Capítulo 14

Sir Edwin Baillie había respondido a la carta de Moira con una clara misiva. Felicitaba a la señorita Hayes por ser una mujer de una sensibilidad fuera de lo común. Sin duda había comprendido, escribió, que él se había arrepentido de la precipitación con que había perseguido su propia felicidad en unos momentos en que su madre estaba gravemente enferma. La señorita Hayes debía de haberse percatado del sentimiento de culpa que el grato afecto que sentía por ella había suscitado en él cuando tenía tres hermanas huérfanas bajo su protección y tutela. De modo que la señorita Hayes había tenido el valor, la generosidad y la bondad de liberarlo de su compromiso. Deseaba que ella y su estimada madre le hicieran el honor de considerar Penwith Manor su hogar, al menos hasta que él se sintiera libre para mudarse allí, quizá dentro de un año o dos. Firmaba asegurándole que era su humilde servidor.

—Es una carta extraordinariamente amable —dijo lady Hayes cuando la leyó—. De manera que podemos estar tranquilas durante uno o dos años, Moira.

—Sí —respondió su hija.

—Y tú te habrás librado del problema que te agobiaba —dijo su madre—. No creas, Moira, que no me he dado cuenta de los remordimientos y la preocupación que te habían afectado de forma tan negativa. Ahora, por fin, podrás recobrar la salud. ¿Sigues tomándote el tónico que te recetó el señor Ryder?

Moira sonrió sin responder. Había decidido conceder al conde de Haverford dos semanas. A partir de ese momento, no habría más demoras. Al menos su madre tendría que saberlo. De hecho, de no ser una idea tan impensable, ya lo habría sospechado. Pese a su visible pérdida de peso, el vientre de Moira iba aumentando progresivamente debajo de sus holgados vestidos estilo imperio, muy de moda a la sazón.

Había visto ansiedad en los ojos de su madre. Sabía que temía por ella y había tratado de convencerse de que el aire primaveral y el tónico —y la liberación que había supuesto ahora para Moira la carta de sir Edwin— le devolverían el color a las mejillas y su salud. Era injusto por su parte dejar que su madre temiera que se estuviera muriendo cuando podía explicarle el verdadero motivo de su indisposición.

Había llegado a despreciarse.

Él se presentó una tarde lluviosa a primeros de abril. Era imposible salir y existían escasas posibilidades de que un visitante se aventurara a desplazarse hasta Penwith. Por lo demás, Moira no estaba segura de que sus vecinos vinieran a visitarlas aunque hiciera buen tiempo. Había contado a Harriet que sir Edwin y ella habían acordado poner fin a su compromiso matrimonial, y había dejado que su amiga divulgara la noticia. A esas alturas seguramente lo sabría todo el mundo. Moira y su madre estaban sentadas en el cuarto de estar, bordando, mientras la lluvia batía con tal furia en la ventana que era incluso imposible contemplar el jardín a través del cristal.

De pronto alzó la cabeza y aguzó el oído durante unos momentos. ¿Un carruaje? Pero se encontraban en la parte trasera de la casa y llovía con fuerza. Era casi imposible oír el sonido de un carruaje. Además, era una aventura arriesgada conducir un coche a través del valle. Bajó la cabeza y siguió bordando, pero la levantó de nuevo rápidamente al oír el inconfundible sonido de la aldaba contra la puerta principal.

—¿Quién habrá venido a visitarnos con este tiempo tan horrible? —preguntó lady Hayes, animándose visiblemente. Clavó la aguja en su labor, la dejó a un lado y se levantó justo antes de que la doncella abriera la puerta del cuarto de estar.

—El conde de Haverford, señora —dijo haciéndose a un lado.

No hubo tiempo de reaccionar. Él entró en el cuarto de estar inmediatamente después que la muchacha. Alto, elegante, viril y fríamente enojado, pensó Moira conteniendo el aliento.

—¿Lady Hayes? —Kenneth dio un taconazo e hizo una breve reverencia—. ¿Señorita Hayes?

Moira observó que su madre parecía sorprendida.

—Lord Haverford —dijo—, hace una tarde de perros para salir, aunque por supuesto estamos encantadas de veros. Sentaos, por favor.

