Moira apenas había visto a Kenneth en los casi dos meses desde que se había encontrado con él cuando regresaba a casa andando desde Tawmouth una tarde. Se habían visto varias veces en misa y se habían saludado con una inclinación de cabeza, habían cambiado unas frases de cortesía un día en la calle cuando ella iba acompañada por Harriet, habían hablado del tiempo un minuto en casa de los Meeson una tarde cuando ella estaba a punto de dar por terminada su visita y él acababa de llegar para visitarlos, y ambos habían cambiado de dirección cuando caminaban por la cima del acantilado a fin de pasar lo suficientemente lejos el uno del otro para saludarse con una mera inclinación de cabeza.
Pero tuvo menos suerte la noche en que los Trevellas organizaron en su casa una reunión a la que lady Hayes se empeñó en asistir. Al llegar se enteraron de la noticia que todo Tawmouth comentaba. El conde de Haverford tenía dos nuevos invitados en su casa en Dunbarton, unos jóvenes caballeros de gran fortuna. Uno de ellos incluso era un barón, explicó la señora Trevellas a lady Hayes, aunque decían que el otro caballero, que no poseía ningún título, estaba también muy bien relacionado y era tan rico como el anterior.
El señor Trevellas, la única persona presente en la reunión que había visto a los dos caballeros durante el día, no se había fijado en si eran apuestos, pero, como comentó la señorita Pitt —y las otras damas asintieron como felicitándola por la sensatez de sus palabras—, si eran unos caballeros jóvenes y elegantes y amigos de lord Haverford, cabía suponer que serían al menos pasablemente apuestos.
—Han sido invitados a asistir a esta reunión —informó Harriet Lincoln a Moira con una sonrisa, tomándola del brazo y conduciéndola hacia un par de butacas alejadas del grupo de gente que se había agolpado alrededor del señor Trevellas, quien mostraba una expresión claramente triunfal—, y han aceptado. Será una velada de lo más divertida. Es una suerte que los Grimshaw hayan regresado a casa después de una ausencia de cuatro meses y hayan traído con ellos a sus cuatro hijas. Estoy convencida de que la señora Grimshaw ya habrá empezado a planificar una doble boda. Sin duda sueña con una triple boda, pero el tono de su voz cuando se refiere al conde revela que se siente un tanto intimidada por él. Creo que lo considera muy superior a ellos —añadió riendo.
—La hija mayor de los Grimshaw se ha convertido en una chica bastante atractiva —comentó Moira—. Y tiene unos modales exquisitos.
—Creo que esta noche lo pasaremos muy bien —dijo Harriet—. Especialmente dado que Edgar Meeson, que se ha convertido en un joven muy apuesto, sólo tiene ojos para la mayor de los Grimshaw. Nos quedaremos sentadas aquí y observaremos y nos reiremos de todos menos de nosotras mismas. Es de esperar que los amigos del conde sean unos caballeros apuestos, naturalmente, pero mientras se comporten con educación y muestren cierto interés en las jóvenes hijas de Tawmouth, mañana por la mañana todos afirmarán que son los hombres más guapos que jamás han visto. Te lo aseguro.
—Supongo —dijo Moira— que el conde de Haverford asistirá también.
—Seguramente —respondió Harriet—. Pero no nos ocuparemos de él, Moira, aparte de echar un rápido vistazo a su belleza. Frecuenta a gente de mucha alcurnia para considerarlo un trofeo matrimonial al alcance de alguien de esta vecindad. Imagino que uno de estos años irá a Londres y regresará con una condesa que nos dejará a todos tan mudos de admiración como nos dejó su madre en Navidad.
—Quizá la señorita Wishart —dijo Moira.
—No lo creo —contestó Harriet—. Apenas demostró interés en ella. En el baile de Dunbarton y en la fiesta del pueblo bailó contigo tantas veces como con ella. ¿Crees que habrá baile esta noche? Imagino que alguien lo propondrá. A fin de cuentas, una velada sin baile sería desperdiciar la compañía de unos jóvenes y apuestos caballeros. Pero tú y yo permaneceremos sentadas aquí como unas severas matronas y observaremos a los demás. Supongo que no te apetecerá bailar, Moira. Se te ve muy desmejorada desde las Navidades. El señor Lincoln dijo que apenas te reconoció el domingo en la iglesia.
