Capítulo 13

Había llegado una carta a Penwith expresando el afectuoso deseo de sir Edwin Baillie de que lady Hayes y la señorita Hayes le hicieran a él y a sus queridas hermanas el honor de pasar un par de semanas con ellos en Pascua. Había confiado en que se produjera un evento más feliz que alegrara la primavera, pero, como es natural, eso había quedado descartado. No obstante… La carta era bastante extensa y sir Edwin la remataba asegurándoles que les enviaría su coche y a varios fornidos criados para transportar a las distinguidas damas a su humilde hogar, donde él y sus hermanas esperarían su llegada con tanta ilusión como las penosas circunstancias de sus vidas permitieran.

—Es muy amable por su parte querer agasajarnos en estos momentos —dijo lady Hayes a su hija—. Aunque comprensible, desde luego. Creo que sir Edwin siente auténtico afecto por ti, Moira. Y sus hermanas tendrán curiosidad por conocerte, especialmente dado que eres prima lejana de ellas.

—Es una invitación muy amable —convino Moira.

Pero su madre la miró arrugando el ceño.

—Entonces, ¿iremos? —preguntó—. Aún no te has restablecido, Moira, a pesar del tónico que te recetó el señor Ryder. Temo que un viaje de cincuenta kilómetros sea demasiado para ti.

Moira estuvo a punto de asegurar a su madre que un cambio de escenario y la compañía de nuevas amistades era cuanto necesitaba para recobrar su buen humor. El momento de las mentiras y las evasivas se había terminado. Y el último lugar al que deseaba ir era a casa de sir Edwin. Durante unos instantes pensó que quizá sería mejor ir y hablar con él cara a cara, pero sabía que no podía considerar seriamente esa idea. Sonrió y tomó la carta de manos de su madre.

—Con tu permiso, mamá —dijo—, yo misma responderé a la carta de sir Edwin. Puedes leerla y darme tu aprobación antes de que la envíe.

Al pensar en ello sintió una opresión en el estómago. Pero estaba claro que había llegado el momento de hacerlo.

De hecho, había llegado el momento de escribir más de una carta. Era evidente que no tenía valor para decir nada a ninguno cara a cara. De modo que tenía que escribirles. Se sentó al escritorio en el saloncito que daba al este y les escribió a los dos. Cuando terminó miró el reloj sin dar crédito. ¿Era posible que hubiera tardado dos horas en escribir dos breves misivas? Tardó otros veinte minutos en hacer acopio del suficiente valor para ir en busca de su madre.

Lady Hayes acababa de entrar del jardín con un ramo de flores primaverales para colocarlas en los jarrones. Sonrió a su hija.

—Esta espléndida primavera nos resarcirá del duro invierno que hemos pasado —dijo—. ¿Irás a Tawmouth andando para enviar la carta? Creo que el ejercicio te sentará bien.

—Siéntate, mamá —respondió Moira.

Su madre la miró, preocupada al intuir que algo iba mal, y se sentó. Tomó la carta dirigida a sir Edwin de manos de Moira y la leyó.

—Vaya —dijo, alzando la vista al cabo de unos momentos—, has declinado la invitación. Quizás hayas hecho bien, querida. Pero confío en que sir Edwin no se sienta dolido u ofendido. ¿Le has explicado que no te sientes bien? Estoy segura de que si lo supiera sería el primero en pedirte que te quedaras en casa.

—Sigue leyendo —dijo Moira.

Su madre leyó la carta en silencio. Cuando terminó la depositó en su regazo y tardó unos momentos en poner sus pensamientos en orden.

—¿Crees que esto es prudente, Moira? —preguntó—. ¿Qué será de nosotras?

—Lo ignoro —contestó Moira. Se había levantado y se había acercado a la ventana, aunque en realidad no veía el hermoso jardín al otro lado del cristal.

—Ha sido una reflexión egoísta e indigna de mí —dijo lady Hayes—. Mi futuro no tiene importancia. Nunca me he engañado pensando que este matrimonio te haría feliz. Pero me convencí de que sería un matrimonio respetable que aseguraría tu futuro. A fin de cuentas, has cumplido veintiséis años.

—Soy una solterona —dijo Moira mordiéndose el labio.

Debió decir sin rodeos que se quedaría para vestir santos.