—Gracias, señora —respondió él—. ¿Me permitís unos momentos a solas con la señorita Hayes? Aquí o en otra habitación.

Lady Hayes parecía aún más desconcertada.

—¿Con mi hija, señor? —preguntó—. ¿A solas?

Pero Moira se puso en pie.

—Está bien, mamá —dijo—. Llevaré a su señoría a la biblioteca de… de papá.

Sin dar a su madre oportunidad de protestar, atravesó rápidamente la habitación hacia la puerta, rozando con sus faldas al conde de Haverford cuando pasó junto a él. Pero él alcanzó la puerta antes que ella y la abrió para dejarla pasar.

—Gracias, señora —dijo a la madre de Moira antes de seguirla por el pasillo hacia la biblioteca en la que su padre solía pasar muchos ratos cuando vivía.

—No os entretendré mucho rato.

Moira entró rápidamente en la habitación, dejando la puerta abierta tras ella, y se situó junto a la ventana. Apenas veía la arboleda por la que era tan agradable pasear cuando hacía buen tiempo. Oyó la puerta cerrarse tras ella y durante unos segundos se produjo un silencio casi insoportable.

—Entiendo —dijo él con tono gélido y casi alarmantemente bajo—, que no me suplicáis ayuda.

Ella inspiró lentamente.

—No —respondió.

—Pero pensasteis que tenía derecho de estar informado —dijo él.

—Sí.

—Debo daros las gracias por vuestra amabilidad —dijo él.

Ella se pasó la lengua por los labios. No sabía adónde quería ir él a parar con esta conversación.

—A un hombre le agrada estar informado de que dentro de seis meses nacerá su bastardo —siguió diciendo él.

Moira apoyó una mano en el borde de la repisa de la ventana.

—No consiento que utilicéis esa palabra en mi presencia —dijo.

—¿De veras? —replicó él con tono afable pero no menos inquietante—. Entonces, ¿cómo debo llamarlo? ¿Un hijo ilegítimo? Supongo que esa palabra también os parece ofensiva. ¿Un hijo fruto del amor? Pero no es eso, ¿verdad? No fue concebido durante un acto de amor.

Fue un comentario inesperado e hiriente.

—No —respondió ella—. Hace mucho que sé que sois incapaz de amar. Y esa noche ni siquiera lo fingisteis.

—¿Por qué diablos —preguntó él, dejando por primera vez que su voz denotara cierta ira—, me mentisteis, Moira?

—Yo no… —dijo ella, pero era inútil añadir otra mentira.

—Sé por qué lo hicisteis.

Ella sujetó la repisa de la ventana con ambas manos y a duras penas logró reprimir un sobresalto. La voz de él sonaba justo detrás de su hombro.

—Lo hicisteis porque en la fiesta de Tawmouth os dije categóricamente que si había un niño os casaríais conmigo. Lo hicisteis porque os ordené que me mandarais llamar sin dilación si averiguabais que estabais encinta. Lo hicisteis porque sois capaz de cualquier cosa con tal de desafiarme.

—Sí. —Ella estaba furiosa, y aunque no era prudente dado que lo tenía tan cerca, se volvió rápidamente hacia él—. Hace muchos años que os odio y desprecio, milord. Y si el odio se atemperó con los años, durante los cuatro últimos meses se ha reavivado. La idea de depender de alguna forma de vos me resulta detestable. La idea de hacer algo simplemente porque vos me lo ordenáis me resulta…

—¿Repugnante? —sugirió él, arqueando las cejas—. ¿Os ha abandonado vuestra elocuencia, Moira? Una lástima. Os expresabais muy bien. Vuestra obstinación y puerilidad nos ha colocado a ambos en una situación profundamente embarazosa. La verdad no puede ocultarse.

Ella emitió una amarga carcajada.

—De modo que nuestro hijo tendrá que cargar siempre con el estigma de ser casi ilegítimo —dijo él.

—Completamente ilegítimo —replicó ella, sabiendo lo imprudente que era ceder a la tentación de desafiarlo en estos momentos—. La criatura que va a nacer será ilegítima. No me importa. Yo…

—Dejad de comportaros como una niña —le espetó él con tal frialdad que ella le miró unos instantes estupefacta—. Nos casaremos mañana por la mañana.