—Me encuentro mejor desde que ha llegado la primavera —respondió Moira.
—Ah, la fiesta va a empezar —dijo Harriet—. Ya han llegado.
Durante los dos últimos meses Moira había decidido un centenar de veces actuar, hacer algo con respecto a su estado. Escribiría a sir Edwin, hablaría con su madre, iría a ver a Kenneth, siempre eran esas tres cosas. Y, sin embargo, cuanto más decidida estaba, más lo iba aplazando. Y cuanto más lo aplazaba, más imposible le resultaba hacer algo. Como si su problema fuera a desaparecer si no hacía nada al respecto.
Hacía tres meses que no se había sentido bien ni un día. Sabía que su madre estaba preocupada por ella, y el señor Ryder, quien por fin había sido llamado a Penwith, se había mostrado desconcertado por los síntomas que ella le había explicado —al médico no se le había ocurrido ni por asomo llegar a la conclusión obvia—, y le había recetado un tónico. Pero ella sabía que se sentiría mejor en cuanto hubiera confiado su secreto a las tres personas más directamente concernidas. Era una estupidez aplazarlo. Si seguía aplazándolo por más tiempo, no haría falta que dijera nada. La idea de que esas tres personas averiguaran la verdad de esa forma la horrorizaba.
Pero aún no había hecho nada al respecto.
—Moira —murmuró Harriet, acercando la cabeza a la de su amiga—, esto se pone cada vez más interesante. ¿Has visto alguna vez juntos a tres caballeros más guapos? Nuestro conde tiene la ventaja de su estatura y ese glorioso pelo rubio, pero uno de esos caballeros tiene los ojos más azules que he visto: confieso que nunca he podido resistirme a unos ojos azules, y el otro tiene una sonrisa capaz de hacer que hasta una matrona se derrita de gozo.
Moira no se había fijado en los otros dos caballeros. Sólo había visto a Kenneth, que tenía un aspecto muy apuesto y distinguido con su traje negro de etiqueta. Y había comprendido que le resultaba totalmente imposible hablar con él. Se sentía fea, aburrida y vieja, y se odiaba a sí misma por sentirse inferior. Jamás sería capaz de ir a verlo, ni de esperarlo en el salón de Dunbarton donde en cierta ocasión le había esperado con sir Edwin, para contárselo. Jamás sería capaz de hacerlo. No podía. Ni siquiera podía dar crédito a la realidad de esa noche en el baptisterio, lo cual era una estupidez en vista de su estado.
Kenneth conversaba con la señora Trevellas mientras el señor Trevellas presentaba a los amigos de éste a sus vecinos. Aún así, él no cesaba de mirar a su alrededor. Moira observó que sus ojos se detenían un momento en su madre, antes de seguir paseándose por la habitación. Pasaron sobre ella un segundo y luego volvieron a posarse en ella. Acto seguido frunció el ceño y desvió la vista.
No debería haberse puesto ese vestido color morado, pensó ella. Era el vestido más insulso que tenía; que era justo lo que pensaba desde que se lo habían confeccionado con el rollo de ese tejido. Lo había lucido sólo en tres o cuatro ocasiones, siempre en casa. Pero encajaba con su estado de ánimo cuando se había vestido esta noche. Sabía que no la favorecía. Pero ¿qué importaba eso?
El señor Trevellas se había detenido ante ella y Harriet para presentarles a lord Pelham, el caballero de los ojos muy azules, y al señor Gascoigne, el caballero de la atractiva sonrisa. Sí, pensó Moira con cierta amargura cuando se alejaron tras cambiar unas breves y cordiales frases, eran dignos amigos de Kenneth. La apostura de éste no eclipsaba del todo a la de esos caballeros.
—Creo que el señor Gascoigne debe de ser un caballero muy amable y lord Pelham un verdadero donjuán —comentó Harriet cuando se hubieron alejado—. ¿No estás totalmente de acuerdo conmigo, Moira?