—Debemos pensar en la posibilidad de que ésta sea quizá tu última oportunidad de casarte —dijo lady Hayes—. Has tenido otras oportunidades, Moira, y las has rechazado. Es posible que ésta sea la última. ¿No crees que deberías ir a casa de sir Edwin y verlo de nuevo? ¿Y conocer a sus hermanas? Quizá comprendas que es preferible casarte con él que quedarte soltera sin perspectivas de contraer matrimonio.

—No puedo, mamá —respondió Moira en voz baja.

Sostenía la otra carta en su mano. La entregaría personalmente después de echar la de sir Edwin al correo. Quizá recibiría una respuesta mañana o incluso esta noche. No obstante, no tenía ánimos para contarle nada más a su madre. Antes de que se produjera esta penosa situación, jamás habría creído que fuera capaz de semejante cobardía como había demostrado durante los tres últimos meses.

Lady Hayes suspiró.

—Romper un compromiso formal puede hacer que recaiga sobre ti el deshonor, Moira —dijo.

—Lo sé —respondió ella.

—Quizá compruebes que nuestros vecinos se niegan a recibirnos a partir de ahora —añadió su madre.

A recibirnos. La deshonra caería también sobre su madre, por supuesto. Eso era lo peor. Si las consecuencias se limitaran tan sólo al pecador, sería más fácil soportarlas, pensó. Pero ella no sería la única que sufriría. También sufriría su madre, sir Edwin y, por supuesto, sus hermanas.

—Lo lamentaré, mamá —dijo Moira—. Lo lamentaré por ti más de lo que soy capaz de expresar. Pero no puedo casarme con sir Edwin.

Media hora más tarde, echó a andar hacia Tawmouth por el valle, al que la primavera había conferido un maravilloso color verde. Las relucientes aguas del río serpenteaban hacia el mar y en las colinas sonaba el canto de los pájaros. Pero Moira era incapaz de gozar de cuanto la rodeaba. Dentro de poco las dos cartas saldrían de sus manos y comenzaría un ciclo de acontecimientos que ella debió poner en marcha hace tiempo. Pero se había producido el fallecimiento de la madre de sir Edwin —una pobre excusa para aplazarlo durante tanto tiempo— y la continuada presencia de lady Haverford en Dunbarton, una excusa aún más pobre. En cualquier caso, la condesa había partido hacía más de dos semanas. Pero al poco de marcharse ella habían llegado otros visitantes.

Eso no era una excusa, desde luego. Quizás había sido la llegada de sus amigos lo que había inducido a Kenneth a asistir a la reunión ofrecida por los Trevellas hacía una semana. Moira había tenido allí una oportunidad perfecta. Había estado decidida a hablar con él. Había abierto la boca y había respirado hondo.

Pero él se le había adelantado. Se había mostrado frío, enojado porque consideraba que ella estaba sacando las cosas de quicio. Enojado porque el hecho de verla le recordaba su propia culpa.

Conseguisteis escapar a las peores consecuencias de esa noche. Vos misma me lo dijisteis a fines de enero.

No ocurrió nada tan terrible, Moira. Nada tan grave como para que afecte vuestra salud de este modo. Debéis cerrar este capítulo, olvidaros de ello. Yo hace tiempo que lo he olvidado.

Moira se estremeció ante el dolor que sus palabras le causaban y sintió de nuevo la ira que había propiciado su imprudente respuesta, haciendo que él se alejara antes de que ella pudiera decirle todo lo que se había propuesto.

De modo que hoy había tenido que decírselo por carta. Hoy debía prescindir del hecho que hubiera unos visitantes en Dunbarton. Su presencia no era una excusa para evitar ir allí. Si se encontraba cara a cara con ellos, daba lo mismo. Sólo confiaba en no encontrarse cara a cara con él, precisamente hoy, no antes de que él hubiera leído su carta. Por supuesto, podía haber enviado a uno de los sirvientes de Penwith para que entregara la carta en Dunbarton, pero le había parecido importante hacerlo ella misma.

Era una larga caminata, primero hasta Tawmouth, subir luego la cuesta hasta la cima de la colina y por último echar a andar por la carretera sobre el valle hasta Dunbarton Hall. El sol lucía en lo alto cuando llegó a la mansión, y comprobó que hacía un calor inusitado para esta época del año. El sombreado camino de acceso tenía un aspecto muy distinto del que presentaba la última vez que ella lo había visto, pensó Moira estremeciéndose.

Su señoría no se hallaba en casa, le informó el lacayo que le abrió la puerta. Moira le explicó que había venido tan sólo para entregar una carta al conde de Haverford.

