanilla. En su vestidor, otra. Se había olvidado de ambas. Se encaminó descalza y trastabillando hacia la puerta de su alcoba y la abrió. Pero ignoraba dónde se encontraba él. La casa le era extraña. Todo le era extraño.
—Kenneth —dijo. Respiró hondo y gritó—. ¡Kenneth!
Oyó que se abría una puerta cercana mientras se sujetaba al marco de la puerta de su alcoba; luego sintió dos manos que la tomaban por los brazos, atrayéndola contra la sedosa tibieza de una bata. Sepultó su rostro contra el pecho de él, tratando de que le transmitiera parte de su cordura.
—¿Qué ocurre? —le preguntó él—. ¿Qué ha sucedido?
—No lo sé —respondió ella. Pero empezaba a ocurrir de nuevo y se agarró a él, gimiendo—. Kenneth…
—Dios mío.
Él la tomó en brazos y la depositó de nuevo en la cama. Pero ella se agarró a su cuello, aterrorizada.
—No me dejes —le imploró—. Por favor. Por favor.
Él la abrazó, acercando su cabeza a la suya, hablándole.
—Moira —repitió una y otra vez—. Amor mío. Moira.
Él debió de tirar de la campanilla. Había otra persona en la habitación, una persona que sostenía una vela. Él ordenó a esa persona que fuera a por el médico de inmediato y le informara que se trataba de una grave urgencia. Empleó el tono que debía de emplear en el campo de batalla, pensó ella. Y el dolor volvió a hacer presa en ella.
No sabía cuánto tiempo transcurrió hasta que llegó el señor Ryder. Pero comprendió lo que sucedía mucho antes de que llegara. Estaba sumida en una pesadilla, despierta, sintiendo un dolor lacerante sin el consuelo de la alegría que experimentaría cuando todo terminara. Su doncella estaba en la habitación. Al igual que el ama de llaves, y él, hablándole, acariciándole la cabeza, refrescando su rostro con un paño empapado en agua fría. Al cabo de un rato oyó otra voz masculina —la del señor Ryder—, diciendo a Kenneth que saliera, pero él se negó.
No se fue hasta que todo terminó y Moira oyó al señor Ryder decirle —supuso que no había pretendido que ella lo oyera— que no creía que la vida de su señoría corriera peligro. Pero regresaría mañana temprano.
—¿Moira? —La voz de Kenneth. Ella abrió los ojos—. Tu doncella se quedará aquí contigo. Vendrá a avisarme si me necesitas. No dudes en pedírselo. Ahora procura dormir. Ryder te ha administrado un brebaje que te ayudará a conciliar el sueño.
Su rostro era una máscara fría e impasible.
Ella volvió a cerrar los ojos. Oyó a alguien emitir una risa sofocada.
—Qué maravillosa ironía —dijo alguien, ¿quizás ella misma?—. Un día demasiado tarde.
—Duerme —dijo él, y su voz denotaba la misma frialdad que traslucía su rostro.
Él se sentía profundamente apenado, un sentimiento que le sorprendió. Aparte del hecho de que el embarazo de Moira les había forzado a contraer matrimonio y la indisposición debida a su estado le había causado una gran preocupación, no había tenido realmente tiempo de pensar en la criatura que iba a nacer, su hijo. Una persona. Una parte de él y de ella. Un hijo o una hija. Ahora ya no nacería y él lloraba su pérdida…, y la que había sufrido Moira.
Especialmente la que había sufrido Moira. Aún temía por su salud, por su vida. Cuando entró de nuevo en la alcoba de ella a primeras horas de la mañana después de vestirse, ella yacía en la cama muy quieta y en silencio, de espaldas a él. Pero al acercarse vio que tenía los ojos abiertos. Tenía la mirada fija al frente. Él miró a la doncella arqueando las cejas, y la chica le hizo una reverencia y salió de la habitación.
—¿Has podido dormir? —preguntó, con las manos enlazadas a la espalda. Esta mañana no se atrevía a tocarla.
—Supongo que sí —respondió ella después de un prolongado silencio.
—Te sentirás mejor cuando hayas descansado —dijo él. Percibió la frialdad de su voz—. Habrá más oportunidades de… tener hijos.
Él cerró los ojos. Lo que había dicho era una estupidez. ¿Por qué no se había limitado a dolerse con ella por la pérdida que habían sufrido? Pero sentía que no tenía derecho a su dolor. No había experimentado el sufrimiento que había provocado la pérdida de su hijo. Lo único que había hecho era procurar que ella entrara en calor en una noche fría. Ella no le agradecería que tratara de compartir su dolor.