—Pero una sonrisa amable puede resultar tan seductora como unos ojos azules —respondió ésta. Y el pelo rubio y unos ojos de color gris pálido resultaban aún más seductores.
Harriet había estado en lo cierto. El señor y la señora Trevellas se habrían conformado con que todos sus invitados se entretuvieran jugando a los naipes o conversando hasta la hora de cenar, pero los jóvenes tenían otras ideas, y fue la segunda hija de los Grimshaw quien por fin se atrevió a pedir que tocaran una giga al piano y quien tomó al joven Henry Meeson de la mano y le obligó a levantarse de la silla para reforzar su petición.
—Señorita Pitt, haced el favor de tocar para nosotros —le rogó la joven con una alegre sonrisa—. Me moriré si no bailamos.
Pero la señorita Pitt seguía delicada después de una larga indisposición que la había mantenido en cama un mes. Moira se levantó, deseosa de retirarse al otro extremo del salón y permanecer allí oculta el resto de la velada.
—Tocaré yo —dijo—. Quedaos junto al fuego y disfrutad del baile, señorita Pitt.
—Ah, querida señorita Hayes, qué amable sois —respondió la señorita Pitt—. Muy bien. Supongo que, en ausencia del estimado sir Edwin Baillie, no os apetece bailar.
La hija mayor de los Grimshaw y la señorita Penallen habían elegido a sus parejas, que estaban muy solicitadas, para esta giga, según observó Moira mientras se sentaba ante el instrumento y empezaba a tocar una animada giga. Las jóvenes bailaron con los invitados que se alojaban en Dunbarton. Kenneth no bailó, sino que se contentó con observar, junto con el reverendo Finley-Evans, hasta que Moira se percató de que el vicario se inclinaba sobre la silla de la señorita Pitt y miró inquieta a su alrededor, casi haciendo que sus dedos se enredaran sobre el teclado.
Kenneth había atravesado la habitación hacia el piano y se detuvo a pocos pasos de ella, observándola con gesto serio. Estaba solo.
Moira se centró de nuevo en la música que interpretaba. Él estaba lo bastante cerca como para poder hablar con ella, y se hallaban lo bastante alejados del resto de los presentes como para mantener una conversación en voz baja sin temor a que les oyeran. Si él permanecía allí hasta el fin de la giga, ella podría hablar con él antes de que los jóvenes estuvieran dispuestos a iniciar otro baile cambiando de pareja. Lo que tenía que decirle le llevaría poco tiempo. El suficiente para pronunciar una sola frase. Nada más.
Estaba decidida a hacerlo. Sin pensárselo dos veces. Antes de que le flaquearan las fuerzas. La música casi había terminado.
Moira sintió que tenía las manos sudorosas debido al temor.
Él se quedó asombrado al verla. La había visto unas cuantas veces durante los dos últimos meses e incluso había hablado brevemente con ella en un par de ocasiones. En cada una de esas ocasiones había observado que estaba pálida y parecía abatida, pero esa noche, cuando tuvo ocasión de observarla más detenidamente, le asombró el cambio que se había operado en ella. Estaba casi irreconocible. Cuando él la había buscado con la mirada alrededor de la habitación después de ver a su madre, al principio no había reparado en ella.
Llevaba el cabello peinado en un estilo severo que no contribuía a dulcificar su rostro, que estaba pálido a excepción de las ojeras de color lavanda. Tenía las mejillas hundidas, lo cual daba a su rostro un aspecto más alargado y afilado que de costumbre. Su insulso vestido le robaba el poco color que pudiera tener. Estaba muy desmejorada. De no conocerla, de haberla visto esta noche por primera vez, habría pensado que era poco agraciada y mucho mayor que sus veintiséis años.
Moira siempre había tenido una figura esbelta, pero ahora estaba extremadamente delgada, pensó él cuando la vio ponerse en pie y atravesar la habitación hacia el piano. Tenía un aspecto demacrado. Él se había mostrado cordial con todos desde su llegada. Había conversado con su anfitrión y con un grupo de señoras. No había tenido que preocuparse de que Nat y Eden se divirtieran. Nada más llegar habían sido presentados a las jóvenes asistentes a la fiesta —para deleite de éstas y de ellos, por supuesto—, entre las cuales había cuatro hermanas que Kenneth no había visto hasta esa noche. Pero aunque conversó y sonrió e incluso escuchó a medias a sus interlocutores, no podía dejar de pensar en Moira Hayes. Hacía tres meses que no lo hacía, pensó con tristeza, pero ahora, esta noche, su sentimiento de culpa y frustración volvió a hacer presa en él. Era preciso que hablara con ella.