—No —contestó ella, sabiendo que era una discusión que no podía, ni deseaba, ganar. La racionalidad siempre la abandonaba cuando se enfrentaba a Kenneth. Lo único que sentía era un intenso odio—. Los bandos…

—He traído una licencia especial —dijo él—. Nos casaremos mañana. Procurad haceros a la idea, Moira. Aprenderéis a dominar la repugnancia que os inspiro. Quizá no os resulte tan insuperablemente difícil. No imagino que desearé pasar mucho tiempo en vuestra compañía. Y aprenderéis a obedecerme. No os resultará tan espantoso como suponéis. Tendré presente que sois mi esposa y no uno de los hombres de mi regimiento. Sugiero que regresemos junto a vuestra madre. ¿Lo sabe ya?

—No —respondió Moira—. Mañana es imposible. Es demasiado pronto. Necesito tiempo.

—Tiempo —respondió él fríamente— es justamente lo que no tenéis, Moira. Habéis desperdiciado demasiado. Mañana a estas horas os convertiréis en la condesa de Haverford. Viviréis en Dunbarton. Sugiero que informéis a vuestra doncella que puede…

Pero ella no oyó nada más. Sintió un aire helado a través de sus fosas nasales, una estridente campana que retumbaba en sus oídos y la alfombra bajo sus pies se elevó hacia su rostro.

—Mantened la cabeza agachada —decía una voz a lo lejos, una voz suave pero firme, una voz en la que ella confió instintivamente—, y dejad que la sangre fluya rápidamente hacia ella. Respirad hondo.

Sintió una mano firme y tranquilizadora apoyada en la parte posterior de su cabeza. Estaba sentada. La campana que sonaba de forma incesante empezó a perder intensidad, dando paso a una leve sensación de mareo. Sintió el reconfortante tacto de una mano grande y tibia sobre las suyas, frías y sudorosas.

Empezaba a recuperar el conocimiento. Se había desmayado. Estaba en la biblioteca, con el conde de Haverford. Respiró profunda y acompasadamente mientras mantenía la cabeza agachada hasta apoyarla casi en sus rodillas y los ojos cerrados.

Él tenía una rodilla apoyada en el suelo, delante de la silla en la que la había sentado, oprimiéndole con una mano la cabeza hacia abajo y sosteniéndole con la otra sus dos manos, tratando de calentárselas. Se sentía profundamente preocupado y avergonzado. Había sofocado su primer instinto de abrir la puerta y llamar a lady Hayes. Moira le había dicho que ésta no sabía nada. Sin duda había otros medios menos alarmantes de que su madre averiguara la noticia.

—¿Estáis bien? —pregunto él—. ¿Queréis que llame a vuestra madre?

—No —respondió ella débilmente. Él entendió que respondía a su segunda pregunta.

Su primera impresión al verla había sido que estaba muy desmejorada. Estaba muy delgada, incluso encorvaba un poco la espalda. Su pelo debajo del sombrero había perdido brillo. Su rostro, más que pálido tenía un color ceniciento. Incluso sus labios estaban pálidos. Tenía un aspecto demacrado, poco atractivo, avejentado. Incluso peor del que tenía en casa de los Trevellas.

De alguna forma, el hecho de verla no había sino azuzado la furia que le había hecho regresar a casa sin detenerse siquiera para comer o descansar. Parecía la viva imagen de una mujer que sufre y ha sido abandonada por su hombre. Él había sentido casi deseos de matarla. ¿Cómo se atrevía a hacerle esto?

Estaba enferma. Quizás ella misma había provocado ese estado guardando innecesariamente unos secretos, negándose empecinadamente a mandarlo llamar para que él pudiera librarla al menos de su problema más acuciante. Pero era indudable que estaba enferma. No era el momento de arremeter contra ella. Necesitaba un hombro en el que apoyarse, aunque él sabía que ella no lo reconocería ni en mil años.

Estaba enferma. Iba a tener un hijo, y estaba enferma.

Él retiró la mano de su cabeza y le frotó las manos con las suyas.

—En la reunión teníais mala cara —dijo—. Cuando nos encontramos en el valle teníais mala cara. En casa del señor Trevellas parecíais enferma. Cuando llegué esta tarde, antes de que viniéramos aquí a hablar, parecíais enferma. ¿Cuánto hace que estáis enferma?