—Si esta criatura hubiera tenido la sensatez de morirse un día antes —dijo ella con voz apagada y monocorde—, esta mañana no nos enfrentaríamos a una sentencia de por vida, milord.
Las palabras eran más brutales que el azote de un látigo. Él se estremeció de dolor. Se quedó inmóvil, sin saber qué decir. No había nada que decir. No había palabras con que expresar lo que sentía.
—Sí, dentro de unos días me sentiré mejor —dijo ella—. ¿Cómo no iba a hacerlo? Soy la condesa de Haverford, dueña y señora de Dunbarton Hall. ¿Quién lo habría imaginado de la hija de un mero baronet? ¿Y para colmo una Hayes?
—Procuraremos superarlo —dijo él. Es cuanto podemos hacer. Las personas se casan por motivos que nada tienen que ver con el amor o el afecto. Las mujeres sufren abortos espontáneos. Los niños mueren. Pero aun así, la gente sigue adelante. Sigue viviendo, intentando superar las adversidades.
Trataba desesperadamente de convencerse con sus palabras. ¿Cómo consiguen las personas seguir adelante después de caer en el desconsuelo?
Pero ella se había vuelto hacia él y le miraba con ojos hostiles.
—Las mujeres sufren abortos espontáneos —dijo—. Las otras mujeres no me importan. Yo he sufrido un aborto. No me importa que mueran otros niños. Mi hijo ha muerto. Por supuesto, no tiene importancia al cabo tan sólo de tres meses. No era realmente un bebé. No era nada. Por supuesto que debo seguir adelante con mi vida. Por supuesto que debo tratar de superarlo. Qué estúpida soy de sentirme esta mañana algo abatida.
Él abrió y cerró las manos a su espalda.
—Moira… —dijo.
—Sal de aquí —replicó ella—. Si te queda algo de decencia, sal de aquí. El hecho de que fuera tu hijo quizá debería hacer que lo detestara. Pero el niño no tenía la culpa de quién era su padre. Yo amaba a mi hijo.
—Moira…
Él sintió que perdía el control. Pestañeó varias veces.
—Fuera de mi vista —dijo ella—. Eres un hombre frío, de corazón frío. Siempre lo has sido. Ojalá no hubiera vuelto a verte nunca. No sabes cuánto lo lamento.
Él la observó unos instantes, sintiendo un frío que le caló hasta el corazón, dio media vuelta y salió de la alcoba. Cerró la puerta silenciosamente tras él y se cubrió la cara con ambas manos al tiempo que sofocaba un sollozo. La terrible experiencia de esa noche la había trastornado, pensó. Se negaba a creer que cuando recobrara la salud y su buen humor fuera capaz de decir esas cosas o siquiera de pensarlas. No debió venir a verla tan pronto. Debió esperar a que llegara el médico. Debió… ¡Maldita sea, debió medir mejor sus palabras!
Pero nada de lo que pudiera decir la habría consolado. Sentía hacia él un intenso odio que era muy real, por más que sobrepasara la realidad de los hechos. Todo indicaba que era imposible salvar su matrimonio. Ella había accedido a casarse con él con gran reticencia sólo debido a su estado. Y ahora, menos de veinticuatro horas después de la boda, había perdido al niño que esperaba. Una ironía, como ella había observado anoche. El motivo por el que se habían casado —al menos según ella— le había sido arrebatado, pero el matrimonio había sido bendecido y era indisoluble.
Él entró de nuevo en su vestidor para ponerse unas ropas adecuadas para salir a caminar, y al cabo de unos minutos echó a andar hacia las colinas, precedido por un exuberante Nelson, que brincaba entusiasmado. Media hora más tarde cayó en la cuenta de que ni siquiera había esperado a que llegara el médico.
Moira se hallaba en el acogedor saloncito que formaba parte de sus apartamentos, recostada en una chaise longue. No leía ni cosía. Durante la pasada semana apenas había hecho nada. Pero su apatía empezaba a irritarla. Dudaba que fuera capaz de obedecer las órdenes del médico de permanecer confinada en sus habitaciones durante otra semana. No le convenía salir hasta dentro de un mes. Pero decidió que saldría mucho antes.