Tocaba muy bien, pensó Kenneth cuando se acercó al piano y se detuvo junto a él, observándola sentada de espaldas al resto de la sala. Le chocó que no la hubiera oído tocar nunca, aunque recordaba que de jovencita le había hablado de su afición por la música. Tocaba de memoria. No había ninguna partitura sobre el atril ante ella.
Kenneth esperó a que concluyera la giga. Cuando la música cesó oyó risas y animadas voces a su espalda. Moira alzó la vista y le miró. Tenía la mandíbula crispada en un gesto de obstinación que él conocía bien. Ella abrió la boca y respiró hondo.
No, él no estaba dispuesto a que lo despachara.
—¿Esto es lo que yo os he hecho, Moira? —preguntó en voz muy baja.
Ella se quedó inmóvil sin decir lo que se había propuesto decirle.
—Conseguisteis escapar a las peores consecuencias de esa noche —dijo él—. Vos misma me lo dijisteis a fines de enero. Pero no habéis podido desterrar la culpa de vuestra mente. Ha destrozado vuestra vida.
Qué injusta era la vida con las mujeres, pensó él. Por más que lo intentara dudaba de poder recordar con cuántas mujeres se había acostado exactamente. Y sin embargo para una mujer, para una dama, el hecho de acostarse siquiera con un solo hombre fuera del matrimonio podía cambiar el curso de su vida en sentido negativo. Pero Moira, en su empecinamiento, se negaba a casarse con él, simplemente porque le odiaba.
Por una vez ella no dijo nada. Le miró con ojos angustiados y el ceño levemente fruncido.
—Imagino que esta noche no deseáis bailar porque sir Edwin Baillie no está presente —dijo él, repitiendo lo que la señorita Pitt había dicho a Moira hacía un rato—. ¿De manera que seguís prometida a él? Quizá no comprendí que deseabais realmente casaros con ese hombre. Os pido disculpas por lo que dije de él si con ello os ofendí.
Ella frunció más el ceño.
—Me parece muy probable —continuó él—, que sir Edwin no se percate de la verdad cuando contraiga matrimonio con vos. Y quizá no sea un engaño por vuestra parte casaros con él sin confesárselo todo. Al fin y al cabo, en realidad no le habéis sido infiel. No de corazón. Y jamás lo sabrá por mí. Ni él ni nadie. A menos que vos se lo hayáis contado a alguien, cosa que dudo, sólo hay dos personas en este mundo que lo saben.
Ella volvió a abrir la boca para decir algo, pero se limitó a pasar la punta de la lengua sobre su labio superior.
—No es necesario que sufráis de este modo —dijo él—. No ocurrió nada tan terrible, Moira. Nada tan grave como para que afecte vuestra salud de este modo. Debéis cerrar este capítulo, olvidaros de él. Hace tiempo que yo lo he olvidado.
Ella esbozó una sonrisa que no se reflejó en sus ojos.
—¿De veras, milord? —contestó—. Pero ¿a qué os referís? ¿Qué es lo que habéis olvidado? Confieso que no lo recuerdo. Este invierno contraje un resfriado y aún no me he recuperado del todo. Espero hacerlo rápidamente ahora que hace mejor tiempo.
Él no debió fingir que lo había olvidado. Fue una torpeza y una estupidez decir semejante cosa. Percibió la ira que se ocultaba detrás de la voz de ella. Pero él también estaba furioso. Si ella se comportara como es debido, se habría casado con él hacía casi tres meses y él no tendría que vivir con la culpa que le reconcomía desde entonces, sólo con Moira y su eterna presencia en su vida.
—Os pido perdón, señora —dijo inclinándose fríamente y volviéndose hacia el resto de los presentes. Al mismo tiempo las parejas de baile, situadas en una doble hilera, las damas frente a los caballeros, pidieron a la señorita Hayes que tocara una contradanza.