—¿Harás que se la entreguen a su señoría? —preguntó al lacayo, extendiendo la mano en la que sostenía la carta. El corazón le latía con tal furia que se preguntó si el criado podría oírlo. Cuando éste tomara la carta de sus manos…

Pero en ese momento apareció el mayordomo en el recibidor, y el lacayo se apartó a un lado.

—¿Se trata de una invitación, señora? —preguntó el mayordomo después de hacerle una breve reverencia y comprobando con gesto de desaprobación que no la acompañaba una doncella—. En tal caso, debo informaros que su señoría no podrá aceptarla. Se ha ausentado de casa.

—¿De casa? —preguntó ella. Un paseo vespertino no le impediría aceptar todas las invitaciones que recibiera.

—Su señoría partió esta mañana para Kent para pasar allí una temporada, señora —dijo el mayordomo—. No espero que regrese en breve.

Moira se quedó mirándole, con la mano extendida. Esta mañana. No espero que regrese en breve. Sintió en su cabeza una frialdad que le resultaba familiar.

—¿Deseáis sentaros un rato, señora? —le preguntó el mayordomo, observándola con preocupación.

—No. —Ella dejó la caer la mano y le sonrió—. No, gracias. Debo irme.

Salió apresuradamente a través del patio y no aminoró el paso hasta llegar a casa. Cuando descendió por la empinada carretera del valle, se abstuvo de mirar hacia la derecha, donde se hallaba el pintoresco baptisterio de piedra que se alzaba sobre el valle y la pequeña cascada.

Transcurrió más de una semana antes de que ella regresara a Dunbarton y solicitara hablar con el administrador del conde de Haverford. Tuvo que esperar casi media hora mientras iban a buscarlo, pues no se hallaba en la casa, y el hombre se mostró claramente sorprendido por su presencia de Dunbarton y por la petición que ella le hizo. Pero accedió a incluir la carta en el informe que enviaría a su señoría esta semana.

Ya estaba hecho, pensó ella mientras regresaba a casa, abriendo el paraguas para protegerse de la llovizna. Todo estaba ahora fuera de sus manos, al menos de momento, aunque todavía no se lo había dicho a su madre.

Kenneth había encontrado justo la medicina que necesitaba, al menos, eso se dijo para convencerse. Solía involucrarse rápidamente en los problemas de otras personas. El vizconde de Rawleigh se hallaba en Stratton con su esposa la mañana que sus tres amigos llegaron de Cornualles. De hecho, había salido de casa con ella y se hallaban de pie sobre el puente por el que el carruaje del conde debía pasar. Kenneth se inclinó hacia delante y golpeó con los nudillos en el panel delantero para indicar al cochero que se detuviera mientras lord Pelham y el señor Gascoigne saltaban del vehículo al tiempo que se oían voces y risas y los excitados ladridos de un pequeño chucho. Kenneth estaba impaciente por volver a ver a Rex y conocer a su esposa.

Pero cometió de inmediato un nefasto error. Se bajó del coche, abrazó a Rex, lo saludó, le dio una palmada en el hombro y se volvió para ver a su esposa, que charlaba y se reía con Nat y Eden. Y en cuanto sus ojos se posaron en ella, la reconoció. La había visto en Londres hacía seis años, cuando había regresado a casa para recuperarse de sus heridas. Incluso había bailado con ella un par de veces en unos bailes organizados por la alta sociedad. Era la hija de Paxton, del conde de Paxton.

—Lady Catherine —dijo antes de percatarse de la expresión de asombro y perplejidad que reflejaban los ojos de la dama. Medio segundo más tarde, observó también asombro en los ojos de sus tres amigos, una expresión que Rex se apresuró a disimular. De pronto se acordó. Eden y Nat la habían llamado señora Winters, una viuda. No habían dicho que fuera la hija de Paxton, lady Catherine Winsmore. Winters y Winsmore eran unos nombres muy parecidos. ¿Había estado casada? ¿Había enviudado? ¿Qué hacía en Derbyshire? ¿Vivía allí de incógnito? ¿Desconocían los amigos de Rex —y el propio Rex— su verdadera identidad?