Su madre se había marchado hacía una hora, Harriet hacía tan sólo cinco minutos. Pobre Harriet. Había aceptado, al menos aparentemente, el mito de que el resfriado, que había durado desde Navidad hasta casi el presente, había culminado el día después de su boda en una grave pero breve indisposición, de la que por fin se estaba recuperando. Nadie había mencionado la verdad, pero Moira estaba segura de que Harriet la sabía por más que no comprendiera cómo era posible. Durante los dos últimos días habían acudido otras señoras a visitarla, las cuales se habían mostrado perplejas e intrigadas, pero, eran demasiado educadas para hacer preguntas indiscretas sobre su apresurado matrimonio después de la ruptura de su compromiso con sir Edwin o su indisposición. Estos días las conversaciones en los cuartos de estar de Tawmouth debían de ser muy animadas, pensó Moira con tristeza.
Apenas había visto a su marido en toda la semana. Desde la mañana después de su boda —y el aborto que había sufrido— él aparecía sólo una vez al día junto a la puerta de su cuarto de estar para interesarse por su salud, para saludarla con una reverencia y marcharse.
Ella procuraba no pensar en él ni en su matrimonio…, ni en su aborto. Pero era difícil no hacerlo.
Moira. Amor mío. No mueras. No dejaré que mueras. Amor mío. ¡Amor mío! Por favor, no mueras. No me dejes. ¡Ah, Moira! Amor mío.
Ella le había oído decir esas cosas esa noche, o creía haberle oído decirlas. Había visto la angustia en su rostro demacrado, incluso lágrimas, o creía haberlas visto.
Es curioso cómo la mente y la memoria pueden hacer que imagines cosas que no existen. Quizás era gracias a eso que había logrado conservar la cordura. El hecho de haber perdido a su hijo era innegable. De modo que se había consolado imaginando palabras, imaginando miradas. ¿Era posible que hubiera imaginado esas cosas?
De no ser así, estaba claro que él no había sido sincero. Contra toda razón, contra su criterio, incluso contra los dictados de su corazón, ella había confiado en que él regresara, que la mirara de nuevo de esa forma, que le dijera esas mismas palabras. Confiaba en sentir de nuevo su mano sobre su cabeza. Confiaba en que él hiciera algún comentario sobre la pérdida del hijo que esperaban. Algo para consolarla y aliviar el intenso dolor de su sufrimiento.
Habrá más oportunidades de tener hijos. Su voz áspera y fría, como acusándola de exagerar las cosas. Las mujeres sufren abortos espontáneos. Los niños mueren. Las personas siguen viviendo.
Ella había deseado volver a amarlo. Ahora lo sabía, por más que le avergonzara reconocerlo. Durante su boda había deseado amarlo. Había resistido la necesidad de descansar durante el resto del día, y ahora comprendía que ése era el motivo por el que había estado tan antipática con él. Antes de que él saliera de su vestidor, ella había reconocido por fin que quizá consiguieran salvar su matrimonio. Luego, pese al horror de su aborto…
Había deseado amarlo.
Ahora sólo podía odiarlo con renovada pasión. Era un hombre carente de sentimientos. ¿Cómo podía ser tan despiadado?
Alguien llamó con los nudillos a la puerta, de una forma que ella reconoció. Él nunca entraba en su habitación sin llamar. Al menos debía reconocerle ese detalle.
—Pasa —dijo ella.
Él se inclinó ante ella, su rostro frío e impasible.
—¿Cómo os sentís hoy? —preguntó.
—Bien, gracias —respondió ella.
—El médico opina que estáis fuera de peligro —dijo él—. Tenéis mejor aspecto. Debo haceros una pregunta, señora.
Hacía una semana que él no la llamaba por su nombre.
Ella arqueó las cejas, sorprendida.
—Hace una semana —dijo él—, me dijisteis que lamentabais haberme vuelto a ver. En esos momentos quizá no estabais en vuestros cabales. ¿Seguís pensando lo mismo que entonces? ¿Seguís lamentándolo?
Kenneth. ¿Era posible que la vida les hubiera conducido hasta este momento? ¿Por qué había regresado él a Dunbarton? ¿Por qué? Unas preguntas sin sentido, unos pensamientos sin sentido.
—Sí —respondió ella.
Él hizo otra reverencia, más elegante, más ceremoniosa que la última.
—Entonces os concederé lo que deseáis, señora —dijo—. Partiré para Londres mañana temprano. No os molestaré antes de marcharme. Si me necesitáis, mi administrador sabrá dónde localizarme en todo momento. Adiós.
Era un momento irreal. Ella se había casado hacía una semana. Había estado encinta de más de tres meses. Ahora había perdido el niño y no tenía un marido. Pero estaba atrapada para siempre en un matrimonio desdichado.
—Adiós, milord —respondió ella.
Se quedó mirando la puerta largo rato después de que él la cerrara a su espalda.