—Había olvidado —dijo el señor Gascoigne— lo animadas que son las fiestas campestres. Y, ¡pardiez!, lo bonitas y alegres que son las jóvenes campesinas.
—La hija mayor de los Grimshaw era sin duda la chica más guapa de la fiesta —declaró lord Pelham—. ¿No tuviste la impresión, Nat, de que ese joven de cabello color cobrizo deseaba meternos una bala entre los ojos cada vez que la sacábamos a bailar o entablábamos con ella una conversación sobre tocados femeninos?
—La señorita Sarah Grimshaw es más amable —dijo el señor Gascoigne—. Y bastante atrevida. ¿Estás realmente dispuesto a organizar un baile en Dunbarton, Ken?
Kenneth se encogió de hombros.
—Accedí a ello cuando me lo pidieron —respondió—. Supongo que cumpliré mi promesa.
El señor Gascoigne se reclinó en el asiento del carruaje y observó durante un momento a su amigo en silencio.
—No nos has facilitado ninguna pista, Ken —dijo—. ¿Es posible que no te atraiga ninguna de esas jóvenes damiselas? ¿O tratabas de despistarnos haciendo caso omiso de la que te gusta?
—Pretendía despistarnos, Nat —dijo lord Pelham—. Aunque debemos tener presente que Ken vive aquí y debe ser precavido a la hora de mostrar una excesiva galantería o una marcada preferencia por una determinada mujer. De lo contrario acabarían poniéndole los grilletes antes de que se diera cuenta.
El señor Gascoigne se rió.
—Esta noche se ha mostrado más que precavido, Ede —dijo—. En lugar de bailar con una de las jóvenes, siguió a la pianista a través de la habitación y se quedó escuchando su música. Ahora, si hubiera sido joven y bonita, podríamos deducir algo de ello.
—¿Ese pálido espantapájaros? —dijo lord Pelham—. Aún podemos hacerlo, Nat. Mi teoría es que ella es la misteriosa mujer. Nuestro Ken se ha enamorado de una mujer mayor, de un cadáver exangüe. Quizá las jóvenes y rollizas bellezas le aburren después de haberlas frecuentado durante tanto tiempo.
—No seas cruel, Ede —protestó el señor Gascoigne—. Parece como si esa mujer estuviera tísica.
—Ah, quizá nuestro Ken se ha enamorado apasionadamente… —empezó a decir lord Pelham.
—Y quizá —le interrumpió Kenneth—, deberías mantener la boca cerrada, Eden, a menos que sepas hablar con sensatez.
Lord Pelham se estremeció con gesto teatral.
—Intuyo en eso un desafío, Nat —dijo—. He descubierto el secreto de Ken. Se ha enamorado apasionadamente de ese espantapájaros. Pero ella le ha rechazado. Confía en atrapar a un duque.
—Creo, Ede —dijo el señor Gascoigne—, que Ken se siente ofendido por la forma en que te refieres a una de sus vecinas. Y apuesto que está en efecto tísica. No puede evitar la edad que tiene, su delgadez o su nulo atractivo.
—Te aseguro —dijo lord Pelham enderezándose y adoptando un tono menos frívolo—, que no pretendía ofenderte, Ken. Te ruego me disculpes.
Kenneth sonrió.
—Entiendo —respondió—, que las señoritas Grimshaw desean mostraros la playa y el muelle. Supongo que no necesitaréis mi presencia. Sin mí, cada uno de vosotros dispondrá de dos muchachas, una para cada brazo.
—Por lo que a mí respecta —dijo lord Pelham—, prefiero tener una en un solo brazo, si la playa y el muelle tienen calas, cuevas o lugares apartados.
—Confiemos —añadió el señor Gascoigne— que mañana luzca el sol.
—Mañana —dijo Kenneth—, debo escribir a Rex. Si le han herido en su amor propio, más vale que venga aquí a reponerse de la ofensa.