Las voces y las efusivas risas continuaron, pero Kenneth comprendió que el daño estaba hecho. Y sus temores se confirmaron cuando al cabo de un rato se quedó por fin a solas con Nat y con Eden. No, no lo sabían, le aseguraron, y parecía una suposición razonable, dada la rápida y controlada reacción de Rex, que éste tampoco lo supiera. ¿Se había casado con una mujer sin conocer su verdadera identidad? ¿Se había casado con ella sin saber que hacía seis años había quedado deshonrada debido a su relación con el peor canalla y sinvergüenza de Londres? Incluso se rumoreaba que se había quedado encinta y había desaparecido de repente. Kenneth recordó ahora estos hechos, pero ya era demasiado tarde.

—¿Creéis que Rex me oyó llamarla lady Catherine? —preguntó a sus amigos confiando a medias que le dijeran que no.

—Por supuesto que lo oyó —respondió lord Pelham.

—Y le sorprendió.

No tuvo que articular las palabras como si fuera una pregunta.

—Rex jamás habría podido dedicarse al teatro —comentó el señor Gascoigne—. Es un pésimo actor.

No obstante, durante el resto del día se comportó con toda naturalidad, risueño, amable y pendiente en todo momento de su esposa. Era una gran belleza, tal como sus amigos habían informado a Kenneth y como él la recordaba cuando la había conocido hacía seis años. Tenía el cabello rubio y los ojos color avellana.

Pero no podían quedarse en Stratton. Pese a la fachada de naturalidad casi perfecta por parte de Rex, convinieron que existía una tensión casi insoportable entre éste y su esposa. Lo mejor que podían hacer era dejarlos solos, fingir que habían venido a pasar sólo un par de días antes de dirigirse a Londres.

Así pues, al día siguiente partieron para Londres, pero antes lord Rawleigh les llevó aparte y les aseguró que conocía la historia de su esposa, que siempre la había sabido. Los otros dedujeron que ella se lo habría contado ayer. La terrible metedura de pata de Kenneth casi había hecho que olvidara sus propios problemas. Temía haber destruido un matrimonio que en cualquier caso había empezado con mal pie. Pero ¿cómo podía haberse casado lady Catherine con Rex sin contarle que había caído en la deshonra? ¿Y cómo reaccionaría Rex al descubrir la verdad cuando ya estaba casado con ella? Por supuesto, a él no le incumbía, según trató de convencerse.

Pero al cabo de poco más de una semana comprobó que sí le incumbía. El vizconde de Rawleigh y su esposa se presentaron de improviso en la ciudad un par de días después de que él llegara, y Rex pidió a sus tres amigos que asistieran al baile de Mindell, al que estaba decidido a llevar a lady Rawleigh, aunque era muy posible que los miembros de la alta sociedad le hicieran un desaire. Necesitaba todo el apoyo moral —y suficientes parejas de baile para su esposa— que pudiera recabar.

El baile asumió un significado especial cuando otro invitado llegó más tarde, sir Howard Copley, precisamente el hombre que había deshonrado a lady Rawleigh hacía seis años. La dama no vio llegar a sir Howard, pues estaba bailando, y al verla éste se dirigió apresuradamente a la sala de cartas. Pero tras una rápida consulta los cuatro amigos decidieron poner en marcha un plan. Kenneth fue el designado para bailar la próxima cuadrilla con lady Rawleigh mientras los otros tres abandonaban el salón de baile. Cuando la cuadrilla terminó, lord Pelham le informó de la previsible noticia: el duelo se celebraría pasado mañana, a primera hora de la mañana. Eden sería el padrino oficial de Rex, pero, como es natural, Nat y Kenneth asistirían también.

Kenneth había logrado apartar de su mente Dunbarton y sus problemas. Se habían convertido en una onerosa carga que le provocaba muchas noches en vela y angustiosas pesadillas cuando conseguía conciliar el sueño. Los problemas de Rex eran mucho más reales que los suyos. Durante la última semana había comprendido una cosa con toda claridad: era evidente que Rex estaba perdidamente enamorado de su esposa, y si él no andaba equivocado, ella le correspondía plenamente. Ese pensamiento le reconfortó, siempre y cuando Rex sobreviviera al duelo. Había escapado a la muerte mil veces durante las guerras, y era un experto tirador; el duelo era a pistola. Pero nadie podía tener ninguna seguridad en un duelo, especialmente cuando el oponente era un canalla como Copley. Según decían, probablemente con razón, lady Rawleigh no había sido su única víctima.