—Creo que es debido a mi estado —respondió ella.

—No lo creo. —Él le tocó la mejilla con el dorso de la mano. Estaba aún muy fría—. Haré que el médico, el señor Ryder, os examine en Dunbarton pasado mañana. Tengo entendido que antes de establecerse aquí tenía una afamada consulta en Londres. Si su diagnóstico no nos convence, os llevaré a Londres para que os vea un médico allí. No podéis seguir así, Moira. Debisteis pedir ayuda antes.

No la riñas, se dijo él.

—No necesito ayuda. —Ella alzó la cabeza, pero fijó la vista en sus manos en lugar de en el rostro de él—. Voy a tener un hijo. Es algo que debo hacer sola.

—Sin ayuda de vuestra madre, de un médico o del padre de vuestro hijo —dijo él, tratando de reprimir su renovada ira—. La independencia de espíritu es admirable, incluso en una mujer. La terquedad, no. Mañana renunciaréis a buena parte de vuestra independencia. Os aconsejo que os hagáis a la idea de renunciar también a vuestra terquedad, si esperáis hallar alguna compatibilidad en nuestro matrimonio.

—No tengo más remedio que casarme con vos, Kenneth —contestó ella, mirándole por fin a los ojos—. Está claro. Pero quiero que entendáis una cosa. Me caso con vos porque debo hacerlo. No espero comprobar que somos o podemos ser compatibles. No haré ningún esfuerzo por adaptarme a vuestra forma de ser. Os desprecio a vos y vuestra forma de ser.

Él se esforzó en sofocar su ira y le sorprendió comprobar que se sentía tan dolido como enojado. Tenían un problema mutuo, que sólo podía solventarse de una forma. ¿Le odiaba ella hasta el punto de preferir ser desdichada toda su vida que tratar de sacar el mejor partido de una situación?

—No me conocéis ni a mí ni mi forma de ser, Moira —replicó él—. Nos encontramos aproximadamente una docena de veces cuando éramos muy jóvenes. No tuvimos trato alguno durante más de ocho años. Ni siquiera vivíamos en el mismo país. En los cuatro meses desde mi regreso, hemos tenido unos breves encuentro y otro desgraciadamente más prolongado en la cabaña del ermitaño. No nos conocemos en absoluto. Pero mañana nos convertiremos en marido y mujer. ¿No podemos ponernos de acuerdo para iniciar una nueva etapa en nuestras vidas? ¿No podemos hacer al menos el esfuerzo de tolerarnos y respetarnos mutuamente?

Ella parecía reflexionar sobre la cuestión.

—No —respondió al fin—. No puedo olvidar fácilmente el pasado.

Él le soltó las manos y se levantó.

—Quizá seáis más sincera que yo —dijo—. Yo tampoco puedo olvidar fácilmente la noche que estabais en la hondonada sobre el acantilado apuntándome al corazón con una pistola y me dijisteis que me fuera a casa y no me inmiscuyera en lo que no me incumbía cuando la víspera me habíais besado y sonreído en esa misma hondonada al deciros que os amaba.

—Debí soltar una carcajada en lugar de sonreír —dijo ella— al oír semejante mentira.

Él se dirigió hacia la puerta y la abrió. Pero no había nadie en el pasillo. Lo atravesó y llamó a la puerta del cuarto de estar donde le habían recibido hacía un rato. La voz de lady Hayes le dijo que pasara.

—Os ruego que vengáis a la biblioteca, señora —dijo él inclinándose ante ella.

Ella le miró tan sorprendida como lo había hecho antes, pero se levantó sin hacérselo repetir y le siguió por el pasillo.

—¿Moira? —dijo entrando apresuradamente—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Has vuelto a sentirte mal? Ha estado indispuesta durante buena parte del invierno, milord —explicó volviéndose hacia él, que se hallaba junto a la puerta con las manos enlazadas a la espalda—. Confío en que…

—La señorita Hayes ha aceptado casarse conmigo mañana por la mañana, señora —dijo él.

Lady Hayes le miró estupefacta.