Pero el intento de convencer al vizconde de Rawleigh para que viniera a Cornualles no dio resultado. Poco más de una semana después de que llegaran sus amigos y antes de que pudiera recibir una respuesta a su carta, Kenneth recibió una carta dirigida a todos ellos. Rex había regresado a Derbyshire después de pasar menos de un día en Stratton, y dentro de una semana iba a contraer matrimonio con la señora Winters. Se proponía llevar a su esposa de regreso a Stratton y confiaba en que sus amigos fueran a visitarlo allí.
Sus dos amigos se turnaron en leer la carta. Luego se miraron asombrados. ¿Rex iba a casarse? Probablemente ya estaba casado. ¿Con una mujer que hacía poco había rechazado sus intentos de conquistarla y le había obligado a volver a su casa en Stratton?
—Es un misterio —dijo Kenneth—. Un misterio fascinante.
—¡El muy ladino! —exclamó lord Pelham—. Imagino que la deshonró y se vio obligado a regresar y hacer lo correcto. A instancias de Claude, si no me equivoco. Claude es bastante más respetable que su hermano gemelo.
—A Claude no le hará ninguna gracia —observó el señor Gascoigne.
—Ni tampoco a Rex —observó lord Pelham secamente—. No tuve la impresión de que pensara en el matrimonio cuando cortejaba a esa mujer.
—Y deduzco que tampoco le hará gracia a la señora Winters —apostilló el señor Gascoigne—. Ya no debe de ser la señora Winters, claro está, sino la vizcondesa de Rawleigh. ¡Maldita asea! ¡El viejo Rex casado!
—Si estás en lo cierto, Eden —dijo Kenneth con tono quedo—, y el honor le ha obligado a hacerlo, no será un hombre feliz. Pero hubiera sido peor que ella le hubiera impedido hacer lo correcto. Al menos Rex ha tenido la oportunidad de restituir su honor.
—No imagino a ninguna mujer rechazando a un hombre que la ha deshonrado —apuntó lord Pelham—. No creo que Rex corriera el riesgo de perder su honor de forma permanente. ¿Iremos a Stratton?
—¿Tan pronto? —preguntó el señor Gascoigne—. Si acabamos de llegar aquí. Y el baile de Ken se celebrará la semana que viene.
—Puedo aplazarlo. Estoy muerto de curiosidad —dijo Kenneth—. No conozco a esa señora.
—Y ninguno conocemos la verdadera historia detrás de esa precipitada boda —dijo lord Pelham.
—Además —añadió el señor Gascoigne, torciendo el gesto—, puede que Rex necesite nuestro apoyo moral. No podemos defraudarle.
Así pues, fueron a Stratton. Kenneth fue porque le picaba la curiosidad y por el sincero deseo de ver a su amigo recién casado y desearle felicidad, si era posible que fuera feliz en un matrimonio que había empezado de forma tan poco propicia. Fue porque todo el trabajo al que se había dedicado y todos los compromisos sociales a los que había asistido e incluso la agradable semana que había pasado con sus amigos no habían conseguido animarlo o eliminar su sentimiento de culpa.
Ni su ira. Estaba furioso con ella. Si la culpa que ella sentía la afectaba tanto, ¿por qué no se casaba con él? Si estaba decidida a no hacerlo, si estaba decidida a casarse con Baillie, ¿por qué no procuraba desterrar esos recuerdos que la atormentaban? Era impropio de Moira no luchar contra ello. A Kenneth le irritaba que su aspecto desmejorado suscitara en él tales remordimientos. Había tratado de hacer lo honroso, y ella se lo había impedido. Casi envidiaba a Rex.
Fue porque su ausencia quizá liberara a Moira. Quizá no pudiera casarse con Baillie mientras él estuviera de luto, pero podía empezar a planear su futuro, despojándose del recuerdo y de las consecuencias del desafortunado incidente que había empañado su felicidad. Pero ¿cómo podía ser feliz casándose con un cretino como Baillie? En cualquier caso, no era asunto suyo. Si se ausentaba —y permanecía fuera un tiempo— quizá la beneficiaría a ella y él se libraría en parte de su sentimiento de culpa.
Jamás había imaginado que fuera posible sentir tanto rencor u odio por alguien como sentía él hacia Moira Hayes. E incluso su rencor y su odio pesaban sobre su conciencia.