El día siguiente —el anterior al duelo— se hizo interminable. Lady Rawleigh había invitado a los tres amigos de su esposo a cenar, y más tarde se sentaron en el salón, charlando y riendo, y, a petición de la dama, recordando sus tiempos de juventud. Quería que le hablaran sobre los años que habían pasado juntos. Daba la impresión de ser una velada muy animada, pero cuando llegó a casa se sintió cansado y preocupado. De haber sido él quien se enfrentara al duelo mañana, se habría sentido trastornado por los nervios y aterrorizado. Pero al menos eran unas sensaciones familiares. Las había experimentado antes de cada batalla en que había participado, y habría desmentido a cualquier soldado que se jactara de no haberlas experimentado. Pero también sabía que cuando el peligro era real y tenía que enfrentarse a él, los sentimientos negativos daban paso a una fría concentración y su brazo derecho era tan firme como una roca. Pero no era él quien se enfrentaba al duelo. Resultaba más duro saber que tendría que permanecer a un lado, impotente, viendo cómo un hombre apuntaba al corazón de uno de sus mejores amigos.

Había estado a punto de no abrir el paquete que había llegado ese día de Dunbarton, escrito con la pulcra letra de su administrador. El paquete podía esperar. Esta noche no podía concentrarse en asuntos de negocios. Pero tampoco pudo pegar ojo, según comprobó. Su mente estaba agitada. Quizás el hecho de leer unos aburridos informes le calmarían. Quizás, vana esperanza, incluso le ayudarían a conciliar el sueño. Al abrir el paquete vio que contenía los esperados informes, y una carta escrita de un puño y letra distinto. Una caligrafía femenina, si no estaba equivocado. La curiosidad hizo que la abriera antes de leer los informes.

«Milord —había escrito ella—, he roto mi compromiso con sir Edwin Baillie. Estoy encinta de tres meses. Ésta no es una petición de ayuda. No obstante, he llegado a la conclusión de que tenéis derecho a saberlo. Vuestra humilde servidora, Moira Hayes.»

Contempló la carta durante varios minutos antes de doblarla con cuidado por sus pliegues originales y luego estrujarla y arrojarla al otro lado de la habitación. Tres meses. ¡Maldita fuera esa mujer! ¡La muy desgraciada! ¿Tres malditos meses? Crispó la mano en un puño y cerró los ojos.

¿Cuándo le había preguntado si estaba en estado? Fue en el valle, a fines de enero. Hacía dos meses…, o más. Ella ya debía de saberlo. Él se lo había preguntado sin ambages. Por supuesto que no, había respondido ella. Qué idea tan ridícula. Él recordaba con toda nitidez su expresión de altivo desdén. Y sin embargo ya debía de saberlo. Y en casa de los Trevellas, una semana antes de que él partiera de Dunbarton, tampoco le había dicho nada. Había hablado con ella, había tratado de mostrarse amable, había tratado de liberarla de su sentimiento de culpa, pero ella se había limitado a mirarlo con gesto desafiante y fingir que había olvidado el incidente. Y en esos momentos ya estaba encinta de casi tres meses.

¡La muy desgraciada!

Había esperado a que él se marchara para informarle fría y escuetamente que estaba encinta de tres meses y asegurarle que no suplicaba su ayuda. Había firmado de modo muy formal como «su humilde servidora».

—¡Humilde! —Él pronunció la palabra en voz alta entre dientes—. La humilde y obediente señorita Moira Hayes. Eso serás durante el resto de tu condenada vida, te lo juro. Da gracias a la providencia de que en estos momentos no estés al alcance de mis manos. Reza para que mi furia se haya calmado cuando llegue a Cornualles.

Una licencia, pensó. Necesitaría una licencia especial. Conseguiría una lo antes posible por la mañana y partiría enseguida. Pero Rex se iba a batir en duelo a la mañana siguiente temprano. Quizá no sobreviviera. Habría un funeral…

Kenneth se levantó apresuradamente y se pasó los dedos de ambas manos por el pelo.

—¡Maldita sea esa mujer! —exclamó.

Soltó una retahíla de palabrotas. En cualquier caso, pensó riendo, no faltaría pasión en su matrimonio. La pasión de un intenso odio.

Su matrimonio. ¡Su matrimonio! Iba a convertirse en un hombre casado. Dentro de seis meses sería padre. Y Moira Hayes no suplicaba su ayuda.

—Maldita seas —murmuró—. Maldita seas, Moira.

Rex Adams, vizconde de Rawleigh, sobrevivió al duelo que había librado contra sir Howard Copley. Sir Howard no sobrevivió, ni merecía hacerlo, pues aparte de sus pecados pasados, que eran legión, había contravenido las reglas del duelo y había disparado su pistola prematuramente, antes de que se diera la señal. Había herido a lord Rawleigh en el brazo derecho, pero no le había dejado malherido. A continuación había tenido que permanecer de pie, esperando a que su oponente apuntara contra él lenta y concienzudamente, como pensando en si debía matarlo o simplemente herirlo, y le había matado.