—Estoy encinta de más de tres meses, mamá —dijo Moira, alzando la vista y fijándola en los ojos como platos de su madre—. La noche del baile navideño no la pasé en Dunbarton. Traté estúpidamente de regresar a casa caminando pese a la tormenta. Lord Haverford salió en mi busca y me encontró refugiada en el baptisterio. Nos vimos obligados a pasar el resto de la noche allí.

Por fortuna lady Hayes se encontraba cerca de una silla y se sentó apresuradamente en ella. Miró a Kenneth frunciendo los labios.

—A la mañana siguiente lord Haverford me ofreció matrimonio —se apresuró a decir Moira. No era estrictamente verdad. Ella no había permitido que le hiciera ese ofrecimiento—. Posteriormente me lo ofreció en reiteradas ocasiones. Incluso trató de insistir. Pero yo le rechacé. La misma mañana que escribí a sir Edwin le escribí a él. Pero cuando llevé la carta a Dunbarton averigüé que había partido hacía unas horas para Kent. Regresó en cuanto le mandé recado. Nada de esto es culpa suya.

Él esbozó una media sonrisa. ¿Moira defendiéndolo?

—Debí hablar con vos, señora —dijo— cuando acompañé a Moira a casa esa mañana. Debí escribir yo mismo a sir Edwin Baillie esa mañana. De no haber cometido yo unos graves errores habría evitado mucha angustia. Me culpo a mí mismo. Pero no adelanto nada reprochándome mis anteriores fallos. He adquirido una licencia especial y la señorita Hayes y yo nos casaremos mañana. Al día siguiente haré que la examine un médico.

Lady Hayes se llevó las manos a las mejillas.

—Doy gracias, milord —dijo—, que ni vuestro padre ni mi esposo estén vivos en este momento. —Se volvió hacia su hija—. ¿Por qué no me lo dijiste, Moira? ¿Por qué no me lo dijiste?

—Supongo —respondió Moira— que pensé que si no hablaba de ello ni pensaba en ello, esta terrible pesadilla desaparecería. Al parecer, desde Navidad no he hecho más que cometer una torpeza tras otra. —Miró a Kenneth—. Por supuesto, eso no desaparecerá nunca. Cargaré con ello toda la vida.

Él se acercó a la campanilla.

—Con vuestro permiso, señora —dijo—, llamaré a vuestra doncella. Creo que a vos y a Moira os sentaría bien una taza de té.

—¿Moira? —dijo lady Hayes arrugando el ceño.

No le había pasado inadvertida la familiaridad con que él se había referido a su hija. Pero ahora ya no importaba. Al día siguiente la señorita Moira Hayes sería su esposa. Mañana se convertiría en Moira Woodfall, condesa de Haverford, para quien la pesadilla del presente persistiría toda la vida.

Él tiró de la campanilla con gesto adusto.

La iglesia de Tawmouth estaba casi vacía cuando el conde de Haverford contrajo matrimonio con la señorita Moira Hayes. Aparte de ellos y del reverendo Finley-Evans, las únicas personas presentes eran lady Hayes, la señora Finley-Evans, Harriet Lincoln y el señor Lincoln, los cuales habían sido invitados a última hora, y el administrador de su señoría.

No se parecía en nada a la boda con la que ella había soñado tiempo atrás, cuando era joven, pensó Moira. No sólo debido a la ausencia de invitados. No había un novio al que mirar con adoración. Sólo Kenneth, el cual, como es natural, estaba impresionantemente guapo, vestido de forma tan impecable como si se dirigiera a la corte para presentar sus respetos al rey, o al príncipe regente. Lucía un atuendo de color azul pálido y blanco que le sentaba maravillosamente con su pelo rubio. Parecía un príncipe de cuento de hadas. Aunque ella lucía uno de sus vestidos blancos favoritos, el cual había estado a punto de ponerse para el baile navideño en Dunbarton, sabía muy bien que no estaba guapa. La apostura de él hacía que se sintiera aún más fea.