El señor Gascoigne había apuntado otra pistola contra Copley después de que éste hubiera disparado y se hubiera extendido una mancha de color rojo vivo sobre la manga de la camisa del vizconde. Kenneth y lord Pelham se habían quedado helados. No sabían cuán grave era la herida.

Pero cuando todo terminó, Rex se acercó a ellos con expresión sombría, y empezó a vestirse sin comprobar lo que el médico y el padrino de Copley hacían inclinados sobre el cuerpo de éste. Se volvió apresuradamente antes de ponerse la chaqueta para vomitar sobre la hierba, pero era una reacción a la batalla que acababa de librar que les resultaba familiar a todos. Uno nunca se endurecía lo suficiente ni en el momento de afrontar la muerte ni al causarla.

—Vamos a desayunar —dijo, con su rostro demacrado pero decidido cuando terminó de vestirse—. ¿En White’s?

—En White’s. —El señor Gascoigne le dio una afectuosa palmada en el hombro—. De todos modos, ése no habría sobrevivido, Rex. Si tú no lo hubieras hecho, lo habría hecho yo.

—Quizá sea preferible mi casa que White’s —observó lord Pelham—. Tendremos más privacidad.

Kenneth respiró hondo.

—Tengo que partir de inmediato —dijo—. Debo regresar a Dunbarton.

De haber podido evitarlo no se hubiera ido, pero era imposible. Todos se volvieron y le miraron sorprendidos.

—¿A Dunbarton? —preguntó lord Rawleigh, arrugando el ceño—. ¿Ahora, Ken? ¿Esta mañana? ¿Antes de desayunar? Pensé que ibas a permanecer aquí durante toda la temporada social.

De pronto, al tener que expresarlo de palabra, lo comprendió en toda su cruda realidad.

—Cuando llegué a casa anoche había una carta esperándome —dijo. Trató de sonreír pero comprendió que era imposible ocultar sus verdaderos sentimientos a estos tres hombres que le conocían casi tan bien como él mismo—. Al parecer, voy a ser padre dentro de seis meses.

Se produjo un extraño silencio, habida cuenta que estaban presentes los cuatro y que acababa de librarse un duelo. El médico seguía arrodillado junto al cadáver de sir Howard Copley,

—¿De quién se trata? —preguntó por fin lord Pelham—. ¿Alguien que conocimos cuando estuvimos allí, Ken? ¿Una dama?

—No la conocisteis —respondió Kenneth con gesto sombrío—. Una dama, sí. Tengo que regresar a casa para casarme con ella.

—¿Me permites comentar que no pareces complacido ante la perspectiva? —preguntó el señor Gascoigne, arrugando el entrecejo. Todos le miraron con la misma expresión de perplejidad y preocupación.

Kenneth se rió.

—Su familia y la mía han sido enemigas desde que tengo uso de razón —dijo—. No creo haber sentido jamás una antipatía tan intensa por una mujer como la que siento por ella. Y espera un hijo mío. Debo casarme con ella. Deseadme suerte.

Volvió a reírse sintiendo al mismo tiempo que había cometido una grave deslealtad. No debió decir eso, ni siquiera a sus mejores amigos.

—Ken —dijo lord Rawleigh—, ¿hay algo que no nos has dicho?

Pero les había contado lo suficiente. Incluso demasiado. Ella iba a convertirse en su esposa, y él les había revelado la antipatía que sentía por ella. Y Eden había comentado que parecía un pálido espantapájaros y un cadáver exangüe.

—Nada que quiera divulgar —respondió—. Debo irme. Me alegro de que todo haya terminado bien esta mañana, Rex. Haz que el médico te examine el brazo antes de marcharte de aquí. Celebro que no erraras el tiro adrede. Temí que lo hicieras. Los violadores no merecen vivir.

Acto seguido echó a andar hacia su caballo sin mirar atrás. Tenía que adquirir una licencia. Suponía que el trámite se resolvería rápidamente. Luego tenía que realizar un largo viaje en el menor tiempo posible.

Y al final del viaje tenía que enfrentarse a una mujer. Moira Hayes. Su futura esposa. La madre de su hijo. Que Dios la asistiera…, y a él.