Y esa mañana, cuando se había levantado de la cama, se había sentido tan indispuesta que durante unos minutos pensó en enviar recado a Kenneth informándole de que era preciso aplazar la boda. Pero era imposible, por supuesto. Tal como él le había dicho y ella comprendía, había dejado pasar demasiado tiempo. Se sentía muy mal en todos los aspectos: le dolía la cabeza, estaba mareada y tenía náuseas, frío y se sentía apática. Detestaba sus síntomas, su autocompasión. Deseaba salir corriendo y no detenerse. Deseaba lo imposible. Quizá, pensó con sombrío humor, sentía el deseo de morir.

No era la boda con la que hubiera soñado una mujer. Y, sin embargo, era sorprendentemente real. A fin de cuentas, no era un desagradable trámite por el que tenía que pasar para restituir la decencia a su vida. Era una boda. Era algo que uniría su suerte a la de Kenneth para el resto de sus vidas. Quizá porque la ceremonia representó para ella una dura prueba física, asumió asimismo una dura realidad. Escuchó cada palabra que pronunció el reverendo Finley-Evans y cada palabra parecía algo novedoso, como si no hubiera asistido nunca a la ceremonia de una boda. Escuchó la voz de Kenneth, grave, agradable y muy varonil, y oyó las palabras que dijo. Dijo que la adoraba con su cuerpo. Escuchó su propia voz y lo que dijo. Prometió amarlo y obedecerle. Sintió el reluciente anillo de oro sorprendentemente cálido sobre su piel. Observó cómo Kenneth lo deslizaba sobre su nudillo y se lo colocaba en el dedo. Oyó detrás de ella un sollozo que alguien se apresuró a reprimir. ¿Su madre? ¿Harriet? Sintió el beso que él le dio, cálido, firme, con los labios ligeramente entreabiertos, su cálido aliento sobre su mejilla.

Kenneth. Cuando él alzó la cabeza ella le miró a los ojos. Él sostuvo su mirada, pero sus ojos no le indicaban nada. Carecían de expresión. Kenneth. Te amaba con locura. Eras mi sueño dorado. Lo eras todo para mí.

—Por favor —murmuró él, inclinándose sobre ella cuando el reverendo Finley-Evans tomó de nuevo la palabra—, no llores. No me hagas esto.

Pero estaba equivocado. Creía que eran lágrimas de repugnancia. Eran lágrimas de tristeza por los sueños e ideales de juventud. Tiempo atrás ella había creído en héroes y en la perfección y en el amor romántico, todo ello encarnado en Kenneth. Cuando había despertado a la realidad, todo se había derrumbado. Si no le hubiera amado, pensó Moira, quizá tampoco le habría odiado.

Pero le parecía imposible reaccionar a Kenneth sin algún tipo de pasión. Por desgracia, jamás se sentiría indiferente a él.

Su madre la abrazó y besó; Harriet y la señora Finley-Evans, ambas con una expresión de perplejidad y curiosidad, la besaron en la mejilla; el reverendo Finley-Evans, el señor Lincoln y el señor Watkins, el administrador de Dunbarton, se inclinaron ante ella y le besaron la mano. Y de pronto, curiosamente, todo había terminado. Ella abandonó la iglesia del brazo de su esposo, que la ayudó a montarse en su carruaje. Los demás se trasladarían en otros dos carruajes a Dunbarton para desayunar.

Todo le pareció a Moira más real cuando se quedaron solos, sentados uno junto al otro, sin tocarse, mirando por las ventanillas opuestas del coche.

—Si te sientes demasiado indispuesta para desayunar —dijo él cuando el coche empezó a ascender la empinada cuesta más allá del pueblo—, debes retirarte a tus habitaciones. Si te sientes con ánimo de unirte a nuestros invitados, te agradeceré que te esfuerces en sonreír un par de veces.

—Sí —dijo ella—. Sonreiré.

—Al menos —dijo él—, procura no llorar.

—Sonreiré —dijo ella—. Es la primera orden que me dais, milord, y obedeceré.

—El sarcasmo es innecesario —dijo él.

Ella emitió una breve risita y volvió la cabeza, pestañeando deliberadamente. Él jamás volvería a verla llorar. No volvería a ver su faceta vulnerable.

Kenneth. Sentía un nostálgico anhelo por el hombre al que había amado, como si no fuera el mismo que estaba sentado ahora junto a ella, casi rozándole el hombro con el suyo. Su marido. El padre de la criatura que llevaba en su vientre.